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Una lección del realismo mágico
La estrategia del caracol | Sergio Cabrera | 1993
Martín Agudelo Ramírez

Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín

martinagramirez@gmail.com

“¿Cómo que para qué, y es que la palabra dignidad no existe o qué? (…) preguntas tan pendejas las de este güevon” (El culebrero narrador de La Estrategia del Caracol).

“(….) y una tarde de enero habíamos contemplado el crepúsculo desde un balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria, qué cosa más inicua, qué país de mierda, pero se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no trepaban por las escaleras (…)” (García Márquez, 2008: 11)

La reflexión sobre la justicia se constituye en piedra angular de la filosofía del derecho. Puede ser evaluada como valor o como una meta, posible fin último del derecho, pero también puede considerarse desde la perspectiva de la institucionalidad. En este trabajo se confrontan ambas miradas, poniendo de presente una película, La Estrategia del Caracol, a partir de unas cortas reflexiones de quien sólo persigue adoptar una apuesta de amor por la sabiduría; muy a sabiendas, como lo señala Fernando González, el filósofo de Otraparte, de no tener la aptitud para llegar “a la posición beatífica de los doctores filósofos”, sin poder dar cuenta de filosofías sistemáticas; “somos en un noventa y nueve por ciento amantes, y el resto filósofos, pero filósofos del amor” (González, 2010: 195).

1. El realismo mágico en medio de una sociedad de seres atiborrados por un orden legalista

1.1. El realismo mágico, tan bien descrito por Gabriel García Márquez, retrata de manera notable el complejo mundo latinoamericano, como se ilustra en la extraordinaria novela Cien años de soledad. Fantasía y realidad se cruzan para forjar unos seres que dicen sentirse como los más felices, pese a que el dolor sea constante en sus vidas. El mundo singular que se presenta en la referida pieza literaria abre camino a la imaginación y nos sitúa, según Claudio Guillén, en un espacio de ambigüedad que “lleva el lector hasta los límites de lo posible, bordeando lo irreal, dentro de un espacio total” (Guillén, 2007: CXVII). Se avizora un mundo que se mantiene vigente, emplazando lo real en un contexto que se desborda totalmente por lo imaginario.

Macondo se abre paso entre nosotros. Somos testigos de este hecho, por cuanto moramos en un pueblo singular, que sigue aún con vida en medio de su profunda soledad, gracias al encanto de buena parte de sus soñadores habitantes; según García Márquez, nos hallamos “en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad.” (García Márquez, 2007: 258).

Colombia nos posibilita pensar en Macondo, en medio de “un frangollo de verdades y espejismos” (García Márquez, 2007: 258). Es un país que pareciera estar sacudido por los espejismos de Melquíades, en una tierra de demasiados “doctores”, así nunca hayan puesto sus pies en una universidad. Nos encontramos en un espacio único, aunque arquetipo de otros países de la región, un paraíso que cuenta con materiales necesarios para que sus habitantes puedan sobrevivir, y en el que abundan las desdichas. Ese es el paraíso colombiano: un edén habitado por seres que sienten felices pese a su profunda soledad y desdicha. Germán Puyana García bien lo ilustra al señalar:

(…) desde los mismos orígenes de nuestra historia, los colombianos hemos enfrentado la paradoja del brutal contraste que ofrecen los rostros de nuestra patria: lo bello y lo horrible, lo admirable y lo abominable, su magnífica riqueza natural y la abrumadora pobreza social, la idílica serenidad de sus paisajes y la violencia atroz que aún no conseguimos desarraigar de su suelo, históricamente estéril para que puedan germinar las semillas de la paz.

Aunque semejantes ambivalencias puedan darse en otros lugares de la Tierra, quizás en ninguno acusan las polarizaciones extremas que hoy ofrece Colombia, al punto que hemos llegado a convertir este espléndido paraíso nuestro en una tierra difícilmente vivible para muchos, como que el propio García Márquez nos incita a recurrir a nuestra creatividad despilfarrada, para rescatarla de su infierno… (Puyana García, 2005: 23).

