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A propósito de "After Life": Una reflexión filosófica sobre la noción de experiencia moral del duelo
After Life | Ricky Gervais | 2019-2022
Guillermo Lariguet - Universidad del Litoral

Jaime Rodríguez Alba - Universidad Siglo 21 albajaime@hotmail.com

La Filosofía Moral debe comenzar en la experiencia moral y culminar en ella. Una reflexión filosófica que no parte de una conciencia agudizada del drama humano que subyace a los problemas morales y no está abierta a variar sus conclusiones por más alejadas que se encuentren de la experiencia moral, es un modo viciado de reflexión. Hugo Seleme (2014, pp. 270-271)

Introducción

¿Cuál es la naturaleza de la experiencia moral? ¿Qué relaciones guarda, si acaso lo hace, con la noción de teoría moral? ¿Qué importancia filosófica tiene, suponiendo que la tenga, el concepto de experiencia moral? Se trata de preguntas relevantes, máxime cuando la filosofía moral le ha prestado una atención relativamente escasa.

La filosofía moral ha arrojado diversas respuestas a estos interrogantes. Para la tradición kantiana la moralidad se apoya en la universalización de un imperativo categórico que presupone un sujeto racional en sentido fuerte, capaz de dominar sus impulsos y con auto-conciencia sobre sus poderes mentales. Alternativamente la tradición benthamita, y en general el utilitarismo, considera al agente moral desde su capacidad para realizar un cálculo felicitario, estimando costes y beneficios. La estimación utilitarista del bienestar define la métrica para tal cálculo. Ambas comparten el postulado de un sujeto con amplios poderes mentales y dominio emocional. La moralidad es en estas posturas condicionada por la teoría moral que asiste el punto de vista de ese sujeto racional. Algo distinto pasa con la tradición antigua de la filosofía moral. Para Aristóteles, por caso, el acento no se pone tanto en una teoría moral, al modo kantiano o utilitarista, cuanto en suministrar una reflexividad filosófica próxima a los fines naturales de toda teorización moral: cómo ser buenas personas. Frente al deontologismo que supone la determinación de lo correcto en base a los deberes que el sujeto ha de realizar, el teleologismo aristotélico carga sus tintas en la realización de los fines humanos (bienes). De tal modo, la meta de la filosofía moral es aquí la de pensar las condiciones para el florecimiento del carácter moral, más que la consideración teorética del escenario moral. En el aristotelismo hay una ética del bien más que de lo correcto.

No sugerimos que en el aristotelismo no haya teoría moral. Consideramos en las anteriores palabras como central el interrogante sobre el lugar de la experiencia moral para las teorías morales. Para Aristóteles la teoría moral no es exacta, pues apela a procedimientos no deductivos o algorítmicos. A diferencia de las teorías físicas, la teoría moral no computa las relaciones morales como si fueran relaciones físicas. Tampoco nos apoyamos en exclusiva en esta corriente del pensamiento moral, sino que intentaremos mostrar que filósofos contemporáneos de disímil tradición y trayectoria, como por ejemplo, William James, Bernard Williams, Emmanuel Lévinas o Jacques Derrida, subrayan la importancia crucial de la experiencia moral para la ética.

Por razones de lo que podríamos llamar método filosófico, asumiremos que una cuestión es la naturaleza conceptual de la experiencia moral y otra distinta la variedad de experiencias morales. Se podría hablar, por ejemplo, en este segundo sentido, de la experiencia del maestro (Campbell, 2008, pp. 357-385), del médico en situaciones de emergencia, del soldado (Corbí, 2010, pp. 89-121), del sacerdote (Lawler y Salzman, 2010, pp. 1-22), de los padres de familia en relación a decisiones sobre el soporte vital de niños en estado crítico (Carnevale et al, 2006, pp. 69-82), etc. Se implica conceptualmente que tras el fárrago mudadizo de experiencias subjetivas hay algo así como “tipos ideales” (en términos weberianos amplios) o “fenomenológicos” (husserlianamente, hablando) de experiencias morales. Daremos esto por descontado. Nuestro foco estará puesto en la idea de la experiencia moral del “duelo”. Nos interesa tematizar esta clase de experiencia para tantear, luego, cuánto puede ayudarnos a pensar sobre la naturaleza de la experiencia moral “en general”.

El estatus conceptual de la experiencia moral, cualquiera sea su tipología e importancia en general, puede ser filosóficamente estudiado con diversos procedimientos metodológicos. En este artículo utilizaremos el recurso a una serie de televisión [1]. Nos centraremos en los seis primeros episodios de la primera temporada de la serie –protagonizada por el actor británico Ricky Gervais– After life (2019-2022) para mostrar algunas de las peculiaridades de la experiencia moral, vinculada con el duelo. A modo de digresión, cabe aclarar que, aunque la serie luego tuvo una segunda temporada, nuestra atención estará puesta en la primera ya que los seis episodios de la primera, permiten brindar una historia completa susceptible de análisis ético. En efecto, la serie puede darnos algunas pistas que en el laboratorio del análisis conceptual sirvan para ofrecer algunas condiciones (por lo menos necesarias) de abordaje del concepto de experiencia moral en general, partiendo de una idea preliminar de experiencia moral de duelo.

Procederemos en dos partes. En la primera, tras esbozar la historia de After Life (sección 2), expondremos precisiones sobre la noción de la experiencia moral del duelo y su ulterior valor para la experiencia moral en general (sección 3). En la segunda parte del trabajo intentaremos aislar algunos aspectos relevantes que la experiencia del duelo exhibe para la elucidación de la experiencia moral en general (sección 4). Nos valdremos de algunos elementos sobre las transformaciones morales producidas en Tony, el personaje encarnado por Gervais. A continuación, afrontaremos algunas de las consecuencias conceptuales que, para la ética tiene el abordaje de la experiencia moral. Por tal motivo, en la sección 5, plantearemos una cuestión metodológica acerca del nexo entre la idea de experiencia moral y la doctrina conocida como anti-teoría en ética. Para finalizar haremos algunas consideraciones de cierre, así como explicitaremos, a modo de coda, algunas líneas de investigación que quedan abiertas por nuestro trabajo.

Primera parte

After Life

El argumento central de After Life gira en torno de la angustia profunda de su protagonista, Tony Johnson, papel encarado por Ricky Gervais. La angustia de Tony deviene en una profunda depresión melancólica por el hecho de haber perdido a su esposa, amiga y compañera por veinte años. Lisa, su esposa, fallece debido a una enfermedad cancerígena. Cada episodio de la serie abre con Tony viendo conmovido, dolido, los videos que su esposa le ha dejado, hablándole de su vida juntos y de por qué es importante para él que continúe viviendo. Se intercalan también algunos videos que el propio Tony filmaba de la vida con su esposa y sobre la perra que ambos tienen. En estos videos, se trasunta la existencia de una pareja sin hijos, muy feliz, que comparte momentos de complicidad, de risas, compañía. Escenas de ellos y la perra en la playa son enternecedores.

Tony está devastado. Su psicoanalista, para colmo, nada convencional, no es de mucha ayuda. Tony ha vuelto una persona insoportable para los demás. Él habla de su “súper poder”. Un poder que le permite decir y hacer lo que se le ocurra sin preocuparse si los demás resultan insultados o dañados de alguna manera. Además él expresa la posibilidad, latente en varios episodios, de suicidarse.

Tony es periodista en un pequeño diario, el Tambury Gazette, ocupado de los “pequeños” y hasta risueños momentos de la vida cotidiana de los habitantes de ese poblado inglés.

Los seis episodios muestran la evolución moral de Tony, su profunda angustia, o depresión melancólica, su irritabilidad y desprecio por los otros, quizás con algunas excepciones de matiz respecto del amigo de Tony en el diario, Tony Way. La serie narra la transformación moral de Tony hasta llegar a ser un sujeto renovado, lleno de compasión y empatía por los demás. La serie es rica en ejemplares morales, potencialmente idóneos para el análisis conceptual y la discusión moral. Los personajes secundarios son estos ejemplares y sólo son “secundarios” en un sentido más bien superficial. Por motivo de extensión reseñaremos muy brevemente alguno de esos personajes y escenas.

