El cruce entre cine y ética suele vincularse a films en los que se plasman dilemas de personajes que deben tomar decisiones sacrificiales, altruistas, ejemplares, o en las que llevan a cabo determinada acción, para que luego retornen los efectos no calculados del acto realizado, a modo de una interpelación que los obliga a reconsiderar lo que hicieron. Son, por ejemplo, las típicas historias con la temática de la “segunda oportunidad” o de la “caída y redención”. Estos films son ubicables en el campo de los relatos morales, sin que esto suponga un cuestionamiento a su valor estético o incluso ideológico. También existe la estrategia inversa: relatos inmorales o políticamente incorrectos, ya sea como recurso irónico por el cual el director da a entender lo contrario de lo que muestra, ya sea extremando el horror de una situación para provocar la respuesta de rechazo del espectador. Esta alternativa también se presenta en el cine documental de denuncia que presenta una situación injusta para que el espectador la conozca y tome partido acerca de la misma. Sigue siendo de todos modos un cine que plasma la mirada moral del director para juzgar una situación considerada condenable o elogiable. Pero existe también un raro tipo de films cuya realización misma produce una singularidad ética. No proponen meramente la representación de una situación sobre la que se propone un juicio moral, sino que el film mismo constituye una intervención ética: una puesta en acto singular que lleva a cabo una intervención sobre lo real. No se limitan al registro de una realidad social o política, sino que la filmación misma es un acto sobre la situación que la película registra, tomando nota de los efectos en lo real que su realización produce y modificando a los sujetos sobre los que interviene. El proceso de filmación produce así una interpelación que ya no es al espectador (eso ocurre recién en un segundo momento con la exhibición del film), sino a aquellos involucrados en la escena del film mismo. Un ejemplo de este tipo de documental es La delgada línea azul, de Errol Morris (célebre documentalista que produjo los films de Joshua Oppenheimer), en el que una serie de entrevistas a personas involucradas en el asesinato de un policía consigue, en el curso mismo de filmación, la confesión del verdadero culpable del crimen, logrando así la liberación de un preso inocente. Otro ejemplo de esto es el film argentino Juan como si nada hubiera ocurrido, de Carlos Echeverría, que documenta la investigación del director y su equipo en torno de lo que le pasó a Juan Herman, el único desaparecido en Bariloche bajo la dictadura militar. La filmación misma del documental –en el que se recurre a cámaras ocultas en algunos tramos- permite obtener testimonios preciosos de amigos y familiares, pero sobre todo de cómplices y perpetradores de la desaparición, al punto que al final del film sabemos lo que le pasó a Juan y quienes son algunos de los culpables. The Rati Horror Show, de Enrique Piñero es otro ejemplo: no es un mero documental sobre la llamada “masacre de Pompeya”, sino la mejor defensa que Fernando Carrera llegó a tener de su caso, por el que fue condenado siendo inocente. Al punto que el film logró que la Corte Suprema de Justicia de la Nación pidiera la revisión del caso y se lo excarcele. De esta misma estofa están hechos los dos films que el director norteamericano Joshua Oppenheimer realizó sobre el genocidio indonesio de 1965. [1] Tanto The act of killing como The look of silence constituyen dos singularidades excepcionales, al punto de que difícilmente podrían repetirse. Que estos documentales hayan sido posibles resulta en principio sorprendente: los responsables políticos del genocidio indonesio de 1965 siguen actualmente ocupando puestos de poder en el Estado. Y luego de 50 años, el genocidio continúa siendo un crimen masivo exitoso, impune, olvidado para el resto del mundo y silenciado para el pueblo indonesio. Paradójicamente, esta misma legitimidad consagrada por el Estado indonesio, sumada a la falsificación de la historia, genera las condiciones siniestramente ideales para que los asesinos se permitan hablar abierta y obscenamente ante las cámaras de Oppenheimer acerca de cómo asesinaron a millares de hombres, mujeres y niños mientras hacen chistes o ejercitan un paso de baile. El genocidio indonesio Indonesia es un archipiélago ubicado entre Oceanía y el Sudeste asiático. Es el cuarto país más poblado del mundo y con un elevado nivel de pobreza. Durante el siglo XVII, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales tomó el control político y económico de las islas. Con la quiebra de la Compañía en 1799, el gobierno de los Países Bajos tomó se hizo cargo la administración del