1.2. El estado colombiano se estructuró bajo el amparo de una ley pensada como freno frente al autoritarismo. A partir de su configuración, el influjo santandereano siempre estuvo presente, delimitando los distintos caminos de su institucionalidad. El “culto santanderista de la legalidad como encarnación suprema de la democracia constitucional”, según lo explica Hernando Valencia Villa, “es una de las fuentes principales de la estrategia del reformismo normativo que las élites colombianas han empleado desde el periodo formativo del Estado nacional para preservar el statu quo y legitimar su dominio” (Valencia Villa, 2010: 117).

Asumir la ley como límite al poder político se constituyó en la apuesta que debía asumir la naciente república colombiana, pero en la práctica el lema configurado en torno a ese norte se desfiguró, en la medida que la ejecución fue puesta en marcha por mediocres “tinterillos”, hombres provincianos y burócratas, posados sobre los problemas, sin encontrar soluciones.

El estilo santandereano adoptado por los colombianos ha forjado un “carácter legalista” y ha configurado un “culto al orden” que cerca a la sociedad en el ámbito constitucional, como bien lo expone Valencia Villa.

Desde el punto de vista constitucional, Colombia es hoy una sociedad bloqueada, una nación sitiada por la retórica republicana cuyo liderazgo parece ser incapaz o carecer de voluntad para compartir el poder del Estado y abrir las avenidas del desarrollo económico y la modernización democrática, aunque no fuera más que para cumplir sus propias promesas desde la guerra de la independencia y no para realizar el sueño liberal.

(….)

Sobre la entrada del Palacio de Justicia de Bogotá, asolado el 7 de noviembre de 1985 en la más infame batalla de que se tenga memoria en Colombia, están inscritas estas palabras pronunciadas por Santander en el umbral de la república: “Colombianos, las armas os han dado la independencia. Las leyes os darán libertad.

Hasta hoy, las armas han proliferado y las leyes han sido empleadas como armas. Y la herencia de los colombianos es violencia. Para librarnos de nosotros mismos y de nuestras necesidades, para evitar otros cien años de soledad y tener una segunda oportunidad sobre la tierra, debemos luchar por la imaginación política en lugar del reformismo constitucional, por la democratización y el cambio en lugar de la continuidad y el orden a cualquier precio. (Valencia Villa, 2010: 197, 200).

Colombia históricamente fue configurándose como un país de abogados, a quienes se les concedió “el pomposo título” de doctores (Puyana García, 2005: 178). La tasa de estos letrados va subiendo precipitadamente cada año, sin que hayan sido agentes decisivos en la transformación de los cambios requeridos en el país; su número aumenta en la misma proporción de los conflictos, y entretanto la justicia colapsada. No otra cosa puede esperarse cuando en este escenario aparecen mediocres sujetos dispuestos a erigirse en guardianes protectores de esa ley recolectora de esperanzas, aunque sus bases estén levantadas sobre el excremento. Parafraseando a García Márquez, estos hombres habitan en unos sitios en los que “los vapores de la corrupción” son “tan intensos” que hasta son capaces de “espantar a los leprosos” (García Márquez, 2008: 143).

Alejandro Gaviria, en una columna del diario colombiano El Espectador, con motivo de un comentario del escritor Fernando Vallejo, señaló: “hay una cantidad notable de abogados dedicados a abusar de tutelas, incisos, fueros y jurisprudencia con el único propósito de acumular rentas.” (Gaviria, 2011) He aquí un país con demasiadas personas “expertas” en ley; un país que, como lo señala Gaviria, “se asemeja más, a una república de tinterillos en busca de un sueldo o de una pensión, de una renta permanente y cuantiosa. Después de décadas de práctica, los tinterillos han logrado infiltrar el Estado desde adentro. Manipulan y explotan a su favor la asignación de recursos públicos. Son buscadores de rentas que se valen de toda suerte de artimañas: carruseles, tutelas, leyes y micos de muchos pelambres” (Gaviria, 2011).