Anne –amiga anciana que ha perdido a su marido y Tony conoce en sus visitas al cementerio– le transmite cómo transita en ella un duelo bien llevado. Aceptando que el otro ya no está. Desde la serenidad y la medida alegría de saber que fue una vida valiosa la que llevó junto a su esposo.

Matt –cuñado de Tony y dueño del periódico Tambury Gazette– es sumamente comprensivo con Tony. Le tolera su falta de concentración en el trabajo. Avanzada la serie Tony se da cuenta que Matt está transitando problemas de convivencia con su mujer. Va aprendiendo que Matt, pese a tener problemas afectivos importantes, siempre está pendiente de él y de su bienestar. Matt es un ejemplo de un hombre no egoísta.

El padre de Tony está en un geriátrico con su mente ya perdida. Se advierte fastidio cada vez que lo visita. No acepta que su padre no esté “completo” debido al Alzheimer. La relación rompe su hielo cuando el padre le dice a Tony que recuerda con cariño aquel episodio en que Tony, siendo niño, manchó las paredes de la casa paterna con pintura, cómo lo regañó su madre, mientras él se lo tomaba a broma. Acompaña al padre de Tony la enfermera Emma. Emma le hace ver a Tony, cada vez que puede, el modo en que es insensible y grosero hacia los dolores ajenos. Emma jugará un papel importante en la serie, una suerte de espejo del narcisismo de Tony. Casi al final de la primera temporada en la que nos centramos, se convertirá en su nueva compañera amorosa.

Otro personaje interesante es Daphne-Roxy. Prostituta, o “trabajadora sexual” como prefiere decir ella, amiga de Julian (drogadicto que trabaja ocasionalmente para el diario Tambury Gazette) y luego del propio Tony. Hay un episodio en que Tony va caminando y conversando con Sandy, empleada hindú del periódico a la que alentará –desde su transformación moral– a convertirse en periodista en serio. Ambos se encuentran con Roxy. Esta, delante de Sandy, a quien no conoce, le pide las llaves de la casa de Tony diciéndole que las necesita para limpiarla. Tony se las da con un gesto de desconfianza. Es reticente a relatarle a Sandy el verdadero trabajo de Roxy. Ésta lo está poniendo a prueba: quiere saber si Tony confía realmente en ella, dándole las llaves de la casa y no pensando, por el contrario, que ella le podría robar por ser una prostituta. Al entregar esas llaves Tony empieza a revelar aquellos aspectos de su personalidad moral que lo hacen un ser sensible hacia los valores de los demás. Esto parece no ser así al comienzo de la serie. Como muestra de lo dicho, sumergido en su dolor Tony no colabora con una ONG que trabaja para combatir la pobreza. Rechaza con desprecio y gesto grosero a los jóvenes que le piden colaboración. Sin embargo, sí lo hace metros después con una ONG que lucha contra el cáncer. La escena es vívida respecto a la tendencia a privilegiar en la ayuda intereses más cercanos (Lisa había fallecido de cáncer).

Nos detengamos ahora en un episodio en particular. En el cuarto episodio de la serie se produce un encuentro muy cercano entre Tony y Julian, adicto a la heroína y otras drogas, que vive como un vagabundo, triste, desolado, en las calles. Tony le pide droga, para evadir su angustia. Julian se la proporciona, pero le roba ante la mirada de Tony, quien no puede hacer nada por estar drogado. Luego se lo recrimina. Sostienen un diálogo importante. Julian perdió también a su novia. Tony le hace considerar que tienen mucho en común, pero Julian sostiene que hay una gran diferencia: “tú no te has dado por vencido, pero yo sí”. Le dice que le gustaría suicidarse. Tony le da entonces el dinero para una sobredosis. Para alguien reacio a formas de suicidio asistido esta escena podría ser chocante. La escena tiene la suficiente riqueza para poner sobre el tapete el tema de cómo enfrentamos ambigüedades morales en nuestras elecciones. Parafraseando al filósofo Charles Larmore (1987) diríamos que la experiencia moral expresa, en ocasiones significativas como esta entre Tony y Julian, “complejidad moral” y esto incluye ambigüedades morales. Si pensamos en límpidas “teorías morales” que intentan subsumir la realidad moral en inequívocos moldes de hierro, la idea de experiencia moral puede sonar amenazante.

En el siguiente episodio su cuñado, Matt le comenta consternado que Julian ha sido hallado muerto por sobredosis. Tony replica que él ya sabía, y que fue él mismo, quien le diera el dinero. Su cuñado le dice que no le mienta porque, de ser cierto que Tony le ayudó a Julian no le dejaría ver más su pequeño hijo, sobrino de Tony, George, uno de los pocos enclaves afectivos en la vida de Tony. Ante esta amenaza, Tony se desdice. Hace algo moralmente “incorrecto” al mentirle a su cuñado. Esa visión de incorrección podría emerger si activáramos el punto de vista de una tercera persona. Por ejemplo, esa persona podría ser Kant. Sin embargo, también nos percatamos que para George la presencia contenedora de Tony es importante. Éste, a diferencia de su padre Matt, sabe que George sufre bullying en la escuela y es su mayor apoyo afectivo.

La serie tiene el valor filosófico de mostrar la evolución moral de Tony. Logra salir de su depresión melancólica, del auto-centramiento en su dolor, para comenzar a ver realmente a los otros. Se vuelve más colaborativo con Matt, más receptivo a la perspectiva del duelo de Anne, al dolor de Roxy por la muerte de su amigo Julian, a las necesidades de su sobrino George quien sufre bullying en una escuela, con Sandy, con quien supera su cinismo, instándola a convertirse de verdad en periodista. Con Kath, su compañera enconada de trabajo, a quien le termina regalando una foto de su estrella favorita, etc.

Uno de los méritos de la serie es mostrar la belleza moral de la cotidianeidad, del dolor por la pérdida de un ser querido, del narcisismo del dolor auto-centrado, de la transformación gradual de un sujeto moral depresivo y narcisista en uno abierto a los otros, a sus necesidades, angustias o intereses.

La experiencia moral del duelo

Devastado por la muerte de su esposa Lisa, las partes bondadosas de la personalidad moral de Tony resultan aplacadas, dormidas, silenciadas. Padece lo que ya Sigmund Freud –en su célebre obra Duelo y melancolía (Freud, 1976)– caracterizaba como depresión melancólica. Esta clase de vivencia mental explicaría, causalmente, que Tony se retraiga sobre sí mismo. Se vuelva narcisista. A tal punto es así, que el “súper poder” de Tony consiste en hacer y decir lo que sea, no importándole, en apariencia, si los demás son heridos o dañados por sus palabras o conductas. Su dolor no le permite ver a los otros. Es por esto que su experiencia de honda angustia adquiere relevancia moral. Un dolor vivido en forma narcisista impide vivir la experiencia moral del duelo. Sólo atravesada esa experiencia es posible explicarse, luego, la lenta transformación moral de Tony en un agente moral que retorna al origen luminoso que exponía al comienzo. La experiencia moral del duelo se torna antesala de una forma más amplia, general, compleja, de experiencia moral.

Partamos de una afirmación de Emanuel Lévinas relativa a la importancia de la mortalidad humana. Saber que moriremos, y que los que amamos morirán, dice algo que muestra de cuerpo entero a Tony: «Mi relación con la muerte está formada por las repercusiones emocionales e intelectuales del conocimiento de la muerte de los demás» (Lévinas 2005, p. 21; citado por Guerrero Salazar, 2016, p.29).

El contacto con la muerte es una forma compleja de experiencia moral. Tomar consciencia nos ayuda a detectar dos rasgos de antropología moral recurrentes: la vulnerabilidad propia y ajena. Pero, además, la necesidad de interdependencia con otros. La ética del superviviente, en palabras de Jacques Derrida, implica el deber ético de llevar al otro que hay muerto dentro de uno mismo. Derrida lo explica de una manera semejante a la descripción que el propio Freud hace del fenómeno de la depresión melancólica, al punto que lo menciona, diciendo:

Según Freud, el duelo consiste en llevar al otro en sí. Ya no hay mundo; para el otro cuando muere, es el fin del mundo, y yo recibo en mí ese fin del mundo, debo llevar al otro y su mun¬do, al mundo en mí: introyección, interiorización del recuerdo (Erinnerung), idealización. La melancolía expresará el fracaso y la patología de este duelo (véase el interesante estudio de Mèlich, 2015, pp.237-252). Pero si yo debo (la ética es eso) llevar al otro en mí para serle fiel, para respetar su alteridad singular, cierta melancolía debe protestar contra el duelo normal (Derrida, 2009, p. 69; citado por Guerrero Salazar, 2016, p. 36).