archipiélago. Indonesia se convirtió así en una colonia de Holanda. Durante siglos, la población indonesia sufrió la explotación colonialista de los europeos. En 1927 se constituyó el Partido Nacional Indonesio (PNI) bajo el liderazgo de Sukarno, que luchaba por la independencia. Durante la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de las islas fue ocupada por el Japón hasta su derrota ante los Aliados, en agosto de 1945. Frente a este nuevo escenario, Sukarno declaró la independencia de Indonesia. Holanda intentó recuperar el control sobre su colonia, pero la presión mundial y especialmente la amenaza de los Estados Unidos de suspender su participación en el Plan Marshall, llevó al gobierno holandés a reconocer la soberanía de la República de Indonesia en 1949. Una vez en el gobierno, Sukarno se propuso conformar una nación moderna. Estableció como idioma oficial al indonesio, formó un ejército nacional que garantizara un control centralizado del país, y estableció acuerdos con países extranjeros que fueran acordes con su política modernizadora. Desde la independencia de Indonesia, hubo cuatro partidos políticos mayoritarios: el PNI, el Partido Comunista Indonesio (PKI), el partido musulmán Masjumi, y el partido de los teólogos musulmanes (UN). Durante su gestión, Sukarno fue pasando de un régimen democrático a uno autoritario. Unas rebeliones de 1957 y 1958 lo llevaron a abolir el partido Masjumi. En 1959 proclamó una democracia dirigida, y el Partido Comunista Indonesio pasó a tener una gran influencia en la gestión de gobierno. Sukarno empezó a basar su poder en la confrontación entre el ala derechista de las fuerzas armadas y el Partido Comunista, y externamente en el enfrentamiento entre los países extranjeros por obtener el apoyo de la República en el marco de la Guerra Fría. Debido a la importancia estratégica de Indonesia en ese contexto internacional, las grandes potencias intentaron intervenir en sus asuntos internos. Una coyuntura que Sukarno supo aprovechar, especialmente la influencia de los EE.UU., sin considerar que dicho respaldo podría volverse contraproducente. EE.UU. se encargó del entrenamiento de los oficiales del ejército nacional, que estaba enfrentado al Partido Comunista Indonesio. La influencia de la CIA –en el contexto de la Guerra Fría- favorecerá los acontecimientos que desencadenen el golpe de estado y el genocidio de más de medio millón de indonesios en 1965, de modo que Indonesia se alinee definitivamente en la lucha contra del bloque comunista, ante la ambigüedad de Sukarno, que utilizaba al Partido como una de sus herramientas de gestión. Para esa época había dos facciones entre las fuerzas armadas: una izquierdista, simpatizante del PKI, y otra derechista, apoyada por los Estados Unidos y liderada por Suharto. En 1965, la facción comunista del ejército denunció la preparación de un golpe de estado organizado por la CIA en complicidad con Suharto. Según la versión oficial, la noche del 30 de setiembre al 1 de octubre hubo un intento de golpe de estado a cargo del teniente coronel Untung, cercano a Sukarno. Todavía hoy resulta un tema de controversia entre historiadores los objetivos y circunstancias de la supuesta asonada. Seis generales nacionalistas fueron secuestrados y asesinados. Otros dos –Nasution y Suharto- lograron escapar y organizaron una contraofensiva. El ejército tomó entonces el control del país y acusó al Partido Comunista Indonesio de querer tomar el poder por la fuerza. El general Suharto se convirtió virtualmente en el nuevo jefe de Estado, y si bien Sukarno no fue depuesto, pasó a ser un presidente sin poder hasta ser destituido en 1967. Con lo cual se abre la pregunta de quién fue en verdad el que intentó dar un golpe de Estado: ¿los comunistas? ¿O el ala nacionalista del ejército con Suharto a la cabeza, bajo la excusa de que los comunistas habrían querido perpetrar un golpe? Con el control del poder político y militar, Suharto llevó a cabo -con la connivencia de la CIA- una violenta represión contra todos los indonesios que se opusieran al régimen militar, bajo la acusación de ser conspiradores comunistas. “Después del golpe, comenzó la masacre de miembros del PKI. Durante las primeras semanas, se trató de una acción del ejército contra los seguidores y los cuadros del PKI, la mayoría de los cuales estaban desarmados. Luego, el ejército incitó a los grupos civiles a que participaran. Los motivos de estos últimos eran muy diversos: en algunos casos, los celos personales ocasionaban la victimización étnica de extranjeros supuestamente desleales (es decir, los chinos); en otros casos, los musulmanes fanáticos deseaban eliminar a los ateos. En los cinco meses siguientes, la matanza de comunistas se convirtió