Ediciones [pp. 83-88]
Shoa
Una lectura analítica
Silvia Elena Tendlarz

Hace cuarenta años el cineasta francés Claude Lanzmann se sumergía en una empresa cinematográfica que le llevaría una década de vida. Se trataba de la realización del film documental Shoah, estrenado finalmente en 1985, con una duración de aproximadamente diez horas, y que constituye ya patrimonio artístico de la humanidad.

En 1986 tuvimos la ocasión de ver la versión completa en Paris junto a Stanislas Tomkiewicz, psiquiatra polaco fallecido en 2003, sobreviviente del ghetto de Varsovia. Tom, como se lo llamaba cariñosamente, había padecido su temprana infancia en Auschwitz, de donde fue milagrosamente rescatado con vida. Llegó a Francia huérfano y enfermo de tuberculosis, flagelos a los que se sobrepuso para estudiar y desarrollar lo que sería una eminente carrera profesional. Tom era, además, un cinéfilo apasionado y organizó aquellas proyecciones a lo largo de una semana para todos los investigadores que integrábamos su equipo en la Unidad del INSERM que él dirigía en Montrouge. No nos alcanzará la vida para agradecer semejante experiencia.

Ante un nuevo aniversario del inicio de la gesta cinematográfica de Lanzmann, incluimos en este número de Etica&Cine, dedicado a la segregación, un texto clave de Silvia Tendlarz. Publicado originalmente en 2002, el artículo recorre analíticamente la bibliografía imprescindible, si no para comprender la Shoah, para ensayar un pensamiento en torno a ella: Giorgio Agamben, Primo Levi, Jorge Semprún, Bruno Bettelheim, Hannah Arendt, Gunter Grass, Art Spiegelman, Francois Lyotard, Eric Laurant, Jacques Lacan. Agradecemos especialmente a la autora su deferencia al autorizar esta publicación. [1]

1. Bereshit

Bereshit bará Eloim...”. En el principio Dios creó los cielos y la tierra, y esta creación trajo consigo de inmediato un problema insoluble: el mal, ¿es parte de Dios? ¿Por qué Dios quiere mi mal?

Acerca del mal, Semprún habla de la experiencia del “Mal radical”: “El horror no era el Mal, no era su esencia... No era más que su envoltorio... Cabría pasarse horas testimoniando acerca del horror cotidiano sin llegar a rozar lo esencial de la experiencia del campo” [2].

La idea de un “Mal radical” proviene de Kant, quien consideraba que residía en las máximas malignas –que difiere de lo moralmente incorrecto- y no en los deseos. El exterminio nazi dio la medida del mal del que nuestra época es capaz y del uso que pudo llegar a hacer de las “máximas malignas”.

La palabra hebrea shoa significa “devastación, catástrofe, arrasamiento”, y en La Biblia implica a menudo la idea de un castigo divino. Sin lugar a dudas resulta más adecuada que la de “holocausto”. La palabra “holocausto” trae consigo la significación de “sacrificio supremo en el marco de causas sagradas”, de “ofrenda a Dios”. Wiesel acuñó este término para nombrar al exterminio y luego se arrepintió y hubiera querido retirarlo.

En esta triste historia no hay altares, sino más bien hornos crematorios y una industrialización de la muerte.

Giorgio Agamben indica que los procesos de los criminales nazis celebrados en Nuremberg y en Jerusalem –por cierto tan necesarios como insuficientes- contribuyeron a dar al tema por cerrado [3]. Pero el derecho no logró agotar el tema, y medio siglo después vuelve a emerger la necesidad de dar cuenta de acontecimientos que escapan a la razón.

La magnitud, la complejidad de lo acaecido impiden encontrar una explicación global. No obstante, no debe confundirse con lo inefable. Algo puede y debe ser dicho. La encrucijada es encontrar la manera de hacerlo.

2. Los Verdugos

En 1996 Daniel Goldhagen publicó Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto [4] convirtiéndose rápidamente en un fenómeno editorial.

