Comencemos estableciendo un paralelismo: Han pasado casi 30 años desde la aparición de Pulp fiction, de Quentin Tarantino, y el debate sobre la violencia en el cine pasa cada vez menos por la consideración de este cineasta. Por otro lado, cuando Althusser publicó su texto Aparatos ideológicos de Estado (1971), señaló que la escuela era el aparato central o nuclear desde donde la ideología se jugaba, a fin de cuentas, dentro del régimen capitalista. Para cuando apareció la famosa película de Tarantino, la escuela ya había dejado de ser tan relevante como arena de reproducción ideológica; su lugar había sido ocupado por la televisión y el cine. Para la segunda década del siglo XXI, el campo de disputa ideológica se ha movido nuevamente; esta vez hacia un “lugar” indeterminado entre las redes sociales (sea twitter, Facebook, Youtube), el streaming (productos audiovisuales de consumo masivo a la carta), y el resto se disputa entre la televisión, el cine y la escuela. El paralelismo estriba en que tanto el cine de Tarantino (como provocador de debates sobre la violencia social) como el ensayo de Althusser, uno de los más estimulantes a nivel teórico sobre el concepto de ideología, a pesar de acusar un envejecimiento aparentemente desfavorable a lo largo de los años, pueden resultar útiles para pensar la relación entre cine, violencia e ideología. Las reflexiones que siguen tienen como propósito explorar esa relación teniendo en cuenta el paso del tiempo. I Tarantino ha declarado en múltiples ocasiones que su cine está encaminado principalmente al entretenimiento. Por ello no se incomoda cuando se le reprocha que su cine es popular (en oposición al cine de autor). Aun cuando uno de sus héroes cinematográficos es Jean-Luc Goddard, como realizador está más preocupado por el entretenimiento de las masas (él mismo se pone del lado del espectador promedio), que por la autoproclamación como “artista” o como “despertador de conciencias”. Ese mismo argumento, el de que su propósito principal es entretener, permite a Tarantino responder a la cuestión de por qué su cine es “violento”. Antes de profundizar en la relación violencia-entretenimiento conviene precisar algunos antecedentes. El filme criminal (noir o neonoir) alimenta la estética de pulp fiction. Varios elementos son reconocibles: “un acto delictuoso, una víctima, un responsable esquivo, una investigación, una idea de la sanción o de la venganza; y también en una iconografía particular que se expresa en la ambientación urbana, la fotografía contrastada, un tipo de gestualidad y vestuario particular” (Hevia, 2020, p. 8). El cine negro toma de las historias de folletín de la primera parte del siglo XX muchos de los elementos que identificamos, ahora, sin dificultad: “los ambientes urbanos turbios y peligrosos y cierta atmósfera de sórdido erotismo. Eran novelas editadas de modo masivo, en ediciones rústicas de papel de pulpa (de ahí́ el nombre de pulp fiction, al que Tarantino homenajea en su película homónima)” (Ibid., p. 9). Para Henry Giroux (1995), la expresión también tiene una referencia callejera a golpear a alguien hasta hacerlo “pulp”. Nuestra referencia más cercana podría tener que ver con la expresión “hacer a alguien papilla” o “lo hicieron papilla”. La violencia en el cine no es nueva. Sin embargo, su utilización y técnica han atravesado por distintos procesos que están estrechamente conectados con las condiciones de su tiempo. Podríamos hablar [1], a grandes rasgos, de un primer momento, de violencia bélica, que se muestra generalmente asociada a grandes acontecimientos históricos; por ejemplo, El acorazado Potemkin (1925) de Sergei Eisenstein. Durante la década de los treinta, en general, la violencia es funcional a la trama y se justifica en ella. Sin embargo, con la película Scarface (1932) de Howard Hawks, se inaugura el cine de gangsters, en el que aparecen ya elementos como la gratuidad de los asesinatos, la sangre y la glorificación de los criminales. A partir de ese momento se formula la llamada Ley Hays de autocensura en el cine, que entra en vigor desde 1935, y que mantendrá a raya temas como la violencia y el sexo a lo largo de treinta años. Durante ese periodo las técnicas narrativas experimentan cambios que repercuten en la representación de la violencia como algo metafórico, como algo que se sugiere sin ser explicitado. En los años sesenta aparece Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock, que representó el “rompehielo” que abriría la puerta al cine slash y gore posteriores. El código Hays desaparece en 1967, año en que se estrena Bonnie & Clyde de Arthur Penn y que inaugura el cine “ultraviolento”, caracterizado por la violencia gratuita, explícita, sangrienta, la cámara lenta y múltiples tomas de un mismo momento de violencia. The wild bunch (1969) de Sam Peckinpah, Taxi driver (1976) de Martin Scorsese, y A clockwork orange (1971) de Stanley Kubrick constituyen los emblemas representativos de ese nuevo estilo de cine. La década de los ochenta introduce lo que se suele nombrar como “hiperviolencia” y que se caracteriza por una exageración de los elementos anteriores que se llevan a límites cada vez más extremos. El cine slasher es el ejemplo más notable de esto. Desde esa tradición es que Tarantino emerge como el director cuyo sello distintivo sería la violencia estetizada: exagerada, gratuita, explícita, pero con una técnica cinematográfica muy refinada y con los tintes de humor negro característicos de la historieta noir. Así, películas como Reservoir dogs (1992), Kill Bill (2003 y 2004), Inglorious bastards (2009), Django unchained (2012) y The hateful eight (2015), exploran y depuran el recurso de la violencia no sólo como elemento estético formal sino como, a fin de cuentas, aquello que permite dar al conflicto su resolución final. En esas películas es inevitable percibir la violencia como coreografía. Parecen difuminar las certezas de la ética, les son indiferentes o ambiguas, y enfatizan y se inscriben en los de