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Rashômon. La memoria y su conexión con el pasado
Rashômon (羅生門) | Akira Kurosawa | 1950
Marina Trakas

Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, France
Universidad Nacional de La Plata, Argentina



Mucho se ha discutido sobre el film Rashōmon (1950) de Akira Kurosawa. Mientras que los primeros críticos vieron en el film una interrogación sobre la naturaleza de la verdad, Kurosawa en cierta manera desmintió esta interpretación metafísica y epistemológica de su obra en su autobiografía. En Something like an Autobiography (1982), Kurosawa nos da a entender que Rashōmon es un film que habla sobre las profundidades y los extraños impulsos del corazón humano (p. 182) que impiden al hombre ser sincero consigo mismo y con los otros sobre sí mismo, y que lo llevan a embellecer historias y mentir y mentirse sobre su propia vida con el fin de inflar su ego y esconder su naturaleza esencialmente egoísta (p. 183). El poder del ego, el egoísmo del hombre, serían entonces los verdaderos temas tratados en Rashōmon de acuerdo con su autor y no la problemática de la verdad.

En este artículo, me propongo ir más allá de lo que Kurosawa nos dice sobre la interpretación de su obra, para analizar las posibilidades interpretativas que nos abre Rashōmon, las cuales necesariamente sobrepasan la intención original de su autor. Si la naturaleza moral del hombre es la temática explícitamente desarrollada por Kurosawa en Rashōmon, la cuestión sobre la naturaleza de la verdad también se encuentra presente, pero no como una temática separada sino como una temática imbricada en el seno mismo de la pregunta por la naturaleza humana. Como trataré de mostrar a lo largo de este ensayo, la pregunta por el querer acceder a la verdad, pregunta asociada a la voluntad del hombre, es indisociable de la pregunta por el poder acceder a la verdad, pregunta asociada al funcionamiento de la mente humana.

Múltiples historias en torno un hecho

Rashōmon es un film de testimonios, de historias diversas y en principio incompatibles entre sí en torno a un hecho preciso: la muerte de un samurái. La película presenta distintos testimonios: el testimonio de testigos externos que no vivieron ni presenciaron directamente el hecho trágico pero que han tenido contacto con huellas materiales sobre el hecho, o que se han topado con los involucrados; y el testimonio de las tres personas directamente involucradas en el hecho: el samurái muerto, que habla a través de una chamán, su mujer y finalmente el bandido, de nombre Tajomaru, acusado de asesinato.

Tres también son los testigos externos: el leñador, que en el tribunal declara que solo ha visto objetos dejados en la naturaleza, que constituyen huellas materiales que el evento ha dejado en el presente: primero el sombrero de la mujer, luego el gorro del samurái, luego cuerdas, una pequeña cartera de brocado, y finalmente el cadáver del samurái. Esta es la declaración del leñador, quien en principio tiene acceso al evento pasado en un sentido mínimo, a través de las huellas materiales del pasado encontradas en el presente. El segundo testigo externo es un monje, que solamente declara haber visto pasar a la víctima con su mujer por el camino, y el tercero un peregrino, que es aquel que ha encontrado al bandido cerca de un rio, herido de flechas, al costado del cual se hallaban todas las pertenencias del samurái, tales como el caballo y el arco.

El primer desacuerdo con respecto a los hechos mencionados por los testigos externos proviene del testimonio de Tajomaru, el bandido acusado de asesinato. Tajomaru niega haber estado herido al momento de haber sido encontrado, y argumenta que solo se había caído y que, debido al dolor, había rodado por el piso para tomar agua.

En relación con los testimonios de las tres personas directamente involucradas –testimonios que en el film son recreados visualmente–, los elementos de discrepancia comienzan a aparecer a partir del encuentro sexual entre el bandido y la mujer del samurái, es decir, a partir del momento en el que los intereses personales de cada involucrado comienzan a ser significativos.

El testimonio del bandido es el más extenso. Tajomaru cuenta que vio a la pareja pasar por el camino y, al sentirse extremamente atraído por la mujer, decidió apropiarse de ella aunque ello implicase matar a su marido samurái. Con este objetivo en vista, convenció al samurái que lo ayudara a buscar una especie de tesoro escondido en el bosque y los alejó del camino principal. Los dos hombres partieron entonces en busca del tesoro mientras la mujer los esperaba. Ya en la profundidad del bosque, Tajomaru aprovechó para atacar al samurái y lo encadenó. Luego volvió donde se encontraba la mujer, e inventó que su marido había sido mordido por una víbora. Celoso de la tristeza de la mujer por el supuesto accidente del samurái, el bandido decidió mostrarle que en realidad su marido no había sufrido un accidente sino que se encontraba atado, para luego incitarla a tener relaciones sexuales. Las imágenes del film, que cuentan la historia sobre lo ocurrido según el bandido, dejan entrever que Tajomaru no siente que él ha violado la mujer sino que ella tácitamente consiente: las imágenes cuentan que la mujer lo toma entre sus brazos, como si se dejara ella también llevar por su deseo, y no se tratase de un caso de violación.

