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Edward Scissorhands, un nombre del padre
Edward Scissorhands | Tim Burton | 1990
Fabián Schejtman

Presentación (Juan Jorge Michel Fariña):

Damos inicio a la actividad de hoy, la tercera de la Semana de Ética y Cine, para la cual tenemos como invitado al profesor Fabián Schejtman –a quien ustedes conocen bien porque han cursado la materia Psicopatología, de modo tal que la charla que va a tener lugar a continuación opera como suplemento de los conceptos que habitualmente él imparte en esta Facultad. No es la primera vez que Fabián Schejtman tiene la gentileza de acompañarnos en una clase, lo ha hecho siempre para presentar cuestiones que articulan clínica y ética, pero dado que recientemente la cátedra de Psicopatología II ha inaugurado el “Canal Lacan”, nos hemos atrevido esta vez a convocarlo con el pedido expreso de que nos hable de una película. CANAL, como también ANCLA, son anagramas de LACAN, y el Canal Lacan “pasa” breves películas… La de esta mañana, que no es breve, se ha hecho conocida entre nosotros como “El joven manos de tijera”. Recibimos con un aplauso a Fabián Schejtman y le damos la palabra.

1. Introducción [1]

Tengo un listado de nueve puntos. El primero de ellos es esta breve introducción, que se inicia, sin más, agradeciendo al profesor Michel Fariña la invitación a participar de esta Semana de Ética y Cine. Y, especialmente, la oportunidad de volver a ver “El joven manos de tijera”, película que he visto varias veces desde su aparición en los años ‘90, y que me permite hoy volver sobre una pregunta freudiana, un interrogante que Freud no cesó de formularse –y Lacan lo siguió en eso–: ¿qué es un padre?

Bien, prefiero nombrar a la película -que inaugura la década de los ’90, su estreno está fechado en 1990, precisamente- con el título con que la bautizó su director Tim Burton: Edward Scissorhands. Pero si me empujaran a traducirlo lo haría así: Eduardo, el Manos-de-tijeras. El comentario que voy a hacer hoy es también, en cierto modo, el comienzo de una despedida. El inicio, entonces, de una despedida de un trabajo que vengo llevando adelante desde hace tres años con un grupo de colegas de la Cátedra II de Psicopatología. Se trata de la actual investigación UBACyT que dirijo: “Versiones del padre en el último período de la obra de Jacques Lacan”. Comenzamos en 2011 y terminará en 2014, así que ya estamos cerca del final. De modo que, seguramente, algunas de las conclusiones a las que hemos arribado podrán entreverse hoy en mi comentario de este film. Y, para comenzar con él, paso directamente a mi segundo punto, al que he titulado: “el padre traumático”.

2. El padre traumático

Ustedes estarán acostumbrados, y probablemente en parte por el trabajo que llevamos adelante en la cátedra a mi cargo, a entender el nombre-del-padre en términos metafóricos. Me refiero, claro está, a la noción de metáfora paterna con la que Lacan lee el complejo de Edipo en Freud. Como una instancia reguladora del deseo más o menos loco de la madre. Quien haya tenido una madre puede entender que Lacan suponga que hay allí algo insensato, basta con que yo apele a la experiencia de cada uno de ustedes con vuestras madres. Y entonces uno entiende que esa fórmula, que hoy voy a reducir a esto…

…es decir, el nombre del padre sobre el deseo de la madre, implica una tachadura, una limitación de esa locura inicial que supone ese deseo materno insensato al que el nombre del padre, por su interpretación, intenta agregar un sentido, una significación que Lacan va a llamar fálica. Bien, se trata de los rudimentos de lo que Lacan llama metáfora paterna: el nombre del padre interpreta que la madre quiere falo y, en este sentido, entrega significación a un deseo que inicialmente se presenta insensato. De allí se seguiría, entonces, una versión de la función paterna entendida como regulación.

No está mal para empezar. Sin embargo, a este padre simbólico, que es el de la metáfora paterna, a este padre-la-ley, Lacan le adiciona tempranamente otras versiones. Vayan al Seminario 4 y ya encontrarán allí, al padre real y al padre imaginario, que se agregan pronto a este padre simbólico, lo cual otorga una perspectiva más justa a la lectura de Lacan del complejo de Edipo freudiano. El Edipo, en Freud, no se deja reducir por la metáfora paterna, por la apuesta lógica que supone ese abordaje. No sólo hay el padre regulador, hay también el padre traumático. Lacan lo dice finalmente con todas las letras más adelante en su enseñanza: en el Seminario 19, que se llama “… o peor”, indica hasta qué punto el padre es algo que traumatiza. Y luego, como si eso fuera poco, plantea que la posición del psicoanalista en la cura es precisamente esa, la del padre traumático. Pero, sin adentrarnos en esto último, ¿qué es este padre traumático?

Hoy diré que el padre traumático no es otra cosa que… su falla. La falla del padre. O para decirlo más fuertemente todavía, la inexistencia de Dios -que no es sino un nombre del padre-. Hay entonces la falla del padre y esa falla es primaria. Cuando digo primaria me refiero a lo que Freud llamó identificación, que él adjetivó, precisamente, como primaria en El yo y el Ello. Recordarán el capítulo VII de Psicología de las masas y análisis del yo, donde Freud ubica esa identificación previa a todo lazo libidinal: el niño toma al padre como su ideal. Para Lacan, lejos de regular, esa identificación traumatiza al organismo viviente. Es la invitación misma, formulada al viviente, a habitar el lenguaje. Pero más que una invitación, es en verdad una conminación. Se empuja al viviente a habitar el mundo en que nosotros vivimos, que es un mundo de palabras. La identificación primaria es traumática. Desvitalizadora. Mortificante. Perturba, enloquece la armoniosa relación que podemos suponer entre el animal y el objeto que calma su necesidad.

Es sorprendente que Freud ligue esta identificación con el padre. Usualmente estamos acostumbrados a plantear más bien a la lengua materna como enloquecedora y, luego, a la función paterna como regulación que se introduce secundariamente. Pero ahora estoy tratando de proponerles una idea distinta, pero siguiendo entonces a Freud mismo: hay algo perturbador en la función paterna misma, precisamente, del lado de lo que ubico como una falla inicial en el padre. Cuidado, no estoy hablando del padre fallado o fracasado que nos ha tocado en suerte. Porque efectivamente nuestro padre es, en efecto, más o menos un pelotudo en esto o en aquello. Queda siempre un poco atravesado, a trasmano, a distancia del punto en el que hubiese convenido que esté: por lo general no está a la altura de su función. Pero no me refiero a ello. Ese padre fracasado, o torpe sin más, viene ya, en realidad, a redoblar una falla primaria. En todo caso es una suerte de imaginarización, de encarnadura de la falla primaria del padre. No me refiero entonces al padre fallado que cada uno tiene, más o menos inútil, más o menos inepto, sino al hecho… de que no hay Dios. O, como dice poéticamente Edward en la película: que no estamos terminados.

