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El dolor en el recuerdo: memoria, política y estética en el largometraje Hannah Arendt (2012), de Margarethe von Trotta
Hannah Arendt | Margarethe von Trotta | 2012
Francisco David García Martín

Universidad de Salamanca

Este trabajo ha sido cofinanciado por Fondo Social Europeo y por la Consejería de Educación de la Junta de Castilla y León.

fdgarcia@usal.es

1. Estética y memoria

Para poder acercarnos a la estética de Hannah Arendt, en primer lugar, tendremos que intentar desentrañar qué queremos decir con arte. Y para ello, lo primero que constatamos es la aparente indefinición del concepto –más aún en tiempos actuales–. La problemática se encuentra en sus fronteras y en dónde establecer el límite para agrupar algo bajo esta denominación. Como expone Gombrich:

No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas. Éstos eran en otros tiempos hombres que cogían tierra coloreada y dibujaban toscamente las formas de un bisonte sobre las paredes de una cueva; hoy, compran sus colores y trazan carteles para las estaciones del metro. Entre unos y otros han hecho muchas cosas los artistas. No hay ningún mal en llamar arte a todas estas actividades, mientras tengamos en cuenta que tal palabra puede significar muchas cosas distintas, en épocas y lugares diversos, y mientras advirtamos que el Arte, escrita la palabra con A mayúscula, no existe, pues el Arte con A mayúscula tiene por esencia que ser un fantasma y un ídolo. (1993, p. 15)

La historia del arte y el acercamiento teórico a la misma ha estado marcada, por lo tanto, por esta relativa indefinición intrínseca que dificulta adscribir tal concepto a un objeto estético. Cuando Gombrich afirma que el arte no existe, se refiere a un maleable concepto de belleza y a una variación temporal de los gustos artísticos que dificulta consensuar una definición unitaria para este concepto. Tampoco el mayor o menor realismo del objeto estético, o incluso su complejidad, sirven para delimitar los rasgos del arte. El extrañamiento que muchos artistas han buscado en sus obras –es decir, el intento de abandonar la manera aprendida de observar el mundo e intentar reflejarlo y comprenderlo desde un punto de vista diferente, que requiera dejar de lado la familiaridad con la que acostumbramos a recibir lo que nos rodea– también es muestra de esta complejidad inherente al estudio del mundo artístico. La polémica sobre si el arte debe ser utilitario o ser en sí mismo –el arte por el arte que defendieron pensadores como Ortega y Gasset– también es otra constante dentro de esta problemática, y puede ser entrevista desde las primeras manifestaciones que hoy en día consideramos artísticas (Bayer, 1965).

La estética, por su parte, responde a una concepción particular sobre el objeto artístico desde el punto de vista del pensamiento; una manera particular de intentar establecer una mirada sobre el arte y sobre lo bello que parta de su esencia a priori para reflexionar, así, sobre su existencia:

La estética presupone el objeto bello, lo mismo que el acto de aprehensión, junto con el tipo peculiar de visión, la experiencia de los valores y la entrega interior; es más, presupone el acto –mucho más asombroso– de la producción artística, y a ambos sin la pretensión de preparar sus leyes ni siquiera en forma remotamente parecida a como la lógica prepara las leyes del pensar coherente. (Hartmann, 1977, pp. 6-7).

El estudio sobre el arte se construye, de esta manera, a través de la asunción de una esencia artística que se entrelaza no solo con la historia del ser humano, sino con las concepciones que, sobre el mundo, han tenido las diferentes sociedades que han existido a lo largo de la historia. Es la experiencia la que da origen a esta visión sobre lo que nos rodea, capaz de manifestar su peso como instrumento de acercamiento tanto a nuestro entorno como a nosotros mismos pues, como expone José Jiménez, se trata de “una concepción del carácter humano del arte, que es por ello internamente cambiante, metamórfico, como las culturas humanas en su conjunto” (2002, p.12), lo que da muestra no solo de esta interrelación con la esencia del ser humano, sino también de que el arte comparte este espacio liminar, mudable e inestable en el que nos desarrollamos como especie.

La reflexión estética parte de este espacio fronterizo y multifacético en el que se sitúa el arte para intentar responder, desde la teoría, a la compleja cuestión de lo bello, de aquello que genera en el ser humano visión particular que parte de su propia especificidad intrínseca para procurar mostrar, al mismo tiempo, tanto la esencia humana como la del mundo en el que vivimos. Y todo ello desde un espacio teórico que, precisamente por su carácter abstracto y formalizado, revaloriza su objeto de estudio al mismo tiempo que amenaza con arrebatarle su “especificidad o inefabilidad” (1990, p.53). En este espacio contradictorio es en el que se mueve un estudio como el que nos ocupa, cuyo objetivo último es intentar comprender y definir una realidad artística que, como afirma Terry Eagleton, puede llegar a desvanecerse por este mismo intento de comprenderla. También para otros autores, como Plazaola, “la estética no se refiere a la belleza en sí, sino a un aspecto del hombre, del vivir humano [1] (2007, p.21). Es en nosotros mismos como sujetos donde se encuentra esta inmaterialidad a partir de la cual se construye la especificidad del arte.

Arendt reconstruye, en su esfuerzo por estudiar los horrores del siglo XX, una memoria del holocausto y de las atrocidades cometidas por el nazismo que se centra en el contrario, en el otro, concibiendo a este como un reflejo de la imagen que un particular endogrupo pretende lograr sobre sí mismo. La construcción del diferente representa otro de los aspectos fundamentales para entender cómo se desarrolló la memoria de lo sucedido durante la guerra. A través de los procesos de objetualización y deshumanización, el endogrupo procura elaborar un discurso y una figura del exogrupo que permita concebir al otro de acuerdo a unos parámetros asumidos solo de manera endogrupal, y que en muchas ocasiones llevan a demonizar a un otro cuya misma existencia responde a las necesidades particulares del grupo que, en mayor o menor medida, lo ha ideado. En este sentido, la reflexión hegeliana sobre la necesidad de tener un otro conocido y particularizado según nuestros propios esquemas puede llegar a convertirse en una necesidad para muchas colectividades:

Sin embargo, Hegel llama nuestra atención sobre cómo la mera presencia del Otro provoca a nuestros instintos primarios, desafía nuestro lugar e identidad, y nos obliga a formar imágenes reflexivas de nosotros mismos. El Otro puede ser amenazador y peligroso, pero no deja de ser nuestro Otro” [2]. (Corcoran, 2008, p.74)

Con ello, Hegel nos muestra cómo el otro no solo es construido y reconstruido por nosotros, sino que esta labor que se realiza en un entorno endogrupal contribuye a crear una identidad de grupo e individual que pasar a ser parte de nuestra propia definición. El otro forma tan parte de nosotros como de sí mismo –e incluso más, porque esta construcción no tiene por qué implicar un proceso identitario paralelo en el exogrupo–, lo cual expone la importancia que este proceso de otredad tiene dentro de fenómenos como el que estamos estudiando.