Es a partir de este evento, i.e. la relación sexual entre el bandido y la mujer, que comienzan a sobresalir las diferencias entre las distintas versiones de la muerte del samurái, y que el espectador comienza a sentir que las diferencias entre las historias son tan grandes que se trata en realidad de historias completamente distintas.

Volviendo a la historia contada por Tajomaru, luego del encuentro sexual la mujer lo habría incitado a enfrentarse al samurái para defender su honor. La historia nos muestra luego en imágenes un combate caballeresco entre el bandido y el samurái; especialmente el bandido se representa a sí mismo como un guerrero experimentado, extremadamente ágil y valiente. Según Tajomaru, él mató al samurái intrépidamente y sin mayor inconveniente al golpe número 23. Luego la mujer del samurái partió, y el bandido decidió no seguirla.

El segundo testimonio directo es el testimonio de la mujer del samurái. Su historia difiere de la contada por el bandido a partir del momento del encuentro sexual: según ella, ese encuentro no es consentido sino que se trata de una violación. Luego de este acto, el bandido se alejó y ella se acercó entonces a su marido quien la despreció y le pidió que se suicidara. Ella entonces se desvaneció y luego, al volver en sí, encontró a su marido muerto con la daga que era de su pertenencia. Aquí vemos entonces otra diferencia esencial con el relato de Tajomaru en relación con el arma que ha dado muerte al samurái. Mientras que la historia del bandido se trataba de un sable, en la historia de la mujer se trata de una daga.

Finalmente, el tercer involucrado, el samurái muerto, profiere su testimonio a través de un chamán. Según el samurái, luego de la violación el bandido convenció a la mujer de dejarlo para unirse con él. A esta proposición, la mujer respondió afirmativamente pero impuso una condición: que el bandido mate a su marido. Este se negó a realizar tal acto y partió. La mujer también partió y dejo al samurái solo, quien decidió morir honorablemente y se quitó la vida con la daga.

La última revelación proviene del leñador quien confiesa a sus compañeros de discusión (el monje y el peregrino, testigos externos del evento) que en realidad no percibió simplemente huellas materiales en el ambiente sino que había sido un testigo directo de los eventos. El leñador afirma que todos mienten y que los eventos se sucedieron de manera diferente. Según su historia, luego del acto sexual el bandido pidió a la mujer que se casara con él pero ella no consintió directamente sino que consideró que debía preguntarle a su marido. La mujer esperaba que su marido se confrontase con el bandido en un duelo, pero el samurái se negó a arriesgar su vida por ella, a quien consideraba del mismo valor que su caballo. El samurái incitó entonces a su mujer a matarse por haber sido doblemente deshonrada. Ella rompió en lágrimas y acusó a los dos hombres de ser egoístas y de no ser verdaderos hombres y los incitó nuevamente a confrontarse en un duelo. Finalmente los dos se enfrentaron, pero el combate se desarrolló de manera totalmente diferente de la manera presentada en la historia de Tajomaru. Mientras que en la versión del bandido los dos combaten heroica y valerosamente, sosteniendo con firmeza sus sables, en la historia del leñador, el bandido y el samurái muestran miedo, sus manos tiemblan incesantemente, el combate no es un combate de sables sino que se desarrolla en el piso ya que los dos pierden incesantemente sus armas y no logran mantenerse de pie sino que caen todo el tiempo. En este combate para nada glorioso, el bandido toma finalmente su arma y mata al samurái. La mujer se escapa, y el bandido, asustado, también.

Cuando la pregunta epistemológica y la pregunta moral sobre nuestro acceso al pasado se reencuentran en la pregunta por el funcionamiento de nuestra mente

Una primera lectura de estas historias contrarias sobre la muerte del samurái nos lleva a pensar que Kurosawa quiere trasmitir una visión escéptica en relación con nuestro acceso a las verdades pasadas. Parecería que no podemos acceder a nuestro pasado tal como sucedió, que cada uno construye una historia individual sobre lo que aconteció y que no habría posibilidad de saber cuál es la verdadera. Esta visión escéptica sobre el acceso a la verdad lleva a un relativismo epistemológico: cada cual inventa su “verdad” sobre el pasado, la verdad que más le conviene. Escepticismo y relativismo serian entonces parte del mensaje de Rashōmon.