en una “guerra santa”. El pueblo de Indonesia, que era en general amigable y plácido, realizaba actos de excesivo salvajismo. Solían mutilar los cuerpos de las víctimas y exhibirlos en mástiles al lado de los caminos o arrojarlos al río. Saqueaban sus pertenencias y muchas veces incendiaban sus casas. Finalmente, el ejército utilizó su autoridad para restablecer el orden.” [2] Se estima que durante el período 1965-66, entre 500 mil y un millón de granjeros e intelectuales indonesios, y ciudadanos de origen chino fueron asesinados o encarcelados bajo la acusación de ser comunistas. Para realizar las matanzas, el ejército se valió de paramilitares como la siniestra Juventud Pancasila, y marginales y delincuentes coaptados para cometer los crímenes. En marzo de 1966 se abole formalmente el Partido Comunista Indonesio y el ejército nacionalista pasa a monopolizar el poder hasta la actualidad, bajo la forma de una democracia representativa: en 1968 Suharto ganó las elecciones presidenciales y siguió gobernando Indonesia hasta 1998. Los responsables de las masacres de 1965 nunca fueron llevados a la justicia. Al contrario, con el General Suharto como nuevo presidente desde 1967, se elevó a los perpetradores al lugar de héroes. Desde entonces a la fecha, los responsables de la organización de la masacre siguen ocupando lugares destacados en el poder político y económico del país, gozando de una total impunidad. Los crímenes cometidos, lejos de ser ocultados, son admitidos con orgullo ante quien los quiera escuchar. Actualmente la Juventud Pancasila posee 3 millones de miembros y goza del pleno apoyo del poder político. Los hijos y nietos de las víctimas de aquella matanza, en cambio, viven silenciando lo que pasó por miedo a que se los mate. La paradoja en Indonesia es que se pueden contar las atrocidades cometidas en el pasado, siempre que quien lo haga sea un victimario. No así las víctimas, que siguen siendo sometidas hasta hoy. El estado indonesio impuso una historia oficial amañada en la que las matanzas quedaron plenamente justificadas debido al peligro que representaba el Comunismo. En 1984 se estrena el film Pengkhianatan G 30 S/PKI (1984). Se trata de una película de propaganda política que legitima el golpe de Estado llevado a cabo por los militares al mando de Suharto, e indirectamente justifica el genocidio de 1965 bajo la excusa de que el país estaba amenazado por una conspiración comunista. El film pasó a ser de visión obligatoria en la televisión indonesia desde su estreno hasta 1998, año en que Suharto dejó el poder, y todavía se exhibe en los colegios primarios del país como parte de la formación histórica de los alumnos. Se trata de un relato históricamente falso de los eventos que entre el 30 de septiembre y el 1 de octubre de 1965 llevaron al ala derechista del ejército a tomar el poder y desplazar al presidente Sukarno. La asonada militar queda allí justificada al proponer que los miembros del Partido Comunista Indonesio (PKI) en conjunto con el ala izquierdista del ejército llevaban a cabo secretas reuniones conspirativas para tomar el poder en consonancia con los intereses de China. El secuestro y asesinato de los seis generales es atribuido a los comunistas, y habría sido el desencadenante de que las fuerzas de Suharto se levantaran para responder. El film se demora en brutales escenas de torturas supuestamente llevadas a cabo por comunistas, los que son presentados como pérfidos y sádicos. Esto a pesar de que los cuerpos de los generales asesinados encontrados días después no tenían signos de tortura, y aun hoy en día no está claro quienes los mataron. Todo el film está amañado para generar un odio visceral contra chinos e indonesios simpatizantes de ideas socialistas o de izquierda. En el proceso, el film termina exhibiendo atrocidades que son las que históricamente sí fueron cometidas, pero por los miembros del ejército de Suharto, en complicidad con el sector civil de la población simpatizante de ideas nacionalistas de derecha, y con sectores marginales que encontraron en la coyuntura la ocasión para robar, matar y llevar a cabo tropelías impunemente bajo la excusa de estar realizando una tarea patriótica. Una calculada play scene: The act of killing Resulta un lugar común la comparación del cine con los sueños en tanto ambos presentan una “otra escena” en la que hay un “cuidado por la figurabilidad”, vale decir, una puesta en imágenes hechas para comunicar un mensaje. Tal comparación que los identifica tiene sus límites obvios: mientras que el sueño es una producción singular de lo inconsciente en la que una verdad que concierne al soñante se semidice, en el caso del cine se trata de una producción estética que propone un punto de vista que aspira