Existen dos grandes tendencias historiográficas entre los estudiosos de la shoa [5]. La primera, tradicional, hace hincapié en el antisemitismo y en la figura carismática de Hitler como fuente principal del exterminio. La otra tendencia, en la que se incluyen Adorno y Hannah Arendt, pone el énfasis en la racionalidad instrumental y burocrática del exterminio, y en el surgimiento de una ciencia racial. El debate suscitado por el libro de Goldhagen se sitúa en este contexto historiográfico.

Goldhagen examina por qué el exterminio nazi fue un fenómeno principalmente alemán. Postula una continuidad antisemita específicamente alemana que va desde el medioevo y desemboca en un espíritu de exterminio de los judíos que caracterizaba a cualquier alemán durante el período nazi. Los alemanes corrientes son incorporados a las filas de los asesinos, eliminándose así la clásica distinción entre los militantes nazis y la población civil. Su tesis separa a los alemanes del presente –fundamentalmente democráticos- de los del pasado.

A su entender, si bien sin los nazis y sin Hitler la shoa no se hubiera producido, sin el consentimiento, participación y apoyo de los alemanes corrientes en la persecución y matanza de judíos, el régimen jamás hubiera podido exterminar seis millones de personas.

Entre las críticas que suscitó este libro, y tal vez la más atinada, es que si bien el exterminio nazi recayó fundamentalmente sobre los judíos, no se limitó al antisemitismo. Las víctimas comenzaron siendo también los propios alemanes que cayeron en las purgas de purificación racial: los discapacitados y los homosexuales, los bolcheviques y los opositores al régimen.. Los gitanos, muchas veces olvidados de la historia, tuvieron el mismo destino que los judíos.

Del libro de Goldhagen podemos retener la argumentación que demuestra que los ejecutores del exterminio también fueron individuos corrientes, no monstruos asesinos. Entran en el asesinato masivo industrializado, en su maquinaria de destrucción, por un simple franqueamiento de lo que Primo Levi denominó “la zona gris” [6] –zona de irresponsabilidad más acá del problema del bien y el mal-, y H. Arendt tematizó al escribir sobre el juicio a Eichmann en Jerusalem al plantear la “banalidad del mal” [7]. Tal vez esto sea lo más aterrador de la llamada “Solución final”.

La figura extrema de la “zona gris”, dice Agamben, es el Sonderkommando, prisioneros obligados a conducir a otros prisioneros a las cámaras de gas, a revisar los cadáveres en busca de algún objeto de valor y finalmente a llevarlos a los hornos crematorios y de allí a las tumbas colectivas. Uno de los poquísimos sobrevivientes del último Escuadrón especial de Auschwitz (eran periódicamente asesinados para no dejar ningún testigo de lo ocurrido) contó que había asistido durante una pausa de su “trabajo” a un partido de fútbol entre las SS y algunos Sonderkommando. Este partido, este aparente momento de normalidad, dice Agamben, es el verdadero horror del campo puesto que representa la cifra de la “zona gris”, marcando el despiadado contraste de un tiempo fuera del tiempo.

Sneth y Cosaka muestran que el dispositivo de industrialización de la muerte en los campos de exterminio permitía el anonimato no sólo de las víctimas sino también de sus verdugos, brindando así la ilusión de una dilución de la responsabilidad ya que con las cámaras de gas “nadie mató en forma directa” [8].

En el momento de la caída del Tercer Reich, los aliados se ocuparon de llevar sistemáticamente a la población civil aledaña a los campos para que vieran lo que afirmaban desconocer a pesar del olor particular que rodeaba a las cámaras de gas y los restos de la humareda de los hornos que esparcía el viento. El no querer saber, el amparo en la cadena de mando, los muertos sin nombres y sin historia, todo estaba armado para utilizar el subterfugio de la ignorancia para desresponsabilizarse de la barbarie.

Una de las tesis más importantes del libro de Sneth y Cosaka es que el nazismo no es el paroxismo del discurso racista, sino que consiste en el exterminio del discurso. Dedican un capítulo a demostrar cómo los eufemismos se volvieron un recurso fundamental del nazismo para “utilizar el idioma a los fines del régimen”. Este Sprachregelung “designa los recursos lingüísticos que servían a la maquinaria del exterminio como lenguaje administrativo y como recurso de propaganda y ocultamiento, lo que permitía llevar a cabo las tareas de la matanza sin llamarlas por su nombre”.