la estética. Lo que supone una desvinculación entre ética y estética. Como si fueran ámbitos mutuamente excluyentes. Resulta muy notable que, a partir de esta nueva frontera narrativa posmoderna, la violencia se admire desde una perspectiva estética y no se juzgue desde una perspectiva moral. “La violencia es presentada con un estilo coreografiado en el que adquiere valor por sí misma y por el que se hace admirar como si de una obra de arte se tratase. Además, ha logrado infiltrarse en todos los géneros posibles: fantasía, policíaco, ciencia ficción, terror, suspenso, comedia, etc.” (Hevia, 2020, p. 10). Lauro Zavala (2016) habla de una “estilización de la violencia” (crueldad indiferente) que pertenece a su concepto de posmodernidad escéptica. Propuestas cinematográficas que comparten directores como Oliver Stone, David Lynch, Tarantino y Arturo Ripstein. En el montaje de todos los recursos estilísticos a su disposición, Tarantino construye “artefactos” de deleite popular. Desde el casting: estrellas olvidadas o encasilladas que representan personajes atípicos; la cuidadosa elección de la banda sonora; el ritmo de la acción, los diálogos que oscilan entre lo inteligente y lo banal, hasta el uso de la fotografía, todo confluye en Tarantino para la implementación de estos dispositivos en los que la violencia exacerbada no es precisamente el objeto de deleite sino el detonante, el pretexto, el anzuelo para el goce. Sólo después de un tiempo de haber visto sus películas, tal vez, uno puede llegar a preguntarse si es moralmente lícito celebrar o meramente reírse de episodios como el mítico de Michael Madsen torturando y asesinando al policía infiltrado al ritmo de “Stuck in the middle with you”, en Reservoir dogs, o el de Samuel L. Jackson en Pulp fiction bebiéndose el refresco de uno de los deudores de su jefe mientras lo mira con ojos siniestros. Probablemente nos pase momentáneamente por la cabeza la idea de gusto culposo, como cuando cierta noche abrimos el refrigerador y nos comemos una generosa rebanada de pastel. Podemos llegar a asumir la completa responsabilidad de nuestro deleite por la violencia y culparnos en resumidas cuentas por tener las películas de Tarantino como parte de nuestras favoritas. Y al arribar a ese punto es donde el director representa algo semejante a las corporaciones dedicadas a la venta de refrescos, cigarros y comida chatarra. Su capacidad para eludir las responsabilidades es tan efectiva (y por ello tan perversa) que convencen a los consumidores no sólo de identificar a éstas como inocentes proveedores de bienes y servicios sino de que el consumidor se vea a sí mismo como un monstruo incapaz de prescindir de aquello que lo envicia y destruye. Tarantino mismo se presenta como alguien que simplemente provee lo que el público demanda. Con ello establece una suerte de precedencia genealógica del gusto por la violencia y la emergencia de productos culturales que satisfacen ese gusto. La diferencia entre estas corporaciones y el cine de Tarantino reside en el procedimiento de producción de sus respectivos dispositivos de disfrute. Las primeras, se sabe con precisión desde Marx, utilizan el fetichismo de la mercancía para ocultar la operación por la cual se invierte la relación entre trabajo y capital (el salario aparece ante el trabajador como justo intercambio cuando en realidad oculta una relación de explotación) y la relación entre consumidor y mercancía (las relaciones entre personas se presentan como relaciones entre cosas). Es básicamente un acto de desaparición, si utilizamos la imagen del mago. La mercancía oculta a través de su apariencia deseable las relaciones de explotación que la hicieron posible y el hecho de que fue diseñada expresamente para ser desechada. En contraste, el procedimiento de Tarantino (y desde luego de mucho del cine formulaico posterior que lo imita) hace residir su acto de magia en el principio propuesto por Edgar Alan Poe en el relato Carta robada. El truco para ocultar algo reside en tenerlo todo el tiempo a la vista, y por ello no se puede ver. La violencia está en primerísimo plano, pero de tal manera expuesta que no se percibe en su magnitud precisa. Hace un momento mencionamos que la violencia exacerbada no es el objeto de deleite en las películas de este director sino su anzuelo. El espectador no hace sino “picar”. Y luego, si tiene algún grado de reflexividad, se preguntará si le es lícito disfrutar de la violencia que ha presenciado. El truco está realizado. Porque el disfrute no está en la violencia hiperrealista que presencia sino en algo más complicado. De ahí la maestría de Tarantino para crear sus películas de entretenimiento. Para sumergirnos en estas sutilezas recurramos a la explicación que da Milan Kundera a propósito de sus propias “máquinas de deleite”, sus novelas: Los personajes son mis propias posibilidades que no se realizaron. Por eso les quiero por igual a todos y todos me producen el mismo pánico: cada uno de ellos ha atravesado una frontera por cuyas proximidades no hice más que pasar. Es precisamente esa frontera (la frontera tras la cual termina mi yo), la que me atrae. (Kundera, 2002, p. 15) Como espectadores cuerdos sabemos que entre más inverosímiles se vuelven las situaciones, por ejemplo, de pulp fiction, más lúdicas serán para nosotros. Como con los asesinos seriales, los rambos, los James Bond, lo único que podemos hacer es presenciar la fantasía de la realización de algo que posiblemente deseamos pero que jamás (insistamos, siendo cuerdos) haremos. Lo que nos atrae no es la violencia desmedida sino la posibilidad de la misma sin sus consecuencias operatorias. No son los límites rebasados sino la constatación in situ de cómo son rebasados. La fascinación que sentimos por todo este tipo de contenidos de las industrias populares masivas tiene que ver más con el juego continuo de atravesar las fronteras prohibidas de nuestra moral –¿qué tanto somos capaces de ensanchar nuestros límites morales tanto individual como colectivamente?