Las caracterizaciones en sintonía de Derrida y Freud se aplican magistralmente al caso. Tony percibe su mundo como acabado. El ritual de Tony de mirar todos los días los videos, manifiesta una interiorización intensa del recuerdo, acompañado de una idealización de Lisa. Se obtura así el paso a la experiencia moral más rica y compleja del duelo. Por eso “cierta melancolía debe protestar contra el duelo normal”, como sostiene Derrida.

Para entender cómo y porqué esta cierta melancolía no admite el desenvolvimiento del duelo, regresemos a nuestra relación ética con la muerte de los otros. Lévinas nos dice:

Lo que se expresa en la desnudez –el rostro– es alguien hasta el punto de apelar a mí, de colocarse bajo mi responsabilidad; desde ese momento, yo tengo que responder por él. Todos los gestos de los demás son signos dirigidos a mí […] El prójimo me caracteriza como individuo por la responsabilidad que tengo sobre él. La muerte del otro que muere me afecta en mi propia identidad como responsable, identidad no substancial […] El hecho de que me vea afectado por la muerte del otro constituye mi relación con su muerte. Constituye, en mi relación, mi diferencia hacia alguien que ya no responde, mi culpabilidad: una culpabilidad de superviviente (Lévinas, 2005, pp. 23-24; citado por Guerrero Salazar, 2016, p. 28).

El atento seguidor de los rostros de After Life apreciará delicadas expresiones morales de afecto: compasión, compañerismo, tristeza, sorpresa, humor, expresadas por el rostro de Lisa (envuelta su cabeza por un pañuelo). Vemos también el rostro de Tony y sus permutaciones. Ese rostro, que para Lévinas es una cierta pintura del alma moral, muestra en los primeros episodios a un Tony enojado, melancólico, centrado en sí mismo. En su transformación dará paso a un rostro cuyos ojos expresan compasión, alegría de vivir con otros, inclusive con aquellos compañeros de trabajo que le fastidian, como Kath. Un rostro que aceptará ese trabajo aparentemente anodino, pero que encierra una valiosa trama de sentido, en un pequeño diario. Un rostro que transitará del fastidio por su padre con Alzheimer, hasta un rostro afectuoso hacia ese padre, un rostro enojado con la negligencia del adicto Julian, hasta ser el rostro que le da el dinero a Julian para que termine su vida cómo quiere, después de tanto sufrimiento. En suma, tránsito de un rostro moral que expresa narcisismo a un rostro moral “completo” –el rostro de quien puede ver algo cercano a la “totalidad moral relevante”, a los otros que nos rodean, sus dolores (Julian, por ejemplo), sus necesidades económicas (Roxy), los problemas de matrimonio (Matt), etc.

La evolución moral del rostro, en sentido levinasiano, no es un tránsito fácil. Ese otro que ya no está (Lisa) afecta, como dice Lévinas, la identidad del propio Tony. Siguiendo a Marín (2021), digamos que la ruptura, en este caso traumática, define la identidad moral de la persona. Verse afectado por la muerte es poner al desnudo el hilo de vulnerabilidad e interdependencia que nos une a los otros. Estos son rasgos antropológicos que explicarían la noción básica de responsabilidad por los otros, por su dolor, porque no mueran solos.

Un dolor demasiado auto-centrado, que no “deja ir al objeto del dolor” (Lisa), produce una consecuencia existencial paradójica: Tony experimentaría un tipo de dolor que no le permite desasirse nunca del objeto del dolor. Aprender a dejar ir, a soltar, a desasirse de ese objeto, para empezar a ver a los otros –y para verse a sí mismo de nuevo, proyectado al futuro. Verse a sí mismo en una identidad moral en marcha hacia adelante requiere entrar de lleno en la experiencia moral del duelo. En imágenes husserlianas, el duelo es para dejar ir al muerto (que es lo que nos centra en una conciencia retentiva) y así desbloquear la marcha de nuestra consciencia hacia planes vitales futuros (la parte protencional de la que hablaba Husserl). El especialista en fenomenología husserliana, Ferrer Ortega (2010, p. 129), al hilo del ya citado opúsculo Tristeza y melancolía de Freud, reflexiona sobre estas afecciones en las temporalidades de la consciencia afectada por la depresión melancólica. Depresión que detiene la libido en un estado pasado introyectado, interiorizado, incluso idealizado (más incluso de lo que la relación idealmente era con Lisa). Estado de la mente que impide el paso de la libido hacia proyectos vitales futuros. Ferrer Ortega (ibídem, p.129) lo dice en un párrafo que vale citar in extenso:

Al comparar la depresión melancólica con la tristeza, Freud ha logrado, al menos implícitamente, destacar los rasgos de las formas de experiencia temporal subyacentes en ambas. Ahora bien, Freud observa que los estados depresivos de índole patológica acaban contrastando con cualesquiera modos de tristeza normal. En su ensayo sobre Trauer und Melancholie, Freud indica ciertos aspectos comunes de la melancolía y la tristeza, pero también una diferencia notable: a semejanza de la tristeza, dice, la melancolía consiste en una reacción ante la pérdida de una persona, reacción en ambos casos acompañada por un estado de ánimo de profundo dolor, merma de la capacidad de amar, inhibición de cualquier actividad y falta de interés en el mundo exterior. No obstante, en la tristeza no se observa el rebajamiento del amor propio que una y otra vez surge en la melancolía: cuando el sujeto rememorante mira retrospectivamente el horizonte de vivencias pasadas, no halla sino motivos de autorreproche y conjetura en el vacío sobre otras posibilidades en el pasado que habrían ocasionado otro curso de acontecimientos que el vivido en el presente; cuando el sujeto mira prospectivamente el horizonte de futuro, no encuentra más que posibilidades catastróficas y espera, de manera delirante, acontecimientos de castigo. A la autodenigración se aúna la impotencia de realizar el trabajo de duelo (Trauerarbeit), cuyo punto culminante sería la comprobación de la inexistencia, de la no presencia del objeto perdido, por así decirlo, y la reorientación de la libido hacia otros objetos.

Como se patentiza al final de la cita, el “trabajo de duelo” requiere como punto culminante la “comprobación de la inexistencia, de la no presencia del objeto perdido”, de “la reorientación de la libido hacia otros objetos”. La riqueza de la experiencia moral del duelo estriba en que nos hace conscientes de nuestra mortalidad, y la de los otros, nuestra vulnerabilidad e interdependencia. Llevar al muerto dentro de uno de una manera “sana” requiere, en algún momento del duelo, aprender a soltarlo, a sentir y percibir que ese otro ya no está. De este modo, la libido, dice Freud, puede reorientarse “hacia otros objetos”. En el caso de Tony, esos otros objetos, son los otros, y sus cuitas, su perra, para empezar, su único arraigo moral apenas muere Lisa. Hay una escena profunda paseando a su perra por la playa, mientras recuerda paseos con Lisa. Se interna solo en el mar con el fin de usar su último “súper poder”, suicidarse. La perra comienza a ladrarle insistentemente, se miran ambos y se hace un “switch on” en la mente moral de Tony. Desiste del suicidio porque empieza a captar, para decirlo con Freud, un objeto libidinal (la perra) que lo empuja a vivir, a ir hacia adelante. Husserlianamente dicho, la perra desata en él una consciencia más protencional que retencional. Otros cambios morales van produciéndose en Tony a medida que transita un genuino duelo, un desamarrarse del objeto perdido. Comienza a estar atento, a ver a los otros [2]. A reconocer a su amigo Tony Way que está empezando una relación amorosa que Tony al principio no parece aceptar. En otras escenas se aprecia ayudando a que Julian se suicide, conteniendo a Roxy por la muerte de su amigo de Julian, protegiendo a su sobrino George. Comprendiendo que su padre lo amó, pese a que ya no esté completo allí en el geriátrico. Aceptando las críticas morales de Emma, la enfermera de su padre. Dejando el cinismo sobre el diario y alentando a Sandy a que, de verdad, vale la pena que se dedique al periodismo, etc.