Quizás lo recuerden, cuando Peg que es la madre adoptiva -la voy a denominar así, ya veremos-… cuando ella, entonces, mira sus manos, las de él, es decir las que él no tiene, cuando mira esas tijeras que tiene por manos, y le pregunta qué le ha sucedido, Edward le responde: "I’m not finished" –“no estoy terminado”. Con esa ambigüedad, además, a la que nos acostumbra el inglés: ciertamente uno traduciría “no estoy terminado” pero es, al mismo tiempo, un “no soy terminado”, “no fui terminado”. ¿Pero es que acaso alguno de ustedes sí? ¿Acaso alguno de nosotros sí fue terminado?

En última instancia eso es lo que permite, vamos a decirlo así, la identificación del espectador con el muchacho, con el joven manos-de-tijeras. Estamos tan mal hechos como él. Tan poco terminados como él. Y eso, finalmente, porque el lenguaje no nos hace bien. Lo que hay que escuchar en los dos sentidos que pueden captarse en “no nos hace bien”. Y, se entiende, estoy ubicando además al padre en ese lugar: el padre-lenguaje no nos hace bien. Ése es el padre traumático.

El lenguaje traumatiza al organismo. El lenguaje es esa enfermedad en la que estamos capturados y que hace que ya en nuestro mundo -que es este mundo de palabras al que me refería antes-, no haya rastros de satisfacción instintiva, de satisfacción de las necesidades. Puesto que la satisfacción de la necesidad está atravesada en el humano por el hecho de que al objeto necesario… hay que pedirlo. Y ya pedirlo lo vuelve perdido. Efectivamente, en los llamados seres humanos, entonces, la satisfacción del instinto se vuelve tan perturbada que sólo entre nosotros, los humanos, se constatan por ejemplo, esos trastornos tan extendidos actualmente como son la anorexia y la bulimia. El sencillo hecho de alimentarse se vuelve perturbado en el ser hablante por habitar el lenguaje. La reproducción, el sueño, la alimentación, las funciones vitales básicas, están trastornadas por el lenguaje. No hay en la animalidad nada comparable. Y que no se objete que eso sí ocurre en los animales domésticos… puesto que, precisamente, ellos habitan el domus, la casa del hombre. Entonces, pueden estar afectados, claro está, hasta donde eso es posible en el animal, por esa enfermedad palabrera que nos caracteriza. Y entonces, puede ser que el perro sólo quiera alimentarse con Dogui, o que se deje morir de hambre al lado de la tumba de su dueño, recién fallecido. Pero, de ningún modo se constata en ellos, ni aun así, el modo en que son trastocadas las funciones vitales en el humano promedio. No se ha visto que el mosquito tenga preferencias por mosquitas en particular o los toros por vacas especiales… nada de lo que Freud llamó condiciones de amor, que hacen que a un hombre no le venga bien cualquier mujer. Aunque, claro está, cuando la mano del hombre se introduce en la reproducción animal, las cosas cambian un poco: si se pretende conseguir un “pura sangre” no se va a cruzar a tal caballito con cualquier yegua.

En fin, el lenguaje no nos hace bien, quiere decir, en primer lugar, que nos enferma. El lenguaje es, para Lacan, una enfermedad. Es un virus, o un parásito que hace que ciertamente no haya normalidad en el ser que habla sino, solamente, patología. El lenguaje no nos hace bien, en ese sentido, nos enferma, pero además, en segundo lugar, no nos hace bien quiere decir, nos hace fallados. El último Lacan llega a proponerlo en términos nodales. Señala que la estructura del ser hablante es nodal, pero se trata de un nudo… que no está anudado bien. El nudo del humano es un nudo mal hecho. Y, entonces, se vuelven necesarios las reparaciones, los remiendos. Por allí despunta, para Lacan, la noción de sinthome… y es mi tercer punto, coordinado con las versiones del padre.

3. Sinthome y versiones del padre

En junio de 1975 Lacan introduce al sinthome en su enseñanza en oportunidad del V Simposio James Joyce, al que es invitado. Y luego estabiliza esta noción conceptualmente a lo largo de su vigesimotercer seminario, precisamente, “El sinthome”.

El sinthome está lejos de ser aquello que muchos creen: un resultado del fin del análisis. Basta con considerar el hecho de que cuando Lacan se sirvió de un caso para introducirlo en su enseñanza, se valió del de alguien que no solamente no terminó un análisis, sino que ni lo comenzó: James Joyce. Así, no propuso que el sinthome sería un resultado a alcanzar en una cura analítica: hay sinthome antes, durante y también… después de un análisis. El sinthome, más bien, fue planteado por Lacan como aquello que permite que sus tres registros -real, simbólico e imaginario- se mantengan enlazados. Más precisamente, es lo que viene a reparar la falla del nudo… porque estamos mal hechos. Habitar el lenguaje impide que lo real, lo simbólico y lo imaginario se anuden por sí mismos. Entonces hay que agregar un cuarto elemento al que Lacan denomina sinthome. Pero, y conviene que lo destaque ahora, al que también llama… père-versión: versión del padre. Porque el lenguaje nos ha hecho mal, porque el padre-lenguaje nos traumatiza, porque el nudo falla, debemos inventar versiones del padre que re-anuden el nudo.

Hay un momento crucial en el film, vayamos a él, un embudo temporal en que la película parece detenerse, es casi una instantánea: es el momento en que Vincent Price, el padre del manos-de-tijeras, como regalo de navidad le entrega unas manos. Finalmente su criatura llegará a tener manos, por fin. Va a ser un muchacho completo. Es una especie de Pinocho, ¿no? El robot o el muñeco de madera que finalmente llegará a ser un niño. Llegará a ser terminado como corresponde. Y bien, en ese preciso momento el padre desfallece. Tiene una especie de ataque cardíaco, se muere. Y el pobre muchacho con sus tijeras rompe las manos que su papá-inventor le iba a entregar. Y termina… no terminado. Lo que luego obliga a lograr algún orden de suplencia, de reparación, de sinthome.