– que con ocultas tendencias sádicas u homicidas en nuestro inconsciente. De hecho, funciona mejor esa magia si nos convencemos de esto último. Como señala Kundera, ese límite nos atrae como el precipicio, lo mismo que nos aterra. Así, al comprender los complejos mecanismos y posibilidades de la fascinación humana por aquello que está fuera de su alcance, Tarantino reelabora los materiales preexistentes en la cultura de masas y los regurgita como productos de gran sofisticación estilística, valiéndose de innumerables recursos cinematográficos, del humor negro y de todo tipo de violencias resignificadas. Al igual que las corporaciones, su arte hace recaer la responsabilidad del consumo de su producto en el consumidor mismo; pero, a diferencia de ellas, su acto de magia no consiste en la desaparición sino en la prestidigitación. Por eso, cuando Lauro Zavala inscribe el cine de Tarantino en la categoría de posmodernidad escéptica, refiriéndose a dos ejes de análisis, el ético y el estético, donde se estiliza la violencia y se renuncia a la asunción de una postura ética clara, queda establecido que no encontraremos ningún tipo de guía, mapa o coordenada moral dentro de este cine. Y eso queda claro desde la construcción de los personajes, cuyo encanto tiene mucho que ver con esa desorientación moral caricaturesca. Por el contrario, dado que solamente estamos asistiendo a una representación cinematográfica, por cierto, intencionalmente inverosímil, no es responsabilidad del creador de esta ficción inculcarnos valor alguno. Sólo es entretenimiento (casi podríamos decir “inocente”). Y hasta pareciera invitarnos a tomar la actitud del creador y también, como espectadores, desentendernos de todo tipo de consideración ética, de todo escrúpulo, y meramente, aunque sea como espectadores, disfrutar de aquello que en la vida real nos está prohibido. Uno de los frentes ideológicos más poderosos del cine de Tarantino implica el entregarse a la no consideración de las consecuencias de los actos. A una desconsideración de la moral, a un desentenderse de ella porque se entiende que es ficción con fines de entretenimiento. Con mayor precisión, se hace pasar el entretenimiento como algo natural: naturalización del entretenimiento. Y el dispositivo tarantinesco por excelencia para entretener es la naturalización de la violencia mediante la ficción, el humor negro, la banda sonora, etc., todos ellos elementos que producen un relajamiento de la consciencia moral. Fredric Jameson afirma que: …con la desaparición gradual de la “otredad” en un mundo cada vez más pequeño, y en una sociedad invadida por los medios de comunicación, queda muy poco que pueda ser considerado “irracional” en el viejo sentido de “incomprensible”: las formas más viles de toma de decisión y comportamiento humanos […] ahora son comprensibles para nosotros […] más allá de cuál sea nuestra opinión sobre el tema. (2003, p. 317) Henry Giroux (1995) establece una clasificación de la violencia cinematográfica basada principalmente en el efecto que el director desea lograr en el espectador en términos generales, y en la forma en que la violencia es tratada en la película. Podríamos decir que esta clasificación se basa en el tono en que la violencia se presenta. Así, existiría una violencia ritual o ritualizada, que opera sobre todo en los géneros de terror, aventura, acción, donde la violencia es el centro de interés mismo de estos filmes. Es una violencia banal, predecible, a veces profundamente machista, exagerada. Pertenece al cine más comercial. El autor (normalmente elegido por una compañía que prefabrica estos contenidos populares, conoce la fórmula) tiene la intención de entretener a la audiencia sin ir más allá del consumo “palomitero”. El espectador, a su vez, no busca en este tipo de cine ni la reflexión ni la profundización en temáticas o problemas sociales sino distraer su mente con pirotecnia y actos inverosímiles de escapismo, matanzas, sobrevivencias y disparos. Ejemplos de esta violencia ritualizada son Die Hard (1988) de John McTiernan, Terminator (1984) de James Cameron, Rambo (1983) de Ted Kotcheff, Robocop (1987) de Paul Verhoeven, The fast and the furious (2001) de Rob Cohen. El segundo tipo propuesto por Giroux sería la violencia simbólica, en donde el director sí tiene como propósito conectar lo visceral de presenciar la violencia (aunque sea en forma de representación en el cine) con la reflexión sobre una determinada realidad. El director utiliza la violencia (extrema, a veces) para conducir al espectador hacia una mirada particular, hacia un enfoque no explorado sobre temas delicados. Por su parte, el espectador sabe que la violencia en estos filmes se justifica por la concreción de esa mirada que el autor propone, y aquél acepta la propuesta, la reflexiona y se lleva consigo algo más que entretenimiento a casa. Ejemplos de este tipo de violencia se encuentran en Schindler´s list (1994) de Steven Spielberg, Platoon (1986) de Oliver Stone, The pianist (2003) de Roman Polanski o 1917 (2019) de Sam Mendes. La tercera categoría propuesta por Giroux es la de violencia hiperreal, que surge básicamente en los ochenta con el cine slash y se consolida en los noventa con el cine de Tarantino donde se presenta sin censura una ultraviolencia reforzada por los recursos tecnológicos que la amplifican aún más. Suele tener diálogos bien estructurados, humor negro, gran dinamismo en las secuencias. Pero, a diferencia de la violencia ritualizada donde se elude expresamente cualquier tipo de controversia social, en este tipo de cine se tocan directamente los temas tabú de las sociedades. Y se resuelven con ironía y cinismo. Ejemplos de este tipo de cine, además del de Tarantino, son Natural born killers (1994) de Oliver Stone, The killer (1989) de John Woo, y Man bites dog (1992) de Benoît Poelvoorde, Rèmy Belvaux y André Bonzel. Este último tipo de violencia cinematográfica, nos dice Giroux, demuestra, a la vez que redefine, lo que Hannah