A nuestro entender la experiencia del duelo tiene dos enormes beneficios para nuestra vida moral: primero, nos hace –antinietzscheanamente, hablando– humildes al revelarnos, a través de la muerte de los otros, nuestra propia vulnerabilidad y necesidad de compañía para desarrollarnos en la vida. Segundo, al transitar de una libido estancada en el objeto perdido, hacia una libido desobturada y reorientada hacia otros objetos, dejamos el ámbito estrecho del narcisismo del yo auto-retraído, hacia un yo moral más completo uno que es capaz de ver realmente a los otros. Verlos supone ser sensible a sus dolores, alegrías, intereses, dudas, necesidades.

La imagen de la visión moral no es inocente. Como una y otra vez ha transmitido la notable filósofa Iris Murdoch (2001, p. 78), pero también filósofos ligados a la ética de las virtudes de Aristóteles en adelante, la experiencia moral es completa cuando desplegamos todas las capacidades dormidas que nos permiten ser mejores –moralmente– de lo que somos. La experiencia moral completa nos permite aproximarnos a un agente moral en sentido ideal (no idealizado). En el caso de Tony esa posibilidad de transformación moral, de ser mejor, se va atestiguando en la forma en que él “toma atención” de los demás. La completud moral no sólo implica el “cuidado de sí”, demanda cuidar a los otros, esto es, exige entrega, compasión, alegría de estar con ellos, interés por sus temas. Similar definición de sujeto moral daba Ricoeur (por ejemplo, en 1993, pp. 107-110; 2006, p. 173 y ss; véase referencias, por caso, en Altuna, 2011, p. 161) cuando sostenía que una vida moral es el “deseo de una vida realizada con y para los otros, en el marco de instituciones justas”.

Ahora bien, la experiencia moral del duelo puede ser un ejemplar (Blum,1988; Crisp, 2003; Ferrara, 2008, Zagzebsky, 2017 [3]) de experiencia moral en un sentido más general y básico. A esta clase de experiencia referiremos a continuación.

Segunda parte

La experiencia moral en general

No sostenemos que sea preciso para la moralidad atravesar duelos. Sí que la experiencia moral del duelo puede ser un punto de partida, aunque no el único, que nos ayude a tematizar el valor que la experiencia moral tiene. Tanto para la vida ética como para la “teoría ética”, tal como sostuvo Wiliam James, en “El filósofo y la vida moral” (1897): «En otras palabras, no puede haber una verdad definitiva en ética, o al menos no más que en física, hasta que el último hombre no haya tenido su experiencia y manifestado su opinión» (James, 2009, pág. 225).

James parece insinuar parte del motto de lo que denominaremos, siguiendo la literatura filosófica, “anti-teoría”. En los términos de James, no podemos hablar de verdades últimas de la teoría moral, algo así como de una fundamentación normativa última, o una comprensión conceptual completa, si no prestamos atención a las experiencias morales de los seres humanos.

En lo que sigue, consideraremos como definición básica de experiencia moral la recién mencionada de Ricoeur: la vida ética es una vida realizada con y para otros, en el marco de instituciones justas. Como auxilio de la definición brindada, adoptaremos la convención según la cual la palabra ‘ética’ designa algo así como estar a la altura de ciertos ideales de excelencia que reconocemos, en el fuero subjetivo, como objetivamente valiosos y apremiantes. Desde este punto de vista la excelencia ética demanda de nosotros que seamos como el buen pintor con la tela que plasma una forma de belleza moral en dicho cuadro. No discutiremos el alcance de las palabras “ética” y “moral” –su diferencia o equivalencia– (Ortiz Millán, 2016, pp.113 a 139). Tampoco entraremos en si la ética sólo exige los ideales de llevar una vida autónoma (como dirían los liberales) o auténtica (como dirían los existencialistas).

Entendemos que el ideal de una vida realizada condice con el ideal de llevar una vida lo más completa posible. En el caso de Tony, su vida puede comprenderse como bastante completa en compañía de Lisa –satisfacía el cuidado de sí y la vida con el otro–. La muerte de Lisa amputó parte de lo que suponía vivir para sí y con los otros de manera satisfactoria, esto es, prestando atención a sus cuitas.

Hablamos de vida ética. Pero ¿es lo mismo que experiencia moral? Supondremos que la vida ética designa la secuencia completa, vital, de las personas –desde el nacimiento hasta y hacia la muerte–. Las experiencias morales, en cambio, son aquel conjunto doxástico (o de conocimiento moral), de habilidades pragmáticas para actuar o saber cuándo no actuar, así como el paquete conativo (de diversas motivaciones para actuar o no moralmente) [4]. En lo que respecta a lo conativo, a la motivación moral, la experiencia moral se enhebra directamente con el tema amplio y complejo de las llamadas “emociones morales” [5]. Las mismas juegan un papel complejo no sólo en la motivación moral, sino también en áreas más epistemológicas como la percepción.

La experiencia moral involucra diversidad de estados mentales como la memoria, el percibir, la imaginación moral, etc; así como de conductas como ayudar, empatizar con otros, etc. Asimismo, incluye pasividades [6] como, por ejemplo, rendirse a lo que percibimos son nuestros deberes o apremios morales. Remite también a desempeños complejos como percibir el bien o el mal morales.

Un punto central en la caracterización de experiencia moral básica (Barroso Fernández, 2016) que admitimos es que la misma tiene un componente ineludiblemente vital. La experiencia moral es el modo de vivir éticamente, vivir con uno mismo y con los otros. Es el conjunto amplio de actividades, y pasividades, vividas por un agente moral. Vivencias que pueden ser fuente de conocimiento y motivación moral, amén de fuente de otras formas de actividad o pasividad moral. Definición que capta bien el núcleo de la intuición aristotélica, la cual, metodológicamente hablando, a diferencia de la filosofía moral moderna, empieza en el “down level” de la vida moral y no el “top level” de la teoría moral. Complementando la expresión de Ricoeur “deseo de una vida realizada” o, como hemos razonado antes, de una vida más completa moralmente hablando–, la experiencia moral más básica es la vivencia de lo que consideramos moralmente como bueno o malo. Artificios conceptuales –como la distinción entre lo bueno y lo correcto–, o construcciones –como la rawlsiana– que asignan prioridad lógica a lo correcto sobre lo bueno–, son operaciones posteriores de la mente filosófica [7].

La relación de la experiencia moral con el tema del bien es destacada por Iris Murdoch (2013, p. 33) cuando señala: “A un nivel más explícitamente reflexivo, en una discusión cotidiana sobre moral, así como en metafísica, desplegamos una compleja red de valores densamente entretejida en torno a un centro intuido de «bondad»”. Por su parte, una cita de Simon Critchley (2010, p 31) nos ayuda a darle más cuerpo a esta idea de un «centro intuido de bondad». Este filósofo afirma: “El yo es algo que se conforma a sí mismo mediante su relación con aquello que determina como su bien, ya sea la Torah, el Cristo resucitado, la ley moral, la comunidad en la que vive, el sufrimiento humano, todas las criaturas de Dios o lo que sea”.

Sin duda hay que distinguir entre experiencias morales genuinas del bien, y otras fallidas –erróneas o perversas–, pues aquello que para el sujeto se determina “como su bien” puede no serlo desde un punto de vista más objetivo. Basten como ejemplos un sádico torturador, o un racista. No entraremos aquí en la reflexión sobre los “monstruos morales” –si “pueden regresar al bien” en algún momento o, si no pudiesen, si es posible (y permisible) traerlos al bien por la fuerza. Nos focalizamos en la experiencia moral más básica del bien, del centro intuido de bondad, en términos de Murdoch. Desde ella comprendemos la transformación moral de Tony, su pasaje de la depresión melancólica, su auto-centramiento narcisista, hacia la atención [8] amorosa de los otros (o de la vida con otros, como dice Ricoeur [9]).