Los procesos de deshumanización que se vivieron durante el siglo XX pueden ser concebidos, como expone el profesor Livingstone, como una manera de intentar resolver la problemática relativa a una supuesta falta tanto de poder como de recursos:

La deshumanización es mejor entendida como la solución a un problema: el problema de la ambivalencia. Apenas necesita ser dicho que a veces es ventajoso para un grupo de personas dañar a otro mediante su explotación laboral, reclamando sus posesiones, o exterminándoles por el bien del Lebensraum [3]. (Livingstone, 2016, p.425)

Dentro de este diálogo entre pérdidas y ganancias, la visión del otro puede quedar circunscrita a la relación entre la necesidad de construir la identidad de un determinado endogrupo, y el papel que juega el otro como parte de esta identidad, como un ser ideado –e incluso, imaginado– como perteneciente a un exogrupo cuya categorización puede ser completamente irreal y responder únicamente a los intereses del propio grupo que lo ha creado (Said, 2010). Esta peligrosidad con la que es imaginado el otro puede llegar a justificar, incluso, que se arrebate a los miembros del exogrupo de su categoría de seres humanos (Maoz y McCauley, 2008). La imposibilidad de asumir la diferencia como un valor dentro de la dialéctica pública que se establece en el seno de una sociedad es lo que, en definitiva, lleva a considerar al que debiera ser adversario como un enemigo contra el que enfrentarse, lo que lleva a considerar esta lógica de pérdidas y ganancias como la necesaria brújula en la toma de cualquier decisión (Zapata-Barrero, 2008).

Este acercamiento al pasado pretende estudiar cómo la memoria puede servir para luchar contra los intentos de borrar la historia y de configurar una concepción mítica del endogrupo a partir de esta oposición al contrario. En este sentido, el acercamiento a la memoria de lo acaecido puede resultar un instrumento de gran valor para adentrarse en ese espacio fronterizo que existe entre aquello que es transmitido oficialmente sobre el pasado y lo que realmente sucedió. Los recuerdos transmitidos son construidos, por lo tanto, en un espacio liminar entre realidad y ficción caracterizado tanto por la mayor o menor distancia temporal entre los hechos y la recolección de los mismos, como por la visión particular que transmiten de una época.

Como expone Neumann: “un privilegio fundamental de los textos ficcionales es integrar versiones memorialísticas culturalmente separadas mediante la mutual perspectivización, reuniendo cosas recordadas y cosas tabú y probando la relevancia memorialístico-cultural de las habitualmente marginadas versiones de la memoria” [4] (2010, pp.338-339). Esta memoria, establecida en un espacio limítrofe en razón de sus propias características, puede entrelazarse con la ficción de tal manera que el producto que obtengamos sobre el pasado resulte mucho más cercano a los hechos acaecidos que otro tipo de relatos. La memoria, de esta manera, es establecida a partir de un entorno fronterizo en el que su propia esencia es puesta en duda por su existencia, debido al hecho de que se presenta ante nuestros ojos como una reconstrucción propia y particular en cada producto de sí misma. Su apego a la existencia, a su ser en el mundo, es lo que la permite tomar forma como transmisión viva del pasado a través del presente, gracias a una recursividad que podríamos caracterizar por la interrelación entre el individuo transmisor y el particular universo en el que este se encuentra (Heidegger, 1971, p.102). En este sentido, la relación que se puede establecer entre el recuerdo y el olvido puede entenderse como la simbiosis entre dos aspectos de la realidad tan diferenciados como intrínsecamente conectados:

La memoria, sin embargo, es en sí misma no observable. Únicamente a través de la observación de actos concretos de recuerdo situados en contextos socioculturales específicos podemos hipotetizar sobre la naturaleza de la memoria y su funcionamiento. A pesar de la inevitable heterogeneidad de la terminología, hay dos características centrales generalmente aceptadas del recuerdo (consciente): su relación con el presente y su naturaleza como constructo. Las memorias no son imágenes objetivas de percepciones pasadas, menos incluso de una realidad pasada. Son reconstrucciones subjetivas y altamente selectivas, dependientes de la situación en la que son recordadas. Re-cordar es el acto de ensamblar la información disponible que tiene lugar en el presente. Las versiones del pasado cambian con cada evocación, de acuerdo con la cambiante situación presente. Las memorias individuales y colectivas nunca son una imagen specular del pasado, sino una reveladora indicación de las necesidades y los intereses de la persona o grupo que lleva a cabo la evocación en el presente [5]. (Erll, 2011, p.8)

Tanto el recuerdo como el olvido pasan así a formar parte integrante de una memoria reconstruida y reconstructiva que se encuentra basada en su realidad viva y atada al presente (Hartog, 2003). Se trata, en todo caso, de actos de recuerdo que son transmitidos también como actos de lucha contra el olvido, el cual se presenta como base de la normalidad vital de cada uno de nosotros (Assmann, 2010, p. 98). Como expone Astrid Erll: “las ficciones, tanto novelísticas como fílmicas, poseen el potencial de generar y moldear imágenes del pasado que serán retenidas por generaciones enteras” [6] (Erll, 2010, p. 389). Esta ficcionalización de la realidad permite entender la fuerza que el recuerdo tiene en nuestra sociedad, así como la capacidad que esta conciencia de lo vivido tiene para transmitir una presentificación selectiva de lo sucedido que se entrelace con los intereses y las necesidades de cada persona que lleve a cabo el acto de recordar. Por este motivo, dentro de la capacidad que tiene la memoria para acercarnos tanto a nuestro pasado como a nuestro presente, esta constante reconstrucción de lo sucedido se nos presenta como la clave de bóveda de un proceso que se produce dentro de este continuo olvido, puesto que: “las memorias son pequeñas islas en el mar del olvido” [7] (Erll, 2011, p. 9).