Cuando Peg lo encuentra en el castillo, el lugar donde este muchacho ha vivido en soledad hasta entonces, en una especie de cama que tiene allí, en el altillo, se ven pegados en la pared recortes de diarios. Uno de ellos hace alusión a un niño que nace sin ojos y que entonces… lee con las manos. Este es el punto: hay una falla y hay que ver con qué se la suple. Se nace sin ojos, se nace sin manos. Es preciso arreglárselas de todos modos, arreglárselas con lo que falla.

Edward fue hecho sin manos. El plan no se llevó hasta el final. Aunque si se piensa un poco, el plan original es muy raro. En algún momento se muestran las hojas del libro, del libro donde están planificados los pasos por los cuales el robot va a devenir hombre. ¿A quién se le hubiese ocurrido que para que el tipo tenga manos primero tenía que pasar por un estadio en donde las tijeras ocupan ese lugar? Es extraño, ¬¿no? Bueno, de todos modos quedó allí, imperfecto. No llegó al último capítulo del libro, le faltaron las manos, justamente.
Un plan que no se llegó a concluir. ¿Hay un plan para nosotros? ¿Dios, si lo hubiese, tenía un plan para hacernos perfectos? Porque es bien evidente que estamos lejos de ello. Mucho más acá del supuesto último capítulo del plan divino.

Bien, hoy a ese padre traumático lo llamaré también así: el padre-lapsus. El último Lacan, el Lacan del sinthome, vuelve operativo clínicamente al sinthome cuando lo aparea con una noción que es la del lapsus del nudo. Tomen ustedes el nudo más sencillo o, en todo caso, uno de los más sencillos -no me meteré ahora con el borromeo-, el nudo llamado de trébol…

Es un trébol común y corriente de tres hojas, busquen el de cuatro, pues no lo van a encontrar, pero quizás tienen suerte… A este nudo por más que lo sacudan nunca va a poder convertirse en esto…

… que en teoría de nudos se llama nudo trivial, el nudo redondel. Porque el trébol tiene tres puntos de cruce que no se deshacen aunque lo sacudan:

Pero introduzcamos lo que Lacan llama lapsus del nudo: que en alguno de los puntos de cruce cambiemos y la cuerda que pasa por arriba la hacemos pasar por debajo.

Acá, como se ve, introduzco en el punto de cruce 2 un lapsus del nudo. Si yo ahora tomo esta orejita y la coloco para abajo me queda un ocho. Lo destuerzo y tengo el nudo trivial.

Esto, entonces, ya no es un trébol, es un pseudotrébol es un trivial con forma de trébol, porque ya no soporta la sacudida. Si yo lo sacudo un poco se convierte rápidamente en nudo trivial. Y al pseudotrébol, al trébol fallado, lo puedo reparar agregándole un bucle…

… al que, precisamente, Lacan llama sinthome. Ese bucle agregado que viene a reparar el punto en el que el trazado del nudo comete un error, ese remiendo es el sinthome. El lapsus del nudo es la falla en la escritura que hace que en lugar de tener un trébol tengan un pseudotrébol, un trébol fallado, y el sinthome no es otra cosa que esa reparación.

Bien, estoy diciendo entonces que el padre traumático no es otra cosa que el lapsus mismo del nudo que hace que el nudo del ser hablante se suelte, y eso obliga a las reparaciones, remiendos, al sinthome o, a lo que hoy ubicamos como versiones del padre, père-versiones.

Que sean perversas quiere decir que no hay reparaciones o remiendos normales: todas, en esto o en aquello, son un tanto desviadas… de la normalidad, si es que algo así existe. Un sinthome, una père-version, ya es una invención singular que remienda, que ata, que introduce algún orden de funcionamiento, por chiflado o estrafalario que sea, ahí donde eso no anda, donde el traumatismo “nos hizo mal”. Y este funcionamiento que introduce el sinthome se distingue muy bien del síntoma. Porque al síntoma Lacan lo define así: el síntoma es lo que viene de lo real e impide que las cosas anden. El síntoma es un disfuncionamiento. Mientras que el sinthome ya es hacer algo para que eso funcione de todos modos. Así, estamos mal hechos y el síntoma grita que las cosas no andan y que no hay Dios. Mientras que el sinthome las hace andar aun así, gracias a alguna versión… de Dios. Mal hechos como estamos, imperfectos como somos, eso de todos modos encuentra una manera de que funcione. Se hace a partir de algún remiendo, de alguna invención, singular, de algún nombre del padre, pero el nombre del padre es algo a inventar. Un nombre del padre es un tratamiento para el síntoma, tiene, así, función de sinthome. Un nombre del padre es una versión del padre que hay que inventar, que nos vemos obligados a inventar ¿por qué? Porque no hay “El padre”, porque no hay Dios, porque eso falla.

Recuerdo un hermoso relato de Macedonio Fernández que no voy a leerles ahora, sino sólo evocarlo. Búsquenlo, se llama: “Una imposibilidad de creer”. Ese enorme escritor y filósofo que fue Macedonio se refiere, en ese relato, a un padre que va con su hijo tomado de la mano, a la vera del río, vuela una mariposa, el niño intenta alcanzarla y cae al río. El padre se tira al agua para salvarlo… se ahoga antes que el niño. En fin, mueren los dos. Macedonio continúa. Él, Macedonio, que nunca creyó en el más allá, que no tiene idea de paraíso alguno, se resiste, sin embrago a creer que la Realidad –con R mayúscula, es decir, otro nombre de Dios- que la Realidad no le dé una oportunidad a ese niño para reencontrarse con ese padre, y que el padre puede decirle que no lo salvó… pero porque murió antes. Que el niño no se vaya con la idea de que el padre le soltó la mano… [2]

Resuenan en ese relato, claro está, las palabras de Jesús, justo antes de morir en la cruz: “Elí, Elí, Lama Sabachtani”, “¿Padre porque me has abandonado?” Resuena en él también ese sueño al que Freud se refiere en La interpretación de los sueños y que Lacan comenta en su Seminario 11: “Padre, ¿no ves que ardo?” Redoblémoslo así: Padre, ¿por qué me has hecho tan imperfecto? ¿Por qué no me has terminado? ¿Por qué no me has dado manos? ¿Por qué me has soltado la mano? Toca un punto que es precisamente el de la falla del sujeto, que no proviene sino… de la falla del padre: ése es el trauma.