En el caso de Tony la experiencia moral del duelo le permite superar un malsano deterioro de sí mismo, de una libido retencional apegada repetitivamente –y posesivamente– a ese objeto irrefragablemente perdido que es su amada Lisa. Amarla realmente es recordarla y recordarse con ella, pero a la vez soltarla y reorientarse –como dice Freud–, hacia otros objetos. El duelo es una experiencia moral valiosa de humildad y paciencia, así como atención amorosa hacia los abatimientos y alegrías de los otros. En caso de Tony, aunque, como hemos dicho, no siempre deba ser así, es la experiencia moral del duelo una suerte de pre-condición lógica para acceder a una experiencia moral (plena) más básica. Esta experiencia más básica es la de identificar el bien con el deseo de una vida realizada también con otros –en este caso, la pléyade de personajes que rodean y atraviesan la vida de Tony. El hombre moralmente bueno es el que puede ver. Aristóteles le llamaba a eso tener frónesis (no por casualidad tema dilecto de Ricoeur). Pero el hombre bueno lo puede ver “todo” o casi “todo” [10]: a los otros y sus cuitas, sus alegrías y tristezas, necesidades e intereses. Ver a la perra, la angustia de Julian, a su amigo Tony Way con su vida amorosa, a atender a los problemas maritales de su cuñado Matt, etc. Baste un ejemplo de After life para ilustrar este modo de la visión. Pasando por el colegio de George, Tony ve que el chico aparece triste o asediado por los bravucones de la escuela. Antes no lo veía –la mirada de Tony se fijaba en una pared blanca–. Presta atención ahora, en simultáneo a la elaboración del duelo, al sufrimiento de George. Incluso amenaza un día a sus acosadores. La experiencia moral del hombre bueno es la de ver el todo formado por los otros, una forma de “atención” –como diría Iris Murdoch– (ibídem, p. 33. Ella caracteriza al hombre bueno de manera sagaz cuando afirma lo siguiente:

De nuevo, el espectador (el teórico) se ve inclinado a decir que el mundo moral del egoísmo es estrecho, mientras que el hombre bueno goza de uno más amplio y más complejo; y añadir también que, en cierto sentido, el mundo del hombre bondadoso es un mundo simple [11]: simple en el sentido de que él ve lo que es correcto sin necesidad de una reflexión o duda prolongada, principalmente porque al vivir sin egoísmo, ve la vida en su totalidad.

La transformación moral de Tony cristaliza en el darse cuenta que el “after life” con Lisa es también fuente de posibilidades nuevas para llevar una vida ética. La experiencia moral, por supuesto, es compleja y difícil. Requiere varias cosas. Por ejemplo, Murdoch (ibídem, p. 33) sugiere que:

Imaginamos jerarquías y círculos concéntricos, nos vemos forzados por la experiencia a hacer distinciones, a elaborar «panoramas» morales, así como vocabulario moral. Los actos morales no pueden descansar y no descansan sobre decisiones aisladas y de «voluntad» arbitraria. Hacemos lo que somos. Podemos cambiar lo que somos, pero no podemos hacerlo ni rápida ni fácilmente, tal es la profundidad y densi¬dad de lo necesita cambiarse.

Siguiendo la cita se aprecia la dificultad de la experiencia moral: “hacemos lo que somos” y que podemos cambiarlo, pero no rápida ni fácilmente. En cierto sentido, la experiencia moral es un ganar en claridad de visión, de juicio. Y esa claridad puede estar enturbiada por la vanidad, el ego, el narcisismo, incluso el narcisismo del dolor. Por eso el dolor tiene algo de paradójico. Es posibilidad de cambio, pero puede también puede ser su obstáculo.

La claridad de visión es una meta difícil. Volvamos a Murdoch. Ella señala, en un largo párrafo lo siguiente:

Lo que la evolución moral «descubre» puede ser explicado en términos de un vocabulario formal de las virtudes, cuyo lenguaje creo que podemos entender fácilmente. Contrastamos lo menos esencial, lo menos puro con lo más esencial y lo más puro, reflexiva e instintivamente ordenamos nuestras cogniciones morales. La verdad está muy cercana a lo bueno, más que, por ejemplo, la generosidad. La «generosidad», tal y como la vemos habitualmente, necesita purificarse mediante el uso paciente de una inteligencia amante y un sentido de la justicia capaz de discernir y separar. La humildad requiere realismo, afecto y humor. A menudo debemos olvidar nuestra dignidad, pero no siempre. La integridad es un concepto ambiguo, así como la sinceridad. Lo que recibe este nombre puede ser a menudo una forma de orgullo y autoafirmación. El «sentido del humor», tratado con frecuencia como una facultad identificable en sí misma, debe ser observado críticamente, incluso con sospecha. Hay una distinción perfectamente familiar entre la broma amigable, o el paciente y modesto «sentido del humor» que los párrocos recomiendan a las parejas casadas, y el gusto por la burla maliciosa y corrupta. Debemos rehuir del ingenio malévolo, pero sin olvidar los usos sociales de la sátira. Y así, podemos hablar y pensar, examinando y alterando constantemente nuestro sentido del orden y la interdependencia de nuestros valores. El estudio de este tejido es reflexión moral, y a un nivel teórico, crea lugares inteligibles para definir y entender conceptos centrales que pueden haber acabado aislados y atenuados por nuestro uso emocional y argumentativo de ellos: felicidad, libertad, amor. La libertad no es una habilidad aislada, como la habilidad de nadar, que podemos «ejercitar» de una forma pura. La idea de la «libertad de la voluntad» sólo puede ser entendida en el contexto de la complejidad y la ubicuidad del valor, es inseparable de los modos de cognición.

Entonces, como dice Murdoch, el trabajo moral sobre uno mismo, y en relación con otros, requiere reordenar constantemente, prestar atención continua, equilibrar valores. Así: el sentido del humor puede ser sano o malévolo, la libertad puede ser bien ejercida o arbitraria, la sinceridad puede ser una virtud o una forma de orgullo. Vivir éticamente, con sabiduría, exige un equilibrio reflexivo constante entre valores, pulsiones, creencias. Un trabajo permanente sobre uno mismo, así como coraje para no claudicar, al menos no por tanto tiempo.

Para saber si hemos llevado una vida ética satisfactoria, o más completa, una vida realizada en los términos de Ricoeur, parece que debemos seguir el dictum aristotélico de ver la vida ética de manera longilínea. No podemos saber si un agente moral es bueno, o feliz, si no vemos toda su vida. Hasta la íntegra Hécuba puede terminar mal y un malvado, quizás, en contra de la idea adversa de Aristóteles sobre las bestias morales, pueda redimirse, de algún modo, a último momento.

Hablamos de la experiencia moral y esto pone las cosas, metodológicamente consideradas, del lado de la subjetividad moral: del agente moral. Hemos establecido que la experiencia moral que nos interesa identificar como básica es aquella enhebrada con la visión clara sobre el bien y en este aserto reverbera cierta idea objetiva del bien –aquí no elucidada– que permite discernir experiencias morales de bien, respecto de experiencias del mal [12]. Asociamos a ese bien, fundamentalmente, al deseo de una vida completa o realizada con y para otros. Sin necesidad de postular al modo benthamita un agente calculador de felicidad, y reconociendo que el cuidar de sí no es lo mismo que ser un egoísta ético. La exigencia de reordenar los bienes de un sujeto y su relación con los bienes (o cuitas) de los otros, no agota la temática moral pues, como hemos apuntado con Ricoeur, no podemos en estas prácticas éticas desentendernos de cuestiones de justicia [13].

¿Anti teoría en ética?

La relación entre la experiencia moral y la experiencia moral del duelo no es analítica, sin embargo la experiencia del duelo puede considerarse como precondición lógica (no única) de la experiencia moral. En nuestro caso el cine nos ha permitido pensar este nexo. A propósito de After Life analizamos elementos sustantivos de la noción de experiencia moral. También hemos señalado cómo la noción sustantiva de experiencia moral remite a elementos de análisis conceptual, pudiendo suponer una inversión del orden metodológico. En vez de partir de arriba, de la teoría moral –al modo de la filosofía moral moderna–, partimos de abajo, de la experiencia moral.