2. Hannah Arendt: acercarse al horror del Holocausto

Escribir sobre el horror del holocausto, reflexionar sobre este periodo de la historia europea, así como pensar sobre el significado que tiene para nosotros y para la humanidad en su conjunto no es tarea sencilla. Al igual que su representación –la fuente, en esencia, de su estética particular–, la dificultad para exponer ante los ojos del mundo lo sucedido cuando resulta complejo obtener un significado de ello, una razón para la muerte de tantos millones de personas, predispone un reto para quien quiera tratar este hecho desde la memoria. La representación colectiva sobre el Nazismo y el Holocausto que se puede observar en la ficción les ha presentado desde hace décadas como símbolos de maldad (Olick, Vinitzky-Seroussi y Levy, 2011). La heroicidad que se puede encontrar en muchos momentos dramáticos de nuestra historia reciente –la cual, una vez que es reconstruida según unos determinados intereses, puede crear unos héroes a partir de personajes históricos, innominados o no, que ayuden a levantar esta memoria– se desvanece ante el horror cometido por la Alemania nazi. El hecho de asomarse a las brutalidades cometidas –aparentemente sin sentido– nos sitúa ante un recuerdo difícil de aprehender y de simbolizar que, como expone Jay Winter:

Los sitios de memoria del Holocausto –en particular campos de concentración y exterminio, pero también lugares donde los judíos habían vivido antes de la Shoah– no podían ser tratados de la misma manera que los lugares donde se conmemoraba a los fallecidos en las dos guerras mundiales (…). La primera dificultad se encuentra en la necesidad de evitar signos cristianos para representar la catástrofe judía. La segunda era el rechazo de los observantes judíos al arte representativo, ya fuera prohibido o resistido dentro de la tradición ortodoxa judía. La tercera era la ausencia de cualquier sensación de elevación, de significado, de propósito en las muertes de las víctimas. Aquellos que murieron en el Holocausto pudieron haber afirmado su fe de aquella manera pero, ¿cuál es el significado de la muerte de un millón de niños? Hasta cierto punto, sus muertes no significaron nada y, por lo tanto, el Holocausto carecía de significación.
Representar la nada se convirtió en un reto [8]. (Winter, 2010).

La nada que surge de este recuerdo, de la falta aparente de propósito que existencializa estos hechos en nuestro presente es una muestra de esta complejidad a la que nos intentamos acercar. Pero de esta nada surge, precisamente, un enfrentamiento con el otro que es concebido como manera de estructurar la imagen del endogrupo, a través de la oposición a un exogrupo más o menos artificial que solo es presentado de manera utilitaria.

En este contexto, las reflexiones de Arendt parten de la necesidad de intentar entender la raíz de estos comportamientos. Arendt se pregunta por las razones que pueden encontrarse para construir un grupo determinado de personas sobre las que desatar odio con un fin instrumental. En esta dialéctica que se establece entre endogrupo y exogrupo, la cuestión del poder y de la riqueza se entremezclan para nuestra autora en una relación necesaria para comprender cómo es precisamente la falta de uno de ellos lo que permite entender, al menos en parte, el antisemitismo europeo que se ha producido durante siglos y que culminó con el holocausto perpetrado por el nazismo:

La persecución de grupos sin poder o perdiendo el mismo puede no ser un espectáculo muy agradable, pero no brota únicamente de la mezquindad humana. Lo que hace al hombre obedecer o tolerar el poder fáctico y, por otro lado, odiar a las personas que tienen riqueza sin poder, es el instinto racional de que el poder tiene una cierta función y es de cierto uso general. Incluso la explotación y la opresión hacen funcionar a la Sociedad y establecen algún tipo de orden. Únicamente la riqueza sin el poder o la indiferencia sin ninguna estrategia son vistos como parasitarios, inútiles, repugnantes, porque dichas condiciones cortan todos los lazos que mantienen a los hombres unidos. La riqueza que no está basada en la explotación carece incluso de la relación que existe entre explotador y explotado; la indiferencia sin estrategia no implica siquiera una mínima consideración del opresor sobre el oprimido [9]. (Arendt, 1958, p. 5)

Esta falta de poder se encuentra enraizada también en el simbolismo que hechos como el holocausto representan para la historia y la conciencia europeas. En un contexto en el que la atención a las víctimas y a su estatuto como tal se sitúa por encima de la caracterización y la atención a su desarrollo y a sus objetivos –imponiéndose, en muchos casos, sobre todo lo demás– como una lectura unificadora que pretende utilizar el pasado como una manera de afrontar el presente y el futuro. Es así que la otredad que tanto horror causara en el pasado, la visión del diferente que dividiera Europa durante la II Guerra Mundial, se encuentra ahora tamizada por la visión unificadora a través de la que ha sido reconstruida y relatada esta memoria:

La memoria del Holocausto desempeña el papel de un relato unificador. Es un fenómeno relativamente reciente, que podríamos situar a principios de la década de 1980, y que concluye un proceso de recuerdo que atravesó diferentes etapas. Al principio, hubo el silencio de los años de posguerra, luego la anamnesis de los años 60 y 70 –provocada por el despertar de la memoria judía y un cambio generacional– y finalmente la obsesión por la memoria de los últimos veinte años. Después de un largo período de represión, el Holocausto volvió a aflorar en una cultura europea finalmente liberada del antisemitismo (uno de sus elementos principales hasta la década de 1940). Todos los países de Europa continental estuvieron involucrados en este cambio, no solo Francia, con la comunidad judía más grande fuera de Rusia, sino también Alemania, donde la continuidad con los espacios de la comunidad judía de los años anteriores a la guerra se rompió de manera radical. De manera paradójica, el lugar del Holocausto en nuestras representaciones de la historia parece estar creciendo al mismo tiempo que se convierte en un evento cada vez más remoto. (Traverso, 2017, pp. 14-15)

El Holocausto, lejos de ser un amargo recuerdo perdido en el recuerdo de nuestra historia, es reactualizado en los estudios de las últimas décadas desde el prisma de la unidad y del cambio hacia el futuro, como un ejemplo de la proyección que reflexiones como la que trata la propia Arendt siguen teniendo en nuestra sociedad contemporánea. Las víctimas del Holocausto por lo tanto, forman parte de una memoria colectiva que busca construir unos lazos paneuropeos dentro de un continente que sigue marcado por su historia de guerras y enfrentamientos. La contemplación de una de las caras más terroríficas del ser humano se convierte, de esta manera, en un paradójico ejemplo de conexión trasnacional que reúne en su seno la cooperación y el entendimiento que están en la base del proyecto de la Unión Europea. Al mismo tiempo, como expone el profesor Traverso:

el Holocausto se convierte en la piedra angular sobre la que se construye el sistema de recuerdo a las víctimas dentro del mundo occidental, como un ejemplo de memoria interrelacionada que permite entender y comprender la violencia desde una perspectiva globalizada. (2017, pp. 18-19)

3. La estética de Hannah Arendt y la otredad

La visión de Hannah Arendt sobre la política y el ser humano que veíamos previamente, su atención a la otredad y a la construcción del diferente a partir del prisma del endogrupo, no solo puede ser relacionada con su estética, sino que está imbricada en la misma desde el primer momento. La labor ideológica de Arendt reside en su análisis de las raíces del totalitarismo y en su atención a los procesos de deshumanización que se llevaron a cabo en Europa durante el siglo XX. La reflexión sobre uno de los momentos más oscuros de nuestra historia reciente sirve así de paradigma interpretativo para enfrentar una realidad que cuesta aceptar, y que todavía en la actualidad lleva a una “fusión entre el sufrimiento derivado de una experiencia catastrófica (…) y la persistencia en una utopía vivida, al mismo tiempo, como horizonte de expectativas y perspectiva histórica” (Traverso, 2017, p. 51), a través de una visión melancólica e instrumental del pasado que dispone a las víctimas en el centro de su perspectiva de análisis.

