En la película de László Nemes, El hijo de Saúl (2015), el protagonista encuentra a un niño agonizante que ha sobrevivido a la cámara de gas en el campo de Auschwitz-Birkenau y a quien después un médico de las SS asfixia con sus propias manos. Empieza entonces una carrera desesperada para Saúl Ausländer (Géza Röhrig). Ya no cesará en su empeño por buscar un rabino entre los presos para enterrarlo según las leyes judías: roba el cadáver, lo esconde, carga con él, afirma que se trata de su hijo. En su afán por sepultarlo, pone en peligro los planes de huida del sonderkomando [1] al que pertenece. Uno de sus compañeros lo increpa: “vas a conseguir que nos maten”: él responde inexpresivamente: “ya estamos muertos”. La película de Nemes ha reavivado el debate acerca de la representación del genocidio nazi, en especial el que enfrentó a Didi Huberman con Claude Lanzman a propósito del valor documental de las imágenes de archivo y la exhibición de cuatro fotografías tomadas clandestinamente en dicho campo [2] (a las que el film también alude). Pero la particular puesta en escena de este director parece haber reconciliado sus posiciones enfrentadas. El propio Lanzmann ha mostrado su aprobación (Blottière: 2015) y Didi Huberman, en la carta pública (2016) que dirige a Nemes, retoma entre elogios los planteamientos con los que ya respondiera en su momento a la polémica. Pero más que volver a la controversia sobre sobre la posibilidad de representar el horror de los campos, me interesa reorientar esta cuestión alrededor de las figuraciones de la muerte que la película presenta y alrededor de la enigmática obstinación de su protagonista, una cuestión que enlaza los límites de la vida humana que puso en juego el nazismo con la propuesta visual de Nemes. Porque justamente, en el radical punto de encuentro entre el borde de las imágenes y el borde de la muerte se abre un espacio para imaginar, pese a todo, esa vida humana. Como sucede en las fotos clandestinas tomadas en Birkenau, en la película, el espectador no ve, sólo atisba. Cuando comienza solo se escucha el canto de un pájaro; después, murmullos, lamentos y ladridos de perros crecen en intensidad hasta que un silbido interrumpe el canto. La pantalla aparece difuminada, apenas se distingue el verde de un bosque y sombras imprecisas, confusas que, a medida que se aproximan, adquieren su condición de seres humanos, hasta que el rostro de Saúl, perfectamente perfilado al entrar en foco, ocupa todo el plano. Desde ese momento los seguiremos de cerca, la cámara prácticamente ya no abandonará su cara o su espalda. El plano continúa mientras Saúl avanza y a su alrededor siguen los lamentos, los gritos de órdenes en alemán, los sonidos metálicos… ruidos informes como las figuras desenfocadas del que ya se adivina como un campo de exterminio al que van llegando los prisioneros. Cuando el personaje se detiene para descansar y se apoya contra una pared, vemos de nuevo su cara y cómo ante él pasan velozmente decenas de figuras borrosas de hombres, mujeres y niños, antes del cierre de una puerta y la cola en negro que precede al título de la película. En la siguiente secuencia, ya en la antesala de la cámara de gas, la escena se repite: mientras Saúl se apoya en la pared, esas figuras (ahora desnudas) son empujadas hacia una puerta que nuevamente se cierra. Observamos su rostro que ocupa por completo de nuevo el encuadre, se escuchan los golpes y gritos procedentes del interior de la cámara que resuenan en aumento hasta que la pantalla queda, otra vez, en la oscuridad. El sonido sugiere así lo que la imagen niega a la vista, siempre emborronada, deliberadamente cerrada en el formato de 1:37,1 y a escasos centímetros de su protagonista. La propuesta visual que, en palabras de Nemes, reduce “el alcance de lo visible” para relatar “la experiencia visceral de estar en un campo de concentración” (en Pena, 2016: 7) muestra por elusión el horror del exterminio. Los cortes iniciales, con sus correspondientes