No obstante, no puede olvidarse que en la base de ese país está una sociedad muy peculiar, la macondiana. Allí se “anida” el realismo mágico, en un espacio en donde cualquier cosa puede ocurrir y en donde la imaginación no tiene límites. Lo imaginario y lo real se encuentran, aunque es preciso indicar que Macondo no puede verse desde una perspectiva única, y resulta posible –siguiendo a Juan Gabriel Vásquez- reinventarlo, sin que se agote exclusivamente ni “en las mariposas amarillas ni en las colas de cerdo. Como todas las novelas que son grandes de verdad, Cien años de soledad exige de los lectores que la reinventemos.” (Vásquez, “El escritor debe ser un agua fiestas” en: http://www.revistaarcadia.com/libros/articulo/el-escritor-debe-agua-fiestas/2069).

2. El realismo mágico en el filme de Sergio Cabrera

La Estrategia del Caracol (Dir. Sergio Cabrera, 1993) retrata magistralmente al pueblo macondiano. Es un notable proyecto fílmico, con guión escrito por Humberto Dorado, Ramón Jimeno y Sergio Cabrera, que a través de un flash-back ilustra a un país y su idiosincrasia. La trama se desarrolla a partir de la narración de un culebrero, un personaje realmente caricaturesco e inolvidable, que pone de presente a una nación fundada sobre los cimientos de legalidad y en el que han cobrado tanta importancia los operadores jurídicos, guardianes sempiternos de la letra de la ley.

No resulta gratuita la complacencia que en su momento Gabriel García Márquez presentó hacia el proyecto fílmico de Cabrera. La película, a partir de una narración sencilla, retrata muy bien el realismo mágico a través de la historia de los habitantes de una casa que trastean sus componentes llevándolos a sus cuestas, como lo hace un caracol, luego de haber sido vencidos en un proceso y tras ser notificados de una orden judicial de entrega del bien. El director justifica muy bien esa dosis de realismo, en los siguientes términos:

Un grupo de cien personas no se puede llevar una casa en un mes, ni en tres meses ni en un año, y todavía menos con una grúa. La película hace que esto parezca posible. El narrador es un culebrero, un hombre de gran imaginación. Él es quien explica la historia y nosotros vemos lo que explica pero la historia no tiene porque ser exactamente real (Sergio Cabrera).

El caso presentado en la película cuenta la historia de la diligencia de lanzamiento de la casa Uribe, un inmueble viejo, “monumento nacional”, ubicado en el centro de Bogotá, de propiedad del doctor Holguín, personaje interpretado por Víctor Mallarino. La casa había sido ocupada, durante más de veinte años, por unos tenedores, quienes se opusieron durante el proceso proponiendo la excepción de prescripción como argumento de defensa. Sin embargo, los medios de contradicción ejercidos fueron infructuosos, puesto que la entrega fue finalmente ordenada por el juez.

La prueba obtenida en el proceso no tuvo el poder para que el funcionario judicial tuviera la convicción suficiente sobre el ánimo de señores y dueños de los ocupantes del inmueble; y no otra cosa puede esperarse cuando en el proceso queda sometido al poder de un abogado triunfante, un sujeto que, parafraseando a Fernando González, no tiene por pretensión “la verdad”, “sino que aparezca como cierta la afirmación que le encomendaron sus clientes” (2010: 203).

En La Estrategia del Caracol se muestra que sólo con la ayuda de la creatividad, la solidaridad y el ingenio es posible conseguir lo imposible. Ahora bien, en esta ocasión, el realismo mágico se hace presente entre los “cachacos”; se hace visible en personas que, parafraseando a Gabo, son “gente sin historia que no cree en nada más que en la vida” (García Márquez, 2008: 167). Los inquilinos de la casa Uribe son personas que no están dispuestas a renunciar a lo suyo, y pese a sus constantes infortunios apelarán a la “malicia indígena” para sacar adelante un proyecto que les devuelva sus ganas de seguir viviendo y les permita seguir siendo muy felices. Que una casa pueda ser trasladada hacia otros sitios por los “aires”, sólo puede ocurrir en Macondo.