La relación entre la política y la estética al acercarse a eventos tan traumáticos como los del Holocausto o los de otros genocidios y asesinatos en masa, en los que el ser humano ha sido reducido a poco más que un número dentro de una lista de objetos a eliminar, no está exenta de problemas. Como expone Martin Jay:

La estetización de la política en estos casos repugna no solo debido a la grotesca impropiedad de aplicar criterios de belleza a las muertes de seres humanos, sino también por la manera escalofriante en que los criterios no estéticos se excluyen deliberada y provocativamente de la consideración. Cuando se restringe a un espacio rigurosamente diferenciado del arte, esta frialdad antiafectiva y formalista puede tener sus justificaciones; de hecho, gran parte del arte moderno sería difícil de apreciar sin ella. Sin embargo, cuando se extiende a la política a través de un gesto de diferenciación imperial, los resultados son altamente problemáticos. El desinterés que normalmente se asocia con lo estético parece ser precisamente lo que es radicalmente inapropiado en el caso del interés humano más básico: la preservación de la vida [10]. (1992, p. 44)

La estetización del fin de la existencia humana tiene una larga tradición dentro del arte. La belleza de muchas representaciones en esta línea se centran en una figura particular para resaltar su patetismo y reivindicar, de esta manera, el dolor que cada particular imagen pretenden mostrar. Sin embargo, se trata en general de una atención estética hacia la existencia individual que no puede ser comparada al crimen en masa en el que se centran autoras como Arendt. La estética de estos casos no solo resulta problemática, como expone Jay, sino que nos dispone ante un dilema moral difícilmente resoluble: ¿es posible encontrar la belleza ante la contemplación de uno de los mayores horrores que el ser humano ha cometido? ¿Es posible buscar y hallar esta visión estética ante la constatación de que el ser humano puede convertirse en un auténtico monstruo sin aparentes escrúpulos? Y, además, aunque podamos construir esta diferenciación, ¿resulta moralmente adecuado representar a las víctimas de hechos como el Holocausto desde una perspectiva artística, o ello contribuye a deslegitimar su memoria? Preguntas que debemos hacernos, pero que nos hablan de la complejidad que la relación entre el arte y la política en el siglo XX pueden alcanzar.

Arendt parte en su estética de una visión imperfecta de la realidad que obliga a elegir una alternativa que, si no ideal, al menos puede permitir conjugar la belleza del arte con la plasmación de unos determinados hechos políticos que se muestran entrelazados con la realidad que intentan reflejar. De esta manera, en la obra de Arendt:

La estética, en su sentido, no es la imposición de la voluntad arrogante de un artista sobre una materia maleable, sino más bien la construcción de un sensus communis mediante el uso de habilidades persuasivas comparables a las empleadas en la validación de juicios de gusto. Aquí, el reconocimiento de que la política implica una elección entre un número limitado de alternativas imperfectas, condicionadas por la historia, reemplaza la creencia temeraria de que el político, al igual que el artista creativo, puede comenzar con un lienzo en blanco o una hoja de papel en blanco . (Jay, 1992, p. 55)

Este sensus communis que busca Arendt reflejar con su estética se encuentra imbricado en una búsqueda de la conexión entre el artista y el público que posteriormente criticará su obra desde la asunción de una necesaria interrelación que procure dejar atrás los egos y las decisiones unilaterales. Se trata de una visión de la estética en la obra de Arendt que, para Jay, cambiaría el foco de atención desde el trabajo individual y autónomo del creador, al esfuerzo por establecer un diálogo con el mundo y con el resto de la humanidad que permita, finalmente, dotar de sentido a la obra. Un proceso de configuración del juicio artístico –en el sentido kantiano del término– que sea establecido a priori antes de que la obra termine de ser elaborada, durante su proceso de creación, y no a posteriori mientras se construye la reflexión sobre el sentido de la obra por parte del público y de los especialistas.

La lucha por la libertad, la necesidad de acción como complemento indispensable de la consecución de la libertad, es un relevante postulado de las reflexiones de Arendt sobre la política. Al reflexionar sobre el objetivo de la actividad política, nuestra autora considera que solo en libertad podrá el ser humano construir un mundo en el que poder desarrollarse de manera plena. Y esta libertad de base diaria y permanente solo es posible obtenerla a través de la acción dentro del espacio público (Kateb, 1977, p.147). Dentro de este contexto, la ambición de Arendt fue acercarse y reflexionar de manera directa sobre un tema, el Holocausto judío, que otros muchos autores prefirieron evitar o tratar de manera más indirecta. Ella lo concibió desde la perspectiva de una ambición de poder llevada a tal extremo que podía tener como resultado la muerte de millones de personas de manera organizada e industrial (Klusmeyer, 2009, p. 335). Esta tarea de comprensión acerca de las interrelaciones entre el poder y el totalitarismo tiene como base la necesidad de entender la raíz de lo sucedido y las causas más profundas que lo originaron, por mucho que la posibilidad nos pueda resultar desagradable, pues solo a partir de este reconocimiento y estudio de hechos como el Holocausto judío podremos adentrarnos en el futuro con la seguridad de que hemos realizado todo lo posible para evitar que algo así vuelva a repetirse.

Arendt comprendía la política como “un despliegue excepcional de agencia humana y acción” (Corcoran, 2008, p.77), así como “un drama, una representación teatral delante del público, un recurrente, aunque efímero, fenómeno que, sin embargo, tiene el potencial de ser inmortal” (Corcoran, 2008, p. 78). Desde esta doble perspectiva, dentro del espacio público lo que se establece es una representación de la realidad, una mímesis del mundo en la que se intenta conjugar la acción con la apariencia. De esta manera, la esencia de cada individuo se encuentra tamizada por la política que se establece a partir de la esfera pública, de la polis, sobre su existencia en el mundo y sobre la manera de ejercer esta. Una existencia cuya mera realidad en el mundo depende, como nos ha mostrado el siglo XX, de cómo se desarrollen estas dinámicas de poder dentro del espacio figurativo que constituye la política. Y este juego de apariencias –que para Arendt cobra una enorme importancia dentro de la política– resulta de gran relevancia a la hora de comprender los parámetros de su estética porque, como el profesor Corcoran expone, el análisis que nuestra autora lleva a cabo sobre la teoría del juicio estético de Kant lo eleva como una pieza fundamental del juicio político, puesto que “el juicio estético se ocupa exactamente de lo que es la política: un mundo de appearances qua appearances” (2008, p.78).