Se utilizaban entonces palabras y expresiones de significado neutro o positivo para nombrar el terror y el exterminio [9]. Por ejemplo, la “solución final” nombraba el exterminio; “tratamiento especial” significaba matanza; “abandono del lugar”; “desalojo” o “direccionamiento de la colonización” designaba la expulsión de los judíos; el “reagrupamiento” nombraba a la deportación; “judaización”, la influencia pretendidamente desvastadora de los judíos; la “zona judía de residencia” eran los ghettos, y su expulsión se denominaba “desplazamiento de residencia” (hacia los campos de concentración o de exterminio, por supuesto); los Sonderkommando estaban obligados a llamar, bajo pena de muerte inmediata, figuren (marionetas), schmattes (trapos) o stücken (piezas) a los cadáveres; völkisch, que en el idioma político alemán significaba “racista”, se convirtió en sinónimo de “antisemita”, y suplantó así a judenhass, término anterior que significa “odio a los judíos”.

Todas estas expresiones estaban destinadas a desentenderse del crimen y eliminar así la categoría de verdugo por parte de los perpetradores.

Las leyes raciales creadas durante el régimen de Hitler acallaron las voces que entre los propios alemanes se escandalizaron ante los primeros episodios de violencia desorganizada contra los judíos, y dieron el apoyo legal y consensual del pueblo alemán a la persecución y matanza.

La ley de 1933 para la prevención de descendencia con enfermedades hereditarias (incluidas las enfermedades mentales y el alcoholismo crónico) produjo entre los alemanes 400.000 víctimas de esterilización obligatoria.

La búsqueda legal de la pureza racial encontró su apogeo en la Alemania nazi en 1935 [10]. Las leyes de Nuremberg sobre la pureza de la sangre brindó la estructura para la sanción de los decretos antijudíos subsidiarios de los años siguientes. Primero se segregó a los judíos puros; es decir, se distinguió entre los ciudadanos de ascendencia aria y los de ascendencia no aria, y luego se centraron en la pureza de esa ascendencia. Bajo una aceptación generalizada, los judíos fueron considerados otra raza, antes de perder definitivamente su pertenencia al género humano.

La “cuestión judía” tuvo primero como solución la expulsión (lo que le valió su promoción a Eichmann, especialista en el tema [11]); la segunda solución consistió en la creación de los campos de concentración. En 1941 se encontró finalmente la “solución final” a la “cuestión judía”: su exterminio.

Los alemanes que se opusieron al nazismo, sus primeras víctimas, fueron los miembros del partido comunista alemán y luego los socialdemócratas. Los otros, los alemanes aparentemente no involucrados, los desentendidos, los indiferentes, los atemorizados, todos aquellos que con su silencio consentían o colaboraban sin proponérselo, ¿son menos responsables?
¿Cuál será nuestra mirada frente a estos acontecimientos? Lacan señala –a propósito del exterminio nazi- que “la ignorancia, la indiferencia, la mirada que se desvía, explican tras qué velo sigue todavía oculto este misterio” [12].

3. Testimonios

Primo Levi, como otros tantos, centró su supervivencia en el campo en la posibilidad de convertirse en testigo y hacer partícipe al mundo de los trágicos sucesos en los que se vio envuelto.

Entre los sobrevivientes existen distintas posiciones frente a lo acaecido que van del silencio al relato, del recuerdo a lo que difícilmente pueda llamarse olvido. Agamben distingue distintos tipos de testigos: los que encontraron formas literarias de dar su testimonio; los que simplemente hicieron partícipes al mundo de su infortunio y agonía; y, la gran mayoría, los “testigos de las cámaras de gas”, que nada pueden decir. Primo Levi opone los que tuvieron el “privilegio de sobrevivir” al destino del prisionero común que no tenía ninguna posibilidad de hacerlo. Semprún afirma que fue atravesado por la muerte y se volvió un aparecido que regresó transfigurado. “Pero no había –dice-, jamás habría supervivientes de las cámaras de gas nazis. Nadie jamás podrá decir: yo estuve allí. Se podía estar alrededor, o antes, o al lado, como los individuos del Sonderkommando”.