En la película de Cabrera se entremezclan un sinnúmero de elementos para dar cuenta del encanto propio de un plan que supone riesgo y desafío, que apela al ingenio humano, aunque parte de “materiales reales”; así en el film, la ficción nos presenta un relato “verosímil”, aunque no sea “verdadero”. El artista imagina para hacer ver algo creíble y como posible; se acude a la mímesis, como lo hace el séptimo arte cuando se apela a la ficción, sin que por ello abra paso a lo ilógico e imposible. Como bien lo considera Aristóteles en la Poética, bien podría diferenciarse lo real y lo que ha sucedido, de otro ámbito en el que lo que importa es lo que podría suceder. Lo extraordinario es que lo verosímil se haga visible desde la apuesta de los recursos propios del realismo mágico. Lo creíble se desdobla en un horizonte de una singular magia creativa, en la que se establece una fractura radical frente a las confines de lo real; en palabras de Guillén:

El espacio colindante con esas fronteras deja atrás las regiones de lo verosímil y lo probable. Es el territorio fronterizo de lo tal vez posible, de lo increíble o, sin la más mínima probabilidad o verosimilitud, de lo excepcionalmente posible. (Guillén, 2007: CXVIII)

Los moradores de la casa Uribe, pese a sus constantes desdichas, son seres muy recursivos e imaginativos, dispuestos a resistir frente a la sordidez del poder, representada en abogados corruptos y funcionarios estatales confundidos en medio de los vericuetos de la ley. Los habitantes de la casona no están solos en la aventura que emprenden; todos se comprometerán a sacar adelante un proyecto que les permitirá dar continuidad con sus sueños; su motivación se verá favorecida por un “milagro” peculiar (la aparición de la Virgen), sólo posible en un escenario macondiano. Pero en el caso de la película los singulares personajes de la casa Uribe lucharán por seguir teniendo una nueva oportunidad en sus vidas; todos ellos resistirán a perecer.

En La Estrategia del Caracol los moradores de la casa Uribe se fundirán en un solo cuerpo; gracias a la solidaridad, renunciarán al individualismo egocéntrico tan presente en las sociedades occidentales. Creyentes y no creyentes, el revolucionario, el ladrón, el travestido, el enfermo y su fiel esposa acompañante, la fiel devota, el sacerdote, entre otros, se unirán buscando un propósito común: que el plan de trasladar la casa se lleve a cabo y que, finalmente, se genere “un auténtico espejismo”.

La estrategia ejecutada por seres profundamente creativos evidencia que ninguno está dispuesto a renunciar a la felicidad, aunque las armas de legalidad los sitúen en una condición constante de perdedores. Paradójicamente, en la película, las trampas de la ley terminarán por favorecer el plan en lo que corresponde al tiempo requerido para su conclusión. El ensueño de los inquilinos de la casa Uribe se potencia enormemente, para resistir el embate de los “doctores” de la ley; todos los participantes son animados a luchar para conseguir el propósito, sin dejarse vencer por la miseria, como bien lo retrata la película del director colombiano. “La suerte está echada”.

3. Tensiones entre la aplicación de la ley y la justicia. La tragedia de la justicia de la injusticia

3.1. Gustavo Calle Isaza, el paisa culebrero interpretado por Luis Fernando Múnera enseña que lo que parece imposible –y que no va a ser conquistado a través del reconocimiento de los derechos que la propia ley concede- tendrá que ser asumido por medio de los caminos que ofrece la imaginación. Sólo así podrá superarse “la injusticia de la justicia”. La visión que tiene el paisa sobre “la injusticia” es la del actuar en contra de los principios morales, mientras que “la justicia” es la institucionalidad pública representada por los agentes judiciales.