pausas en negro, dan cuenta fragmentariamente de la maquinaria de muerte del campo, en donde la cadena de acciones debe cumplirse implacablemente. La atmósfera asfixiante, la imposibilidad de ver, el sonido ensordecedor y disociado de la imagen, etc. construyen no tanto la historia de un deportado sino su vivencia en esas circunstancias. Las formas no se distinguen con nitidez. La percepción fallida apunta a los límites de la visión humana y de la representación fílmica, así como a los contornos de la vida: sombras, borrones, bultos… las huellas de lo real son las huellas de lo inhumano. No es casual la elección del director de rodar íntegramente en película de 35 mm. La preferencia del soporte analógico tiene que ver con la materialidad que proporciona el grano y la profundidad de la imagen fotoquímica, en contraste con la digital “que está fijada en pixels y que no está viva, es materia muerta” (Nemes en Pena, 2016: 8). Este medio permite hacer del cine “un proceso hipnótico y fisiológico” apunta Nemes (en Pena, 2016: 7). La textura del detalle y la imperfección de la película fotográfica componen así una “materia viva” frente a la descomposición del campo y a la muerte que todo lo invade, articulan a la vez relato y experiencia en la inmersión subjetiva a la que nos arrastran. Didi Huberman ha caracterizado esta articulación como una “relación de tactilidad con el espectador” (2016: 15), en lo que la película “nos toca”, aunque lo que quisiera destacar es la implicación sensorial que convoca al cuerpo de ese espectador en una historia en donde precisamente los cuerpos quedan borrados o reducidos a la materialidad del cadáver. En ese sentido, la delimitación de la distancia respecto a lo filmado, de cómo y hasta qué punto mostrarlo, se erige como cuestión crucial de un film empeñado, como Saúl, en buscar el último reducto de humanidad. Si en los límites de lo audible y lo visible se juegan los límites de lo humano, en su obcecación se miden igualmente la muerte y la vida. Robar (a) la muerte La secuencia en la que Saúl contempla el asesinato del niño se registra en la película mediante uno de sus escasísimos planos generales y uno de los pocos con fondo nítido, un énfasis que señala una cesura narrativa en la dramática del filme y que detiene, por un momento, la maquinaria de la “industria planificada de la muerte” (Sánchez Biosca, 2006: 139). Aunque nuestra mirada contempla lo mismo que él, no sabemos exactamente qué ve, qué se encarna en esta visión (como no sabemos nada de su vida de antes de la llegada al campo). De pronto, de entre todos los cadáveres anónimos que ha arrastrado y amontonado, surge este niño. No es más que un niño y ha visto su rostro, el único en el que la cámara, por cierto, se detiene. De pronto ha visto también la cara de quien lo mata, en medio del anonimato y la impunidad con el que se ejerce el poder de la muerte en su entorno. La escena confronta a Saúl en sus límites como viviente, lo enfrenta quizás al automatismo de sus acciones en esta maquinaria y decide con determinación que este cadáver no se sumará a la cadena: “asume la voluntad de llevar un único muerto” (Huberman, 2016: 22). Su afán por enterrar a este niño supone por su parte un intento por restaurar la integridad de su muerte. No le devolverá la vida pero sí la humanidad que le ha sido arrebatada casi por tres veces (en la cámara de gas, a manos del médico, al punto del horno crematorio). Igualmente su reconocimiento como hijo le otorga una filiación que lo salva de su destino de despojo anónimo. No será ceniza extraviada ni cuerpo apilado entre otros, será el hijo de Saúl, honrado en sus exequias, llorado en el Kaddish. Saber quién es el difunto y dónde está su tumba asegura una inscripción simbólica individual y comunitaria a ese resto expulsado tanto de la muerte como del universo de los vivos. La sepultura permite, paradójicamente, recuperar la existencia de este infante como mortal y conservar lo que de incorruptible tiene como