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Eutanasia poética. Reflexiones sobre cine y filosofía
The Unbearable Lightness of Being | Philip Kaufman | 1988 - Big Fish | Tim Burton | 2003
Julio Cabrera

Por una filosofía imagética, experimental y alternativa [1]

Desde al menos finales del siglo XIX estamos viviendo una época de crisis de los límites y de las distinciones fijas, en plena experimentación de interfaces y conexiones insólitas entre las distintas formas de expresión de lo real. Pero aparentemente la filosofía académica no tiene conocimiento de este proceso. Con la tradición milenaria pesando sobre sus espaldas, parece que cualquier ámbito de la cultura que se quiera aproximar a la filosofía tendrá que adaptarse a su esencia eterna e inmutable. Como si la filosofía no se dejase impregnar por sus contactos con otras áreas, las cuales transforma mágicamente en “objetos de estudio”, al modo de alguna “filosofía de…” (filosofía de la literatura, filosofía del cine, filosofía de la música), pero rehusándose a ser, digamos, filosofía literaria, filosofía cinematográfica, filosofía musical.

Los estudiosos del cine, en general, han aceptado esta situación. Por ejemplo, en Teoría contemporánea del cine, de Fernao Pessoa Ramos, en el volumen sobre pos-estructuralismo y filosofía analítica [2], se trata todo el tiempo de ver de qué modo el cine podría ser pensado a partir de la “filosofía continental” o a partir de la “filosofía analítica”, pero la filosofía como tal no pierde su esencia eterna en esta confrontación; ella está ahí, como referencia fija, sin formar parte de los procesos de confrontación y transgresión de límites: es el cine el que tendrá que mostrar su carácter filosófico o no, de acuerdo con aquellas referencias. La filosofía no está puesta a prueba. Se trata de ver si las imágenes del cine pueden ser conceptuales, no si la filosofía puede ser alucinación imagética [3]. Todo sucede como si la filosofía académica, en plena crisis posmoderna de la cultura, no hubiese todavía entrado en la modernidad, como si no tuviera interés en vivir su propia vanguardia, como si temiese cualquier crisis que la obligase a cambiar de estilos y propósitos. En el caso de Brasil en particular, después de un siglo de modernismo en la literatura y en las artes, parece que el país no es capaz de generar un Oswald de Andrade de la filosofía.

Una de las frases que más escandalizaron a los lectores de mi libro Cine: 100 años de filosofía fue la siguiente: “La filosofía no debería ser considerada algo perfectamente definido antes del surgimiento del cine, sino más bien algo que podría modificarse con ese surgimiento. En este sentido, la filosofía, cuando manifiesta su interés por la búsqueda de la verdad, no debería apostar a la indagación acerca de sí misma solo en su propia tradición, como único marco de autoelucidación, sino más bien insertarse en la totalidad de la cultura” [4] . Así como las características y procedimientos de la filosofía de los filósofos (aquellos que la academia respeta, admira, pero no recomienda) tuvieron que convivir durante siglos con la literatura, la ciencia, la religión y las artes plásticas, y la filosofía tuvo que redefinirse en esa convivencia (generando filosofía dialogada, filosofía en aforismos, filosofía científica, filosofía apologética, etc.), ¿por qué la filosofía contemporánea no tendría que redefinirse después del surgimiento de las modernas tecnologías de la imagen? Las artes visuales en movimiento no tienen por qué no propiciar una relectura de la historia de la filosofía y una reconsideración de su estructura.

¿Qué es la filosofía, finalmente? Una actividad de esclarecimiento mediada por conceptos. Le conciernen: conocimiento, moral, arte, salvación. Se trata de una curiosidad radical, suicida, autofágica, dolorosa y extrema acerca de todo lo que nos preocupa: la justificación de las creencias, los cimientos de la moral, los criterios del gusto, la existencia religiosa, el valor (o falta de valor) de la vida humana, inclusive problemas cotidianos y aparentemente menores que el filósofo puede asumir como objetos de su interés esclarecedor. El tratamiento técnico de esos temas al estilo del paper académico me parece una forma de llevar adelante esta actividad de esclarecimiento, pero no la única. Es sólo la que ostenta el mayor poder político actualmente para que la filosofía sea tenida en cuenta dentro del sistema mundial de producción de objetos. Pero pensando el problema en sí mismo, no hay por qué excluir al arte, la literatura y el cine de este objetivo de esclarecimiento conceptual, de acuerdo con sus diferentes posibilidades expresivas.

El núcleo de mi reflexión cinefilosófica es la noción de logopatía, la idea de que la función esclarecedora de la filosofía, como fue expuesta, puede ser llevada a cabo mediante lenguajes y técnicas que provocan afecto, no de manera ornamental y accesoria, sino de forma cognitiva. Todas las técnicas literarias y cinematográficas, que son habitualmente estudiadas en función de efectos estéticos o narrativos, pasan ahora a ser estudiadas en función de su capacidad de generar conceptos destinados a esclarecer, aquellos que llamé conceptos-imagen, ya presentes en la literatura y en el arte en general. Se trata de una emoción que piensa porque depende de la interacción con un soporte lógico indispensable (de ahí el término logopatía). Pero es logos cargado de afecto, de tal forma que, sin la carga afectiva, el concepto no tendría eficacia, la parte lógica no sería suficiente. Esa es la tesis fundamental. Una tesis polémica porque se opone a siglos y siglos de filosofía “apática”, de filosofía centrada en una racionalidad solo intelectual, donde afectos y emociones fueron siempre considerados obstáculos o funciones inferiores, tanto en la cognición, como en la ética y hasta en la estética.