Arendt llamara la “banalidad de la violencia”, en el sentido de que se vuelve tan explícita y generalizada (tan ubicua), que hace cada vez más difícil a las personas desarrollar en sí mismas alguna implicación moral seria respecto de esta violencia. Para la filósofa alemana esto sería lo más peligroso para la sociedad: la incapacidad de las personas de indignarse, molestarse, reflexionar, tomar posición respecto de los problemas más acuciantes del mundo debido a una sobreexposición y por lo tanto a una insensibilización hacia la violencia. Al respecto, el filósofo David Oubiña apunta: Nadie se engaña, por supuesto, hasta el punto de confundir la representación con la cosa real. Pero, de todos modos, esa vivencia que permite superponer dos temporalidades tiene, en el cine, algo de literal […] Porque lo que otorga al espejismo cinematográfico todo su valor, toda su potencia, todo su impacto es que no consiste en ser imaginado o pensado sino, sobre todo, realizado, es decir: algo que se sabe que no es real, pero, no obstante, respeta todos los rasgos de lo real. Y en este punto, la técnica juega un papel fundamental. (2009, pp. 18, 33) En ese sentido, podríamos postular al menos dos componentes técnicos de la película que directamente inciden en la “conducción” del espectador hacia posiciones ideológicas específicas. 1. El emplazamiento de la cámara Lauro Zavala afirma: “La cámara es el elemento central en la construcción de la experiencia ideológica del espectador” (2018, p. 5) pues nos ofrece forzosamente un punto de vista determinado desde el cual presenciar la acción. Incluso Godard afirmaría: “Los travellings son una cuestión moral” (Domarchi, 1959) en el sentido de que cualquier utilización de los elementos técnicos para realizar un film, incluso un procedimiento tan “natural” como un travelling, implica querer decir algo de determinada manera y no de otra; es decir, implica verdaderamente una responsabilidad moral frente al espectador. Así, La fuerza ideológica del punto de vista […] se sostiene en la medida en que no estamos conscientes de su existencia. Como lo ha demostrado la teoría de la mirada, el posicionamiento ideológico del espectador es un mecanismo transparente, invisible, naturalizado. Esta invisibilidad garantiza la efectividad ideológica del punto de vista. […] Aquí podemos observar cómo el punto de vista es crucial para establecer la dimensión moral de la experiencia del espectador. (Zavala, 2018, p. 45). Los emplazamientos de cámara y otros recursos relacionados con la perspectiva del espectador en el cine de Tarantino son en sí mismos herramientas para percibir el posicionamiento ideológico que se espera de nosotros como tales. En la siguiente parte profundizaremos en ello. 2. El diseño sonoro Craig Sinclair (en Zavala, 2016) afirma que los directores utilizan la banda sonora para producir una respuesta más mimética que empática en el espectador. Esto reforzaría nuestra intuición de que uno de los elementos técnicos que invisibilizarían o naturalizarían determinada orientación ideológica en una película es el del diseño sonoro. En una película se buscaría más lograr que el espectador imite determinada actitud o postura moral, que lograr que empatice con ella. Casi como un reflejo condicionado. El espectador no tiene que “decidir” conscientemente si tomará o no como referente tal o cual actitud o decisión. Simplemente se verá imitándola en un momento dado en su vida personal y, tal vez, cobrará conciencia de ello si el referente en cuestión se reproduce a nivel masivo como suele ocurrir con innumerables modas culturales (frases, objetos, atuendos, chistes, sonidos, saludos, etc.) que entran y salen del foco de atención popular con gran frecuencia y velocidad. Aquí sólo apuntaremos que el diseño sonoro implica más que simplemente acompañar las escenas. Lauro Zavala (2016) hace fuerte hincapié en el poderoso recurso que significa el sonido en el cine. Su relación con la construcción de la ideología es algo que deberá explorarse con mayor profundidad. II Pensemos en los cigarros, las hamburguesas, o las cervezas en sus películas. En general se trata del tema de las marcas. Es sabido que Tarantino es muy cuidadoso con el diseño de vestuario y el de escenografía. Al punto de que crea sus propias marcas al interior de sus películas. Un buen ejemplo de “violencia simbólica” para decirlo en términos de Bourdieu o, como podemos decir también, de reproducción ideológica tiene que ver con ese detalle. ¿Por qué crearse sus propias marcas? ¿Es por no pagar publicidad o por no publicitar marcas? En todo caso, ¿Por qué en sus propios universos existirían las marcas si bien pudieran no hacerlo sin demeritar un ápice su calidad cinematográfica o estética? Pero ahí reside el punto: el hecho de prestar tanto cuidado a ese tipo de detalles hace suponer que es imposible incluso pensar en un mundo donde los cigarros o las hamburguesas no tengan marca. O en términos más claros, ese gesto contribuye, y, en este punto es irrelevante que sea de manera consciente o inconsciente, a reforzar la idea de que no puede existir un mundo sin corporaciones. Ahí tenemos un ejemplo sutil de cómo ciertas ideologías se deslizan de manera “inocente” en los productos culturales de consumo masivo. Hasta el grado en que, si viéramos una cajetilla de cigarros sin marca, podría resultarnos más inverosímil o hasta chocante que algunas de las muertes en sus películas. Podemos detenernos un instante en lo que nos dice Fredric Jameson (2003, p. 325): “Los productos que se venden en el mercado se convierten en el contenido mismo de la imagen de los medios de comunicación”. Eso, por un lado. Pero, por otro, Jameson invita al lector a tener en mente lo que Guy Debord expresa como la consecuencia teórica del proceso: “la imagen como forma final de la reificación de la mercancía”. Es decir, en muchos de los productos culturales que consumimos, y que ya de por sí son mercancías, se deslizan subrepticiamente las condiciones o los marcos