4. El síntoma, que se corta solo

Es el punto, entonces, del traumatismo que hace que el nudo del ser hablante falle y haya síntoma. Eso deja al sujeto trastocado, un poco mal parado. Pero, precisamente, de ese trastocamiento se extrae cierta satisfacción. Una que es inexistente en el campo de la animalidad: la introduce en el viviente, justamente, el trauma de habitar el lenguaje. Freud la llamó satisfacción pulsional y destacó, especialmente, su carácter autoerótico y su efecto de fragmentación. Está en el núcleo mismo del síntoma, no del sinthome, del síntoma.

Véanlo en el Manos-de-tijeras. ¿Qué cosa? La satisfacción que se pone en juego por el hecho de que él no ha sido bien terminado. El síntoma no anuda -como el sinthome-, el síntoma corta y él, Edward, se corta. Se llena la cara de tajos. Son las tijeras vueltas sobre sí. Sobre el cuerpo del sujeto. Sobre algo que ni siquiera podemos llamar cuerpo, en un sentido estricto, porque estamos más acá del estadio del espejo: es la fragmentación. La falla del nudo hace síntoma, del que se desprende una satisfacción, que viene, claro está, en el lugar de la satisfacción que no hay, porque estar fallados, que el nudo falle, que el padre nos haya hecho tan mal, impide la satisfacción-toda, la satisfacción absoluta, en fin, la del paraíso, si lo hubiera, o más aún, la de Dios, si lo hubiese. Pero en su lugar, porque no hay esa satisfacción absoluta, porque no hay el goce-todo, pues bien, tenemos el goce autoerótico.

La satisfacción básica en el ser hablante es una satisfacción que vuelve sobre sí. Los labios que se besan… a sí mismos, señala Freud, ése es el nivel del autoerotismo. Aquí, las tijeras, operando sobre sí… que aún no es un sí mismo, en sentido estricto. Estoy hablando, no del sinthome que como señalé es un intento de encontrar una solución, estoy hablando de lo que hace síntoma, lo que desprende goce pulsional. Y aquí, para este sujeto, para Edward, el síntoma fundamental es… tijeras. Cuidado, no lo llamo aún en este nivel “El Manos-de-tijeras”, porque eso sería ya haberse hecho un nombre y saber-hacer con el síntoma, y eso, hacer uso del síntoma, va a ser función del sinthome, que es ya solución.

El síntoma, no el sinthome, para Lacan es acontecimiento de cuerpo. Es la marca en el cuerpo del ser hablante del hecho de que estamos traumatizados por el lenguaje. Cada quien ha sido traumatizado por el lenguaje de un modo singular y entonces su síntoma es singular. El modo con el que está hecho o deshecho -si ustedes quieren- el nudo, es bien singular. El síntoma fundamental -Lacan habla de fantasma fundamental, aquí doy un paso-, el síntoma fundamental del ser hablante no es otra cosa que las marcas que quedan en el cuerpo -un cuerpo que aún no es el cuerpo especular-, en lo real del cuerpo, por el hecho de que no hay Dios. Por el hecho de que el padre no nos hizo bien. En este caso, lo deja a Edward sin manos. Pero, en el lugar mismo de esa falla, están las tijeras que no tienen de inicio otra función que marcar el cuerpo del muchacho, volverse sobre sí, tajearlo. Por eso titulé este punto, el punto cuatro, “El síntoma, que se corta solo”. En efecto, se corta solo, como a veces decimos. Por un lado, no hace lazo, supone un goce “auto”, que no pasa por el Otro, ni nos pone en relación con los otros. Pero también, va a contramano del bienestar. No es homeostático es anti-homeostático. Empuja, diría Freud, más allá del principio de placer. El sinthome, por el contrario, al poner en juego un uso del síntoma, al reparar la falla, al anudar los registros, tiende a la homeostasis.

5. Discurso, adopción, semblante y uso del síntoma

En lo que digo se deja entrever una construcción temporal. Pero se trata de lógica, antes que de cronología. Tiempos lógicos, entonces. Primero, el padre-trauma, eso deja una marca en el “cuerpo”, acontecimiento de cuerpo que se llama síntoma, marca a la que se fija el goce autoerótico. El síntoma es letra de goce. Luego, es necesario que ese goce se civilice. ¿Y cómo se civiliza el goce auto en nuestro joven Manos-de-tijeras? Llaman a la puerta de su casa, que es ese castillo abandonado. Se trata de una voz femenina que le dice: “Avon calling!”

Es así, Avon te llama. A él lo llama. Llega así la vendedora de Avon que es la responsable, en este caso, de “entrarlo” en la civilización. Ella terminará, como saben, maquillando las cicatrices del síntoma. El maquillaje aquí no es poca cosa. Marca la llegada del semblante, del discurso, de la civilización. El síntoma corta y, luego, tienen ustedes un remedio introducido por una vía que es discurso, y no hay discurso… que no sea del semblante. La empresa Avon representa aquí la maquinaria discursiva que intenta civilizar el goce autoerótico. Pero se trata, de algo más que de una operación de civilización. Como lo anticipé, es propiamente una adopción. Se ve surgir allí la presencia de una madre dispuesta a adoptar, a alojar amorosamente. El semblante tiene allí soporte en una presencia corporal amorosa.

Retomemos. En el inicio, hay la soledad del Uno. Del Uno solo y mal hecho. Del Uno sin terminar. Y ello por habitar el lenguaje. No por el discurso, por el lenguaje. El discurso se sobreagrega, más bien, al lenguaje, es una maquinaria que introduce ya el lazo social. Y Lacan, quizás lo saben, en su Seminario 17, establece cuatro modos de lazo social: los cuatro discursos, el discurso del amo, el discurso universitario, el discurso histérico, el discurso analítico. Pero, el discurso se monta, sobre el lenguaje. El principal del ellos, el primero de los discursos, el del amo, es precisamente el fundamento de lo que Freud llamó complejo de Edipo, que es el dispositivo que regula, usualmente, el goce autoerótico. El Edipo regula, ordena el goce autoerótico, lo introduce, lo fuerza a entrar en la normalidad, que es, según Lacan, una normachidad.

Pero quisiera que se detengan en esto: por lo general se piensa, como les decía antes, que lo que se llama “madre” introduce lo traumático, y que aquello que se denomina “padre” vendría a regular, a introducir una ley ordenadora, en un segundo tiempo. No está mal, pero hoy estoy planteando las cosas de otra forma: propongo más bien al padre como traumático y, luego -tiempos lógicos, insisto-, la que hace ingresar al sujeto en el discurso, en el discurso regulador del Edipo, es una madre… que adopta. En el caso de Edward es bien evidente: lo va a buscar al castillo, lo ve en esa condición, y no tiene ninguna duda, le dice: te vas a venir a vivir con nosotros.