Esta es la interpretación que la mayoría de los críticos realizó sobre la obra. Sin embargo, como ya he anticipado, el problema de la verdad no parece estar en la concepción originaria de Kurosawa, quien explícitamente declaró que el tema de Rashōmon es la naturaleza egoísta del hombre, un tema claramente moral y no epistemológico. Además, el problema de la verdad así descripto contrasta con el final del film, que no hace referencia alguna a dicha problemática sino que presenta una escena de carácter exclusivamente moral: los tres hombres que hablaban sobre la muerte del samurái, i. e. el leñador, el monje y el peregrino, encuentran un bebé abandonado en el templo y el leñador decide adoptarlo, a pesar de su pobreza y su familia numerosa. El monje entonces, haciendo clara alusión a la importancia moral de dicho acto, exclama que su fe en la humanidad ha sido restituida.
Pareciera entonces que la aserción sobre la naturaleza moral del hombre es el verdadero tema desarrollado en Rashōmon, y no el problema de la verdad. No obstante, para cualquier espectador atento es evidente que, independientemente de la intención de Kurosawa, Rashōmon nos transmite un mensaje sobre la verdad, y que el tema abordado no es meramente moral sino también epistemológico. Rashōmon trata de decirnos algo no tanto sobre la verdad tout court, sino sobre nuestra relación con la verdad, o más bien sobre la posibilidad de acceder a la verdad, y no a cualquier verdad, como sería el caso de verdades presentes que pueden ser corroboradas a través de nuestros sentidos, sino a verdades pasadas, en principio solo accesibles a través de la memoria. Quizá el error es haber considerado que Rashōmon trata de dar una respuesta puramente metafísica a la pregunta sobre la naturaleza de la verdad, cuando en realidad trata de dar una respuesta sobre nuestra relación con la verdad y, más específicamente, sobre nuestra relación con la verdad pasada, respuesta que reviste al mismo tiempo de un aspecto epistemológico y de un aspecto moral. Probablemente Kurosawa sea más filosofo de lo que cree ser, y más profundo que lo que ciertos críticos opinan, pues en su film logra plantear estéticamente la estrecha conexión existente entre dos aspectos de un mismo tema.

Esta idea es claramente sugerida en ciertas conversaciones del film, especialmente en la conversación entre el leñador, el monje y el pasante. Luego del testimonio de la mujer, se desarrolla la siguiente conversación:

Leñador: «Todo es falso. El bandido y la mujer mintieron.»
Peregrino: «Los hombres no pueden decir la verdad. Se la niegan a sí mismos.»
Monje: «Quizás, pero solamente porque son débiles. Su debilidad los obliga a mentir. Ellos se mienten a sí mismos».
Peregrino: «Me dan lo mismo las mentiras si la historia es emocionante».

Mientras que el peregrino insinúa que el hombre no tiene la capacidad para acceder a la verdad pasada, el monje considera que no es nuestra capacidad la que nos niega el acceso a la verdad pasada, sino nuestra voluntad que es esencialmente débil. El monje sugiere que el hombre prefiere inventarse historias sobre lo sucedido en lugar de recurrir a una capacidad que él posee y que quizá le permitiría saber qué es lo que verdaderamente ocurrió. Pareciera entonces que para el monje la imposibilidad de acceder a las verdades sobre el pasado es finalmente una decisión del hombre. La última frase del peregrino insinúa una idea diferente de las dos anteriores: no tiene interés saber si el hombre puede acceder a la verdad pasada o no, ya que es suficiente que la historia sobre el pasado cumpla una función social: entretener la audiencia.

Esta conversación breve entre los tres personajes permite vislumbrar tres aspectos diferentes de la pregunta sobre la posibilidad de acceder a verdades pasadas. El primero aspecto, encarnado por la primera opinión del peregrino, se refiere al poder del hombre, es decir, a la capacidad cognitiva del hombre para alcanzar la verdad pasada. La pregunta entonces apunta a interrogar el funcionamiento de nuestra memoria, con el objetivo de saber si nuestros recuerdos pueden ser fidedignos o son puras ficciones, reconstruidas inconscientemente a partir de nuestros intereses presentes. El segundo aspecto, insinuado por el monje, asume en cierta manera que el hombre posee la capacidad de acceder al pasado pero pone en tela de juicio su querer, es decir, su voluntad para conocer el pasado tal como aconteció. Parecería entonces que el hombre deliberadamente distorsiona sus recuerdos sobre sus experiencias vividas con el fin de ocultar y modificar todo lo que cuestiona y perturba sus representaciones y creencias presentes sobre sí mismo. El tercer aspecto tiene que ver con el interés que la verdad sobre el pasado suscita: ¿tiene algún interés o valor acceder al pasado o es lo mismo si éste es reemplazado con historias ficticias?

La pregunta por el poder y la pregunta por el querer acceder a la verdad pasada están más íntimamente relacionadas de lo que en un principio podría parecer. En otra de las conversaciones entre los tres personajes, aparece nuevamente la idea de la voluntad débil del hombre, pero esta vez se subraya que al hombre le es imposible verse a sí mismo como en realidad es, ya que no solo reconstruye el pasado como más le conviene según sus intereses presentes sino que termina por autoengañarse y creer sus propias ficciones:

Leñador: «El muerto también miente»
Monje: «Pero un muerto no puede mentir. Las almas no pueden estar tan pervertidas»
Peregrino: «¿Quién es sincero hoy en día? Solo creemos serlo»
Monje: «¡Qué miseria!»
Peregrino: «Preferimos olvidar lo que no nos gusta. El hombre al final termina creyendo sus propias mentiras. Es más fácil»
Monje: «No es verdad»