Entre los muertos y los vivos una tercera categoría surgió sobre todo en Auschwitz: el llamado “musulmán”. Así llamaban a los prisioneros que perdían toda esperanza de sobrevivir. Quedaban petrificados en sus necesidades básicas y deambulaban como muertos vivos. El nombre que recibieron fue por la similitud de sus movimientos con los de un árabe durante la oración. Bruno Bettelheim los volvió el paradigma de la reacción frente a las situaciones extremas, comparándolos con la retracción autista [13]. Los otros prisioneros los evitaban por temor al contagio. En realidad, ellos representaban el apogeo de la obra de destrucción nazi: la completa pérdida de la humanidad, la transformación de un “punto de no retorno”.

La masa anónima de los “hundidos” –como los llama Primo Levi-, incapaces de rebelarse, de tomar una actitud activa frente a los acontecimientos, no debe ser tomada, en un juicio apresurado, como consintiendo y entregándose servilmente a sus verdugos. De allí que dice: “...Que somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento”.

La llamada “pasividad” frente a la muerte en realidad traduce un estar “entre dos muertes” –según la expresión de Lacan-. Por un lado, muertos para una estructura civil que los toma como shmattes (trapos), figuren, strüken, sin nombre, sin cuerpos, seriados y numerados para una organización burocráticamente ordenada del exterminio, muerte simbólica que antecede el palpitar que se silencia a la espera de la muerte biológica.

Muertos ya por el exceso de dolor frente a la pérdida de los seres queridos, por el exceso de privación, por el terror continuo, por la humillación de seguir vivos, por el pesar sin futuro. Muertos por morir de tristeza cada día, por la sideración de un mundo sin condenas, donde lo extraordinario, el más allá del bien y del mal, se vuelve lo cotidiano.

La gran aporía ética de Auschwitz, dice Agamben, es que “es el lugar en que no es decente seguir siendo decentes, en el que los que creyeron conservar dignidad y respeto de sí sienten vergüenza con respecto a los que la habían perdido de inmediato”.

4. El exterminio

En Auschwitz no se moría, se “producían cadáveres”, según la expresión utilizada por algunos SS y también por Heidegger en una conferencia titulada “El peligro”; dictada en 1949. En ella dice: “¿Mueren? Perecen. Son eliminados. ¿Mueren? Se convierten en piezas del almacén de fabricación de cadáveres. ¿Mueren? Son liquidados imperceptiblemente en los campos de exterminio...” [14].

Esta producción seriada es el apogeo de la deshumanización: cadáveres sin muerte, violación de la dignidad de morir, “piezas” producidas en un trabajo en cadena.

Michel Foucault propuso una explicación de la degradación de la muerte expresada en términos políticos. Indica que el racismo es lo que permite al biopoder establecer en la continuidad biológica de la especie humana una serie de cortes y jerarquías entre las razas. En 1937 Hitler formula un concepto biopolítico extremo: la necesidad de un völkloser Raum, un “espacio sin pueblo” (Völk designa a los judíos). El campo de concentración se vuelve una maquinaria biopolítica en un espacio geográfico determinado en donde la vida humana es llevada al extremo en que la muerte no es más que un epifenómeno.

La reducción de masas enteras a la función de excrementos es lo que caracteriza a la transformación del puebo elegido, vía los hornos crematorios, en productos tales como el jabón. De esta manera caracteriza Lacan en 1963, no sin un dejo de ironía, la inclusión del hombre reducido a un excremento en el circuito económico [15]. Al año siguiente, en su seminario “Los cuatro conceptos...”, se refiere al “drama del nazismo que presenta las formas más monstruosas y supuestamente superadas del holocausto” y advierte sobre el resurgimiento de esta “ofrenda de un objeto de sacrificio a los dioses oscuros” [16]. En 1967 vuelve sobre esta cuestión enlazando la creciente segregación, el surgimiento del derecho de hacer trozos al cuerpo para el intercambio, con el surgimiento del “niño generalizado” [17].