La importancia que Arendt otorga a la apariencia dentro de la estética estriba en su configuración de esta como una visión particular que los seres humanos otorgamos a aquello que decidimos considerar como arte. Un juego de irrealidades que reúne la política y la estética en torno a la acción y al poder, y que permite entender la relevancia de este componente activo de cara a la comprensión de lo sucedido durante el siglo XX. Esta teoría de la acción que Arendt abraza, y que transmite a su visión sobre la estética y la política, procura dar un giro frente a concepciones como la de Nietzsche, centrada en el sujeto particular y en la reflexión de este con su yo individual, para abrir el campo de comprensión a un entramado social mucho más amplio y heterogéneo que contemple un yo que se construye en su relación existencial con los demás. Frente a una visión enfrentada entre estética y política que busque encuadrarse en un mundo inmerso en las lógicas no-humanas del mercado y de la técnica,

Arendt creía que uno de los principales problemas que enfrentaba el mundo moderno era su creciente incapacidad para dar sentido a la experiencia, y hablar sobre lo que una vez fue considerado como libertad. Esta incapacidad, temía ella, podría resultar eventualmente en la pérdida de lo que era distintivamente humano en el ser humano. Tal pérdida significaría la complete sujección del ser humano a la lógica de la economía, la biología, y otros tipos de procesos y, consecuentemente, su transformación de ser potencialmente sujetos capaces de actuar, elegir y tener voluntad a convertirse en meros objetos pasivos ante la manipulación, la administración y diversas fuerzas fuera de su control consciente [11]. (Biskowski, 1995, p. 65)

Arendt reflexiona sobre cómo el mismo concepto de libertad ha pivotado desde una categorización centrada en el ser humano hacia una comprensión del mismo encuadrada en la racionalidad extrema que representa el mundo tecnificado en el que nos encontramos. Para nuestra autora, esta libertad no solo no puede ser tal, sino que contradice la potencialidad en esencia que tiene el ser humano, y le arrebata la capacidad básica de sujeto actante que tiene, para reconvertirle, por lo tanto, en objeto que puede ser movido al antojo de otros. Esta despersonificación del individuo, al perder la libertad como actor que tenía anteriormente no solo se puede apreciar en su grado máximo dentro de la masacre tecnificada que supuso el Holocausto, sino que nos deja reducidos como personas al ser en-sí de Sartre, sin poder aspirar, siquiera, a ser para-sí.

4. Margarethe von Trotta y su visión de Arendt desde la memoria del Holocausto

Hannah Arendt, estrenado en el año 2012, es un largometraje dirigido por la directora alemana Margarethe von Trotta, quien también ha dirigido otras películas como Yo soy el otro (2006), El mundo abandonado (2015), u Olvídate de Nick (2017). Von Trotta, considerada como parte del llamado Nuevo cine alemán, de los años setenta, también es responsable de la escritura del guion, junto a Pam Katz. Con música de André Mergenthaler, fotografía de Caroline Champetier y producción a cargo de Heimatfilm, forman parte del reparto actores como Axel Milberg, Janet McTeer o Nicholas Woodeson.

La película se adentra en la vida diaria de la filósofa desde su cotidianeidad. Los encuentros con su familia y sus amistades se sucederán en su día a día en Nueva York, mientras su atención hacia las noticias que son recibidas desde Europa da cuenta al espectador de sucesos como el encuentro y traslado a Israel de antiguos asesinos nazis que habían logrado huir tras la II Guerra Mundial. En medio de este contexto, el recuerdo de lo sucedido no se convierte en referente fundamental del presente, sino que contribuye a mantener una dialéctica del ‘nosotros’ y el ‘ellos’ a partir de la cual se establece una cosmovisión enfrentada sobre la realidad, la memoria no solo sea un medio de control para el endogrupo dominante, sino también una manera de expresar la realidad de una comunidad subordinada o excluida que busca su propia voz sobre el pasado. Todo ello con la asunción de la cual cada individuo llega a ser consciente de que no es posible controlar el presente a través del pasado tal y como sería nuestro ideal, según cree el propio Bauman; lo que nos lleva a refugiarnos en nuestra memoria como espacio de confort. La memoria deja de ser así una reconstrucción sobre el pasado para convertirse en patrimonio exclusivo de un determinado endogrupo, quien recurre a la tranquilidad y sosiego que un determinado relato sobre lo sucedido puede ofrecer, para transformar –si no el propio pasado, que ya no es, ni un futuro siempre indeterminado– la visión y la narrativa que se elabora sobre el presente. Es por ello que el endogrupo puede considerarse capacitado y habilitado para reproducir y reelaborar este pretendido discurso sobre el pasado según sus intereses, puesto que el sentimiento de posesión sobre el mismo –el hecho de considerar una determinada narrativa ‘nuestro’ pasado, y por lo tanto ‘mi’ pasado, como expone Bauman– faculta para alterar y tergiversar esta misma recolección sobre lo sucedido, que pasa a ser así una reconstrucción ideal identitaria en el más puro sentido platónico, alejada de la realidad que supuestamente le da forma:

Una vez despojada del poder de dar forma al futuro, la política tiende a transferirse al espacio de la memoria colectiva –un espacio inmensamente más propicio para la manipulación y la gestión– y por esa razón prometedora de una oportunidad de omnipotencia dichosa, perdida hace mucho tiempo (y tal vez irremediablemente) en el presente y en los tiempos por venir. De manera más obvia –y por lo tanto, más perjudicial para nuestra confianza en nosotros mismos, nuestra autoestima y nuestro orgullo– no somos nosotros quienes controlamos el presente a partir del cual el futuro germinará y brotará; y por esa razón, albergamos poca o ninguna esperanza de controlar ese futuro. En el curso de su formación, parecemos estar condenados a seguir siendo peones en el juego de alguien más –alguien desconocido e incomprensible–. Qué alivio, por lo tanto, regresar de ese mundo misterioso, recóndito, hostil, alienado y alienante, densamente salpicado de trampas y emboscada;, al mundo familiar, acogedor y hogareño, a veces tambaleante pero consoladoramente despejado y transitable; el mundo del recuerdo: nuestro recuerdo –y también mi recuerdo, ya que soy uno de “nosotros”; nuestro recuerdo– el recuerdo de nuestro pasado, no el de ellos; un recuerdo para ser poseído (es decir, utilizado y abusado) por nosotros y solo por nosotros [12]. (Bauman, 2017, p.61)