Peg, se trata de ella, lo toma de las pestañas -¡no lo va a tomar de las manos!-, quiero decir, lo empuja a dejar el castillo, y se lo lleva a esa ciudad de colores pasteles donde vive con su familia.

El contrapunto es evidente: entre el castillo más o menos lúgubre y la ciudad de colores pasteles, en la que los hombres van a trabajar todos a la misma hora, de modo ordenado, todos los autos parten hacia el trabajo a las 7.30, digamos. Ese es el discurso del amo: todos los hombres, todos los autos, todos de los mismos colores pasteles, a la misma hora, de la casa al trabajo… y a las 8 de la noche, todos de vuelta. “De la casa al trabajo y del trabajo a la casa”. Así, las cosas marchan. En efecto, el discurso viene a arreglar lo que no marcha: el síntoma. Pone los síntomas en fila, uniforma, y todos a marchar. Ser adoptado supone, en cierta medida, ser adaptado: aceptar ese orden discursivo, aquél donde las cosas marchan.

Por cierto que hay la adopción, en un sentido específico, la institución de la adopción, por la cual los niños que, por la razón que fuese, no tienen padres son, precisamente, adoptados por otros. El estado, por supuesto, es el que asigna a esos padres, el que establece las adopciones conforme a derecho. Pero yo me estoy refiriendo ahora a la adopción en un sentido más amplio: todos somos adoptados, aun quienes tenemos padres, somos, fuimos adoptados… por el discurso. Hemos sido tomados en una red discursiva y, es lo que ahora destaco, eso no es sin la participación de algún elemento femenino. No retrocedo, no digo solamente materno, digo femenino. Aunque es cierto que en la cita de Lacan que enseguida les presentaré, él se refiere a la madre.

En su Seminario 21, en el marco de una indicación extraordinaria respecto de la época, aquella en la que sostiene que en la actualidad se prefiere, antes que el nombre del padre, otro tipo de nominación a la que llama ser nombrado para -y no me ocuparé de desarrollar aquí específicamente este asunto-, en ese marco entonces, y refiriéndose al ejercicio de la función del amor -ya que eso, el amor, es algo que debe ejercitarse-, Lacan destaca, justamente que para que el amor se ponga en función, el “no” del padre, la ley paterna que lo sostiene -al amor, al ejercicio del amor- sólo se transmitiría a partir de una posición femenina, que no es otra, en este caso, que la de una madre que, con sus cabeceos, señala, digamos, que esto sí y que esto no. Lacan propone, entonces, que una madre traduce el nombre (nom) del padre por un no (non), es precisamente ésa su función al introducir con su voz el no del padre. Así, quien hace entrar en la casa discursiva al sujeto, la que amor-tigua -escribámoslo así, con un guión, para destacar la dimensión amorosa que está en juego- el traumatismo de habitar el lenguaje por esta vía, es una mujer. Porque, de esa madre, lo que hay que destacar, muy justamente, es que respecto del horizonte de su deseo, un hombre no es ajeno. Y para el caso, el de Peg quiero decir, hay un hombre: ese pobre señor que en las vísperas de la navidad pone luces de colores en el techo de la casa, precisamente, su marido.

Bien, es Peg, entonces, quien con su deseo singular, más allá de la empresa a la que representa -Avon- arranca al muchacho de su soledad autoerótica, amor-tiguando el traumatismo de haber sido cortado, cortajeado por la lengua: lo saca del lúgubre castillo, se lo lleva a su casa, lo introduce en el discurso. Voy a decirlo así: le enchufa el complejo de Edipo, como dice Lacan que Melanie Klein hizo con el pequeño Dick. Ella lleva al Manos-de-tijeras a su casa y le dice: esto es una familia. Le muestra las fotos. Este es el papá, esta es la mamá, ése es el abecé del discurso. ¿Cómo se aprende el discurso? Bueno, está la mamá, está el papá y están los hijos, esa es nuestra estructura discursiva mínima. Podemos hablar de las familias mono-parentales, claro está, de las familias más o menos modernas, y aun así: el padre y la madre, aunque hayan dos padres, aunque hayan dos madres, y luego están los hijos. Quiero decir, el discurso capitalista todavía no logró desbaratar absolutamente lo que se llama discurso del amo antiguo. Por lo menos no en esta película, ambientada en los años ’70. Ustedes dirían que Avon es una empresa multinacional. Bueno, pero vieron que ella, Peg, va casa por casa: eso es algo que efectivamente ya casi no existe. Ella continúa, persiste en su esfuerzo, aun cuando evidentemente sus vecinas ya no le dan pelota: ni la gordita que la recibe inicialmente, ni luego Joyce -¡no James!-, que está interesada en levantarse al que le está arreglando la heladera -y luego a Edward-, ninguna le da demasiada bola respecto de los productos que ella vende. Pero es, todavía, una venta bien personalizada. Ella ingresa en las casas, entra al dormitorio de la chica a la que quiere venderle no sé qué cosmético, se sienta, le habla del producto, le cuenta esto y aquello, en fin, después, esta chica le dice que no tiene con qué pagarle, pero ella entró a su casa. Finalmente, se dirige al castillo, quizás encuentra algún cliente allí. Y, no, no encontró un cliente, encontró un hijo para adoptar.

Somos adoptados por el discurso. El discurso nos adopta. Nos arranca del autoerotismo. Nos obliga a hacer lazo. Es importante esta idea. De origen el síntoma no hace lazo. Hay un curso de Jacques-Alain Miller, muy lindo, que se llama El partenaire-síntoma, podríamos traducirlo en nuestro porteño: la pareja-síntoma. Pero el síntoma, de inicio, no hace lugar a la pareja. Supone, en cambio, un goce autoerótico al que hay que forzar para que se avenga a hacer lazo. Este es el asunto. El goce es goce del Uno y hay que empujarlo a pasar por el lugar del Otro. Y el discurso es eso: máquina que conduce al goce a enlazarse con el Otro.

Entonces ella, Peg, fuerza a que el goce de las tijeras, a que el cortarse, se abra a la conversación con el Otro. Le “vende” su familia y el Manos-de-tijeras “compra”. Podría no hacerlo, pero él no se decide por el autismo. Da un paso más. Se deja adoptar. Es importante destacar, como lo hace Lacan cada vez que puede, que aquí hay elección. Porque podría haber rechazo, mandar a pasear la propuesta de la adopción. Pero aquí el sujeto acepta.