para que su consideración esté imposibilitada para acceder a los elementos cognitivos mínimos para verlos de otra manera que como mercancías. Jameson continúa: En este punto, el proceso se revierte, y no son los productos comerciales del mercado los que se convierten en imágenes en la publicidad, sino que, más bien, son los propios procesos narrativos y de entretenimiento de la televisión comercial los que son, a su vez, reificados y convertidos en otras tantas mercancías: desde la propia narrativa serial, con sus rígidos y casi formularios segmentos temporales y cortes, hasta aquello que las tomas de la cámara le hacen al espacio, la historia, los personajes y la moda, incluido un nuevo proceso de producción de estrellas y celebridades que parece diferente de experiencias históricas anteriores […] la emergencia de un nuevo reino de la realidad de la imagen, que es a la vez ficcional (narrativa) y objetiva (incluso los personajes de las series son percibidos como estrellas con “nombres reales” con historias externas sobre las que se puede leer)”. (p. 326) Pero, ¿qué podemos entender por ideología? La historia misma del concepto y sus diversos usos y significados es de por sí reveladora. El término “ideología” fue acuñado por Destutt de Tracy (1754-1836) durante los violentos años de la revolución francesa. Se dice que concibió la idea mientras estaba en prisión por alinearse con los revolucionarios burgueses que se oponían al terror de Robespierre. Tracy consideraba que la ideología debía ser el estudio científico de las ideas y de los sistemas de pensamiento con el propósito de conducir a las nuevas sociedades de una manera rigurosamente racional hacia un destino brillante. La ideología, como disciplina científica, de la mano de los primeros ideólogos del siglo XVIII francés como Condillac, Holbach, Coleridge y el mismo Tracy, nace pues en un contexto profundamente ideológico, lleno de violencia e irracionalidad, como uno de los instrumentos con que los intelectuales de la Ilustración pretendían acceder a la madurez humana a través de la razón. [2] Para los tiempos en que Marx y Engels se hicieron cargo del tema, “ideología” significaba ya la ilusión de que las ideas tenían un origen y desarrollo independientes del ámbito material (Eagleton, 2005, pp. 94 y ss.). A partir de los planteamientos de estos autores, principalmente en La ideología alemana, el término llegó a significar “falsa conciencia” en el sentido de un autoengaño que se podría combatir revelando a los sujetos la verdad sobre su realidad inmediata. La mayor parte del ala ortodoxa marxista consideró así la ideología y el término significó básicamente una fórmula de catequesis que se usaba como arma arrojadiza contra todo tipo de enemigos de doctrina. Sobre el significado de ideología como falsa conciencia y de por qué ha caído en desuso desde hace algunas décadas, Terry Eagleton (Ibid., p. 37) se pregunta: ¿Son las falsas representaciones de la realidad social de algún modo constitutivas de la ideología, o un rasgo más contingente de ésta? Después del intenso debate sobre la ideología que generó Althusser (2003) con su célebre ensayo durante los sesenta y setenta, y con la llegada del posmodernismo hacia fines del siglo XX, muchos abandonaron el concepto ya sea por remitirlo al de discurso (Foucault y seguidores), o por considerarlo teóricamente agotado. La incursión en el debate sobre si la ideología puede servir como base teórica sólida para pensar los problemas sociales contemporáneos ha sido revitalizada por pensadores como Slavoj Žižek, Fredric Jameson, Michel Pecheux, Göran Therborn, Chantal Mouffe, entre otros. Una de las vertientes del debate se refiere a qué tanto las condiciones materiales de producción del capitalismo determinan (si lo hacen) las conciencias de las personas y, por tanto, determinan su ideología. Aunque Marx y Engels no fueron los primeros que establecieron que la conciencia está determinada por las relaciones sociales materiales y no a la inversa [3], sí desarrollaron los fundamentos teóricos más sólidos para establecer esa perspectiva histórico-materialista. “Las ilusiones sociales están ancladas en contradicciones reales” (Ibid., p. 103). Bajo esta premisa podemos formular una ruta, una agenda, que comienza con una serie de preguntas que servirán para guiar nuestras pesquisas en cuanto a la génesis y naturaleza de las ideologías: ¿Cuáles son las “ilusiones sociales” de una determinada sociedad en un determinado tiempo? ¿Podemos identificarlas con cierto grado de certidumbre? Y, luego, ¿En qué contradicciones podrían estar ancladas? Por último, una vez identificadas esas contradicciones y establecido su vínculo con las “ilusiones” ¿qué hacer? Podemos encontrar otra pista en Teodoro Adorno, quien llama la atención al hecho de que muchos artefactos culturales revelan las más “profundas verdades” de una sociedad a partir de sus rasgos más marginales o insignificantes (Dews, 2003, p. 55). O de otra manera: “Desde la perspectiva ideológica, la pregunta central es entender qué dice la película (especialmente a partir de aquello que no dice)” (Zavala, 2018, p. 15). La sociedad de masas, por su misma estructura, está constantemente promoviendo ciertas tendencias a los individuos al tiempo que deja de promover o, directamente, censura otras. La vida de las personas está ya tan planificada a nivel organizacional (escuela, trabajo, recreación) que el individuo, acostumbrado desde sus primeros años, necesita guía incluso en aquellos ámbitos en los que se supone que no debería intervenir el estado o la corporación. A raíz de esa falta de guía, emergen nuevos negocios dedicados a ofrecerla. No es difícil concordar con que el cine se ha convertido en fuente de guía de comportamiento para muchas personas en la medida en que es lúdico, fantástico, barato (relativamente, para un espectador), y todo el tiempo está ofreciendo precisamente modelos de comportamiento como componentes esenciales de su encanto. Estos “modelos” cumplen la