a presentar una verdad que nos implica como miembros de un grupo humano particular. Por otro lado, la dirección en que va el cine y el psicoanálisis es opuesta: el cine va de la letra (el texto del guión) a la puesta en escena en imágenes, mientras el psicoanálisis parte de la imagen del sueño para promover su puesta en palabras y asociaciones que permitan llegar al texto oculto que las imágenes del sueño vienen a velar y develar, texto que nada tiene que ver con la “trama” del sueño ni con las imágenes mismas. Si, como sostiene Freud, el sueño es una realización de deseos hecha para que el sujeto siga durmiendo, se puede sostener que gran parte de los films que se realizan van en esa misma dirección: que los deseos se realicen en lo imaginario que la pantalla ofrece y que el espectador pueda así seguir “durmiendo” y no despierte. Un cine al servicio del principio del placer: cine-entretenimiento, como el que iba a ver el personaje de MiaFarrow en La rosa púrpura del Cairo, para evadirse de su triste realidad matrimonial. A veces el sueño fracasa en su cometido, y entonces deviene pesadilla. Algo de lo real insistente no logra ser metaforizado por el trabajo de lo inconsciente, y entonces emerge en la otra escena de modo no disfrazado. Ante la emergencia sin velos de lo real, la señal de angustia lleva al soñante al despertar... para seguir soñando despierto en la escena recuperada de la vigilia. El sueño traumático es un ejemplo típico de este fenómeno. Del mismo modo, y siguiendo la analogía, algunos films apuntan a despertar al espectador. A que no siga soñando en la trama simbólica social compartida. No se presenta como pesadilla pero sí como un cine que afecta al espectador, al incomodarlo o llevarlo a un terreno desconocido. Un cine al servicio del más allá del principio del placer, que se dirige a los márgenes del marco de algún fantasma social en los que se delimita lo que para la ideología en curso tiene sentido, pero para atravesarlo. Cine hecho para despertar. Ciertos films se aproximan a lo que situamos en la clínica como acting out. To act out significa en inglés representar dramáticamente o teatralmente, jugar una escena, una historia o una acción como opuesta a la lectura. Mientras la lectura remite a la inscripción de la palabra, el acting out remite a la acción, sea por ausencia de inscripción, sea por falta de lectura de lo inscripto. Grinberg definía al acting out como un sueño que no pudo ser soñado. Y como no pudo ser plasmado en la Otra escena, se actúa como escena en la escena de la realidad. El acting es el intento por parte del sujeto de poner en juego en una escena de algo que escapó a la simbolización. Propone una escena sobre la escena que está dirigida al Otro, en una demanda de simbolización. Aquello que el Otro rechaza simbolizar, retorna así como acting out en tanto llamado a que simbolice eso que quedó fuera de la palabra. Hay algunos films que se proponen como calculado acting out en los que algo que no fue simbolizado por el Otro encuentre un modo de presentarse, haciéndose así pasador de lo real. De esa naturaleza es The act of killing. El film de Oppenheimer tiene el valor de mirar a los ojos de una banda de genocidas que se solaza en su ruindad. Y al hacerlo, permite descubrir bajo el rótulo genérico de “asesinos” a las especies diversas que se presentan dentro esta variedad humana: el criminal ventajero, el militante megalómano, el cínico canalla, el perverso, el asesino estúpido y brutalizado, el cobarde advenedizo coaptado por el efecto de masa, el empresario inescrupuloso, el sádico criminal. Todos ellos allí, finalmente reunidos como en una estudiantina, contando entre canciones y chanzas ante las cámaras –pero también en la televisión abierta de Indonesia- cómo estrangulaban “comunistas” con alambres, o les rompían el cuello aplastándolos con la pata de una mesa. A 50 años del genocidio indonesio, éste sigue siendo actual, en tanto trauma no elaborado. Se trata de un caso ejemplar en el que un Estado terrorista perpetra un crimen masivo y sale victorioso: ninguna condena internacional, ninguna intervención judicial, ni siquiera un trabajo de duelo y memoria. Triunfo absoluto, que le permite al Estado adoctrinar a su pueblo y glorificar el crimen. Al punto de que se puede hablar por televisión abierta sobre cómo se torturó y mató comunistas sin que no sólo genere rechazo, sino al contrario, los criminales sean celebrados como héroes. Es este trasfondo de impunidad celebratoria por un crimen masivo, lo que le permite a Joshua Oppenheimer hacer algo más que simplemente testimoniar el genocidio perpetrado. Los ingleses llaman play scene al recurso teatral de jugar una escena sobre la escena. La más famosa play scene de la literatura