En esta conversación, entonces, se percibe más claramente la conexión estrecha que existe entre el aspecto epistemológico y el aspecto moral de nuestra relación con la verdad pasada. Si el aspecto epistemológico remite directamente al cuestionamiento de nuestro funcionamiento cognitivo, más específicamente, al funcionamiento de la memoria, el aspecto moral de la cuestión también remite en último término al funcionamiento de nuestra mente. Aunque en muchos casos el hombre distorsiona su pasado intencionalmente, y en este sentido la mentira y el engaño constituyen un acto deliberado, y por tanto un acto susceptible de ser juzgado moralmente, cuando el deseo de un pasado distinto genera un pasado ficcional que termina por formar parte del sistema de creencias de una persona, la mentira y el engaño adquieren una dimensión psicológica y remiten entonces al análisis de nuestra mente. En definitiva, todos los aspectos de la pregunta por nuestro acceso a las verdades pasadas requieren un análisis del funcionamiento de la mente humana.

¿Podemos acceder a la verdad? El desafío para la memoria reconstructiva

Comenzaré entonces por el análisis del aspecto epistemológico sobre nuestro acceso al pasado. Como ya he anticipado, cuando nos preguntamos por la capacidad del hombre para alcanzar la verdad pasada, nos preguntamos por el funcionamiento de su memoria: ¿la memoria nos permite acceder al pasado tal cual aconteció o ésta no es diferente de la imaginación y solo produce historias ficticias?

En la historia de la filosofía, los recuerdos fueron considerados por mucho tiempo como copias exactas de lo ocurrido que se almacenan en nuestra mente en forma de imágenes mentales. Mientras que Aristóteles (350 BC) considera que la forma de los objetos del mundo exterior se grava y preserva en la mente, para Hume (1732) la memoria preserva no la forma de los objetos externos sino la forma original de la impresión sensorial. Locke (1690) define a la memoria como una especie de segunda percepción que nos permite “ver” de nuevo en la mente lo que vimos en el pasado a través de los sentidos. La memoria reproduce entonces el pasado como si se tratase de una cámara filmadora. Esta concepción se encuentra presente en el siglo XX (y lamentablemente, aun en el siglo XXI). Russell, por ejemplo, (1921) estima que las imágenes de la memoria son copias aproximativas de las experiencias sensoriales pasadas. Según este tipo de concepción, los recuerdos son entonces representaciones mentales similares a la representación pasada. La memoria reproduce simplemente las experiencias pasadas, y la única diferencia radica en su menor vivacidad y fuerza en relación con la representación original. La concepción del recuerdo como copia del pasado no presenta ningún problema para el acceso a la verdad pasada. Parecería entonces que la memoria, cuando funciona correctamente, nos permite obtener un conocimiento exacto sobre nuestro pasado tal como aconteció.

Sin embargo, desde hace más de 60 años la ciencia de la memoria considera que los recuerdos son reconstrucciones y no una especie de replay de un evento pasado. Reconstruimos el pasado como si fuese un rompecabezas, y es así que podemos acordarnos de lo que vivimos. Nuestra memoria no se asemeja a los palacios de San Agustin (400) y nuestros recuerdos no se encuentran almacenados pasivamente para ser recuperados en un futuro. Al recordar, reconstruimos el pasado de la misma manera que un paleontólogo reconstruye un dinosaurio (Neisser, 1967). El paleontólogo solo parte de algunas piezas óseas encontradas, y es a través de otras piezas óseas de otros dinosaurios, y de sus creencias y conocimientos que éste llega a reconstruir un modelo sobre el supuesto aspecto físico de un animal extinto. Este mismo trabajo es realizado por nuestra memoria. Y es por ello que los recuerdos son reconstrucciones mentales y en nada se asemejan a videos, fotografías, u otros medios de grabación. Los recuerdos son construcciones transitorias que, aunque representan el pasado más o menos de forma precisa, están condensados temporalmente y contienen muchos detalles inferidos, consciente y no conscientemente, al momento de su construcción (Conway & Loveday, 2015).

La primera mención explícita de la naturaleza reconstructiva del recuerdo se remonta a 1932. En Remembering (1932), Bartlett, el padre de la psicología experimental, describe uno de sus experimentos psicológicos que tiene muchos puntos en común con la historia de Kurosawa. Bartlett hizo leer a diferentes personas una historia folclórica llamada The War of Ghosts, y las testeó a través del tiempo para ver como la recordaban. Su experimento demostró que la historia cambiaba radicalmente con el tiempo: no solamente pequeños detalles eran olvidados, y ciertos eventos eran comprimidos, sino que también existían cambios bastantes radicales; las personas adaptaban la historia en concordancia con su propia historia de vida, su cultura, sus orígenes, es decir, reconstruían el recuerdo a partir de sus distintos “esquemas” mentales. En este sentido, la idea de Bartlett es similar a la de Kurosawa, pero más extrema: mientras que Kurosawa analiza las discordancias que existen entre los recuerdos de distintas personas, Bartlett analiza las discordancias que existen entre los recuerdos de un mismo evento de una misma persona a lo largo del tiempo. Si Kurosawa parece insinuar que nunca dos personas recuerdan un mismo evento de la misma manera, Bartlett prueba que nunca un mismo evento es recordado de la misma manera por la misma persona.