En mi libro de 1999, yo proponía ocho características de los conceptos de imagen, que no voy a repetir aquí; solo voy a referirme rápidamente a las que me parecen más importantes y que provocaron más polémicas en estos años de discusiones y comentarios.

Las primeras preguntas que surgen son: ¿Dónde están los conceptos-imagen? ¿En qué lugar de las películas? ¿Están objetivamente presentes o son proyectados por el filósofo? Estas preguntas están todavía contaminadas por la vieja polémica filosófica del realismo y el idealismo. Si tuviera que responderlas, yo diría algo así como: bueno, las dos cosas al mismo tiempo, claro que ellos están proyectados, pero cuando el análisis muestra de manera plausible que esa obra cinematográfica merece ser analizada en esa dirección. A veces los análisis parecen un poco forzados (como también lo son los estudios psicoanalíticos de películas), pero si fueran heurísticamente interesantes, pueden servir. Las buenas interpretaciones son altamente metafóricas. En mi libro De Hitchcock a Greenway por la historia de la filosofía, hablo de esto, de cómo los filósofos proyectan conceptos-imagen en los filmes [5].

Por ejemplo, veo la película La vida es bella, de Roberto Benigni, como un concepto-imagen del ocultamiento de la falta de valor de la vida, o sea como lo contrario a lo expuesto en el propio título del film. Éste muestra como la vida es terrible (en un sentido shopenhaueriano, donde a los males naturales se suman los males provocados por los humanos, como el nazismo) y lo bello aparece en el ocultamiento de la vida y no en la vida. Este concepto-imagen está desarrollado a lo largo de todo el film, aunque está perfectamente concentrado en la escena en que el oficial nazi pide un traductor entre los prisioneros del campo y Guido se ofrece sin saber una palabra de alemán, transformando las ordenes y amenazas del oficial nazi en reglas de un juego divertido para el pequeño Giosué. Este concepto está completamente desarrollado en esta escena, pero él está comprendido en conjuntos conceptuales mayores.

Otra característica de los conceptos-imagen es que ellos interactúan recíprocamente en un medio situacional (en lugar de hacerlo en un medio proposicional, como en la filosofía escrita tradicional), y con eso crean un mecanismo predicativo, del modo S es P, como cuando decimos “todos los hombres son mortales”, y los conceptos de humanidad y mortalidad se conectan y generan una afirmación sobre el mundo. Una de mis tesis más controvertidas en el libro de 1999 es que los films hacen afirmaciones sobre lo real, afirmaciones que pueden ser verdaderas o falsas y que traen aparejadas una pretensión de universalidad: ellas no se aplican solo a esos personajes y esas situaciones, sino que se refieren a algo universal. Los conceptos-imagen entran en un proceso predicativo, donde algo es dicho sobre algo.

Estoy de acuerdo con la vieja afirmación de Rudolf Carnap (en el artículo “Superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje”) de que una poesía no puede refutar otra poesía, pero no saco de allí la conclusión de que por lo tanto, la poesía no dice nada sobre lo real. De esta misma forma un film sobre la guerra de Vietnam (como El francotirador, de Michael Cimino) no puede refutar otro film sobre la guerra de Vietnam (como Regreso sin gloria de Hal Ashby), pero eso sucede no porque los films hagan afirmaciones sobre lo real, sino porque esas afirmaciones no se excluyen mutuamente. Estudiando la historia de la filosofía, encuentro que las ideas filosóficas tampoco se refutan unas a otras, porque ellas no necesariamente se excluyen, al referirse a distintos aspectos de lo real. (No creo por ejemplo que la ética del discurso de Habermas refute la ética de Spinoza.)

El cine (como ya antes la literatura) reubica la cuestión filosófica fundamental de las relaciones entre el lenguaje y el mundo y muestra cómo a través de ficciones y narrativas particulares se pueden hacer afirmaciones con pretensión de verdad universal. Los estudios sobre cine estuvieron por mucho tiempo dominados por la idea de la iconicidad de la imagen, de su maravilloso carácter de “reproductor de lo real”. A esto llamo la concepción fotográfica del cine, mientras que yo pretendo, en mis libros, ir más allá de esa concepción ordinaria para situar mi reflexión en una concepción que llamo abstracta o conceptual del cine.

La imagen es tan selectiva como la proposición articulada utilizada tradicionalmente por la filosofía, y no es más icónica que ella. El cine no muestra nada a no ser por el contraste con lo que no muestra, o sea, de la misma manera que Wittgenstein entendía la capacidad de decir de una proposición articulada: una proposición dice por el contraste con lo que ella no dice, dice en la medida en que excluye otras cosas, por eso la tautología no dice nada, porque no excluye nada. La imagen del cine tampoco es tautológica, sino bipolar, como la proposición, es selectiva y predicativa, dice algo sobre algo y deja muchas cosas por fuera. Entonces ella carga una pretensión (posiblemente frustrada) de verdad universal precisamente en ese recorte, según el cual tal film dice que las cosas son así, y no de otra manera.