En la película de Cabrera se enseña que el derecho ha fracasado al doblegarse ante el poder impuesto por los privilegiados; la dignidad ya no parece ser un sustento legítimo para albergar el discurso jurídico. La gente de la casa Uribe no siente la presencia de un Estado legítimo que, a través de sus jueces, atienda correctamente sus reclamos. No se comprende la retórica empleada para justificar la ley, como cuando se indica que ésta protege la dignidad personal; lo expresa magníficamente ese “encantador” de culebras al decir: “¿Pa qué le sirve a usted la dignidad?”. Vale la pena, a propósito, siguiendo a William Ospina, señalar que “(…) para incorporarse en la legalidad no basta que todo el mundo se someta a la ley y sea cobijada por ella, es necesario algo más profundo y más sutil: que la comunidad sienta que la ley procede de ella, expresa su voluntad y garantiza sus derechos” (Ospina, 2013: 14).

Siguiendo a Foucault, la situación se avizora como dramática, ya que quien tiene el poder termina por legitimar la verdad, abriéndose paso a un poder fáctico que finalmente se impone. La justicia burguesa, a través de los procesos creadores del legislador y de aplicación por los jueces, consolida una norma como verdadera y justa, manipulada en buena parte en el desarrollo del proceso. La justicia –como institución- no se manifiesta como clara alternativa para resolver el problema del justiciable; el juez, su representante, sólo sirve para permitir que la policía funcione y se ejerzan controles de normalización.

Holguín, un habitante del norte de Bogotá, había vencido en el proceso judicial, con el apoyo de “testigos falsos y pruebas chimbas” presentadas por su abogado Mosquera, personaje interpretado por Humberto Dorado. Los tenedores demandados no pudieron demostrar su ánimo de señores y dueños, durante el tiempo requerido legalmente, para que se les reconociera en su favor la prescripción. Doña Trina (Delfina Guido), pese a tener “derecho legítimo sobre la casa”, no entiende el sentido de esa decisión proferida en el proceso. Las dudas de la consternada mujer son manifiestas cuando expresa: “Yo vivo hace cincuenta años largos aquí, y ahora esos doctores quieren quitarme los años para poderme quitar la casa.” Pero al fin y al cabo son pobres, y por cierto frente a estos resulta bien palmario lo expresado en El Otoño del Patriarca, obra en la que se hace un diagnóstico sobre su suerte. “(…) y nada para los pobres, por supuesto, porque ésos estarán siempre jodidos que el día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo, ya lo verán (…)” (García Márquez, 2008: 180).

3.2. En el film de Sergio Cabrera se presenta al juez responsable de la diligencia de “lanzamiento” como un ser atrapado por la literalidad de los vericuetos de una ley que debe aplicar silogísticamente. El personaje interpretado por Edgardo Román es bastante parcial. Se trata de un auténtico burócrata, un morador de un despacho atiborrado de papeles, que nos hace recordar los juzgados en el proceso kafkiano, como bien lo recrea Orson Welles en The Trial (1962). El juez, representante de un auténtico infierno burocrático, está dispuesto a aplicar la ley “para los de ruana”. Según Ospina,

En Colombia se abrió camino hace mucho la afirmación de que “la ley es para los de ruana”. Se llamaba “los de ruana” a los campesinos y las gentes humildes, en contraste tal vez con indumentarias más lujosas o más urbanas. Pero esa frase delata de qué modo la ley perdió su universalidad y se volvió selectiva (…) (Ospina, 2013: 36).

En el film, el juez se presenta como un sujeto parcial que termina por favorecer los intereses del doctor Holguín. El juez prefiere tener a este “ricachón aburguesado” como “amigo”, y no como “funcionario”; sin embargo, este personaje reconoce en la ley la existencia de ciertos inconvenientes para complacer a esta parte. No fue nada fácil llevar a cabo la diligencia de entrega, ya que en varias ocasiones la propia ley puede “atar las manos” para proceder con el cumplimiento de la sentencia.