Esta memoria viva del ‘nosotros’, que el personaje de Arendt muestra ante el espectador a lo largo de la película, es construida a través de recuerdos como el paso por los campos de concentración franceses (11:01-13:08). Mediante el recuerdo de la desesperación y la apatía que se fue adueñando de las presas que compartían el espacio junto a ella, Arendt recuerda cómo sus intentos de animar a sus compañeras e intentar ofrecer una siquiera leve esperanza sobre el futuro terminaron siendo aplastados por la desesperación que se iba adueñando progresivamente del corazón de las presas. En esta situación, los mecanismos de deshumanización que procuraban convertir a todo aquel que entraba en estos lugares en un objeto al servicio de los ejecutores muestran toda su fortaleza para minar, progresivamente, el ánimo y la voluntad de acción. Arendt expone cómo el cansancio y el pesimismo se fueron adueñando también de su espíritu, hasta el punto que iría cayendo en el estado de objetualización al que estaban siendo conducidas sus compañeras del campo. La pérdida de la voluntad de acción es precisamente lo que mueve este proceso en el personaje, quien pierde su misma esencia como ser humano debido a la cruel existencia anti-humana a la que está siendo sometido. Ello le lleva incluso, a pesar de su vitalidad y de sus intentos iniciales por mantener la esperanza en el futuro, a perder la voluntad de seguir viviendo en un mundo que ella misma dice que supo amar; un proceso similar al que se vivió en otros campos de concentración, como ha sido apuntado en otras ocasiones (referencia del autor).

La memoria funciona así como una llamada a la acción a través de un presente que se muestra en toda su vitalidad, en contraste con los amargos recuerdos del personaje de Arendt acerca de su paso por los campos de concentración. El contraste con un presente de reencuentros y fiestas junto a sus amistades y familia muestra así al espectador cómo la memoria personal debe convivir con una nueva comunidad –muchos de cuyos miembros no ha vivido la misma experiencia traumática de Arendt– a la que ella misma se refiere como su “tribu” (15:07), la terminología que utiliza el propio Bauman para hablar de sus comunidades. Sin embargo, esta memoria sigue siendo parte fundamental del endogrupo, y se introduce en ocasiones de manera violenta en este ambiente de calma que es el presente. Así sucede con las discusiones sobre la mayor o menor participación en el combate contra el nazismo, que enfrentan a los miembros de este particular endogrupo que se reúne en torno a Hannah como una prueba de esta memoria combativa que sigue siendo parte de la acción del presente (16:12-19:01).

Margarethe von Trotta nos muestra, a través de este análisis de la vida de Arendt, las conflictividades de una memoria que no solo es fuente de enfrentamientos y divisiones en el presente, sino que también puede ser vista como responsable de un trasvase de los procesos de deshumanización ahora sobre los vencidos. Citar aquí a Hans. Tras las secuencias iniciales en Nueva York, el viaje de Arendt a Jerusalem para asistir al juicio de uno de los perpetradores nazis que fueron juzgados por el reciente estado hebreo centrará el foco de la película. Resulta relevante que, al poco de llegar a la ciudad, al reencontrarse con la familia de una de sus amistades, no solo quede patente que la intención de nuestra protagonista por visitar Israel no sea reencontrarse con sus conocidos, sino precisamente este pasado que sigue presente en la forma del juicio que va a ser celebrado contra el dirigente nazi. El hecho de que Arendt muestre una expresión entre la sorpresa y la preocupación al enterarse de que el asesino nazi que va a ser juzgado –Adolf Eichman– es exhibido en una jaula de cristal (23:55) da cuenta de cómo estos procesos de deshumanización que estuvieron en la base de la fundación del estado hebreo son ahora, en parte, imitados contra los victimarios por parte de las antiguas víctimas.

El juicio es presentado en la película mediante la sucesión de imágenes reales de Eichman durante el proceso alternadas con escenas de Von Trotta. El recuerdo del Holocausto muestra así toda su presencia dentro de un contexto endogrupal en el que, como exponen Daniel Levy y Natan Sznaider (2002), la adscripción de las memorias nacionales a patrones cada vez más compartidos, así como su evolución de acuerdo a líneas también comunes, nos sumerge en un mundo en el cual las relaciones intergrupales pueden explicar la formación de la memoria endogrupal de manera, incluso, más efectiva que la sola atención a las dinámicas internas de cada grupo. La ruptura de los marcos nacionales de la memoria que hemos expuesto, ante unas comunidades imaginarias que trascienden estos límites y se extienden por los más variopintos espacios del pensamiento universal, nos obligan a atender a los procesos por los que estas quiebras de la concepción nacional dan lugar a la entrada de múltiples reconstrucciones exogrupales que pasan a formar parte íntegra de la concepción interna del endogrupo. Este fenómeno de préstamo de memorias se convierte así en un elemento de gran relevancia para poder comprender cómo funcionan los procesos de re-creación del pasado que hemos visto, desde la óptica de un mundo de comunidades imaginarias que no reconoce en la práctica las fronteras que ellas mismas han intentado imponerse. Dentro de estos procesos, el papel de los medios de comunicación y de la cultura de masas ha resultado clave para comprender esta gran expansión del fenómeno de la memoria intergrupal. De esta manera:

Los otros distantes pueden ser parte de los fuertes sentimientos de la vida diaria. Pero tenemos que resaltar en este punto la extraordinaria importancia del contexto local. La gente no simplifica lo que ve en televisión. Las identificaciones Fuertes solo se producen cuando eventos distantes tienen resonancia local. Pero, paradójicamente, esta focalización etnocéntrica en los eventos y la voluntad de actuar sobre ellos es precisamente el proceso que provoca la creencia en valores universales [13]. (Levy y Sznaider, 2002, pp.91-92)

A través de este proceso, no se trata ni de negar el papel que juega el contexto local, ni de asumir que los miembros de cada endogrupo reciben, sin ningún tipo de crítica o distancia, las memorias exogrupales. Al contrario, esta recepción –cuyos procesos de reconversión y modificación de la memoria propia son tanto conscientes como inconscientes, pues actúan a diferentes niveles al mismo tiempo– se produce a partir de una interacción entre los sentimientos y las concepciones etnocéntricas y localistas del endogrupo y los valores universales y globalizados que son compartidos por los miembros de dicho endogrupo. En la imagen de lo que le sucede a otras comunidades de seres humanos, desde la perspectiva natural de sentirles como gentes con costumbres y modos de vida diferentes pero similares, se puede deconstruir una visión únicamente endogrupal y restrictiva del otro que atienda también a las concepciones propias de dicho exogrupo, y establezca un diálogo con el mismo en términos agónicos. De esta manera, la recepción de memorias como la del Holocausto se han convertido en paradigmas globales de recuerdo a los que se han adscrito numerosos endogrupos a lo largo del mundo.