La pretensión de universalidad del cine constituye su dimensión más subversiva. Porque cada vez que se intenta atenuar el impacto crítico y devastador de un film (sobre guerra, homosexualidad, HIV, falta de escrúpulos, casamiento o eutanasia) se alega que se trata “solo de un film”, de una historia particular y ficticia con personajes particulares y ficticios, a la cual podemos asistir como diversión o con objetivos de análisis, pero que no afirma nada universal sobre las cuestiones abordadas. Solo presentan casos, a los cuales se podrían contraponer otros. (Jean-LucGodard tuvo problemas en Francia con el título de su película La femme mariée (La mujer casada), siendo obligado a llamarla Une femme mariée (Una mujer casada), para que los adulterios de Charlotte (Macha Méril) no pudieran ser universalizados. Lindsay Anderson, cuando realizó su célebre If…, tuvo que agregar escenas de sueños y fantasías surrealistas para que el famoso final de los estudiantes ametrallando la universidad y matando al rector pudiese ser interpretada de manera ficcional y por lo tanto inofensiva). A fin de cuentas, se trata del mismo procedimiento amedrentador contra Galileo, obligado a presentar sus tesis como meras hipótesis o ficciones plausibles y no como descripciones del mundo. Mientras que el cine mantenga su carácter particular y ficcional, será inofensivo, pero cuando asume sus pretensiones de verdad y universalidad, o sea, su naturaleza filosófica, se torna insurgente.

Eutanasia poética en La insoportable levedad del ser y Big Fish (El gran pez)

En la concepción abstracta (conceptual, filosófica) del cine, no estamos obligados a tratar el tema de la guerra solo en films como Pelotón, o el tema del amor en films románticos, o el de la violencia en films noir. Podemos perfectamente invertir las cosas y estudiar la violencia en filmes intimistas y la cuestión de la vejez en filmes sin viejos. Esto sucede porque las visiones filosóficas de los filmes son metafóricas, acompañan el propio carácter indirecto de la imagen, aún en los filmes más presuntamente “realistas”. Así operan los conceptos-imagen, no como “ilustraciones”, sino como instauraciones y metáforas esclarecedoras. Es por eso que quiero ahora referirme al tema ético de la eutanasia en dos films y una novela que no tratan de la eutanasia.

En las controversias sobre la eutanasia, los planteos han oscilado entre suicidio y heterocidio [6]. Para los conservadores, la eutanasia es heterocidio, o asesinato, mientras que para los sectores más liberales, una forma de suicidio. Estos últimos alegan que, cuando un ser humano acaba con la vida de otro que prefiere morir a continuar sufriendo, el ser humano que muere se suicida a través de otros, los utiliza como si fueran armas o medicamentos letales. Las personas que lo ayudan no son, pues, asesinos, ya que están simplemente ahí para cumplir los deseos del enfermo, y siempre en su beneficio. Sucede que la eutanasia demanda el auxilio de otras personas que difícilmente se mantendrán en el puro papel de intermediarios, sin ningún tipo de interés en esa muerte.

Sin embargo, aunque los liberales insistan en que se trata de suicidio, y no de heterocidio, sobre el suicidio existen antiguos estigmas a lo largo de toda la historia del pensamiento. Platón, Aristóteles, Plotino, San Agustín, Santo Tomás, Locke, Spinoza, Rousseau, Kant, Hegel, y hasta el ultra pesimista Shopenhauer, además de Wittgenstein, condenaron el suicidio como acto impío, pecado, ofensa a los dioses, a la comunidad y a sí mismo, como acto de espíritus impotentes, crimen contra el derecho natural, desequilibrio moral y falta elemental. Los abordajes empíricos del suicidio (psicológico, sociológico) conservaron la actitud moralista de la filosofía y lo condenaron como enfermedad, anomalía social o crimen, como problema a ser observado, diagnosticado y prevenido.

Ahora, impresiona especialmente que el suicidio eutanásico sea condenado aún en los casos en que el sufrimiento es inmenso e irreversible. Muchas personas fuertemente contrarias al suicidio podrían ser favorables a la eutanasia en casos extremos. Pero la posición dominante moral y legal es la condena. En este contexto general de repudio, estamos situados en el ámbito de lo que denomino muerte infeliz, que parece constituir la actitud dominante actual ante la muerte. Esta se constituye en el momento en que la opción por la continuidad de la vida carece de cualquier condición, con lo cual la muerte se transforma en un verdadero tormento (para el propio enfermo y para sus allegados). Considero, pues, que en las actuales sociedades, con sus guías filosóficas antisuicidio y antieutanasia, hay una clara opción por la muerte infeliz.

Inclusive siguiendo el camino cristiano, se opta por el sufrimiento, que puede ser probatorio y hasta redentor. Debe conservarse la vida a cualquier precio, aún en medio de los dolores más terribles. Rige el maximalismo vital y el desprecio por el sufrimiento.