El juzgado no podrá ser el espacio para la justicia material, ya que en la película ese lugar se encuentra dirigido por un ser muy condicionado por unas circunstancias que le impiden ser lo suficientemente imparcial para que haya un juicio justo. El juez, en el film, no tiene la capacidad para resolver problemas de unos “ciudadanos” que no encuentran en la ley “el espejo” en el que puedan verse “reflejados” (Ospina, 2013: 41).

3.3. En la película colombiana dos de sus personajes protagónicos sobresalen, ofreciendo miradas distintas sobre la justicia material, pero que finalmente terminan por unir sus esfuerzos para resistir frente a la “injusticia de la justicia”. Son ellos don Jacinto, interpretado por Fausto Cabrera, y el “doctor” Romero, interpretado por Frank Ramírez, inquilinos del vetusto bien a desalojar. El primero, es un anarquista español, republicano, dispuesto a hacer un embate al cerrado mundo de la ley, a través de una estrategia que parecía quimérica. El segundo, El Perro Romero, un egresado de la Facultad de derecho, aun no graduado. Jacinto no cree en la ley; Romero sí tiene confianza en ella, y manifiesta que piensa “como abogado”.

El plan de Jacinto buscaba imitar a los caracoles cuando trasladan su hogar de un lugar a otro. Toda una operación secreta comienza a ejecutarse a través del encanto propio del realismo mágico, y no hay obstáculo que lo impida. Como se señala en el film, “¡Aunque fuera bajo las órdenes del mismísimo putas!”, no había forma de detenerlo.

Romero cuestiona inicialmente la estrategia de don Jacinto, quien a su vez le reclama a aquel abogado principiante “que por una vez tenga fe en las personas y no solo en las leyes”. Pero Romero tendrá que comprender que es bien difícil tener fe en las leyes, cuando su aplicación depende de abogados como Mosquera, un hombre inescrupuloso al servicio de la “injusticia” y quien terminará manipulando “la justicia”. El personaje interpretado por Frank Ramírez, con gran claridad, expresa: “No tengo otras armas que la ley”. Sin embargo, más tarde, Romero buscará en la propia la ley, “trampas” que le permitan solicitar el aplazamiento de la diligencia, como cuando se le cambia la nomenclatura al bien objeto de desalojo. Pero esto tiene un límite. Aunque Romero invoque vericuetos legales, tendrá que ceder en sus estrategias defensivas, ya que no hay forma detener la injusticia proveniente de ese otro derecho puesto en ejecución a través de Mosquera.

Uno de los papeles provenientes del juzgado kafkiano al que nos venimos refiriendo llega a la casa Uribe. La entrega del inmueble es inevitable. No hay nada que pueda evitar la orden con las “armas de la ley”. Don Jacinto rompe el documento y manifiesta: “Esto no es más que un papel de mierda.” Por esto, sólo será la estrategia de este simpático anarquista la que resuelva el problema de “la injusticia”. La apuesta que se hace en la película de Cabrera resulta sorprendente y el mensaje penetra en el espectador. Las palabras de don Jacinto son un llamado explícito a que se tenga fe en el propio hombre. “Lo único que vale es lo que hagamos de ahora en adelante”.

4. Conclusión

A partir de películas como La Estrategia del Caracol, es bueno reflexionar sobre la importancia resistir frente a los aprisionamientos ideológicos que impone la legalidad. El plan de don Jacinto abre el “telón”, dando cuenta de alternativas sobre cómo alcanzar un sueño, pese a las condiciones hostiles presentes en un determinado entorno.

La película de Sergio Cabrera enseña sobre cómo emprender “vuelo”, aunque no sea posible dejar este mundo de tanta iniquidad. Basta con tener “mas fe en los hombres”. La estrategia diseñada por don Jacinto busca salirle al paso a ese mundo de soledad impuesto en un país que ha cultivado el “orden” a través de una cultura absurda de trámites y formalismos excesivos.