El uso del Holocausto por parte de Levy y Sznaider (2002) para ejemplificar estos procesos de intercambio memorialístico responde a su concepción como paradigma de la memoria a nivel global, debido a su asunción como daño perpetrado no tanto a la comunidad judía en concreto, sino al ser humano en general. Este cambio de fronteras endogrupales a la hora de recibir y asumir una memoria como la del Holocausto es lo que explica su capacidad para ejemplificar estos procesos de traslación e intercambio de experiencias reconstruidas. El molde de recuerdo del pasado en el cual se ha convertido el Holocausto es mediado y asumido por cada endogrupo de una manera particular. Esta asunción de la memoria ajena no consiste, por lo tanto, en una mera traslación –imposible, por otro lado– de una memoria concreta a otro contexto, sino en la re-elaboración de la memoria endogrupal de acuerdo a lo que dicha comunidad recibe y entiende de una determinada memoria exogrupal, de acuerdo a sus propias particularidades y a su determinado contexto local. En particular:

Tanto la historiografía como la conmemoración del Holocausto han experimentado un aumento significativo en las últimas dos décadas. Sin embargo, esto no se debe únicamente a la magnitud del evento. Más bien, sostenemos que lo que ha impulsado al Holocausto a tal prominencia en el pensamiento público está relacionado con la necesidad de un referente moral en una época de incertidumbre y la ausencia de narrativas ideológicas maestras. Se ha convertido en una certeza moral que se extiende más allá de las fronteras nacionales y une a Europa con otras partes del mundo. Al mismo tiempo, es importante enfatizar que el significado central del Holocausto ha sido diferente en cada país. Incluso el término “Holocausto” está rodeado de tabúes distintos en cada nación. El hecho de que la palabra se haya vuelto sagrada de este modo es un indicio de que ocupa un lugar central en las creencias fundamentales de cada país. Y, sin embargo, no es casualidad que la misma palabra se utilice en todos ellos. Estos diferentes significados nacionales han coevolucionado. Con el crecimiento del cosmopolitanismo, la circulación de activistas, académicos e imágenes mediáticas, ha habido una creciente interacción cruzada.
El Holocausto ha sido confrontado por diversas fuerzas, que han intentado universalizarlo, particularizarlo y nacionalizarlo [14]. (Levy y Sznaider, 2002, p.93)

Su carácter de marco moral, así como la incertidumbre en la que se encuentran sumidas muchas de nuestras sociedades contemporáneas, explica esta relevancia que ha cobrado el Holocausto como paradigma desde el que construir y re-elaborar la memoria particular de prácticamente cualquier endogrupo a nivel global. Ello no implica, como hemos comentado, que siempre se entienda lo mismo por Holocausto. Más bien al contrario. La globalización, como exponen Levy y Sznaider, solo crea un marco común desde el que reflexionar sobre la memoria y desde el cual construir una narrativa sobre el pasado particular. El diálogo del endogrupo con los diferentes exogrupos permite que la comunidad asuma muchas de las ideas y parámetros morales de otros grupos, pero eso no impide que la reelaboración particular y local que realice el endogrupo sea tal que lleve a la necesaria modificación de la narrativa recibida por otra, tal y como es vista desde un contexto diferente. Por ello, estos procesos pueden ser considerados como motor de la memoria cultural, puesto que explican cómo la memoria es tanto compartida a nivel mundial como particularizada en el seno de cada endogrupo, según sus propias características y modos de entender el mundo.

La reacción de Arendt ante el inicio del juicio contra Eichman muestra su enfado ante este cambio de papeles entre víctima y victimario que, para nuestra protagonista, convierte la situación en una escenificación teatral que disuelve la memoria de lo sucedido en la mera venganza (26:01-26:59). El largometraje muestra ante los espectadores, a través de la doble perspectiva entre el desarrollo del juicio y los comentarios del personaje de Arendt, cómo puede funcionar –o, al menos, presentarse de cara al exterior– la despersonalización que pudo producir un hecho como el Holocausto. Cómo una persona como Eichman pudo mostrarse durante el juicio como un mero ejecutor de la ley, separando su faceta humana de un exterminio que él solo veía de manera mecánica (39:15─39:41). Esta elusión de la responsabilidad es lo que interesa a Arendt, entender cómo es posible que alguien pueda haber sido ejecutor y parezca convencido de que no tiene responsabilidad en el hecho de haber conducido a millones de judíos a su muerte en los campos de concentración. La dualidad que se establece dentro del individuo en estos casos es ejemplo de cómo el endogrupo puede crear en la conciencia de cada uno de nosotros una división entre nuestra propia visión del mundo y una necesidad exterior cuya responsabilidad y moral delegamos en la conciencia grupal, y no en la nuestra personal. Es así como esta difusión de la responsabilidad contribuye, de manera importante, a los procesos de deshumanización que largometrajes como el que analizamos exploran. Y solo la acción, otorgada por la capacidad humana del pensamiento, puede servir para luchar contra procesos como el que dieron lugar al Holocausto. En palabras del propio personaje de Arendt: “Y espero que pensar de a la gente la fuerza para prevenir catástrofes cuando llegue la hora de la verdad” [15] (1:42:26-1:42:40).

5. Conclusiones

Hannah Arendt construyó su teoría política en torno a la prevalencia que tiene la acción frente al poder, así como su capacidad para reconstituirse como un elemento heredero del pasado. La memoria de lo sucedido y su construcción es así parte de este proceso de liberación del individuo a través del poder, que encuentra en el arte y en su contemplación. La memoria colectiva a través de la cual recordamos y reconstituimos el pasado como identidad grupal dentro de nuestro presente nos permite entender cómo la estética puede ser comprendida desde este prisma endogrupal. Aquello que puede ser considerado como arte, así como su interpretación, responden por ello no tanto a las impresiones particulares de un determinado individuo, sino al esfuerzo colectivo para lograr un cierto consenso artístico en torno a la belleza. Los rasgos de lo bello se encuentran así en una contemplación subjetiva de unos rasgos entendidos de manera colectiva como subjetivos, que dan cuenta de la relevancia que tiene el juicio de los demás dentro de nuestra propia visión del mundo. Así, para Arendt: “No opinamos sobre cómo se ve o cómo se escucha una obra, sino que opinamos en relación con lo que pensamos que los otros van a opinar sobre las obras” (Colacrai, 2006, p. 272).