Al comentar esta frase Eric Laurent indica que la ignorancia de la muerte en forma distraída tiene un lado profundamente infantil, y que Lacan llega a indicar que “el hecho de que no hayan personas grandes se vuelve la señal de la entrada en un mundo de segregación [18]. Ese mismo año, Lacan vuelve sobre el tema de la segregación al indicar que “nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación” [19].

La transformación del sujeto en mercancía, la pérdida del valor de la vida y su consecuente manipulación como objeto, franquea un límite de segregación sin retorno. Su forma más tenue, pero no por ello menos cruel, es la indiferencia, el desinterés y el olvido...

5. Lo que resta

Günter Grass dice que Auschwitz es un punto de ruptura, la humanidad y el concepto de existencia humana sucumben a un antes y un después [20] . Aunque se rodee de explicaciones, dice, Auschwitz nunca se podrá entender.

“Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor”, escribe Jorge Semprún. Y continúa: “Pero de este humo de aquí, no obstante, nada saben. Y nunca sabrán nada de verdad. Ni supieron estos, aquel día. Ni todos los demás, desde entonces”. No obstante, continúa; “Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de lo que tanto se habla no es más que una coartada... ¿Pero puede oírse todo, imaginarse todo?” J. [21].

Art Spiegelman, en el comic Maus que retrata el peregrinaje de su padre en los campos de concentración, cuando el hijo le pide que narre su historia, le hace decir de inmediato a su padre: “¿Quién quiere oír esas cosas?” [22].

Sobrevivir y recordar el punzante deseo de vivir, de volverse nuevamente un hombre entre los otros, acoger la pasión y el tenue paso de los días sin sobresaltos, sin selecciones ni funestos presagios. Simplemente vivir. ¿Cómo lograrlo en ese entonces y después?
Esta pregunta retorna en los sobrevivientes, en sus hijos, en sus nietos, y más allá de todos los involucrados, en aquellos para quienes la vida tiene su dignidad y el genocidio es el apocalipsis de lo humano.

La deportación, la inminencia de las cámaras de gas, el campo de concentración y el riesgo de peligro letal ininterrumpido producen un quiebre en el sentido de la vida. La manera que encontraron de sobrellevar esta fractura vital, de acuerdo a sus posibilidades subjetivas, entremezcladas con el azar, permitieron que algunos sobrevivieran. La salida del campo deja intacta la pregunta acerca del “odio de Dios por la criatura”, la inquietante e inefable pregunta sobre el deseo del Otro [23].

François Lyotard afirma que los sobrevivientes a los campos de concentración pueden describir y narrar lo que era la administración de la muerte pero no podrán decir la abyección del discurso al cual se los redujo. Dice:”¿Cómo puede uno comunicar mediante la interlocución el terror de no estar destinado ya a nada o a nadie?” [24].

¿Se trata entonces de un “acontecimiento sin testigos”? ¿Cómo evitar que lo inefable se vuelva una mística? El testimonio envuelve un imposible: lo real tropieza con lo imposible de decir y designa un tope a lo que puede ser dicho.

Agamben considera que aquellos que reivindican la indecibilidad de Auschwitz repiten sin darse cuenta el gesto de los nazis que consideraban que aunque quedase alguien para dar testimonio jamás serían creídos. Concluye entonces que la “autoridad del testigo consiste en que puede hablar únicamente en nombre de un no poder decir, o sea, en su ser sujeto”.

¿Qué puede ser dicho? ¿Qué quedará silenciado para siempre en las tinieblas de la desesperación del campo de exterminio, de los fusilamientos colectivos, de las impensables maneras de morir en lo cotidiano por hambre, debilidad, enfermedad o por simple ultraje? ¿Qué querrá ser escuchado sin ser degradado por las diferentes expresiones de indiferencia? ¿Qué querrá ser recordado sin metamorfosearse en los parques ecológicos de Berlín que cubren las antiguas dependencias de la Gestapo y de la SS o un Auschwitz transformado en discoteca? Finalmente, ¿qué querrá ser dicho para que el horror genocida no resurja como un ave Fénix de las cenizas de un pasado vuelto futuro?