Un infierno de seres amargados ha confeccionado el excesivo legalismo presente en Colombia. Los “tinterillos” atrapados en medio de un discurso pobre de los “susodichos” y de constancias consignadas en los expedientes son un real obstáculo para soñar y para poner en marcha el ingenio proveniente de la imaginación. Resulta cuestionable un sistema que esquematiza, y que en los estrados judiciales impone una aburridora retórica cercana a las guías contenidas en las minutas y muy próxima a las retahílas que siguen reproduciendo los abogados.

No obstante, la fuerza emprendida por esos seres maravillosos de la casa Uribe asignará un dique frente a lo que “justicia” pretende con ellos. Romero finalmente manifestará: “Yo ya no soy apoderado de nadie”, pero de otro lado, la “epopéyica popular” referida por el culebrero narrador habrá concluido, sin saber el juez qué hacer en estos casos.

La “justicia” no les había dado la razón a los inquilinos de la casa, pero estos hicieron efectivo un plan para que la “injusticia” de aquella fuera contrarrestada. “Ahí tienen su hijueputa casa pintada”.

Ésta es la réplica de justicia material resultante del plan de Jacinto. Se trata de un final que evidencia una respuesta clara de la solidaridad emprendida por unos seres excluidos por la indiferencia proveniente del mundo legal. Sin embargo, el abogado Romero sabe que la legalidad seguirá presente imponiendo sus condiciones, lo que no acepta Jacinto.

Romero. Jacinto

Jacinto. Dígame doctor Romero

Romero. Tenemos que levantar un techo antes del amanecer para tomar posesión legal del predio. La ley es muy estricta en estos casos, y como si fuera poco este lote no lo hemos pagado.

Jacinto. Vamos a levantar un techo todos, y lo vamos a hacer ahora mismo, pero no porque la ley lo diga, sino porque lo necesitamos perro.

Romero. Última vez que se lo digo, no me vuelva a decir perro.

Jacinto. Pero es que me parece inaudita que en estas circunstancias sigas pegado al código.

Romero. ¿Y qué que quiere que yo haga?

Jacinto. Calcule. Pues yo lo que calculo es que llevamos meses trabajando en esto, que ha sido nuestra ilusión toda la vida y que falta todo por hacer.

Es hora de emprender un trabajo solidario, sin victimizarnos. “Falta todo por hacer”, como lo expresa Jacinto, sin esperar que otros hagan lo que sólo a nosotros corresponde. Siguiendo las palabras del magistrado Juan Evangelista Martínez, como lo expone Fernando González, “Hay que adaptar la legislación a la vida” (2010: 78). No más golpes de pecho. En medio de este realismo mágico sempiternamente presente, es importante que hagamos sentir nuestra existencia, realmente única.

No esperemos que foráneos resuelvan nuestros problemas. Aportes como los de Cabrera dan cuenta de un testimonio realmente sincero. La película es un testimonio de vida que no claudica frente a la “injusticia de la justicia”. Es preciso actuar, haciendo un embate frontal a la iniquidad presente en tantos sectores, como en los provenientes de los trámites burocráticos de las autoridades estatales, incluidos los procedimientos judiciales, entrabados en medio de una multiplicidad de reglas. Es indispensable un trabajo auténtico, en el que no neguemos nuestras propias identidades, y que con toda honestidad y transparencia podamos abrir paso a la “justicia de la justicia”.

Bibliografía

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García Márquez, Gabriel [1975] (2008). El Otoño del patriarca. Bogotá: Norma.

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Ospina, William (2013). Pa que se acabe la vaina. Bogotá: Planeta.

Valencia Villa, Hernando (2010). Cartas de Batalla; Una crítica del constitucionalismo colombiano. Bogotá: Panamericana.

Vásquez, Juan Gabriel. “El escritor debe ser un agua fiestas”. Revista Arcadia. Recuperado el 29 de junio de 2015, en: http://www.revistaarcadia.com/libros/articulo/el-escritor-debe-agua-fiestas/2069).



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