función de mandato. Le sugieren al espectador un abanico reducido y simplificado de códigos de comportamiento que éste aplicará de manera más o menos consciente en su vida personal. Pero, sobre todo, estos mandatos no inducen, estrictamente hablando, la imitación de determinados comportamientos cotidianos, sino que inducen juicios sobre la factibilidad o deseabilidad de imitar determinados cursos de acción. Habría una serie de mandatos estereotipados sobre cómo juzgar el comportamiento de determinadas personas en situaciones particulares. Dado que el modelo existe en universos cinematográficos con sus lógicas específicas, resulta que lo que mandan los modelos son valoraciones morales fácilmente traspasables de unos ámbitos a otros. De hecho, eso es lo que los hace tan populares. Los lentes oscuros, la frase pegajosa/ingeniosa antes, durante, o después de asesinar, la música sofisticada durante algún episodio de tortura, cumplen una función mandatoria del juicio, realizan un imperativo sobre el espectador en términos no de acción sino de juicios favorables sobre las acciones. Es así que, por ejemplo, Tarantino se siente plenamente justificado para asegurar que prácticamente toda la población estadounidense desea ver al villano recibir su justo castigo. El criterio para determinar la justeza de tal castigo está dado por la proporción en que tal villano fue cruel, violento, malvado. Si era un esclavista que azotaba a sus negros con un látigo, entonces deberá terminar azotado hasta la muerte de semejante manera; si violó y torturó, igualmente habrá de ser tratado. Así pues, el público exige la aplicación de la inveterada Ley del Talión en sus series y películas si es que estas han de convertirse en sus películas y series favoritas. Seyla Benhabib (2003, p. 100) afirma: Es la rebelión de la naturaleza suprimida lo que la industria masiva hace recircular en imágenes de sexo, placer y falsa felicidad. La represión de la naturaleza interna y externa ha crecido en una proporción sin precedentes tal que la propia rebelión contra esa represión se convierte en objeto de una nueva explotación y manipulación. De suerte que lo que es efecto aparece como causa y lo que conduce el deseo masificado aparece como mera respuesta mercantil del tipo: “al cliente, lo que pida”. Así, desde un punto de vista cultural, la posibilidad de emancipación de los grupos sociales subalternos se reduce a la simple mercantilización de los deseos sociales de estos grupos mediante la catarsis cinematográfica que produce en ellos la violencia estetizada de autores como Tarantino. La desaparición de la esencia ética en la civilización industrial-tecnológica seca las fuentes culturales de la rebelión grupal que hasta entonces había sido llevada a cabo en nombre del recuerdo de revueltas del pasado […] Cuando la cultura deja de ser una realidad viva, el recuerdo de promesas no cumplidas y traicionadas en el nombre de las cuales se llevó a cabo la rebelión de los reprimidos deja de ser una posibilidad histórica en el presente (Ibid., p. 102). Pero no se ha de olvidar que en última instancia la fuerza de determinación de las ideologías hegemónicas (en este caso morales) proviene de su “base” económica (Althusser, 2003, p. 120). ¿Qué condiciones económicas específicas, es decir, qué tipos de alianzas entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, se dan efectivamente para que una sociedad considere estéticamente placentero, aunque sea en un nivel muy elemental, presenciar episodios de extrema violencia y hasta exigirlos? Alguna vez una mujer le preguntó en una entrevista de televisión a Tarantino: “¿Por qué sus películas son tan violentas?” Y él contestó: “Porque es mucho más divertido” (Yes you can, 2021). La discusión con esta y otros periodistas a lo largo de veinte años ha pasado por el tema de si el espectador puede (o quiere) establecer la distinción entre realidad y fantasía, o en qué medida la violencia presenciada en los dispositivos de entretenimiento influye en la conducta de las personas. Desde luego sería muy difícil demostrar tal vínculo. La mayoría de las personas que opina sobre ese debate establece claramente que sabe distinguir ficción de realidad y que no por ver masacres en una película saldrá a la calle a hacer tales cosas. El mismo Tarantino se centra una y otra vez en ese aspecto del cuestionamiento. En enero de 2013, el periodista del Channel 4 británico, Krishnan Guru-Murty (Hubert, 2016), llevó al límite de la paciencia al director al forzarlo a responder si, en última instancia, había un vínculo entre realidad y ficción desde el punto de vista de la violencia. Tarantino se negó a responder nada más al respecto. No es un detalle menor que el cineasta argumentara que llevaba veinte años explicando su postura, que ésta no había variado en todo ese tiempo y que no era responsable de explicarse ante su audiencia. Aun cuando podemos conceder a Tarantino que no hubiera cambiado su postura en veinte años, ciertamente la sociedad a la que pertenece sí lo hizo. Slavoj Žižek (2021, p. 55) hace una reflexión sobre la ideología y la risa a propósito de la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, que puede orientarnos sobre cómo pensar el cine de Tarantino. Žižek señala que lo más perturbador de esa novela es la ideología subyacente a su argumento central según el cual una de las armas más efectivas contra cualquier totalitarismo sería la risa, es decir, la “distancia irónica” respecto de la autoridad, de la ortodoxia. Para Žižek, “en las sociedades contemporáneas, democráticas o totalitarias, esa distancia cínica, la risa, la ironía, son, por así decirlo, parte del juego”. muchas ideologías contemporáneas, en ese tenor, se alimentan precisamente del cinismo lúdico con el que pretendemos divertirnos, distraernos, entretenernos. Por ello, cuando Tarantino afirma: “because it´s so much fun, Jan” no estamos en el terreno de la distinción entre ciencia ficción y realidad que todo espectador debería en principio tener