Ahora bien, las experiencias morales pueden ser moralmente complejas como apreciamos al analizar la ayuda al suicidio que Tony le brinda a Julian. Referir, entonces, a la experiencia moral en este escrito: ¿supone un regreso a una matriz clásica de la ética? Sí, desde una perspectiva, no, desde la otra. Sí porque por esta vía se recupera una longeva y compleja tradición del pensamiento moral. No, sí se piensa que lo clásico es algo estancado, una pieza de museo simplemente dejada atrás. Además, porque existe desde hace varias décadas una pujante y variopinta corriente filosófica identificada con el rótulo “anti-teórica” (véase, por ejemplo, Louden, 1992; Clarke y Simpson, 2014).

¿Qué involucra para el análisis filosófico, y sus compromisos subyacentes, referirse a “anti-teoría”, en vez de a “teoría moral”? La corriente anti-teórica es variopinta: Bernard Williams, John McDowell o Alasdair MacIntyre, para poner algunos pocos ejemplos bien conocidos (véase, Nussbaum, 1999, p. 575). ¿Qué los une? Básicamente, un rechazo a la idea de que la teoría moral tenga la capacidad de dar cuenta de la riqueza y complejidad de nuestras vidas –o experiencias– morales, de nuestras “prácticas morales”, por usar un término más estilo Peter Winch-Ludwig Wittgenstein. Para los autores mencionados la teoría moral se enfocó en fundamentar normativamente –en forma más bien abstracta– las soluciones prácticas a preguntas morales suscitadas, por lo general, por conflictos morales. Así, las teorías morales, i.e., las teorías kantianas o utilitaristas, se enfocaron en los procedimientos para justificar soluciones prácticas a problemas morales; soluciones que se fundamentaban en unos principios y reglas morales más abstractos y universales.

Sin pretender reconstruir los puntos de vista anti-teóricos, hemos de considerar dos cuestiones. En primer lugar –foco de la crítica– la teoría moral presupone, indebidamente, que el agente moral se comporta qua un agente ideal que satisface las definiciones de la teoría. Se lo retrata por ejemplo como un universalizador impoluto de imperativos categóricos, o como ansioso calculista de costes y beneficios. Reconstrucción que supone demasiado del agente moral real. No considera en el análisis el “barro” moral, las vacilaciones, ambigüedades, y conflictos que surcan la vida moral real. En segundo lugar, en relativa conexión con lo anterior, al enfocarse la teoría moral en una noción procedimental hace énfasis en una concepción deliberativista del razonamiento moral –lejana de la experiencia moral más reconocible– [14].

Los anti-teóricos parecen más sensibles al conflicto y residuo moral, a la ambigüedad moral, a la vacilación y a cuestiones que después de todo se vinculan con la llamada psicología moral. Intentar explicar por qué un agente moral luego de deliberar debidamente se siente afligido, angustiado, o incluso “sucio” moralmente, es algo complejo que requiere explicaciones más sofisticadas que las dadas por teorías como las descritas. Si hablamos de “explicar”, en el sentido de “dar cuenta” de lo que sucede éticamente, entonces parece que hay una cierta tensión entre el objetivo de fundamentar la ética –justificar respuestas prácticas– y el objetivo de explicar lo que realmente sucede. A luz de esta clase de tensión entran a jugar un papel relevante nociones como experiencia moral, imaginación moral, emociones morales, percepción moral, etc. Nociones que para el anti-teórico tienen algo así como una prioridad –de tipo explicativo, en principio. A esto se suma lo que llamaría el “giro narrativo” en ética (véase, por ejemplo, Phelan, 2014).

No es casual que nuestro ensayo ofrezca una caracterización de la experiencia moral de la mano de una narración televisiva (sobre el valor filosófico del cine y las series de televisión, véase, por ejemplo, Ward Jones y Vice, 2011 y Watson-Arp, 2011, respectivamente). Autores ya citados como Iris Murdoch, Alasdair MacIntyre o Martha Nussbaum, han puesto de resalto cómo el modo en que vivimos éticamente y experimentamos el mundo moral se enhebra con el modo en que nos contamos a nosotros mismos, y contamos a otros, lo que somos, lo que hacemos, o no hacemos. Por eso, After Life, en tanto que relato complejo de imágenes, diálogos, sonidos, nos permite acercarnos de manera idónea a una noción como la de experiencia moral.

No obstante, las cosas no son tan sencillas. Plantear, por un lado, la importancia de la noción de experiencia moral (por lo menos, en los términos dados en este trabajo), y por el otro reflexionar sobre el lugar que cabe a la teoría moral nos podría conducir a lo que Carla Bagnoli (2007, p. 198) denomina un dilema filosófico [15]. Bagnoli habla de “dos fuentes competitivas de autoridad”: de un lado, la autoridad de la experiencia moral, del otro la autoridad de la teoría moral. Son dos fuentes autoritativas diferenciables. La primera, en términos de filosofía de la mente, sería la autoridad de la primera persona (Bazó Canelón, 2012) e incluso de la segunda si tomamos la definición adoptada de Ricoeur de vida realizada con y para otros. Pero la autoridad de la teoría moral es la de la tercera persona. Presupone alguna idea de espectador imparcial que escoge, como el mejor alquimista, los principios morales abstractos y universales que nos permiten, junto a consideraciones de psicología empírica (Kauppinen, 2012, p. 2), inferir –usando la regla lógica en sentido amplio– alguna consecuencia práctica para una pregunta moral. La conjunción lógica de ambas fuentes parece llevar a una contradicción, y de ahí a un dilema meta filosófico: si nos concentramos en la experiencia moral, sus criterios de corrección serían internos a la misma; en cambio, si optamos por la teoría moral, arribamos a criterios externos a la experiencia moral, pero ya desasidos del apremio de tomarla en serio.

Nuestra intuición es que este dilema no puede disolverse, pero quizás sí puede aminorarse. Para apreciar que es verdad esta indicación regresemos a la noción de experiencia moral básica (Barroso Fernández, 2016) que hemos caracterizado. La experiencia moral básica coincide con el deseo de una vida realizada (o más completa) con y para otros, en el marco de instituciones justas. Dicha experiencia, en el plano de los afectos y aversiones personales, es una experiencia que para ser moral debe ser una experiencia del bien. El bien, por supuesto, tiene una innegable dimensión subjetiva. Es un sujeto, el que lo percibe, aprecia, corrige, etc. Sin embargo, hay en nuestra consideración un presupuesto de objetividad moral posible. Ese bien no puede ser cualquier clase de bien. Si lo fuese, analíticamente no podríamos discernir experiencias morales auténticamente “comprometidas” –como dice Critchley– con el bien, de experiencias malvadas, viles, fallidas, fracasadas, aberrantes. La dimensión del bien que consideramos exige además del cuidado de sí el de los otros, es una ética del bien también de la segunda persona. Además, desde el punto de vista de una visión implícita de la objetividad del bien (que implicamos de modo genérico sin elucidar), inclusive el cuidado de sí reporta un condimento de objetividad [16]. La noción de experiencia moral remite así a algo cercano a criterios “internos” de corrección, pero esos criterios no son meramente subjetivos en el sentido en que lo serían para un emotivista moral. La idea del “yo” no es exactamente equivalente a la idea de un yo desgarrado de la posibilidad de una comprensión objetiva del bien.

El dilema formulado por Bagnoli aún persiste por cuanto sólo nos hemos ocupado de referir a un cuerno del dilema: el conformado por la noción de experiencia moral. Falta el otro cuerno: qué lugar cabe para la “teoría” moral. O sea, es hora de revelar si nuestro interés filosófico en las ideas de experiencia moral del duelo, de experiencia moral en sentido más básico, de narratividad moral, etc., nos conduce a un rincón anti-teórico. Siguiendo a Bagnoli consideramos que no [17]. No es necesario sentirse afanoso de llamarse anti-teórico por rescatar filosóficamente la importancia de la noción de experiencia moral. La misma puede ser, como sostiene Bagnoli, un criterio de adecuación. Nuestras teorías morales tienen que poder captar la fenomenología moral en toda su complejidad: la existencia de los conflictos morales, los residuos morales, el papel de las emociones, la narratividad ética, las experiencias de vacilación y dolor de los agentes morales, etc.

Interrogándonos por la naturaleza de tal criterio de corrección, estimamos, se han de equilibrar ciertas consideraciones de psicología empírica con criterios normativos (principios morales, conceptos morales, vocabulario moral ya clarificado, etc.). Un criterio que se parece al equilibrio reflexivo [18]: vamos de la experiencia moral a los conceptos –la teoría– y de la teoría –los conceptos– a la experiencia.