es la de Hamlet: aquella en la que el príncipe de Dinamarca busca atrapar la conciencia del rey Claudio mostrándole una representación teatral en la que se actúe el crimen que él cometió contra el padre de Hamlet. The act of killing se propone no sólo un buceo en el corazón de las tinieblas de los perpetradores de un genocidio, sino también una intervención ética sobre el mismo, llevando el paradigma de la “escena sobre la escena” hamletiana a una nueva y poderosa dimensión en la que ya no se busca atrapar la conciencia del rey, sino de unos genocidas e, indirectamente, de toda una nación. [3] La intención original del director era documentar el silencio y el miedo que aun sigue presente en la sociedad indonesia. Pero este proyecto se volvió inviable, dado el grado de control del Estado sobre los descendientes de las víctimas y sobre cualquier posible cuestionamiento a la “historia oficial”. Sin embargo, el marco de impunidad y olvido le ofreció la ocasión a Oppenheimer de reunir a varios de los asesinos de la ciudad de Medan y, aprovechando que son amantes del cine de Hollywood, los convenció de hacer un film sobre sus “hazañas” durante las matanzas de 1965, en el que ellos mismos actúen. Les planteó que recreen ante las cámaras los asesinatos que cometían. Les dió la posibilidad de que incorporen los géneros cinematográficos que a ellos les gustaba, como el western, el musical y el cine negro. Que se hicieran actores de su propia historia. Ellos aceptaron con la idea de que era necesario que se cuente su historia. El director propone de este modo el recurso de un acting out cinematográfico y el empleo de la play scene. Lacan sostiene que la play scene es una de las maneras en que se presentifica la estructura de ficción de la verdad. Y el acting out es un llamado a la interpretación. Oppenheimer espera que, recreando los asesinatos, los perpetradores reclutados, y posteriormente los espectadores del film, puedan reconectarse con la verdad histórica que el Estado indonesio rechaza. Es como si fuera un Hamlet que le pidiese a Claudio que suba a la escena teatral para representar el asesinato de su hermano. Comentando sobre este recurso, plantea: “Pienso que es nuestra obligación como realizadores, como personas que investigamos el mundo, crear la realidad que es más reveladora a los temas que abordamos. Aquí hay seres humanos como nosotros jactándose acerca de atrocidades que deberían ser inimaginables. Y la pregunta es: ¿Por qué hacen esto? ¿Para quienes hacen esto? ¿Qué significa esto para ellos? ¿Cómo quieren ser vistos? ¿Cómo se ven ellos mismos? Y este método fue un modo de contestar estas preguntas. Creo que casi deja de ser un documental para volverse una especie de aria alucinatoria, una especie de sueño febril que trasciende al documental”. ¿Por qué estos asesinos aceptan ser filmados? ¿Qué los llevó a participar de este proyecto? En determinado momento del film, uno de los asesinos (Herman Koto, el compañero brutal y estúpido de Anwar Congo en las matanzas) pregunta: “¿Pero por qué tenemos que ocultar nuestra historia si es la verdad?”. La pregunta no carece de pertinencia: ¿Que quiso el Otro de mí? ¿Por qué si el Otro nos ha mandado matar en nombre de la libertad, ahora se nos dice que esos hechos son inconvenientes de ser conocidos? Se abre así una inconsistencia en este Otro que encarna el Estado Indonesio. O las matanzas fueron justas y deben ser registradas en los libros de historia y en la memoria, o no deben salir a la luz, lo que abre a la pregunta de si entonces estaban justificadas. Caso en el cual, lo que hicieron fue ser instrumentos de un régimen asesino. AdiZulkadry, otro cómplice de las matanzas, propone una respuesta cínica: “si logramos hacer esta película, refutará toda la propaganda de que los comunistas son crueles, y mostrará que nosotros éramos crueles. Pensemos cada paso que damos aquí. No es miedo, porque pasaron 40 años y los crímenes ya prescribieron. No es miedo, es imagen. La sociedad dirá: siempre lo sospechamos. Mintieron en que los comunistas eran crueles. No es problema nuestro, es de la historia. La historia se dará vuelta”. Y en otro momento dirá: “no toda la verdad debería hacerse pública. Creo que hasta dios tiene secretos”. Hay en estos “proletarios del mal” una necesidad de reconocimiento por haber participado en acontecimientos que marcaron la historia de Indonesia. Y es esta necesidad la que aprovecha Oppenheimer para llevar a cabo, bajo la excusa de colaborar en la realización de un film que ellos quieren, la denuncia de un crimen impune. El film recorre así el proceso de hacer una película sobre un genocidio, guionado, actuado y comentado por los propios perpetradores. Consta así de escenas del film armado por ellos –llamado Arsan&Aminah-, ambientado en diferentes escenografías inspiradas en los géneros de Hollywood como el film noir y el musical, en los que recrean sus crímenes. Al mismo tiempo, se incluyen escenas del making off del film, en las que los verdugos realizan diferentes comentarios sobre lo que filman y sobre lo que hicieron en el pasado. También se compagina esto con escenas de la vida cotidiana de estos personajes, que trasuntan entre la banalidad y la ostentación obscena del poder político y económico. Incluso entre los verdugos hay diferencias de clases: por un lado los empresarios, militares y políticos que obtuvieron ventajas del genocidio. Por el otro, los lúmpenes y delincuentes de clase baja, que quedaron marginados, pero encuentran en el discurso oficial un modo de autolegitimar lo que hicieron. Arsan&Aminah, el film que los verdugos filman y actúan y en el que pretenden reescribir la historia en calidad de presuntos héroes, presenta en un siniestro role playing, las mismas escenas horrorosas que perpetraban, pero ahora interpretadas por ellos en calidad de “actores”, en un marco carnavalesco y delirante, infiltrado no sólo por la sobreactuación, el maquillaje barato y los escenarios kitsch, sino también por un exceso obsceno y absurdo que exhibe su falsedad, que indirectamente desoculta la verdad histórica. Baste como ejemplo el “final feliz” del film en el film, en el que en el marco de unas bellas cataratas y mientras escuchamos Born free, un actor que interpreta a una víctima del genocidio y que lleva colgando un alambre con el que fue ahorcado, le ofrece a su asesino una medalla y le da las gracias por haberlo matado. El making off de Arsan&Aminah, que se alterna con las escenas de ficción, permite mostrar las contradicciones de los verdugos respecto de lo que cuentan, y sus temores a decir demasiado. Oppenheimer logra así deconstruir la mentira que el film de los verdugos quieren contar –y también la “historia oficial” sobre el genocidio. Si Arsan&Aminah es una inadvertida farsa para sus creadores, que no advierten que en sus excesos celebratorios ante las cámaras y su petulancia cruel denuncian el crimen masivo del que han participado, The act of Killing es la deconstrucción de la farsa misma, su mirada al sesgo, a través del recurso del making off y de escenas de la vida cotidiana, y la recolección de comentarios espontáneos de estos perpetradores. Si el film de los verdugos es falso y ridículo, no advierten sin embargo que desde su posición de petulancia e impunidad avaladas por 50 años de mentiras oficiales, están confesando que han violado y asesinado civiles inocentes. Que han sido una herramienta al servicio del terrorismo de Estado. Y que allí, ellos, han gozado sádicamente. Anwar Congo, uno de los entusiastas ejecutores de las masacres, dice que lo único que lo calma de los recuerdos del pasado es la visión del film de propaganda Pengkhianatan G 30 S/PKI: “Para mí esa película es lo único que me hace sentir inocente”. AdiZulkadry, criminal cínico que sabe que mató a gente indefensa e inocente, y que aprovechó los desmanes de 1965 para, de paso, asesinar a un pariente, le responde: “Yo no. Pienso que es una mentira… Es fácil poner como malos a los comunistas después de matarlos. Esa película está diseñada para que parezcan malvados… Los comunistas no eran más crueles que nosotros. Nosotros eramos los únicos crueles”. En otro momento, Ibrahim Sinik, el editor de periódico Medan Post, confiesa: “Como editor de diarios, mi trabajo era hacer que el público los odiara (a los comunistas)”. Durante la recreación del incendio de una aldea, en la que los aldeanos son obligados a participar como víctimas, y en la que miembros de la Juventud Pancasila y algunos militares se prestan al rodaje de las brutales escenas, el making off revela que los aldeanos están verdaderamente angustiados: para ellos no se trata de una escena de filmación, sino de la repetición siniestra de lo que padecieron. Luego de haber estado filmando durante días y días su farsa histórica, el director le propone a Anwar Congo –célebre líder de un escuadrón de la muerte de la ciudad de Medan- que haga de víctima, una de las tantas que él mató. Anwar Congo es hoy un anciano que tiene hijos y nietos, y es reconocido como héroe nacional. Sólo que él tiene pesadillas. Como Scilingo, el tristemente célebre militar que participaba en los “vuelos de la muerte” durante el Proceso Militar en la Argentina, no puede dormir. Lo habla con sus compañeros de redadas. Dice: “Sé que mis pesadillas son de lo que hice: matar gente que no quería morir”. Oppenheimer pone a Anwar en el papel de un asesinado por él para repetir la horrorosa escena, pero con una diferencia significativa en la repetición: el