En la filosofía contemporánea, pensadores como Peter Singer se opusieron, enfrentando todo tipo de problemas, a esta actitud dominante tradicional, proclamando el derrumbe de la moral del valor incondicional de la vida humana en cualquier circunstancia. Singer defiende férreamente la eutanasia en el caso de enfermedades tempranas (bebés descerebrados) y terminales (enfermos deshauciados), clamando por una muerte sin dolor, o sea por una muerte no infeliz. Se llega así por la rama liberal de la bioética, a lo que acostumbro llamar anestesia, o muerte sin dolor, pero que no es todavía eutanasia en sentido pleno. Pues eutanasia significa “buena muerte”, y una muerte sin dolor es solo un tipo de buena muerte, pero no la única ni la mejor que se puede concebir filosóficamente. Pero vamos por partes.

En su clásico libro Ética práctica, Singer comienza diciendo que para los conservadores “la eutanasia es un mal inequívoco” [7]. Este rechazo es tan antiguo que en el siglo V a. C. el juramento de Hipócrates obliga a jurar a los médicos que “jamás darán un remedio mortal a quien lo pidiese, ni se lo indicarán a nadie por iniciativa propia”. Singer defiende la eutanasia en casos en que la persona enferma manifiesta su deseo de morir, o en los casos en los que se pueda suponer que ella daría su consentimiento, y también en el caso de bebés, que no pueden hacer nada de esto, y en los que se sabe que nacerán con terribles enfermedades que les impedirán llevar una vida humana. En el caso de enfermos o personas en coma, Singer declara: “Si esas personas no viven experiencia alguna, ni volverán a vivirla, sus vidas no tienen ningún valor intrínseco. El viaje llegó a su fin. Están vivas biológicamente, pero no biográficamente.” Nótese que se puede tratar de personas que no sufren, pero cuyas vidas perdieron todo sentido. Para Singer, las vidas “sólo tienen valor si tales seres sintieran más placer que dolor, o tuvieran preferencias que puedan ser satisfechas; sin embargo, es difícil percibir lo que puede justificar que esos seres humanos sean mantenidos vivos cuando, en términos generales, llevan una vida miserable” [8].

La posición de Singer es muy avanzada con respecto a la tradición y ayuda a ver la posibilidad de la filosofía de hacer la transición entre muerte infeliz y muerte anestésica. Yo quiero mostrar que el cine está mucho más adelantado que la filosofía en este ámbito de pensamiento, alucinando en imágenes algo todavía impensado por la filosofía profesional de las academias. En el cine, la eutanasia puede ser mucho más que la muerte sin dolor, puede llegar a ser “buena muerte” en el sentido del placer, de la alegría y del arte del bien morir, yendo más allá de la etapa anestésica para instalarse en la eutanásica en sentido pleno.

En este punto, podríamos utilizar creativamente la filosofía del pensador danés Soren Kierkegaard, que dividió la existencia humana en tres etapas: estética, ética y religiosa. Él insiste en que no se trata de una progresión fija y declara que, en su propia existencia concreta, los elementos religiosos estuvieron siempre presentes desde el inicio y los estéticos se mantuvieron hasta el final de la vida. Pero esa secuencia es mantenida por él, muchas veces, como recurso expositivo. En el caso del suicidio, yo creo que podríamos invertir el orden de esta serie kierkergaardiana. El suicidio comenzó a ser considerado mediante categorías religiosas que lo condenaron sin atenuantes como ofensa a Dios. De sombra de la muerte de Dios, el suicidio pasó luego a ser considerado mediante categorías éticas, siendo en general condenado moralmente, como vimos antes, no obstante tenía ya algunos defensores como Séneca o Hume. Sin embargo creo que llegó el momento de considerar al suicidio y la eutanasia mediante categorías estéticas, por ejemplo literarias y cinematográficas: pensar si no podríamos intentar morir de maneras bellas, libres y generosas.

El director de Las invasiones bárbaras, el canadiense Denys Arcand, se manifestó en una entrevista sobre la muerte de su personaje Rémy: “Es el modo en que a mí me gustaría morirme, en una linda casa, delante de una mesa bien servida, rodeado de mis amigos”. Pero este tipo de muerte es solo alcanzable mediante el suicidio eutanásico; es completamente absurdo esperar una buena muerte como regalo (¿dado por quién?). Se trata de un regalo que solo nos podemos dar a nosotros mismos. Las personas que ingenuamente manifiestan que les gustaría morir en calma, no solo sin dolor, sino con placer, no advierten que están teniendo un pensamiento inevitablemente suicida. En el film de Arcand, el hijo de Rémy lo saca del hospital y los propios amigos le administran una dosis mortal e indolora de una droga. La muerte de Rémy, aun siendo profundamente dramática, está rodeada de un halo de amor, belleza y sensibilidad.