El dilema señalado por Bagnoli se atenúa mucho no sólo aceptando que la experiencia moral es una suerte de complejo criterio de adecuación o corrección de la teoría moral en el sentido recién explicado. También al rescatar la idea de que la teoría moral es una actividad moral en continuo con la práctica moral. De tal modo la ética normativa (dejamos de lado la metaética) no es una mera actividad “teorética”, sino una actividad moral de primer orden. Forma de pensar que nos lleva de nuevo a Aristóteles –la teoría ética, a diferencia de la teoría física, busca que seamos buenos. Al buscarlo el ético no emite únicamente pulcras proposiciones analíticas, sino que también se embarca en una actividad moral en continuo con la práctica. No solamente emite una semántica proposicional consistente en juicios de primer orden. Juzga moralmente lo que es bueno en el marco de una compleja y propia experiencia moral [19]. Hablar éticamente sobre las prácticas es siempre una tensión, pero contribuye a justificar y derivar respuestas sustantivas de primer orden para problemas morales. También puede remitir a la comprensión de las prácticas morales, volverlas inteligibles desde el punto de vista de las experiencias morales [20]. No es nada fácil el equilibrio entre ambas formas de habla. Las dos conviven en la tarea de hacer teoría moral y, por tanto, no necesariamente son una “rama de olivo” a la anti-teoría; esta última ayuda a corregir los extravíos abstractos de teorías morales como la kantiana o la utilitarista.

Conclusiones y coda

Aunque pueda resultar sorprendente el énfasis puesto por la teoría moral moderna en temas como la “realidad moral”, la “motivación”, la “acción”, la “deliberación”, el estatus de la percepción moral o las emociones morales, ha dejado de lado, salvo por esporádicas reflexiones, la relevancia crucial, por derecho propio, de la experiencia moral. Desde un punto de vista analítico amplio la experiencia moral podría ser, inclusive, uno de los “hechos morales” más básicos para la teoría moral. Empero no se trataría de un hecho moral meramente “objetivo”, tal como rezaría el eslogan de un realista moral estándar. No es un hecho en algún sentido “ajeno” a nosotros, a nuestras creencias y/o emociones morales. Digamos, a modo de coda, que la experiencia moral seria otro nombre para hablar de nuestro “punto de vista” sobre los temas de relevancia moral. Hablar de nuestro punto de vista es remitirse a la perspectiva de la “primera persona” (Bazó Canelón, 2012). Desafortunadamente, la expresión “hechos morales” en manos de teóricos morales suele reenviarse –en forma preponderante o excluyente– a una noción basada en la tercera persona que observa el espectáculo moral del mundo. Y esto por definición de hecho moral objetivo: aquel que es independiente de nuestros puntos de vista. Pero si estamos en lo cierto esta idea de hecho no capta un dato esencial: nuestro lugar en el mundo moral. Es como si estuviésemos exiliados de nosotros mismos, tan afanosos de hallar el punto de vista del universo en materia moral.

Al de por sí complicado tema de la primera persona (Finkelstein, 2010) se añade el de la segunda. Compartimos un mundo, o por lo menos se supone que en algunos puntos lo hacemos. Comprender esto exige reconocer aportes de la tradición hermenéutica. El aporte básico que tenemos a mano se conecta con investigar el grado de significación que tenga –a la hora de identificar un hecho moral– las maneras en que interpretamos el mundo, los modos en que, juntos, armónicamente o no, atribuimos valor y significado a las cosas (por ejemplo, Ricoeur, 1993). Ambos ítems mentales, primera y segunda persona, demandan de los filósofos confiar en la existencia de una realidad trazada por hechos morales objetivos, de una mirada más compleja. Esos hechos no pueden exiliar nuestros puntos de vista. Estos a veces se entrecruzan con los de otros agentes con los que, en algún sentido y en algunos puntos, compartimos un mundo. Fue Donald Davidson quien llamó a una compilación de trabajos suyos con la sugestiva tríada Subjetivo, intersubjetivo, objetivo. Estos son los componentes que la filosofía moral tiene que seguir pensando –en términos atómicos y en términos holísticos.

Pensar los fenómenos morales exige sobreponerse al reduccionismo a una tradición, como por ejemplo la analítica. En los mismos no solo hay en juego aspectos mentales o semánticos. La realidad moral debe comprenderse como la síntesis de los tres ítems. Dar cuenta del rico tapiz mental constituido por la primera, segunda y tercera persona. Vincularse a la comprensión hermenéutica o la existencial, tomando en serio la noción de experiencia moral. Como tesis final sostenemos que, sin la mediación de la noción de experiencia moral, la idea de realidad moral es demasiado abstracta y peligrosamente vacía.

Referencias

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NOTAS

[1Existe amplia literatura acerca del valor del cine (por ejemplo, Ward Jones y Vice, 2011) o las series de televisión (por caso, Gross, Katz y Ruby, 1988), en la formación del carácter moral, o en la comprensión de dinámicas éticas (Rodríguez Alba, 2015). No nos centraremos en esto. Daremos por buena, simplemente, la idea según la cual ciertas historias, en este caso contadas a través de una serie, pueden ser útiles a la hora de producir reflexión filosófica, en este caso, reflexión ética.

[2Sol Yuan (2019) al analizar –en su interpretación de Wittgestein– el caso de “ver como” respecto de objetos materiales singulares, remarca que significa captar el “fulgor” de un objeto. Para nosotros en captar, percibir o ver un aspecto relevante de los otros.

[3La noción de “ejemplar” moral es sostenida en la literatura filosófica referida a agentes virtuosos o ejemplares. Por ejemplo, André Trocmé u Oskar Schindler serían casos diversos de ejemplaridad moral (véase Blum, 1988).

[4Ese conjunto es más complejo y abarcativo. Hablamos de doxa, pues preferimos dicha categoría a episteme. El conocimiento moral no es dogmático sino falible –sin por ello asumir escepticismo moral. Qua conocimiento incluye creencias morales sobre lo que consideramos bueno o malo, correcto o incorrecto, virtuoso o vicioso, justo o injusto. Este conocimiento se vincula con la formulación de juicios morales más específicos, por ejemplo: Lisa es compasiva, Matt es solidario, Kath es intemperante, Hugo es injusto, Daniela es envidiosa, Guillermo hizo mal en no cumplir su promesa a Julio, Matilda fue débil de voluntad al dejar su veganismo y comer carne de cerdo, etc.

[5La literatura es más que inmensa. A los fines de este escrito valga la referencia al bastante completo handbook de Goldie 2009.

[6Corbí (2012) y Yuan (2019) en sintonía con la obediencia grácil de Simone Weil conciben una pasividad no completamente pasiva. El agente moral se rinde, se constriñe a las necesidades de los otros y configura una forma de pasividad. Pero ello requiere un ver que enriquece –en un sentido que cabría elucidar– aquello que observa (otro).

[7Estas operaciones conceptuales son enriquecedoras y necesarias para el campo de teorías filosóficas sobre la moralidad. Pero en el barro de la experiencia moral las cosas son más complejas, ambiguas. Pensemos en el ejemplo de la ayuda que Tony presta a Julián para su suicidio. Un teórico moral que parta de arriba, de la teoría, o de la tercera persona, podría sentir ciertas resistencias. Resistencias que pueden aminorarse si caracterizamos de otra manera la noción de “teoría moral”.

[8Sobre la idea de atención, entendida como obediencia grácil véase Corbí (2012) y también el estupendo de Sol Yuan (2019).

[9En una línea semejante de la relevancia de “atención” se halla Simone Weil como explica Josep Corbí (2012).