Nuestras voces son el coro que se alza hacia el mundo que pensamos crear. El porvenir existe en los intersticios de nuestro presente. Cada día nos volvemos responsables, sin saberlo, de los actos que vienen a nuestro encuentro. ¿Qué ética guiará nuestros pasos en la penumbra de nuestros juicios más íntimos? El silencio de lo inefable clama y se desgarra en su tormento. Transformemos el recuerdo en una advertencia para que sobrevivan en nuestros corazones como la miseria y el espanto que nuestro tiempo logró inventar.



NOTAS

[1Nota introductoria de Juan Jorge Michel Fariña. El artículo “Shoa” apareció originalmente en Virtualia 5, Buenos Aires (2002) y se volvió a publicar en Freudiana 39, Barcelona (2004), pp. 65-74.

[2J. Semprún, La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1995.

[3G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz, Pre-textos, Valencia, 2000.

[4D. Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto, Taurus, Madrid, 1997.

[5Véase F. Finchelstein, “El debate Goldhagen en contexto. Memorias colectivas y representaciones críticas”, Los alemanes, el holocausto y la culpa colectiva, Eudeba, Buenos Aires, 1999.

[6Véase Agamben, Lo que queda..., op. cit., p. 20. Véase de P. Levi, Si esto es un hombre (1958), La tregua (1963), y Los hundidos y los salvados (1986), Muchnik editores, Barcelona, 1998;

[7H. Arendt, Eichmann à Jérusalem. Rapport sur la banalité du mal, Gallimard, Paris, 1997.

[8P. Sneth y J. Cosaka, La Shoah en el siglo. Del lenguaje del exterminio al exterminio del discurso, Xavier Bóveda, Buenos Aires, 1999.

[9Véase H. Arendt, Eichmann..., op. cit., cap. 6: “La solución final: el asesinato”.

[10Véase I. Kershaw, Hitler (1889-1936), Península, Barcelona, 1999.

[11H. Arendt, Eichmann..., op. cit., p. 115.

[12J. Lacan, El Seminario, Libro 11: “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Buenos Aires, Paidós, 1993, p. 282.

[13B. Bettelheim, La fortaleza vacía (1967), Laia, Barcelona, 1992.

[14Citado por G. Agamben, Lo que queda..., op. cit., p. 76. Véase también G. Agamben, Homo Sacer- El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Valencia, 1998, 3º parte: “El campo de concentración como paradigma biopolítico de lo moderno”.

[15J. Lacan, Seminario 10: “La angustia”, inédito, clase del 19 de junio de 1963.

[16J. Lacan, El Seminario, Libro 11, op. cit., p. 282.

[17J. Lacan, “Discurso de clausura de las Jornadas sobre la psicosis infantil” (1967), El Analiticón 3 (1987).

[18E. Laurent, “Hay un fin de análisis para los niños”, Hay un fin de análisis para los niños, Colección Diva, Buenos Aires, 1999, p. 36. A.-R. Najles retoma esta cuestión e indica que segregación es correlativa a la reducción de un sujeto al estatuto de objeto de manipulación por parte del mercado, que lo vuelve “homologable a cualquier objeto producido por la tecnología”. Véase A. Najles, El niño globalizado. Segregación y violencia, Plural editores, La Paz, 2000.

[19J. Lacan, “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela” (1967), Momentos cruciales de la experiencia analítica, Manantial, Buenos Aires, 1987.

[20G. Grass, Escribir después de Auschwitz. Reflexiones sobre Alemania: un escritor hace balande de 35 años (1990), Paidós, Buenos Aires, 1999.

[21Semprún, La escritura o la vida, op. cit.

[22A. Spiegelman, Maus (2 tomos), (1973). Emecé, Buenos Aires, 1995.

[23Véase S. Tendlarz, “La prise du sujet par la guerre”, Quarto 46 (1991).

[24F. Lyotard, “Los derechos de los otros”, S. Shute y S. Hurley (comp.), De los derechos humanos, Trotta, Valladolid, 1998.