mínimamente clara, sino en uno donde las ideologías se intercomunican o se refuerzan mutuamente, como en este caso. La ideología cuyo presupuesto es el que queda señalado por Žižek y que más o menos podemos trasladar a nuestro caso como: la risa, al asociarse con la violencia dentro de las ficciones del entretenimiento nos preservaría de la violencia efectiva y creciente de las sociedades contemporáneas, queda por detrás, oculta, de una ideología del tipo: tendríamos que ser idiotas para no darnos cuenta de que la violencia en el cine (o los videojuegos, etc.) es ficcional, y, por lo tanto, es perfectamente lícito desde un punto de vista moral, reírse con ella, disfrutarla, gozarla. Es decir, el mismo Tarantino parece no darse cuenta, concedámosle, de la diferencia entre el tema del vínculo entre violencia y entretenimiento, por un lado, y el de ficción y realidad, por el otro. Para ambos temas existen presupuestos ideológicos que se entrelazan y que producen, en última instancia, posiciones y consensos claramente distinguibles sobre el tema de la violencia. No es que se esté en posición de elegir entre una postura ideológica y otra no ideológica, sino que el dilema muchas veces conduce simplemente a la elección entre ideologías en competencia. Si a Tarantino junto a una importante porción de la audiencia le complace más ver la venganza y la tortura sangrientas contra los villanos de las películas o series, eso no es menos ideológico que el hecho de que prefirieran simplemente ver cómo “los buenos” los entregan a la policía. Lo que sí podemos entender con las preferencias generales entre una y otra opción, u otra cualquiera, es qué ideologías se contraponen, cuáles pierden fuerza con los años y cuáles se vuelven dominantes o hegemónicas. Es decir, nos permiten sentir el pulso de la reproducción ideológica, así como el de su transformación. Michel Pêcheux (2003, p. 158) apunta que sería un error ubicar la reproducción de las relaciones de producción en un lugar distinto del de su transformación. Esto quiere decir que ambos términos no se oponen, como la noche al día, por ejemplo, sino que componen un intrincado escenario para la lucha de clases mientras los aparatos ideológicos se despliegan cotidianamente. Es más; estos aparatos son “el lugar y el medio” de realización de esta lucha de clases. En ellos se constituyen desigual y subordinadamente las perspectivas heterogéneas de cada clase, de cada sujeto interpelado ideológicamente. Esto está en estrecha relación con la idea de que “es imposible atribuir a cada clase su propia ideología”, pues, tanto la sociedad como el Estado y los sujetos se van construyendo simultáneamente con las relaciones que establecen unas personas con otras, día tras día. En esa lucha cotidiana, que siempre es desigual y dispareja, se reproducen y transforman simultáneamente las relaciones de producción parejamente con sus ideologías correspondientes [4]. En Michèle Barrett (2003, p. 292) encontramos un análisis de la postura de Laclau y Mouffe sobre la ideología. La reflexión de éstos debe mucho a Derridá y la deconstrucción, y a Lacan y su reinterpretación del psicoanálisis. Para ellos, “la ideología es un intento vano de imponer un cierre a un mundo social cuya característica esencial es el juego infinito de las diferencias y la imposibilidad de cualquier fijación última del significado”. A esto se refieren los autores con “cierre” o “sutura”, en el sentido de estar continuamente reparando el tejido social, reunificándolo, tratándole de dar la apariencia de unidad y congruencia. Como si todo estuviera bien, o más insidiosamente, como si todo lo que está mal se fuera a resolver pronto. Sólo habría que esperar. Sobre el cambio en las ideologías o sobre cómo surgen nuevas ideologías, resulta sugerente la afirmación de Göran Therborn (2014, p. 37) al respecto. Partiendo siempre de una perspectiva histórico-materialista, nos dice que …la explicación/investigación de la generación de las ideologías tendrá que partir de los procesos de cambio operados en la estructura de una determinada sociedad y en sus relaciones con su entorno natural y con otras sociedades. Estos cambios son los que constituyen la determinación material del nacimiento de las ideologías (énfasis en original). Nótese que establece tres factores sobre los que hay que poner atención: 1) los cambios en la estructura social, 2) los cambios en la relación con el entorno natural, y 3) los cambios con otras sociedades. Sobre este último factor, queda claro cómo el dominio ideológico del cine norteamericano particularmente en América Latina ha modificado las relaciones culturales entre dominantes y dominados. Una manera de verificar la tesis de Therborn es atendiendo a los cambios en materia de corrección política y racismo o discriminación, por ejemplo. Los productores del cine estadounidense son cada vez más conscientes y enfáticos al momento de vender sus productos como estandartes de la inclusión y de la no discriminación. Hay desde luego cada vez más superhéroes mujeres, pero también negros, homosexuales (o no binarios) y latinos. Es muy posible que al interior de la cultura estadounidense (si hay una sola) haya cambiado muy poco su consabido racismo e intolerancia. Lo importante, siempre para el capital, es que uno de sus productos más redituables, el cine, transite por o se sirva de esas nuevas ideologías (que no son de clase, pero son perfectamente seleccionadas por las clases dominantes) para presentarse como un elemento positivo de cambio. Por eso utilizamos más arriba la palabra “estandarte”. Ideológicamente se autoproclaman como los símbolos y portadores del cambio. Un cambio en la dirección correcta, desde luego. Este tipo de ideología, digamos, de lo “políticamente correcto” se conecta, como queda en evidencia, con una ideología más general y persistente: la de la civilización. El cambio, siempre que emerja desde la cúspide hegemónica, se concibe como progreso-evolución-desarrollo-civilización, según el