[10Pensando también en Max Scheler (citado por Ricoeur, 1993, nota a pie 6.3) la experiencia de “ver” es una forma de experiencia del amor. El amor genuino ayuda a ver al otro, permite elevar o realzar el valor del otro en tanto que otro. Ricoeur (ibídem, p. 26 y ss.) también vincula este acto de ver con una lectura interesante del Sermón de la montaña donde el amor, vinculado con el discurso característico de la alabanza, es apreciado como una manera de exaltar, realzar o elevar el valor moral del prójimo. Esta clase de amor que examina hermenéuticamente Ricoeur es la conocida como agape. En varias oportunidades, Ricoeur, como Scheler, caracterizan una clase de amor –opuesta a odio y diferenciada de la mera simpatía– como un arma poderosa para ver, visualizar, etc. Más aún, la metáfora de la visión, Ricoeur, la distingue de la categoría de la “voluntad”, lo que tiene mucho sentido. Ver es una forma auténtica de “conocimiento moral” discernible de la mera praxis o acción moral basada en la idea de voluntad. Esto no supone escindir conceptualmente conocimiento y acción moral. Quien ve mejor, se supone, está en condiciones mejores de actuar moralmente. La experiencia de ver, posibilitada por la experiencia del amor, es también una experiencia evaluativa: permite realzar o elevar el valor del otro, contagiando elementos para motivar a la acción moral. En la metáfora de la visión –y su abrigo en la noción de amor– Ricoeur, Scheler, Murdoch o Weil parecen encontrase. Encuentro que permite iluminar la propia experiencia de Tony, primero de dolor y soledad, para pasar luego a una experiencia moral que reconoce al “tú”, al “prójimo”, mutando la experiencia moral en alegría y encuentro con los demás.

[11La apreciación de Murdoch podría expandirse con un condimento de psicología moral. El hombre bueno, en tanto que es “simple”, lo sería por ver de manera apropiada y por decidir sin una duda prolongada. Una aclaración complejiza esta visión. Un hombre enfrentado a un arduo dilema moral podría dudar y angustiarse mucho. Esto podría ser un signo de salud moral. Así, si Eichmann dijese de sí mismo, como dijo alguna vez, que es un kantiano, por cumplir ritualmente la ley moral, uno se queda intrigado: Kant no es sólo el imperativo categórico sino también el juicio del hombre que reflexiona. ¿No es esto compatible con la duda moral? Si Eichmann hace pulcramente aquello que el Führer le manda hacer, parece que estamos ante la puerta de un caso de corrupción del carácter y del juicio moral. Empero, alguien podría pensar que el hombre genuinamente bueno nunca enfrenta dilemas morales auténticos pues sabe qué hacer en cada caso. Pero ¿no se trataría de una suerte de truismo surgido del concepto mismo de hombre bueno? Y este truismo, ¿sería compatible con la posibilidad fenomenológica de admitir dilemas morales auténticos? Podemos aseverar, para continuar con la imagen de simpleza de Murdoch, que el hombre bueno no es psicológicamente “sinuoso” o “laberíntico”, como aquellos hombres que se afanan por mostrarse buenos y toman decisiones verdaderamente desconcertantes para quienes esperan respuestas bondadosas y sencillas. Y esta “verdad” de psicología moral es independiente del arduo tema de la fenomenología de los dilemas morales.

[12Hablar de “santidad del mal” como hacía Sartre quizá no sea una simple façon de parler. Sin embargo, insistimos, la experiencia moral de una vida realizada o completa es la experiencia del bien. Harina de otro (importante) costal es qué valor tenga la experiencia del mal en sí. Qué valor tenga como medio, extraño, pero medio al fin, de llegar al bien.

[13Mencionar experiencias morales del bien, cercanas a las relaciones de afecto o desafecto por los otros, es ponernos también cerca de temas de justicia. ¿Cuánto debiera una teoría de lo justo tolerar el valor de los apegos o las lealtades? La cuestión no es sencilla de dirimir. Entronca con la rivalidad entre concepciones liberales y comunitaristas de lo justo (véase Kymlicka, 1990). La experiencia moral en sede privada (con los recaudos sobre el aspecto público ya señalado) no implica que tal experiencia sea monolítica. Repetimos: la experiencia moral no es fácil. Y es menos fácil cuando enfrentamos conflictos o dilemas morales (Lariguet, 2011; 2017). Podemos experimentar, por caso, conflictos (suponiendo con Bernard Williams que son conflictos “auténticos”) entre formas del bien diversas. El bien, platónicamente, podría ser uno, pero ello no implica que no se pueda instanciar de manera diversa y conflictiva. Salvar a tu hijo o a un benefactor de la humanidad puede ser simple para el utilitarista. Pero, por fortuna o no, la respuesta utilitarista no es ni todo lo cristalina, ni todo lo convincente que desearíamos desde el punto de vista de la teoría moral. La ética del bien convive con demandas conflictivas auténticas y nuestras decisiones pueden dejar un “residuo moral”. Esto es como decir que la decisión moral no siempre anula completamente la alternativa valiosa o normativa dejada a un lado.

[14Una teoría muy deliberativa del razonamiento moral podría ser insensible a la idea de residuo moral (pérdida tras la decisión-deliberación). Supongamos un agente moral experimental que aborda un conflicto moral auténtico y luego de deliberar decide, pero experimenta congoja, angustia o pena. Una teoría muy ideal de la deliberación moral podría argüir que tal agente moral es “irracional”. Sin embargo, mayor sensibilidad por el conflicto o por la categoría de residuo moral hace que la teoría moral se ponga patas para arriba. O sea, que nos volvamos anti-teóricos.

[15La filósofa italiana lo formula de este modo: “It appears that if we reconstruct the issue in terms of two competing sources of authority for the criteria of justification we are forced into a dilemma. If we endorse internal criteria of appropriateness, the challenge is to find the way of vindicating moral phenomenology without incurring the charge of circularity. If we endorse external criteria of appropriateness, the challenge is to give moral phenomenology its due” (Bagnoli, 2007, p. 198).

[16Por otro lado, aunque hemos dejado de lado el tópico de la experiencia moral en el terreno de lo público, de las instituciones justas de las que habla Ricoeur en su definición, admitimos aspectos de lo privado que tienen relevancia pública. La ética política también moldea el tipo de lazos de afecto y experiencias morales válidas permisibles. Sin ir tan lejos, el principio del daño impone varias restricciones para experiencias morales que involucren la degradación de los otros, y también de la auto-degradación. Sabemos que esto último lleva a problemas intrincados que suelen arroparse con la etiqueta de cuestiones de paternalismo moral y/o jurídico justificados.

[17En efecto, la postura de Bagnoli (Ibídem, p. 186), se resume en estas palabras: “My argument is meant to refocus the debate over the viability of ethical theory by revisiting the claims about the nature of theorizing. I will argue that Theorizing in ethics is in itself a moral activity, continuous with our moral practices, and meant to further our understanding of the experience and aspirations we have. The distinctive purpose of theorizing is to propose a plausible and decent ideal of moral agency. In assessing the viability of ethical theory, we should consider whether it offers an intelligible picture of ourselves and posits challenges that it is worthwhile for us to undertake. On the basis of this conception of theorizing, I argue that moral phenomenology represents a test of adequacy for ethical theory to the extent that it imposes on it a requirement of intelligibility. Appeal to the agent’s experience is therefore used not as a basis to counter ethical theory, but to set its agenda”.

[18Con la sugerencia –bien rawlsiana– de equilibrio reflexivo no estamos dando a entender que debamos, analíticamente hablando, embridarnos con una noción de verdad moral qua coherencia. Tampoco discurriremos aquí hasta qué punto la idea de experiencia moral nos obligaría, o no, a una versión anti-fundamentista de la ética (Ortiz Milllán, 2009). Posiblemente en la idea de corrección o adecuación manejada por Bagnoli esté subtendida la idea según la cual la teoría moral debe hablar en forma inteligible de lo que somos moralmente en equilibrio, de nuevo el equilibrio, con una noción, como dice ella en sintonía con Iris Murdoch, de agencia ideal, de experiencia moral auténticamente ligada a la búsqueda del bien genuino.

[19No sugerimos que el ético es un predicador moral como el que fustigaba socarronamente Bertrand Russell. Lo que estamos sugiriendo es que la idea de teoría moral delineada por Bagnoli, y con la que simpatizamos, supone que la ética, en tanto que normativa, tematiza, reflexiona, acude incluso a la propia experiencia moral del filósofo, para poder hablar de y sobre la práctica moral.

[20Otro modo de decirlo es: cómo equilibrar la autoridad de la primera persona (en tanto que aumento de fuerza práctica sobre sí mismo) y la tercera persona (más teorética). Al respecto, Corbí, 2019.