Vieron ustedes que Kim, la hija de Peg, quien será a la postre la enamorada del Manos-de-tijeras, cuando llega -viene de no sé qué aventura o campamento-, cuando entra a su habitación, en la que el muchacho está durmiendo ya que la madre lo ha dejado descansar allí, y lo ve, enloquece, sale gritando, y el Manos-de-tijeras asustado le pincha todo su colchón de agua -¡es muy gracioso!-, entonces la madre viene a consolar a su hija y le dice: “es nuestro Edward”. Y bien, ya lo adoptó, es un hijo más. Y no es sólo suyo, es parte de la familia, es nuestro Edward.

Y luego está, lo he anticipado, el tratamiento de la cicatriz. Lacan anhelaba un discurso que no fuese del semblante, pero no hay discurso que no lo sea. El semblante se localiza entre simbólico e imaginario y se opone, de algún modo, a lo real del síntoma. El semblante es, propiamente, el maquillaje. Y ella, Peg, intenta maquillar las heridas del muchacho, y lo hace… de acuerdo al manual de Avon. Y cuando el manual no alcanza, llama por teléfono a su supervisora y con sus sabios consejos maquilla a Edward.

Le maquilla la cara, en verdad, le hace un rostro. El discurso hace eso con nosotros, nos da un rostro. ¿Han creído que eso va de suyo? De ninguna manera, ni se tiene cuerpo, ni se dispone de un rostro: hay que adquirirlo. Hay que aceptar el semblante. No se puede andar desnudo por ahí. El discurso viste, arropa. Y Peg le ofrece a Edward una vestimenta. El maquillaje en primer lugar y, luego, camisas…
¿Cómo se mete la satisfacción autoerótica en la camisa del lazo con el Otro? Es complicado. Edward no tiene idea de cómo se pone una camisa: ¡y las tijeras no le pasan por las mangas! Así, se rompe un poco al camisa y, sobre todo, se le saltan los botones. Y ya ella está allí cosiéndoselos. Hay que escuchar a Peg en ese momento, es clave. Va terminando la costura y ¿qué le dice al muchacho?: “Edward, usá la tijera”.

Es muy claro, para terminar la costura hay que hacer un corte. Pero ya no es el auto-corte, el tijeretazo vuelto sobre sí. Ella lo conduce al “uso” del instrumento sintomático en el lazo con el Otro y con los otros. Es la primera vez que el sujeto usará su tijera fuera del goce autoerótico. La tijera encuentra un uso social: sirve ahora al vestirse. Este es un corte segundo. El primer corte fragmenta, pero éste, segundo, hace cuerpo, viste. Y por esta vía Peg habilita lo que terminaré destacando como nominación en este caso: pone en función al “Edward Scissorhands”.

6. Chiste y nombre del padre

Porque, propiamente, el Manos-de-tijeras ya es el tipo que hizo algo con las tijeras. Que suplió, con el uso del instrumento, la falla del padre… que lo dejó, a su vez, tan fallado. Ustedes saben cómo sigue eso: comienza con ese simple corte del hilo con que Peg cose los botones, continúa luego ya a la hora del almuerzo, cuando las tijeras vienen al lugar del tenedor y el cuchillo -con las dificultades que eso conlleva: ¡pescar una arveja con una tijera!-, después viene la poda artística de arbustos -hace dinosaurios y otras figuras en la poda de esas plantas- y, por fin, no contento con eso, se mete a peluquero. Primero de perros y después pasa a peluquero de damas, es decir, termina en coiffeur.

Es decir, la función social que adopta la tijera luego de que él consiente dejarse adoptar por el discurso lo conduce a la postre a hacerse un nombre. Que, tal vez vale la pena destacarlo ahora, en la película, es propuesto, nuevamente por una mujer. Es Kim, la hija de Peg, finalmente su enamorada, quien lo llama así, el Manos-de-tijeras. Pero lo hace siendo ya abuela. Esa abuelita, se la recordará, que en el inicio del film cuenta toda la historia a su nieta no es otra que Kim. “¿Por qué nieva?”, le pregunta la niña, su nieta. “Bueno, es una historia muy larga”, responde la abuela. “Hay que comenzar por el hecho de las tijeras…. ¿qué tijeras? Bueno hay hombres, hombres, manos, tijeras… hombres que tienen tijeras por manos…” ¿Scissors?... ¿hands?... “Scissorhands” sentencia finalmente la abuela Kim: Manos-de-tijeras. La nominación proviene de una mujer, una vez más. Y con esa nominación, entonces, ya no estamos en el síntoma, trátase del sinthome, como señalé antes, haberle dado ya al síntoma, a lo que no anda, un uso, un uso social.

Luego, demos otro paso, ya se lo ve a Bill, que es el padre de esa familia, el esposo de Peg, podando los arbustos mientras escucha no sé qué partido de futbol. Y mientras él poda, el Manos-de-tijeras poda también, porque las tijeras ya han adoptado función social. El sinthome es un saber-hacer. Es un saber-hacer… con lo que falla. No es un saber-hacer con lo que anda, es más bien darle a lo que falla un uso. Es servirse de la falla del padre. Me han hecho sin manos… me vuelvo entonces un artista con las tijeras, éste es el punto. En el nivel social, cuando el síntoma devino sinthome, llega incluso a presentar una cara chistosa. Hay una parrillada y se comienzan a escuchar los chistes: a él se dirigen. ¿A qué puede jugar el Manos-de-tijeras? Adivinen: ¡a piedra, papel, y… tijera! Y luego, los hombres del barrio lo invitan a jugar con ellos a las cartas: ¡pero que no sea él quien corte! Lo social se introduce con el chiste. No hay chiste autoerótico, hay chiste en el nivel del lazo con el Otro y con los otros. El Otro sanciona lo que uno dice como chistoso. No hay chiste sin Otro, ni otros.