discurso que predomine en determinado periodo histórico. Hay otros sutiles ejemplos al respecto. Cada vez más páginas de clubes sociales, culturales, deportivos, religiosos, etc. en E.U. incluyen un apartado en español (y tal vez alguna otra lengua a conveniencia). Las traducciones suelen ser pésimas. Incluso, contratan personas latinas para encargarse de dichos segmentos (cuyo español suele ser lamentable). Recalcan, a veces con chocante insistencia, que son conscientes y dan la bienvenida a la comunidad latina. En suma, se presentan, como en los ejemplos anteriores, como quienes están a la vanguardia de los cambios asociados al nuevo siglo y a las nuevas sociedades supuestamente más incluyentes y plurales. Ahí podemos constatar la emergencia de nuevas ideologías asociadas a cambios en las relaciones entre distintas sociedades. …como señaló Marx, una característica de esta sociedad es que todo en ella, incluyendo sus formas de conciencia, está en un estado de cambio continuo, a diferencia de cualquier otra sociedad más tradicional. El capitalismo sobrevive sólo gracias a un continuo desarrollo de las fuerzas productivas; y en esta agitada condición social, las ideas tropiezan unas con otras tan vertiginosamente como lo hacen las modas en las mercancías […] Lo que es más, este orden social alimenta la pluralidad y la fragmentación… (Eagleton, 2005, p. 145) Particularmente esta fase del siglo XXI atestigua la correlación entre la vorágine de cambio e innovación general de las sociedades y la celebración de la atomización e “igualdad” de todo tipo de ideologías, que se mezclan, entran en conflicto y se interconstituyen indefinidamente, sin descanso. Finalmente, no hay que perder de vista lo esencial, lo que señalara Althusser en su momento, el hecho de que todos los aparatos ideológicos, “sean cuales fueren, concurren al mismo resultado: la reproducción de las relaciones de producción, es decir, las relaciones capitalistas de explotación” (2003, p. 133). Podemos matizar esa afirmación diciendo que mientras el resultado sea la reproducción de relaciones de explotación, dominación o subordinación, la ideología cumple su función primordial. El hecho de que el debate sobre las películas de Tarantino, y de cualquier otro director en turno, se centre en la violencia, en el racismo, o en discusiones que polarizan a la sociedad civil, es muestra fiel de que esos aparatos ideológicos funcionan adecuadamente en la medida en que estorban la perspectiva completa de la situación. Poco importa que el cine de Tarantino fomente la violencia o la critique; poco también que utilice el humor para justificar un racismo tácito o que, por el contrario, lo señale. Cosa más importante, al menos desde una perspectiva crítica, es que los medios de entretenimiento como el cine, no sólo cumplan su función primordial que es mantener a las masas entretenidas con todo tipo de temas y discusiones en ocasiones ridículamente banales, sino que, cuando estos materiales fomentan reflexiones más profundas acerca de los grandes problemas sociales, las discusiones se queden dentro de ciertos límites perfectamente desprovistos de toda articulación teórica, de tal suerte que la reflexión nunca pase por el tema que precisamente podría vincularlos a todos y, por ende, sería el más importante: las relaciones de opresión, explotación y destrucción que emanan en nuestro tiempo del régimen capitalista de producción. Esa doble función de los aparatos ideológicos, entre los que se encuentra el cine, como una doble capa protectora del statu quo, mantiene la reflexión y crítica social perfectamente dócil a pesar de su aparente agudeza y belicosidad. Igual que la carta robada de Poe: la mejor manera de esconder algo importante, algo de verdad importante, es ponerlo a la vista de todos. En definitiva, como señala Terry Eagleton: “lo que en ocasiones se considera ideológico de una forma de conciencia no es el modo en que surge, o si es verdadera o no, sino el hecho de que sirve para legitimar un orden social injusto” (2005, p. 69). A pesar de que un examen cuidadoso de las relaciones capitalistas de explotación podría permitir establecer correlaciones importantes entre la pobreza, la violencia, el racismo y otros temas centrales del mundo contemporáneo, la ideología dominante es plenamente exitosa al inducir, a través de sus productos culturales, discusiones sin fin sobre cada uno de esos problemas por separado, que con frecuencia se pierden en sus infinitas ramificaciones y que por lo regular no pasan de las arenas públicas de las redes sociales, sin que tengan impacto significativo en la construcción de una comunidad civil informada, unida, clara, en cuanto a cuáles serían las fuentes de todos esos problemas que se discuten por separado. Referencias Althusser, L. (2003). Ideología y aparatos ideológicos de Estado en S. Žižek, (comp.), Ideología. Un mapa de la cuestión. FCE. 115-155. Barrett, M. (2003). Ideología, política, hegemonía: de Gramsci a Laclau y Mouffe en S. Žižek, (comp.), Ideología. 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NOTAS
[1] En lo que sigue presentamos una breve semblanza de lo que se propone en la trilogía de videos “Historia de la violencia en el cine” del canal Lazos de cine, (2020), en Youtube.
[2] En aquél tiempo era frecuente establecer un paralelismo entre las etapas del desarrollo biológico de un ser humano (infancia, adultez, vejez) y la historia de la humanidad. La Ilustración, en consecuencia, representaba la llegada triunfal de la humanidad a su etapa de madurez como especie racional e inteligente.
[3] Rousseau, Montesquieu y Condorcet ya lo habían hecho de distintas maneras durante la Ilustración.
[4] Raymond Williams en Marxismo y literatura, pp. 143 y ss. ofrece los conceptos de “residual”, “emergente” y “dominante” para pensar el cambio cultural. Henry Giroux en Teoría y resistencia en educación, pp. 187 y ss. aplica ese modelo a las ideologías para dar cuenta de sus procesos de formación, consolidación y declive.