cambio de lugares. Está el escenario donde ocurrían los crímenes, el maquillaje berreta simulando heridas en la cara, la sobreactuación de sus compañeros de fechorías diciéndole las brutalidades que él decía. Y entonces el juego se pone serio: Anwar no puede seguir actuando, se siente mal, no puede respirar e interrumpe la escena. Casi 50 años después le llega a este asesino su propio crimen en forma invertida. En un momento posterior, el director va a la casa de Anwar Congo. Este pide ver su escena haciendo de víctima. Todo el film de Oppenheimer podría pensarse como una preparación para este momento hamletiano.Anwar Congo convoca a sus nietos para que lo vean como “actor”. Pero a medida que ve la escena en la que se descompuso al hacer de víctima, ya no ríe. Le pregunta al director si piensa que sus víctimas sintieron lo que él sintió cuando encarnó esa escena. Oppenheimer le dice: “Claro que no. Ud. sabía que es sólo una película. Sus víctimas en cambio sabían que iban a morir, así que se sintieron muchísimo peor”. Intervención que da en el blanco, en tanto logra quebrar a este asesino, que empieza a llorar. Luego de esto, Anwar volverá a relatar sus asesinatos ante las cámaras, pero quien relata ya no es el mismo de antes. No más risas ni pasos de baile, sólo la certeza de que sus actos, significados por el Estado como “heroicos”, cobran ahora un sentido siniestro. Ya no puede hablar de ellos sin sentir arcadas, ahogos. Los mismos que sintieron las víctimas que estranguló. Ninguna redención hay en este final: el director le ha devuelto finalmente una verdad que lo concierne y que da la clave de sus insomnios. Los de él y de todo el pueblo indonesio. Que un film tenga la capacidad de interpelar la conciencia de un genocida, y a través de él, de una nación, que además logre en el proceso dar vuelta la historia oficial en torno al pasado reciente, constituye un ejemplo mayor de la potencia ética que puede encerrar el cine. Una mirada al silencio En un reciente artículo, Mariano Sverdloff plantea una serie de objeciones éticas a The act of killing. [4] Acusa al film de vano esteticismo, de ser una contemplación puramente estética y extramoral de un mal que no hemos podido evitar. Oppenheimer es imputado de dejarse fascinar por la violencia de los asesinos, con quienes termina emprendiendo un trabajo estético en colaboración, una representación excesiva del genocidio desde la mirada de los perpetradores. Y cuestiona la explicitud obscena con que es presentado el testimonio de los verdugos. Señala que así se produce “una imagen abyecta e inmoral que podemos ver pero nos repugna: en cierto sentido una representación imaginable pero éticamente indeseable. (…) The act of killing nos hace demasiado imaginable la experiencia de los asesinos, nos aproxima demasiado a una experiencia inmoral con la cual no quisiéramos tener nada que ver”. [5] Y se pregunta si es ético que el acercamiento a la experiencia de las víctimas esté mediado por el relato de los verdugos. También siembra dudas acerca del arrepentimiento de Anwar Congo al final del film: ¿es auténtico o constituye sólo una actuación para las cámaras? Entendemos que la “colaboración” de Oppenheimer no ha sido más que una estrategia forzada, como modo de relatar un acontecimiento atroz por boca de aquellos que lo cometieron. Y que fue la realización de The act of killing y el malentendido generado con los perpetradores respecto de las intenciones últimas de este film, lo que le permitió a Oppenheimer realizar The look of silence. La confianza ganada ante las autoridades del Estado Indonesio fue aprovechada por el director para retomar el proyecto original de dirigir una mirada a las víctimas del genocidio, ahora sin el obstáculo de hacerse sospechoso de estar tratando de deconstruir la historia oficial. La chance de filmar esta segunda película dependió de que The act of killing no se hubiera todavía estrenado, lo que hubiese alertado a las autoridades políticas y militares, que habrían impedido la filmación de las entrevistas de The look of silence, poniendo en riesgo de vida al equipo de filmación y a los ciudadanos indonesios que colaboraron en el film. The look of silence es un film diferente a The act of killing. La mirada se centra ahora a las víctimas del genocidio indonesio, y específicamente en AdiRukun y su familia. Al hacerlo, redobla la apuesta del primer film, siguiendo ahora el recorrido del hermano de una víctima de la masacre que se propone mirar a la cara a los asesinos para que reconozcan que cometieron un crimen. Adi es un optometrista cuyo hermano mayor fue asesinado en las masacres de 1965. Él nunca lo llegó a conocer, ya que nació posteriormente a esos hechos, pero el recuerdo traumático de su muerte sigue afectando a su familia. Habiendo colaborado con Oppenheimer en The act of killing, le pide que lo acompañe a filmar los encuentros que quiere tener con todas las personas que en su momento participaron en el asesinato de su hermano. Adi espera poder confrontar a los asesinos con el crimen cometido para obtener algún tipo de reconocimiento por lo acontecido y, tal vez, alguna forma de reconciliación. Así, el film recorre el periplo de Adi, que 50 años después –o sea ayer, dado que lo ocurrido es un trauma no elaborado- se encuentra con las diferentes personas que estuvieron involucradas en el asesinato de su hermano, para llevarles una pregunta singular: “¿por qué mataste a mi hermano?”