Hoy en día, con los avances de la neurociencia y la psicología, se podría explicar el experimento de Bartlett a partir de las siguientes tesis ampliamente aceptadas y empíricamente corroboradas:

a) las huellas mnémicas no son entidades fijas; cambian tanto durante el proceso de codificación, como durante el proceso de consolidación (incluso durante el sueño) y de recuperación;

b) las huellas mnémicas no son la única causa de los recuerdos; los intereses y objetivos presentes, las expectativas y emociones de la persona que recuerda contribuyen también a la determinación del contenido del recuerdo.

c) los recuerdos no solo reproducen el pasado, sino que cumplen otras funciones cognitivas como asegurar la continuidad del yo, preservar la coherencia, planificar el futuro y promover las relaciones sociales.

Es por ello que todo recuerdo es dependiente del contexto. Un mismo evento nunca es recordado de la misma manera, ni por distintas personas ni por la misma persona.

A diferencia de la concepción de la memoria como simple copia, el paradigma reconstructivo de la memoria pone en jaque la posibilidad de acceder a las verdades sobre nuestro pasado. Nuestros recuerdos no son construidos simplemente con miras a corresponder con la realidad pasada, sino que también buscar mantener cierta coherencia con otros recuerdos, otras creencias e intereses que la persona posee. Es más, la búsqueda de coherencia prima en general sobre la correspondencia: mientras que solo pocos recuerdos son simultáneamente altos en correspondencia y coherencia, la mayoría de nuestros recuerdos son altos en coherencia con nuestros otros recuerdos, creencias e intereses presentes, y bajos en correspondencia con el pasado (Conway & Loveday, 2015), como en Rashōmon en donde cada personaje trata de acomodar su recuerdo a sus intereses presentes.

Parece entonces que la naturaleza reconstructiva de nuestra memoria pone en jaque su utilidad misma: la memoria no sería distinta de la imaginación, y en nada nos permitiría conocer la verdad sobre el pasado. Todos nuestros recuerdos serian en cierta medida falsos (Bernstein & Loftus, 2009). Sin embargo, la experiencia cotidiana nos demuestra de manera continua que logramos navegar tanto el mundo material como el mundo social y cultural de manera más o menos correcta y eficaz, a partir de la información que cada cual posee. Cada día que vamos a la panadería, o al supermercado del barrio, no necesitamos buscar la dirección, sino que recordamos automáticamente, incluso corporalmente, cómo llegar. Cada vez que encontramos un conocido que nos ha defraudado varias veces hacemos bien en mostrar una actitud distante y precavida. La pregunta que entonces surge es cómo es posible navegar exitosamente en el mundo material, social y cultural si la información que poseemos parece provenir de una capacidad tan creativa como nuestra imaginación.

Aunque la memoria sea reconstructiva, las actitudes tanto investigativas como morales de una persona implicada en un proceso de rememoración son distintas de las actitudes propias de una persona involucrada en un proyecto imaginativo. En un proceso de rememoración la persona que desea recordar su pasado con fidelidad tiene a su alcance tanto mecanismos internos de monitoreo de su memoria como métodos de investigación externos para confrontar sus aparentes recuerdos, ninguno de los cuales es empleado en un proyecto imaginativo. Por un lado, como bien describió Bernand Williams en su excelente y último libro Truth and Truthfulness (2002), la búsqueda de exactitud y precisión implica la resistencia a creer aquello que es agradable, o aquello que nos es más conveniente, o aquello que deseamos que sea verdadero pero que en realidad no lo es. Esta resistencia a la ilusión, al autoengaño y a la fantasía es operada por nuestra metamemoria, término introducido por el psicólogo estadounidense John Flavell (1971) en los años 70, que refiere tanto a los procesos de monitoreo y de autocontrol operados por nuestra memoria como al conocimiento introspectivo que poseemos sobre el funcionamiento de la misma. Gracias a esta capacidad, una persona puede monitorear información relativa a un recuerdo, tal como su accesibilidad, los sentimientos que lo acompañan, su compatibilidad con otros recuerdos y creencias, así como también información relativa al funcionamiento especifico de su sistema de memoria, con el fin de determinar de manera aproximativa el grado de fidelidad que debería atribuirle a dicha representación interna y privada sobre el pasado.