Recuerden esa otra película en la que lo traumático se deja tramitar por el chiste, por el Witz, por la agudeza: La vida es bella de Roberto Benigni. Allí tienen a ese padre y a ese hijo en el campo de concentración. En medio del horror nazi tienen ustedes a ese padre que traduce el horror de las órdenes de aquel nazi que se para adelante del pabellón y le dice a los tipos lo que tiene que hacer. Lo traduce para el niño, singularmente para su hijo, por un juego en el que hay que acumular puntos: “el primero que gane mil puntos ganará un tanque, un tanque auténtico”. Esa es la función del padre, en el nivel de lo que se inventa, de lo que hace chiste, en este caso, del horror. El padre-sinthome es función de traducción del trauma. Hace Witz de lo traumático… que, subráyenlo, ¡también hemos ligado con el padre!, traumático en este caso. El padre es algo complejo. Y, agreguemos, en este “juego” de La vida es bella no puede faltar, tampoco, una mujer en el horizonte: es la madre del niño, la “Principessa” del padre. Vean la película si no lo han hecho, es imperdible. Una vez más, donde no hay Dios -y, ciertamente, si existe un lugar que lo evidencia como ningún otro, es ése: ni rastros de Dios en el campo de concentración-, donde no hay El padre, en su lugar vienen las versiones del padre que son sinthome, intento de hacer algo con lo que falla. Un nombre del padre es así, precisamente, lo que se inventa en el lugar de la inexistencia de El padre.

7. El Otro sexo y la superyó-mitad

Y ahora, consideremos por fin la relación con el Otro sexo. Acá espero no desilusionarlos porque, si bien es cierto que nuestro Manos-de-tijeras llega lejos en el nivel del trabajo, sea como jardinero, peluquero de perros o de damas, en el nivel de lo que se llama propiamente el amor, me refiero a sus lazos con el sexo Otro, que es el femenino, no llega tan lejos. Respecto del trabajo, con sus tijeras, no hay duda, se hace un sinthome. Pero no acontece lo mismo con el amor. Si la salud, para Freud, supone trabajar y amar, en este último ámbito el muchacho queda en deuda, por más Johnny Depp que lo interprete. Pero, sostengamos todavía la pregunta: ¿Sabe hacer con las damas?

En fin, es cierto que teniendo tijeras por manos ya de entrada la cosa se le complica. Acéptese que acariciar a una mujer se vuelve un tanto complejo de ese modo. Pero, bueno, podrían usarse otras partes del cuerpo. Vieron ustedes a esos pintores sin manos, que pintan con los pies. Bien, pero, sin entrar en eso, en diversos momentos de la película se ve al muchacho más bien a distancia del amor por una mujer, y ni qué hablar del sexo. No sólo cuando aquella mujer llamada Joyce, un tanto excedida en cuanto a su fogosidad, digámoslo así, se le arroja encima, cuando voltea la silla en la que ha sentado al Manos-de-tijeras en su flamante peluquería, recién inaugurada. El muchacho está evidentemente retirado de las cosas del amor. El amor, sino el deseo, no hay duda, lo abochorna excesivamente. Recordarán la escena en que es entrevistado por televisión -¡es que se ha vuelto muy popular!

Y bien, le preguntan si tiene novia: el tipo se queda así, medio pavo, moviendo sus deditos-de-tijera nerviosamente, hasta que toca los cables del micrófono y se electrocuta.

Ya hay ahí una posición más bien inhibida, no sé si llamarla neurótica, no me meteré hoy con la cuestión diagnóstica. Porque, en fin, si bien el muchacho no es un autista, no se puede dejar de considerar la posibilidad de abordarlo como un psicótico. Así que, está en cuestión si los recaudos que toma respecto del Otro sexo habría que plantearlos más cerca de la posición del obsesivo, en el que la dama idealizada se superpone -Lacan habla propiamente de equivalencia- con la figura del padre y, entonces, se vuelve propiamente un amo -ella, en principio, ya veremos-, o de un modo más radical, proponer que aquí el sujeto sostiene su distancia respecto de lo femenino porque llega a entrever que no cuenta con los recursos simbólicos precisos para ello, lo que clásicamente llamamos forclusión del nombre del padre. Pero, señalo que no zanjaré hoy esta cuestión. Y la posición de amo que Kim termina teniendo para él, de todos modos, puede sostenerse en cualquiera de esas dos posibilidades… u otras.

Es que, en efecto, él no deja de obedecerle. Ustedes saben que luego de peluquero, su habilidad con las tijeras lo transforma también en… ¡cerrajero! Y termina así, robando en la casa del tonto novio de Kim y, finalmente, ¡en cana! Más tarde, ella lo interroga: “¿te sentiste muy mal al enterarte de que en realidad estabas robando en la casa de los padres de mi novio? Y él confiesa que ya sabía dónde estaba… que lo había hecho sólo porque ella se lo había pedido. Neurosis obsesiva o psicosis -por supuesto, con matices y consecuencias distintas- pero, él obedece lo que ella dice. Ella deviene para él un superyó al que hay que acatar.

En “El Atolondradicho” Lacan forja el siguiente neologismo: “surmoitié”. No sólo el superyó, ni la media naranja, es la superyó-mitad. Una mujer puede perfectamente ser la superyó-mitad de un hombre. Es el caso: Kim lo es para Edward. Tus deseos son órdenes, mi querida. ¿Por qué lo hiciste? Porque tú me lo pediste. No hay mucho espacio para que él tenga dudas al respecto, la mujer se lo dice, él lo tiene que hacer. Eso ya no es amor, salvo que se hable del amor por la superyó-mitad. Desde ahí, la verdad, las cosas no andan bien para este muchacho, la historia se complica un poco. Al final se ve que él se queda detenido, independientemente de que la cana lo suelte.

8. Danza y detenimientos

Aquí les propongo otra instantánea, que se suma a aquella inicial de Edward con su padre: la mano de ella recibiendo los copos de nieve…

Ustedes recordarán esa escena, es memorable como lo es el instante del fantasma. La música y él “podando” el hielo, esculpiendo ese ángel de hielo con sus tijeras, y entonces, la nieve, la nieve que está ya al comienzo de la película, y ella que danza bajo una lluvia de nieve.
Danza, Kim, seguramente, enamorada de él. Porque, no hay duda, él le habla dirigiéndose a su fantasma, el de ella. Y entonces acierta con ella, como dice Lacan, le habla con los términos de su fantasma, los de ella. Y quizás Kim, entonces, enamorada danza. Porque el instante del fantasma, aquí, es el instante del fantasma de ella, ella danzando debajo de la lluvia de nieve.

Y en ese instante ella queda detenida, coagulada. Podría haber ido al castillo a buscarlo algún día, ¿no? Pero no, aparentemente nunca fue. Lo sabemos porque ella-abuela está todavía allí, soñando con su danza-bajo-la-nieve y relatándosela a su nieta. En fin, ella también tiene su soledad, por qué no habría de tenerla, y además puede volverla cuento para su nieta… ¡y para nosotros, espectadores de la película!