El film La insoportable levedad del ser, de Philip Kaufman, comparado con la novela homónima de Milan Kundera, daría muchos elementos para aquellos que siempre intentan probar la pobreza del cine en contraposición con la riqueza de la literatura. En ese registro, hay por lo menos tres cosas obvias que el film “pierde”. Primero, el estilo filosófico de Milan Kundera, consistente en exponer una idea (el eterno retorno, la cuestión de la compasión, etc.) e insertar los personajes en sus dramas dentro de ese contexto de pensamiento. Segundo, el estilo narrativo muy particular de Kundera. La novela tiene siete partes: en las dos primeras cuenta la historia de Tomas y Teresa desde que se conocen hasta el regreso a Praga, en dos perspectivas diferentes; la parte 3 cuenta todas las cosas desde la perspectiva de Sabina; en las partes 4 y 5, la historia iniciada en las partes 1 y 2 continúa con nuevos hechos, ligados a la vida de Tomas y Teresa en Praga, con una parte narrada por cada uno de ellos, enfatizándose la degradación de la ciudad durante la invasión rusa; finalmente la parte 7 narra el viaje final de ellos hacia el interior y sus muertes en un accidente. Mientras que la novela retrocede y avanza sin cesar, el film es narrado de forma casi lineal, y la única inversión narrativa que fue conservada (por los guionistas Jean- Claude Carriere y Kaufman) fue la de Sabina (y, por lo tanto, del público que no leyó la novela), sabiendo de la muerte de Tomas y Teresa antes de que sucediera. ¿Y la parte 6? Además de narrar las vicisitudes de Franz, amante de Sabina, está precisamente la tercera cuestión que se pierde en el film: un tratado filosófico sobre la mierda, que difícilmente la filosofía académica podría desarrollar con éxito en sus papers bien confeccionados y sus monótonas tesis de maestría [9].

La vida de Tomas y Teresa está atravesada por tres elementos fundamentales: 1) el amor; 2) la guerra; 3) las otras mujeres. Tomas está apasionado por Teresa y es amado por ella; ambos viven los terrores de la guerra y del autoritarismo; y él es un mujeriego compulsivo. Tomas es un médico exitoso y Teresa una joven humilde que quiere progresar (siempre lleva consigo un libro, incluso cuando está ocupada en tareas cotidianas). La invasión rusa a Praga destruye sus vidas, y ambos terminan como campesinos, con la prohibición de salir del país, él con el impedimento de ejercer la medicina y ella de progresar. No obstante son felices, porque se aman intensamente y se tienen el uno al otro (es más, Teresa fue el motivo por el cual Tomas, que estaba viviendo y trabajando muy bien en Ginebra, decidió volver al infierno de Praga). Allí en el campo la policía no los persigue, y Tomas no tiene posibilidades de serle infiel a Teresa, algo que la atormentaba.

¿Pero qué tiene que ver todo esto con el suicidio y la eutanasia? Dejo aquí por un momento la película de Kaufman y paso tendenciosamente al libro de Milan Kundera, para poder reproducir algunas afirmaciones cruciales. Ya en la parte I del libro, cuando Tomas decide casarse con Teresa, Kundera escribe: “Para aplacar su sufrimiento, se casó con ella (…), y le dio un cachorrito de regalo.” O sea que el perrito está ligado, desde el inicio, a la unión de Teresa y Tomas. El perro estaba a la venta junto con otros a los que iban a matar: “Tomas tenía que elegir entre los cachorritos y sabía que los que no eligiese iban a morir”. Al ver que era una perra, Teresa quiso llamarla Ana Karenina, pero Tomas se opuso, y terminan llamándola Karenin. La última parte del libro, la número 7, le está dedicada y se llama “La sonrisa de Karenin”, que, en la metáfora de la novela, significa algo así como: “Karenin todavía vive”.

Tomas y Teresa no tienen hijos y en ningún momento piensan tenerlos, como si, de alguna forma, con su amor les fuese suficiente. Tomas tiene un hijo de su casamiento anterior, y su relación con él no es buena. Por otro lado, Teresa es siempre presentada como una niña, de modo que Tomas se casa con ella como si la adoptase; por lo tanto no necesitan niños. Por su lado, Teresa está traumatizada por la idea de la maternidad, inculcada de manera enfermiza por su madre. O sea, la relación de Tomas y Teresa está marcada por una negación romántica de los hijos, en una relación cuya sublimidad y autodestructividad los excluye de manera natural. No obstante Karenin entra en su vida con toda la fuerza afectiva y existencial del hijo rechazado, como si la vida no quisiese ahorrarles la parte de sufrimiento que les toca, de la cual ellos quieren huir con la decisión de no tener hijos.

Desde el inicio, es trabajada la relación íntima entre Karenin y la vida de Tomas y Teresa: “Karenin era el reloj de sus vidas”, se dice en la parte 2, durante su estadía en Ginebra: “En los momentos de desesperación, Teresa se decía a sí misma que era necesario resistir por la perrita, porque ella era todavía más débil, incluoso más débil que Dubcek y su patria abandonada”. Cuando Tomas y Teresa se van a vivir al interior, con sus vidas destruidas, pero felices, por los tres motivos antes mencionados, la guerra y las otras mujeres son dejadas de lado, quedando solamente el amor. Es en este punto de la novela y de la película que son resaltadas fuertemente las características humanas de Karenin. Kundera comenta las relaciones de la perrita con el chanchito Mefisto, como si fuese una relación humana: “Karenin apreciaba la originalidad del chancho y –estoy tentado de decir- apreciaba mucho su amistad.”