Además, aunque la realización de la obra artística requiere de una necesaria soledad creativa, Arendt distingue entre un homo fabers y un animal laborans según el acceso que se tenga a la acción, y la capacidad personal para utilizar esta soledad de manera instrumental para lograr el fin creativo de añadir algo al mundo:

El ser humano, en la medida en que es homo faber, tiende a aislarse con su trabajo, es decir, a abandonar temporalmente el ámbito de la política. La fabricación (poiesis, la creación de cosas), diferenciada de la acción (praxis) por un lado y del mero trabajo por otro, siempre se lleva a cabo en un cierto aislamiento de las preocupaciones comunes, sin importar si el resultado es una pieza de artesanía o de arte. En aislamiento, el ser humano permanece en contacto con el mundo, entendido este como artificio humano; solo cuando la forma más elemental de creatividad humana, que es la capacidad de agregar algo propio al mundo común, se destruye, el aislamiento se vuelve completamente insoportable. Esto puede ocurrir en un mundo cuyos valores principales están dictados por el trabajo, donde todas las actividades humanas se encuentren orientadas a la actividad laboral. Bajo tales condiciones, solo queda el esfuerzo puro del trabajo, que es el esfuerzo por mantenerse con vida, y la relación con el mundo como un artificio humano se rompe. El hombre aislado que ha perdido su lugar en el ámbito político de la acción es abandonado también por el mundo de las cosas, si ya no se le reconoce como homo faber sino que se le trata como un animal laborans, cuyo “metabolismo con la naturaleza” no preocupa a nadie. El aislamiento entonces se convierte en soledad. La tiranía basada en el aislamiento generalmente deja intactas las capacidades productivas del hombre; sin embargo, una tiranía sobre los “trabajadores”, como por ejemplo el dominio sobre los esclavos en la antigüedad, automáticamente sería un dominio sobre hombres solitarios, no solo aislados, y tendería a ser totalitaria [16]. (Arendt, 1958, p. 475)

Por todo ello, la estética que Arendt explora es una estética de la acción política, que se niega a mantenerse callada ante lo que sucede en el mundo, y que procura cambiar el mismo a partir del reflejo del recuerdo del pasado en el presente. La amenaza del totalitarismo y de las consecuencias que este produce puede ser combatida, de esta manera, a través de la comprensión de la otredad y de la estética de la acción que defiende Arendt. Es en la capacidad de pensar, en el debido reconocimiento de que el pensamiento forma parte indisoluble, necesaria y contingente de la misma existencia de la esencia del ser humano donde Arendt encuentra la explicación a lo sucedido en casos como el de Eichman y sus intentos por desprenderse de su propio ser para ejecutar las órdenes de sus superiores nazis. En la devolución de este estatuto ontológico, Arendt pretende no solo romper con la idea de que existen monstruos separados del resto de la humanidad, sino también alertar sobre la necesidad de reflexionar acerca del papel que la memoria y la comunidad juegan dentro de la concepción del individuo. Pues solo ahí, en este reconocimiento del carácter dialéctico y activo de esta relación, podemos encontrar la respuesta a la pregunta por la maldad, así como la responsabilidad individual en crímenes como el del Holocausto. Como el mismo personaje de Arendt explica: “Al negarse a ser una persona, Eichman renunció completamente a la característica más definitoria del ser humano: ser capaz de pensar” [17] (1:41:30-1:41:42).

Tras la experiencia del juicio de Eichman, el largometraje de Margarethe von Trotta se adentra de nuevo en la vida de Arendt en Nueva York. Allí, entre sus lecciones como profesora universitaria, la reflexión sobre el mal como proveniente del yo se entremezclará con la acción del endogrupo que vuelve a este mismo ser superfluo (50:25─50:47); puesto que, como el mismo personaje de Arendt se pregunta: “Nunca amé a ningún pueblo. ¿Por qué tendría que amar al judío?” [18] (1:28:05-1:28:11). Ni siquiera los ataques que recibirá tras el inicio de sus publicaciones sobre el totalitarismo por intentar entender a personas como Eichman –las cuales centrarán la segunda mitad de la película, tras el juicio de Eichman– harán que nuestra filósofa cese en su empeño por entender la naturaleza humana, en relación con el endogrupo del que forman parte. La desposesión de toda capacidad de acción a los presos que pasaron por los campos de concentración es, por lo tanto, lo que permite a Arendt reflexionar sobre el origen del “mal radical” que fue construido por el totalitarismo nazi. La intención de esta película es deconstruir la imagen de que personas como Eichman fueron “monstruos”, seres de mal alejados del resto de los mortales, sino que los condicionantes externos que afectan al individuo son los que pueden convertir a quienes consideramos personas normales en ejecutores de este tipo de maldades; puesto que, como el propio personaje de Arendt expone: “el mayor mal que hay en el mundo es el mal cometido por nadie” [19] (1:38:00-1:38:05). El largometraje que hemos analizado explora, por lo tanto, una estética de la acción que muestra a los espectadores, en definitiva, el proceso por el que otros seres humanos pudieron ser reducidos al estatuto de “muertos vivientes”, sin capacidad de acción:

Si es cierto que los campos de concentración son la institución más trascendental del régimen totalitario, “reflexionar sobre los horrores” parecería ser indispensable para comprender el totalitarismo. Sin embargo, la rememoración no puede hacer esto más de lo que es capaz el informe de un testigo poco comunicativo. En ambos géneros, hay una tendencia inherente a huir de la experiencia; instintiva o racionalmente, ambos tipos de escritores son muy conscientes del terrible abismo que separa el mundo de los vivos del de los muertos vivientes, por lo que no pueden proporcionar más que una serie de sucesos recordados que deben parecer igual de increíbles tanto para quienes los relatan como para su audiencia. Solo la imaginación temerosa de aquellos que han sido conmovidos por tales informes pero no han sido afectados en su propia carne, de aquellos que están libres del terror bestial y desesperado que, cuando se enfrenta al horror real y presente, paraliza inexorablemente todo lo que no es mera reacción, puede permitirse seguir pensando en los horrores. Tales pensamientos solo son útiles para la percepción de contextos políticos y la movilización de pasiones políticas. Un cambio de personalidad de cualquier tipo no puede ser inducido en mayor medida por pensar en los horrores que por la experiencia real del horror. La reducción de un hombre a un conjunto de reacciones lo separa, tan radicalmente como lo hace la enfermedad mental, de todo lo que hay en él de personalidad o carácter. Cuando, como Lázaro, resucita de entre los muertos, encuentra su personalidad o carácter inalterados, tal como los dejó [20]. (Arendt, 1958, p. 441)

Referencias

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NOTAS

[1La cursiva pertenece al original.

[2La cursiva pertenece al original. La traducción es del autor de este trabajo.

[3La traducción es del autor de este trabajo.

[4La traducción es del autor de este trabajo.

[5La traducción es del autor de este trabajo.

[6La traducción es del autor de este trabajo.

[7La traducción es del autor de este trabajo.

[8La traducción es del autor de este trabajo.

[9La cursiva pertenece al original. La traducción es del autor de este trabajo.

[10La traducción es del autor de este trabajo.

[11La traducción es del autor de este trabajo.

[12La traducción es del autor de este trabajo.

[13La traducción es del autor de este trabajo.

[14La traducción es del autor de este trabajo.

[15La traducción es del autor de este trabajo.

[16La traducción es del autor de este trabajo.

[17La traducción es del autor de este trabajo.

[18La traducción es del autor de este trabajo.

[19La traducción es del autor de este trabajo.

[20La traducción es del autor de este trabajo.