Pero por el otro lado, la fiabilidad de nuestros recuerdos no solo es asegurada de manera interna a nuestro sistema cognitivo, sino que ella se construye a partir de los recuerdos de otros y de las huellas materiales que los eventos pasados dejan en el mundo. Mientras que todo recuerdo posee un componente subjetivo que refiere a la significación y evaluación que le atribuimos a un evento pasado, existen también propiedades del recuerdo objetivas que son fácilmente corroborables por cualquier persona que haya participado o haya sido testigo del evento recordado, o por documentos u otro tipo de métodos de codificación. Por ejemplo, si recordamos que en una reunión había 6 personas cuando en realidad había 8, probablemente el falso recuerdo será fácilmente desenmascarado como tal a partir de la confrontación con los recuerdos de los otros participantes, a partir de huellas materiales dejadas por el evento, tal como un registro de participantes, una fotografía, o una filmación. De esta forma, una persona puede también emplear métodos de investigación externos a su mente para evaluar la fidelidad de sus recuerdos a partir de la confrontación con el mundo material, social y cultural.

Sin embargo, como ya se mencionó brevemente, el uso concienzudo de mecanismos de monitoreo internos y de métodos de investigación externos dependen completamente del deseo de acceder al pasado de la manera más fidedigna posible. Y ese deseo depende claramente de la voluntad del hombre y, por tanto, reviste un carácter moral. Aquí podemos ver nuevamente como los aspectos morales y epistemológicos sobre nuestro acceso a la verdad pasada se encuentran estrechamente entrelazados.

Volviendo a Rashōmon, es evidente que ninguno de los tres personajes directamente involucrados en la muerte del samurái desea recordar el evento de manera fiable y que, por tanto, ninguno utiliza ni sus capacidades metacognitivas ni métodos de investigación externos para desentrañar la verdad. Sin embargo, en tanto que espectadores del film y oyentes desinteresados de los testimonios, nosotros sí podemos utilizar concienzudamente métodos de investigación y de comparación para finalmente vislumbrar los hechos que llevaron a la muerte del samurái. Si comparamos los testimonios de las personas directamente involucradas, incluido el leñador que al final se revela como testigo directo, hay más coincidencias de las que uno puede creer al mirar por primera vez el film. Mientras que en una primera instancia las historias se presentan como completamente diferentes, un análisis más detallado y de naturaleza comparativa nos permite ver que entre las historias existen más similitudes que las pensadas. Por ejemplo, en casi todas las historias la mujer aparece como aquella que incita a su esposo y al bandido a enfrentarse. Solo la mujer cuenta una historia diferente y dice haberse desmayado. Tanto la mujer como el samurái dan a entender que ella ha sido violada, a diferencia del bandido quien insinúa un cierto consentimiento de la parte de la mujer. Lo mismo acontece con la muerte del samurái: solo el samurái dice haberse matado, mientras que la mujer dice no saber cómo murió su marido, y los otros dos testigos, el bandido y el leñador, coinciden en su relato sobre el asesinato del samurái en manos de Tajomaru. Si bien el combate es descripto de manera distinta, el hecho es el mismo. Recordemos que el bandido dice haber enfrentado al samurái con valentía y destreza, mientras que en la historia del leñador el enfrentamiento aparece teñido de cobardía y torpeza. En todo caso, el leñador sería el más objetivo pues sus intereses no parecen estar en juego en la historia: si sus recuerdos son falsos se debe probablemente a errores cognitivos en el procesamiento de la información realizado por la memoria, y no a un intención consciente o inconsciente por ajustar los hechos pasados a sus intereses personales, como sucede en los otros tres casos donde cada uno distorsiona el pasado con el fin de mantener su honor.

En consecuencia, no estamos condenados a conformarnos con simples historias, en gran medida ficticias, sobre lo que ocurrió, puramente construidas a partir de nuestros intereses presentes. Los procesos de monitoreo internos en el caso de nuestros propios recuerdos, así como también los testimonios de otras personas y las huellas materiales dejadas en el mundo por los hechos pasados, pueden ayudarnos a reconstruir el pasado de manera fidedigna. En primer lugar, siempre existen algunos puntos de acuerdo entre distintos testimonios que pueden ser tenidos en cuenta para evaluar que alguien tiene más razón que otro. En segundo lugar, también existen testimonios más desinteresados que otros, como es el caso del testimonio del leñador, en donde es difícil concebir un interés posible que lo guie a deformar (consciente o inconscientemente) su recuerdo, a diferencia de los tres involucrados cuyo honor está en juego. Por último, existen huellas materiales dejadas en el mundo físico por el evento, como el cuerpo del samurái, sus pertenencias, las supuestas armas, huellas que al ser examinadas en detalle dicen más de lo que representan de manera inmediata.

En conclusión, podemos decir que nuestra memoria en conjunción con la metamemoria, los sistemas de memoria de otras personas y el mundo material y cultural, nos permite tener un acceso a ciertas verdades sobre el pasado. Un escrutinio riguroso que evalúa el propio recuerdo al mismo tiempo que considera a los otros y al mundo saca a la luz más verdades que una confianza ciega en la primera representación que brota de nuestra memoria. A pesar de la naturaleza reconstructiva de la memoria individual, el acoplamiento entre los sistemas cognitivos de distintas personas y el mundo material y cultural hacen de la memoria un sistema fiable.