De alguna manera, la absurda felicidad de Tomas y Teresa en medio de la mayor miseria imaginable es la felicidad de un perro, irracional, instintiva y sin motivos: “el tiempo en que Teresa y Tomas vivían se aproximaba a la regularidad del tiempo de Karenin”. Este proceso de humanización de Karenin y de suave infra-humanización de la pareja está ligado a la moralidad y al amor. “El verdadero test de moral de la humanidad (…) son las relaciones con aquellos que están a nuestra merced: los animales.” Y “el amor que la liga a Karenin es mejor que el amor que existe entre ella y Tomas. Mejor, pero no mayor. (…) Es un amor desinteresado: Teresa no quiere nada de Karenin. Ni siquiera amor ella exige”. Karenin “encarnaba diez años de la vida de ellos”.

La perra también está ligada a otro tema fundamental del libro: la guerra “(…) en una ciudad de Rusia todos los perros habían sido matados. (…) Era una anticipación de lo que vendría después. (…) Era preciso primero volverla (la agresividad) contra un objetivo provisorio. Ese objetivo fueron los animales. (…) Las palomas fueron exterminadas. (…) Se fabricó una verdadera psicosis, y Teresa tuvo miedo que el pueblo excitado se volviese contra Karenin”. Hay suficientes elementos para darse cuenta de que Karenin, en una lectura abstracta y no icónica, no es una perra: ella está metafóricamente impregnada de la vida de ellos dos, con su amor, con su falta de hijos, con la guerra, con la degradación, y la miseria, de tal forma que, cuando la perra se enferma y está condenada a muerte, es algo de lo humano lo que adolece y languidece.

La enfermedad de Karenin es el resumen de todas las peripecias de ambos, de su amor y de su hundimiento. Los animales, ciertamente, no son máquinas, como pretendía Descartes, pero tampoco son Dasein heideggerianos. Si ellos conmueven nuestra existencia, como la enfermedad de Karenin conmueve la existencia de Tomas y Teresa, es porque ellos le impusieron la existencia que la perra no podría tener. Karenin es un poderoso concepto-imagen del amor y de la muerte, que fue desenvolviéndose fragmentariamente a lo largo del libro y que es resuelto de forma conmovedora en la parte 7.

Karenin comienza a renguear de la pata izquierda, Tomas descubre un bulto, la perra está con cáncer. Ellos quedan arrasados, pero otros personajes de la novela se oponen al proceso de humanización del perro: “Por el amor de Dios, no vas a llorar a causa de un perro, ¿no?” dice una vecina. La lenta agonía de Karenin es vivida con angustia por ellos (¡y por el lector de la novela!); en particular su falta de gusto por los juegos que antes tanto le emocionaban, su pereza para salir de paseo, su falta de apetito, su mirada perdida. Ella apenas gruñe, y ellos ven en eso una especie de sonrisa que quieren mantener por el máximo tiempo posible.

La impregnación de lo humano llega a su extremo cuando Karenin ya no tiene más voluntad de salir: “Estaban los dos plantados delante de ella, esforzándose para parecer alegres (a causa de ella y para ella), con el fin de transmitirle un poco de buen humor. Después de un momento, como si ellos le dieran pena, la perra se aproximó rengueando sobre tres patas y dejó que le pusieran el collar”. (…) “Está haciendo eso por nosotros –dice Teresa. No tenía voluntad de salir, vino solo para complacernos.”

Significa que cuando llega el momento de la eutanasia de Karenin, lo que será sacrificado no es solo un perro, sino el resumen de la vida de Tomas y Teresa, la dignidad perdida en la guerra, los celos enfermizos, el amor indestructible. Kundera escribe: “Los perros no tienen muchos privilegios con respecto al hombre, pero uno de ellos es apreciable: para ellos la eutanasia no está prohibida por ley; el animal tiene derecho a una muerte misericordiosa”. Paradójicamente, los humanos carecen de ese derecho a causa de su “valor superior”. La eutanasia de Karenin es anestésica, pero también poética, entendida metafóricamente en relación a la propia muerte de Tomas y Teresa, que al matar a Karenin, matan diez años de sus vidas: la muerte le es dada para no sufrir (momento anestésico) por las manos de quienes la aman (momento eutanásico). En un momento dado, Tomas pensaba delegarlo en otra persona: “¡Si por lo menos Tomas no hubiera sido médico! Podría al menos esconderse detrás de un tercero. Podría buscar a un veterinario y pedirle que diese la inyección a la perra”. Pero su eutanasia también es poética, y no meramente anestésica: “podría conceder a Karenin un privilegio que no está al alcance de los seres humanos: la muerte llegaría para ella bajo el rostro aquellos a quienes más amaba”.

En una primera aproximación filosófica al film Big fish, de Tim Burton, se podría pensar que él desarrolla conceptos-imagen sobre las relaciones realidad/ficción, o que sería pertinente para estudiar la problemática de la mentira, la fabulación, la verdad y la ilusión. Yo creo que estos elementos están presentes, pero en función de otro problema verdaderamente central en la película, el problema del morir, y especialmente, del modo de morir. Yo leo esta película como concepto-imagen de los modos de morir. La lectura superficial diría que se trata de un film sobre un hijo que está cansado de las mentiras del padre y que quiere saber la verdad en el medio de tantas fantasías; yo lo veo más bien como una película sobre un modo de vivir en el preciso momento de ser probado en su despliegue extremo: el momento de morir.