. Interrogante que interpela a cada uno de los verdugos, pero que al mismo tiempo porta un gesto ético de universalización: “¿por qué mataste a tus hermanos?”. Al llevar a cabo esta tarea, Adi no busca retaliación, sino que trata de comprender, pero también de hacer entender al otro que lo que hizo no constituye un acto de heroico patriotismo, sino un crimen brutal. El tono del film es diametralmente opuesto a The act of killing. Ya no está presente la obscenidad carnavalesca de los perpetradores ufanándose de sus asesinatos. En estos encuentros, Oppenheimer se detiene en los primeros planos de los rostros, mucho más reveladores que las palabras que pudieran decir los entrevistados. Arroja así una “mirada sobre el silencio” de un genocidio negado en el que los que lo cometieron se incomodan cuando son confrontados con sus actos pasados. El proyecto de Adi de obtener reconocimiento del Otro asesino es, como era de esperar, un fracaso. Una vez que entabla la confianza con sus interlocutores y consigue que hablen de las masacres en las que participaron, les confiesa que su hermano fue asesinado en esa circunstancia. Y permanece callado para escuchar a sus interlocutores. Las respuestas diversas configuran una serie de variaciones sobre la no responsabilización: el tibio pedido de disculpas de la nieta de un asesino, excusándolo de que ya está viejito, las amenazas contra Adi y contra el equipo de filmación por traer a cuento asuntos políticamente inconvenientes, la repetición de la historia oficial de la acción patriótica que se tuvo que realizar en ese momento, la declaración cínica de ignorancia de todo lo ocurrido, y hasta la descripción de la forma en que se asesinaba a los “comunistas” y se bebían su sangre para no enloquecer. En este recorrido doloroso, descubre que su propio tío, quien en su momento fuera guardiacárceles, colaboró en la muerte de su hermano. En determinado momento, Adi y Oppenheimer acuden a la casa de la familia en la que vivía un genocida. Éste, ya fallecido, había participado en The act of killing, contando con detalles y goce sádico el modo como había asesinado al hermano de Adi. El director recurre nuevamente a la estrategia empleada con Anwar Congo, y les muestra la parte de la filmación en la que ese padre de familia relata gozoso la comisión del asesinato brutal. Con el hermano de la víctima presente. Los hijos y la viuda del asesino se ponen entonces nerviosos, niegan lo que están viendo y empiezan a amenazar con llamar a la policía. El miedo al retorno de la violencia dejó al pueblo indonesio en una situación de silencio respecto del pasado, bajo el cual se siguen escuchando los gritos de la masacre. El padre de Adi, ya casi centenario, padece Alzhéimer. No recuerda más a su hijo mayor. Pero aun así, el olvido no lo salva del dolor y el terror: sigue teniendo miedos nocturnos y ataques de desesperación. Su padre es en el film el símbolo de toda la sociedad indonesia, detenida en un pasado traumático que no pasa, porque es actualidad no elaborada ni en términos jurídicos, ni morales, ni siquiera de memoria social. En ese sentido, los films de Oppenheimer trascienden el campo de la mera representación para constituir una intervención en acto, que es al mismo tiempo denuncia y llamado a la memoria y la elaboración.
NOTAS
[1] Joshua Oppenheimer; The act of killing, 2012, 115’. The look of silence, 2014, 103’
[2] Chalk, Frank y Jonassohn, Kurt; Historia y sociología del genocidio. Análisis y estudio de casos, Buenos Aires, Prometeo, 2010, pág. 488
[3] Ver Morris, Errol; The murders of Gonzago. How did we forget the mass killings in Indonesia? And what might they have taught us about Vietnam?, en http://www.slate.com/articles/arts/history/2013/07/the_act_of_killing_essay_how_indonesia_s_mass_killings_could_have_slowed.html
[4] Sverdloff, M., “El archivo de los verdugos. A propósito de The act of killing de Joshua Oppenheimer”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine Nº 12, Buenos Aires, Universidad de Cine, 2014.
[5] Sverdloff, M., ob. cit., pág. 31.