¿Queremos acceder a la verdad? Sobre la sinceridad, la insinceridad y el autoengaño

La fiabilidad del testimonio de otros, indispensable en la búsqueda de la verdad pasada, depende en gran medida de la sinceridad de esos otros. Ser sincero no solo significa expresar lo que uno piensa, sino también implica evitar todo tipo de discurso engañoso, ambiguo o confuso que pueda tergiversar el mensaje recibido por el oyente (Williams, 2002). Sin embargo, en el film de Kurosawa se cuestiona la posibilidad de acceder al pasado porque se cuestiona la sinceridad del hombre. En este sentido, Rashōmon resuena a Nietzsche, quien en su juventud escribía:

“En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad.” (Nietzsche, 1873, pp. 18-19).

El egocentrismo y la vanidad opacan la inclinación pura del hombre hacia la verdad, quien nada más desea las consecuencias agradables de la verdad y se muestra hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales para sí mismo.

Pareciera entonces que la sinceridad no es propia de la naturaleza del hombre y que, sin embargo, ella se presenta como esencial para poder construir el pasado en común. Si bien un hombre que voluntariamente expresa una mentira cuando se espera de él un testimonio fidedigno comete un acto deliberado e inmoral (excepto en ciertas circunstancias particulares donde la mentira estaría en cierta manera “justificada”), un hombre que se niega a sí mismo la ocurrencia de un hecho, lo reprime y lo transforma al expresarlo, en realidad no miente, y por tanto no comete ni un acto deliberado ni un acto inmoral del mismo nivel que la mentira: solo expresa la mejor versión de la verdad que es capaz de contar. En este último caso, se lo puede inculpar de insinceridad consigo mismo y de falta de prudencia epistémica al evaluar su recuerdo (Williams, 2002, pp. 125-126), pero claramente estas faltas tanto morales como epistémicas son más leves que las faltas imputadas a un acto de mentira deliberada. Como Dostoyevsky escribió en Memorias del subsuelo (1864):

“Todo hombre tiene recuerdos que no dice a cualquiera sino solo a sus amigos. Otros asuntos ni siquiera los revela a sus amigos, sino solo a sí mismo, y en secreto. Pero existen otros asuntos que un hombre tiene miedo de decirlos incluso a sí mismo, y todo hombre decente tiene varios de estos asuntos, ocultos para su propia consciencia” (citado en Goleman, 185, p. 112).

A este último tipo de eventos pasados, reprimidos y alejados de la consciencia para preservar la integridad del sí mismo, y por tanto la autoestima y la imagen que uno se construye de sí mismo, el psicólogo David Goleman (1985) los ha denominado los secretos que uno se esconde a sí mismo. Existen varios mecanismos para preservar la integridad del yo: mecanismos que filtran la información percibida y mecanismos que niegan o transforman la información almacenada. La inatención selectiva pertenece al primer tipo de mecanismo. La inatención selectiva filtra de nuestro campo perceptivo aquellos elementos inconfortables, contradictorios, que amenazan o ponen en tela de juicio nuestra integridad y la imagen que hemos construido de nosotros mismos. Al ser borrados de nuestro campo perceptivo, estos elementos no solo nunca alcanzan nuestra conciencia sino que no son ni siquiera procesados y, por tanto, tampoco almacenados. El “blanco” de la mujer del samurái luego de haber sido despreciada por su marido podría explicarse a través de este mecanismo. Dentro del segundo tipo de mecanismo, se encuentran mecanismos de negación y represión, así como también mecanismos de transformación. Existen varios mecanismos de transformación. La inversión es uno de ellos: el sujeto niega el evento y lo transforma en su contrario. Este podría ser el caso del samurái, quien incapaz de aceptar e integrar en su historia su asesinato en manos de un bandido, niega el hecho y lo transforma en un suicidio. La racionalización es otro mecanismo de transformación, pero no tanto del evento en sí sino de los verdaderos motivos que llevaron a una persona a realizar una acción. En este caso, el sujeto niega los verdaderos impulsos detrás de su acto y los reemplaza por motivos “razonables”. En Rashōmon, por ejemplo, el bandido podría haber racionalizado su acto de violación al considerar que la mujer del samurái consintió al acto sexual. Según esta versión racionalizada, los motivos que lo habrían llevado al acto sexual no serían entonces impulsos oscuros, malsanos y despreciables, sino el deseo mutuo y el consentimiento de la mujer del samurái.

Sin embargo, entre la mentira deliberada y la auto-mentira producto de mecanismos mental de defensa, existe un tercer caso, un caso intermedio que establece un puente entre estos dos extremos: la mentira deliberada que termina autoengañando al sujeto que la emite y convirtiéndose en creencia propia. Esto sucede cuando una persona que en un principio fabrica deliberadamente historias, eventos, incluso identidades, con el fin de engañar a otros sobre sus vivencias, su pasado, su personalidad, sus valores, finalmente termina creyendo ella misma sus propias mentiras. Las inconsistencias presentes en los relatos del samurái, de su mujer y del bandido Tajomaru podrían también explicarse a partir de este proceso en donde el engaño se convierte en autoengaño.