Para captar la logopatía de este film es preciso, pues, visualizar las relaciones entre fantasía y muerte. Tal como en Las invasiones bárbaras, una madre llama a su hijo ausente y casado para volver con urgencia al hogar debido a una grave enfermedad del padre. La fantasía tiene que ver con la manera en que Edward Bloom logró llevar adelante su vida (a diferencia del ultraracionalista Remy de Las invasiones bárbaras, que sonríe irónico y perplejo cuando la enfermera le dice al salir del hospital: “Acepte el misterio”). Ahora, se trata de ver el lugar que ocupa la fantasía en el proceso de morir, de qué modo la muerte es ficcionada y el propio agonizante se vuelve poesía y mito.

De alguna forma Big fish muestra, a través de los recuerdos de Bloom, cómo su vida fue exitosa, cómo él siempre fue un héroe, cómo todo salió bien, cómo las personas lo amaron, cómo vivió cosas fabulosas, descubrió el amor, el circo, la belleza, la magia, el heroísmo y el sacrificio. Él se presenta como una especie de vencedor en el medio de las más arduas dificultades. Una de las cosas que Will, el hijo, le recrimina es que el padre estaba poco en la casa cuando él era niño. “Nunca fui mucho de quedarme en casa”, admite Bloom, y se queja por el hecho de estar ahora preso en una cama. O sea, llegó el momento de probar su modo de vida como modo de morir. “Morir es la peor cosa que me ha pasado”, declara. El drama central no es pues, el hijo queriendo saber la verdad sobre el padre, sino más bien el propio Bloom queriendo confirmar la verdad de su muerte a través del hijo.

La muerte es el tema central del film. Recordemos que ya en el inicio se muestra a un grupo de niños, entre los cuales está el pequeño Edward Bloom, yendo a la casa de una bruja en cuyo ojo mágico ellos podrán ver la forma en que van a morir. (Algunos de los niños se quedan amedrentados porque en el ojo maldito no se ven solo muriendo, sino además muriendo jóvenes.) Aquello que Bloom ve en el ojo de la bruja no es mostrado (como en el caso de los otros niños), pero vemos que él toma conocimiento de ese hecho trágico y lo guarda para sí. En varios momentos del film, cada vez que parece estar en peligro de muerte, él se dice a sí mismo: “¡Pero no es así que yo muero!”, y el peligro desaparece.

El impacto emocional de la película es bastante simple: la eutanasia poética debe ser practicada por el hijo racionalista, que a lo largo de toda la película se la pasó quejándose por las fantasías y delirios del padre y exigiendo “la verdad”; una verdad que no le sirve de nada en el momento de presenciar la muerte del padre. Una última tentativa de racionalización de la muerte es sugerida mediante la recuperación del propio nacimiento de Will, a través del doctor Bennett, antiguo amigo de la familia. “¿Sabes cómo has nacido?”, le pregunta el doctor a Will. “Sí”, responde Will malhumorado, “ese día mi padre pescó un pez inmenso que había engullido su anillo”. “No, no”, responde el médico, “no ése, sino tu verdadero nacimiento”. Will se interesa mucho, como si fuese a escuchar una revelación importante, pero el relato del doctor es anodino y carente de interés. A pesar de eso Will declara: “Me gustó su versión”. Hasta aquí parece que la verdad había sido restaurada.

Pero el viejo padre se despierta en el medio de la noche, sintiendo que está por morir. Él no puede creer que va a morir así, en la cama de un hospital, en aquel cuarto gris y sin magia, y le dice al hijo que no, que no es así que él muere, no es esa la muerte que él vio en el ojo de la bruja. El hijo se desespera, no sabe qué hacer, duda si llamar a la enfermera, intenta darle agua (el agua es un tema imagético recurrente en el film) y finalmente se da cuenta de que el padre le está pidiendo que lo mate, o sea la típica situación de eutanasia. Él está sufriendo tanto de dolor físico como de agonía espiritual, y está pidiendo morir como se debe, de la manera mágica que le fue prometida. Está pidiendo, pues, una “buena muerte”, y Will le da mucho más que una mera muerte “sin dolor”, le ofrece una genuina muerte feliz. El hijo que estaba pidiendo tan ardorosamente la verdad, se da cuenta de que no se la puede dar al padre en ese momento supremo, y, aún ahogado en lágrimas, se vuelve un fabulador, se coloca a la altura de la verdad alucinada de una vida imposible que, como toda vida humana, no sabe cómo terminar.

Al contarle una fábula tanática, Will mata a su padre de la manera como él quería morir. Pero Bloom, en su estado de excitación frente al momento supremo de la muerte, no recuerda lo que vio en el ojo de la bruja (si es que vio algo alguna vez), de manera que Will tiene que reinventar lo que él habría visto. “Cuéntame cómo sucede”, le suplica el padre, como si no lo supiese en absoluto. “¿Qué?”, pregunta el hijo. “¡Cuéntame cómo muero!” Al pedir un relato sobre su muerte de la boca del hijo (en una relación que siempre estuvo impregnada de culpas y deudas), Bloom le está pidiendo a Will que lo mate de manera feliz. Su espíritu fabulador no se conformaría con una mera anestesia, tiene que ser eutanasia en el más pleno sentido. Will responde “¡Ayúdame! ¡Dime cómo comenzar!”, o sea, el aprendiz de fabulador pregunta a quien sabe, y éste responde: “¡Comienza aquí mismo!”