Pero del lado de él la cosa está aún más detenida, y desde antes: cuando el final se va acercando, Edward le hace un tajo -sin querer- al hermano de ella, luego la policía lo busca y él -el Manos-de-tijeras- vuelve a la casa familiar, de donde se había escapado, y allí se encuentran. Kim le pide entonces que la abrace y… claro, todo el mundo espera el beso, ¿no? Ella se le acerca, se ha entregado, está causada, en el nivel del amor y en el nivel del deseo. Pero él está absolutamente inhibido. No da el paso. Ya no está allí, se ha recluido nuevamente en su castillo… mental, está en su mundo, no llega a una posición propiamente viril.

9. Los copos y el nombre

Y él le dice entonces, I can´t. Cuando ella viene y le pide un abrazo él le dice: no puedo. Y se aleja, una vez más, moviendo sus deditos-de-tijeras… Pero Kim no se detiene. Avanza, lo toma y se abraza a él. Ella lo abraza, pero el tipo sigue absolutamente inhibido.

Ni aún después, cuando en su castillo, habiendo matado al tonto novio de ella -recuerden que la cosa termina así, más o menos trágicamente, en una navidad que redobla la navidad en la que el padre no llega a darle las manos, en esa navidad, pues, acontece esta tragedia en la que termina matando al novio de la chica-… y uno dice bueno, por fin, llega el beso. Y sí, llega. Pero es ella quien lo besa. Y aún más, le dice que lo ama. Pero la cosa ya había concluido, aún antes del beso él ya le había dicho adiós. Mata al malo de la película, se acerca a ella y, sin más, le dice adiós. Luego, el beso y la declaración de amor de ella sólo consiguen abrumarlo, queda absolutamente pasmado. Es un tipo que, evidentemente, no llega a asumir una posición viril. No juega el juego, ni éste, ni a las cartas: se va al mazo.

Es claro que la entrada al discurso -que para el caso de suponerlo un psicótico, de todos modos, habría que morigerar, o al menos plantear en otros términos-, la entrada al discurso no asegura el ejercicio de la virilidad. Para que haya encuentro con el cuerpo de una mujer tiene que haber, además, un agregado: la operación que Freud nombró castración. Tal como Lacan lo sostiene en el Seminario 20: a menos que haya castración un hombre no goza de ese cuerpo Otro que es el cuerpo femenino. Para gozar del cuerpo de una mujer, un hombre debe dejarse afectar, no sólo por el discurso que adormece, sino por el redoblamiento que supone lo que se llama castración: debe poder elegir perder. Creo que a ese punto no llega Edward. La castración significa que se debe soportar un corte… que afecta a las tijeras mismas.

Vieron que ella toma, luego, unas tijeras de por ahí y las muestra a la turba que viene a linchar al muchacho: “ven, se ha muerto, tengo en mis manos las tijeras que lo prueban”. La gente se la cree y cada uno vuelve tranquilo a su casa. Pero, no, no son las tijeras de él. Él se queda guardadito en su castillo, como decía antes, moviendo sus deditos-de-tijeras. No llega a perder y entonces… pierde la cita con el cuerpo de una mujer. Se retira a continuar con su trabajo, lo he dicho, con el que se ha hecho un sinthome: el Manos-de-tijeras devino escultor de hielo. Pero no llega a hacer de una mujer su sinthome.

Al final quedan entonces los copos. Los copos de nieve están al principio y están al término de la historia. Esos copos no son sino esos objetos -Lacan los escriba con la letra a minúscula- que quedan en el lugar del encuentro fallido. Causa de una danza interminable para ella. Signos, restos, de lo que en él ha hecho sinthome artístico. ¿Esos copitos, a él y a ella, los acercan o los separan? ¿O ambas cosas? En todo caso, nada dice que ella no haya seguido su camino: uno puede preguntarse, a fin de cuentas, ¿de dónde salió esa nieta?, ¿no? Pero eso no se sabe, queda fuera de la historia. El amor, en el sentido más estricto, en el sentido del encuentro de un hombre con una mujer, queda fuera de esta historia. Porque, en principio, ella sigue aún danzando sola bajo la lluvia de nieve. Y, del lado de él, la cosa se ha reducido a identificarse -demasiado rígidamente, diría- con esa nominación que consigue: el “Manos-de-tijeras”.

Usualmente, ese nombre, es desconocido para el sujeto. Nosotros, claro está, tenemos un documento de identidad, y allí figura un nombre, que conocemos y por el que somos conocidos. Pero ése no es nuestro nombre de sinthome, aquél con el que nos las arreglamos con el hecho de no haber sido terminados, como dice Edward. Y bien, un psicoanalista, llegado el caso, puede acompañar a alguien a descubrir su nombre de sinthome, incluso, a juzgar qué peso tiene ese nombre en su vida. En un análisis, a veces, alguien puede llegar a tener alguna idea sobre cómo se llama.



NOTAS

[1Trabajo basado en la conferencia dictada por el autor en la Facultad de Psicología de la UBA el 17 de Octubre 2013 como parte de la Semana de Ética y Cine organizada por la Secretaría de Extensión Universitaria y la cátedra de Etica y Derechos Humanos, transcripta inicialmente por Natacha Salomé Lima y Juan Jorge Michel Fariña, con revisión del autor.

[2El relato de Macedonio Fernández dice así:

“Un padre y un niño de doce años caminan paseándose por una ribera de mar. Cuando ya algo cansados habían de abandonar su paseo, en un impulso del niño por alcanzar una mariposa se desprende de la mano del padre y resbala al mar. El padre se lanza al agua y logra asir al niño por los cabellos y retenerlo, pero muy poco nadador y molestado por la ropa pronto está extenuado y húndese, se ahoga y suelta los cabellos del niño. Perecen los dos.

Y bien: habiendo tantos, científicos y no científicos, que se escandalizarían porque una molécula se tornara en nada y un movimiento o ímpetu cesara en absoluto tornándose en nada, yo, que no creo desde hace mucho sino en un Conocimiento tan limitado como el que he definido antes, yo, en el momento de representarme esforzadamente el suceso imaginado y después también de nuevos esfuerzos en diversos días, descubro que mi persona psíquica no logra vencer una verdadera imposibilidad de creer que el padre y el niño, sus personas psíquicas, no tengan nada en el mundo y en toda la eternidad, que decirse todavía del doloroso suceso y actuación que he descrito.

¿Nunca sucederá, en el minuto inmediato y en todo el futuro, que ese niño logre comunicarse al padre, decirle: —Padre mío, ¿cómo es que me soltaste de la mano? ¿Es que ya no me querías?; y el padre le diga: —Yo morí antes que tú y mi mano muerta te soltó.”