Hemos visto entonces que la insinceridad posee diversos orígenes: puedes ser el producto de una decisión consciente y deliberada, es decir, de una mentira en sentido propio, o puede ser el producto de una decisión consciente transformada con el tiempo en autoengaño, o bien de mecanismos de defensa que distorsionan la realidad de manera inconsciente. Mientras que en el primer caso la responsabilidad del sujeto que miente es mayormente moral, en el segundo y tercer caso la responsabilidad, aunque menor, es tanto moral como epistémica: el sujeto debería ejercer una vigilancia epistémica con respecto a sus recuerdos (a través tanto de sus capacidades metacognitivas como de métodos de investigación externos) y debería priorizar su deseo de verdad por sobre todo interés personal.

Estos distintos orígenes de la insinceridad que tanto Kurosawa como Nietzsche consideran propia del hombre, muestran claramente que la insinceridad no solo reviste de un carácter moral sino también de un carácter epistemológico, y que una comprensión profunda de su naturaleza requiere la comprensión del funcionamiento de la mente humana. Recordemos las palabras del leñador al final del film, quien al reconocer la insinceridad que puebla todas las historias, incluso la propia, exclama, consternado, no comprender la naturaleza de su alma.

Es entonces en relación con la insinceridad que podemos apreciar de la manera más profunda cómo el aspecto epistemológico y el aspecto moral de nuestra relación con la verdad pasada están íntimamente interconectados.

Egoísmo discursivo, altruismo en la acción

La insinceridad de Tajomaru, del samurái, de su mujer, e incluso del leñador, cuya historia podría también en principio ser ficticia, podría tener cualquiera de los orígenes mencionados con anterioridad: una decisión deliberada de ocultar la verdad, una mentira convertida en creencia, una representación errónea producto de mecanismos mentales de defensa. En tanto que espectador, sin embargo, no podemos saber quién miente deliberadamente, o quién cree la historia falsa que él mismo relata. Aunque supongamos con cierto fundamento que el relato del leñador es el más sincero, nada puede ser corroborado ni la duda puede ser completamente eliminada. En última instancia, el leñador mintió en la corte al no contar los hechos que había presenciado, y mintió al monje y al peregrino, al negar la existencia de una daga con el fin de ocultar el hecho de haberla robado.

En Rashōmon todos los personajes son sospechosos de insinceridad. Y este parece ser el mensaje que Kurosawa quiere transmitir. Pareciera entonces que según Kurosawa el hombre no emplea el lenguaje para acercarse a la verdad sino que lo utiliza exclusivamente con fines personales y egoístas: ocultar y cambiar aquellas verdades que lo perjudican o que no confirman la imagen creada de sí mismo. El discurso alejaría al hombre no solo de su humanidad, entendida como sensibilidad, compasión, bondad hacia sus semejantes, sino también de la humanidad en general. El monje expresa claramente esta concepción oscura y negativa de la palabra y de la naturaleza humana tanto al comienzo como al final del film:

Monje (al comienzo): “Guerra, terremotos, viento, incendios, hambruna, plagas… Año tras año, no ha habido más que desastres. Los bandidos aparecen cada noche. He visto tantos hombres asesinados como insectos, pero nunca en mi vida he escuchado una historia tan horrible como esta. Si, tan horrible. Esta vez, podría finalmente perder mi fe en el alma humana. Estos hechos son peores que los bandidos, las plagas, las hambrunas, los incendios, o las guerras”.

Monje (al final): “Si los hombres no confían los unos en los otros, este lugar que llamamos tierra podría ser en realidad el infierno”.

La hambruna, la peste, la guerra, la muerte, no son comparables con el mal causado por el egoísmo del hombre, quien utiliza la palabra para engañar a sus congéneres y engañarse a sí mismo.

Ni siquiera el mundo de la acción parece escapar al egoísmo del hombre. Al final del film, descubrimos que el leñador niega la existencia de la daga en su relato de los hechos con el fin de ocultar que él mismo la había robado. El descubrimiento de este acto inmoral y egoísta es seguido por dos actos de la misma clase: el abandono de un bebé recién nacido por parte de sus padres y el robo por parte del peregrino del kimono encontrado junto al bebé abandonado en el monasterio. El peregrino acentúa que es imposible sobrevivir en este mundo sin ser egoísta.

No obstante, Kurosawa nos ofrece un poco de esperanza antes de bajar el telón de Rashōmon. Kurosawa nos presenta un acto de altruismo fuera del mundo discursivo, en el mundo de la acción: el leñador, a pesar de ser pobre y tener que alimentar una familia numerosa, decide adoptar el bebé que han encontrado abandonado en el monasterio. Si pareciera que no existe posibilidad de sinceridad en el discurso, las puertas quedan abiertas para que el altruismo, la compasión y la bondad del hombre se realicen y se muestren a través de la acción. Es en este momento cuando el monje exclama que su fe en la humanidad ha sido restituida.

Referencias

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NOTAS