Y la historia comienza: “Estamos en el hospital, me duermo, y cuando despierto, es de día, entra luz por la ventana y veo que, de repente, estás mejor”. En efecto Bloom está muy bien. Retira él mismo los tubos de oxígeno y demás aparatos y pide al hijo que actúen rápidamente. Usando una providencial silla de ruedas, padre e hijo huyen espectacularmente del hospital, delante de los ojos del doctor y de las esposas de ambos que facilitan la fuga. Mágicamente restaurado, aparece el antiguo auto rojo de Bloom, dentro del cual Will carga en brazos a su padre, sin que parezca pesarle. Removiendo obstáculos por el camino, ayudados por algunos de los personajes mágicos de Bloom (el gigante Karl, por ejemplo), atraviesan la ciudad a toda velocidad y llegan finalmente al río (¡nuevamente el agua!).

Allí están todos los amigos de Bloom, de todas las épocas, todas las personas que fueron importantes para él; el lugar está lleno de sol, espléndido, y las personas aguardan sonrientes (“No hay un solo rostro triste”, dice el hijo, mientras narra la historia entre lágrimas); Will toma a su padre en brazos y camina con él hasta el río, con Bloom siendo saludado jubilosamente por todos; lo importante es que todos ellos están ahí para despedirse de Bloom, o sea, claramente se trata de una muerte, y no de un pic-nic, a pesar de que la muerte sucede en un lugar de pic-nic. En el medio del agua está la amada Sandra, esposa de Bloom de toda la vida; después de despedirse de ella y entregarle el anillo que saca de su boca (de la boca del pez grande), el hijo lo lleva para el centro del río, el padre sumerge la cara en el agua y luego el resto del cuerpo. Es por lo tanto entregado por el hijo a las aguas en las cuales se confunde con el pez grande, transformándose en su propio mito.

Llamo a esto eutanasia poética. La muerte feliz es dada no a través de medicamentos, como en Las Invasiones Bárbaras, sino a través de la ficción. Mientras que el hijo de la película canadiense da al padre una buena muerte literal, pero cuya belleza solo puede llegar hasta cierto punto, en Big Fish la eutanasia poética es total, por lo tanto irreal. Parece que tendremos que decidir. En todo caso, se trata de dos experimentos imagéticos realizados por el cine reciente sobre uno de los temas más dramáticos de todos los tiempos.

Cuando el tema es tan tremendo e importante como muerte y eutanasia, a veces pienso si no será mejor que la filosofía de un film permanezca subterránea y subliminar, mientras que la fuerza de las imágenes sea capaz de imponer las ideas de forma irresistible para quien sea capaz de entenderlas. Esos films están diciendo: es así como deberíamos poder morir. Curiosamente, la eutanasia poética comienza con la salida de los enfermos del hospital, literalmente en la película de Arcand, poéticamente en el film de Burton; tampoco la perrita Karenin es llevada al veterinario. La muerte infeliz es, de hecho, muy lucrativa, y la muerte feliz profundamente subversiva. Esto puede apuntar a una profunda insurgencia poética de las películas en relación a cierta pobreza reflexiva de la filosofía cuando piensa sobre la muerte, el suicidio y la eutanasia. Tal vez porque las posibilidades expresivas de la filosofía estén hoy impregnadas por un convencimiento “profesional” que prefiere dejar impensado todo lo que escapa al control total de su estilo apático de exposición de los problemas.



NOTAS

[1Publicado originalmente en O cinema e seus outros, Renato Cunha (Organizador), Brasilia:LGE Editora, 2009. Traducción al español de Nadia Brailovsky con revisión técnica de Juan Jorge Michel Fariña.

[2Sao Paulo, Senac, 2005, Vol 1

[3Julio Cabrera utiliza el adjetivo “imagético”, el cual no existe en español, ni admite en este caso versiones análogas. De allí que se lo consigne en itálica para subrayar su potencia de neologismo. (N.del T.)

[4Cine:100 años de filosofía, Barcelona: Gedisa, 1999.

[5Sao Paulo, Nankin, 2007, p. 37-9.

[6Prefiero utilizar el término heterocidio en lugar de homicidio, que significa, literalmente, “muerte de un ser humano”. En cambio heterocidio indica, específicamente, “muerte de un ser humano diferente a mí”.

[7Sao Paulo: Martins Fontes, 1994, capítulo 7, “Quitar la vida: los seres humanos”, p. 185.

[8Ibidem, p. 201 (cursivas mías)

[9Para emocionantes reflexiones sobre cine y literatura por la mediación del trabajo del guionista, ver “O percurso literocinematográfico”, de Renato Cunha, en Cinematizaciones (Brasilia: Círculo de Brasilia, 2007), p. 65-74.