sujeto. En ese gesto se cifra el rescate de una muerte como muerte humana y de una vida vivida como tal. “Ya estamos muertos” afirma Saúl y en su respuesta resuenan las palabras de Giorgio Agamben: “En Auschwitz no se moría, se producían cadáveres” (2000:74). El campo es ese lugar donde la muerte es reemplazada por la fabricación de cadáveres, allí donde el hombre deja de ser hombre y su muerte deja de ser una muerte, literalmente exterminada. La eficacia del sistema concentracionario no reside solo en la capacidad de matar a este niño y los siguientes, a Saúl y a todos los judíos, sino en cómo la desapropiación de la propia muerte destruye lo específicamente humano: “Cadáveres sin muerte, no-hombres cuyo fallecimiento es envilecido como producción en serie. Es justamente esta degradación de la muerte lo que constituye el ultraje específico de Auschwitz, el nombre propio de su horror” (Agamben, 2000:74). Esta sustracción iba del cuerpo (gaseado, volatilizado, eliminado) al significante. “Solución final” fue el rodeo que tomó la palabra. Uno de los testigos de Shoah (Lanzman, 1985) relata la prohibición de utilizar los términos “muerto” o “víctima” para nombrar a los judíos asesinados: “los alemanes nos imponían decir, en lo que hace referencia a los cuerpos, que se trataba de figuras (Figuren), es decir, de marionetas, de muñecas, o de trapos (Schmattes)”. Stücke (piezas o trozos de carne muerta) destaca de entre las órdenes en alemán que escuchamos en la película. Como sonderkomando, Saúl es “portador del secreto”, conoce bien lo que esconden las recomendaciones que los soldados de la SS hacen a los judíos antes de entrar a las falsas duchas. Se necesita al menos de un cuerpo que no desaparezca sin dejar rastro. “Ya estamos muertos”: la réplica del protagonista reconoce en él mismo la condición de quien se propone soterrar. Anticipa el más que previsible final que le espera en el campo y que se propone evitar para este semejante con el que se ha cruzado. “Cadáver sin muerte” se refiere tanto al niño, en la desapropiación de una forma de morir como a él mismo, en la manera de vivir en el campo, como si nada separara un cuerpo sin vida del muerto viviente en el que se aloja. En cualquier caso, la “Solución final” engloba, bajo un mismo plan de aniquilación, tanto a los campos de concentración como a los de exterminio. Poder de hacer vivir y poder de hacer morir confluyen en esta respuesta, en la deriva que va de la biopolítica a la tanatopolítica, [3] hasta que el cadáver de este niño que regresa de la muerte viene a trazar otros límites. Desde esta perspectiva, la película de Nemes plantea la potencia del deceso revertido en aliento, en el intento de Saúl de inscribir en la vida una zona muerta y en la muerte, una zona viva. Cuando los cadáveres no son más que desechos informes que ocultar o fabricar industrialmente, volver a lo elemental y dar sepultura a un niño se convierte en un acto de resistencia. La ceremonia funeraria no solo restituirá el hurto de humanidad a este infante, también convoca a Saúl a recuperar esa vida que le ha sido privada ferozmente y a la que se aferra. Por algo, a diferencia de los animales, solo los humanos entierran a sus muertos. Ser padre para estar vivo Es Saúl quien pone a salvo la cámara con la que uno de sus compañeros ha logrado tomar fotografías del campo, en alusión a las que tomara el sonderkomando conocido como Alex, en agosto de 1944. Una de estas instantáneas, la que quedaba enmarcada por el umbral de la puerta de acceso a la cámara de gas, se integra como imagen fílmica en el transcurso del relato. No es solo el testimonio de lo en ella apenas vemos lo que prima Nemes en este tributo sino las circunstancias en la que la fue tomada, al poner en escena el “bastidor” que la posibilitó y los riesgos que conllevó. Tal y como describió Didi Huberman: “este aparece como el umbral paradójico de un interior (la cámara de muerte que protege, justo en ese momento, la vida del fotógrafo) y de un exterior (la innoble incineración de las víctimas apenas gaseadas). Ofrece el equivalente de la enunciación en la palabra de un testigo” (2004: 65). No es accidental que el argumento de la película trame a la par el intento de Saúl con el intento de fuga de los sonderkommando ni en hacerlos coincidir con estas instantáneas, como si de distintas formas de resistencia se tratara y como si en distintas líneas del relato se movilizara una salida del campo. Aunque en contraste con estas posibilidades, el propósito de Saúl parece suicida y en contra de todo y de todos, “un gesto a contracorriente del imperativo `político´ (sacar fotos para dar testimonio) y del imperativo de la supervivencia (trabajar para la fuga)” (Heredero, 2016: 11). El interrogante de la película se refiere desde luego a cómo sobrevivir en el campo pero llega más lejos: ¿en qué consiste estar vivo? La interrogación se origina del lado de la privación extrema y la necesidad de huida. Pero el trayecto en el que acompañamos a Saúl es otro: se plantea del lado de un deseo. Un deseo que surge en su absoluta destitución como ser humano. Un deseo loco porque todo lo embarga y pone en peligro la vida. Un deseo extraño, absurdo, desesperado. La secuencia del momento de la fuga en la que atraviesa el campo, cargado con el bulto del niño, en medio del fuego cruzado, exponiéndose a la muerte por este cadáver (por la muerte misma), revela con toda su intensidad este despropósito. No olvidemos que en ningún momento se nos asegura que ese niño sea su hijo. La cámara que en todo momento lo acompaña y la restricción de lo visible que antes comentaba no solo dan cuenta de la experiencia infernal del campo, tal y como planteaba antes, la borradura nos hace dudar también de los límites subjetivos en los que Saúl se mueve y de los contornos de la realidad y su rapto. Quizás sea preciso inventar una enajenación mayor que aquella a la que el campo aboca para sobrevivir en él, un borde en el que, frente a la inexistencia de la muerte nazi, Saúl opone la irrealidad de un hijo muerto. Porque de eso se trata, de una invención, a falta de mejor nombre. Saúl se inventa un hijo y su pérdida, se inventa como padre doliente. Es el sujeto mismo el que está en juego, pero desde ese lado, la supervivencia nunca es independiente de un otro como objeto de amor, lo cual parece insólito en este medio. Eso recuerda Saúl: que si hay otro, hay sujeto (ese otro necesario para constituirse como uno mismo). Más todavía si ese otro se ha perdido. Hay pérdida porque hay sujeto, esa herida lo despierta. Y ese otro amado, perdido, no es cualquiera, es un hijo, una parte de sí mismo, una descendencia truncada. Puede que este otro sea del orden de la alucinación (siempre lo es), no importa para reconocerse en él y recomponer el perfil de una imago humana donde se declaró muerto. Saúl rescata de este modo ya no el cadáver del niño sino un resto que hace límite y abre una brecha fantasmática en esa “ejecución sin resto” (Nancy, 2006: 62) que impuso el nazismo. [4] Tampoco tiene nombre el fantasma de esta invención. Frente a palabras como “viudo” o “viuda” que designan a aquel que sobrevive a un cónyuge; o “huérfano”, para quien ha perdido a sus progenitores, no existe nominación para quien ha sobrevivido a un hijo, aparte de que Saúl apenas habla, no nombra jamás su deseo. En eso, dicho sea de paso, se separa de Antígona, puesto que más allá del deber de enterrar a sus muertos, el dilema aquí no se entabla entre el estado y la familia ni Saúl cuenta con margen de elección en su destino, si tenemos en cuenta que Antígona decide morir. Tomemos de momento la cruzada que emprende en tanto responsabilidad y forma de duelo: responsable de reponer la inscripción simbólica de ese niño que a su vez restituye la suya propia y lo nombra como padre; duelo que requiere de dolor, a pesar de la inexpresividad del personaje. Más que un sentimiento, ese dolor le confiere cierta consistencia en medio de esa liquidación subjetiva a la que ha sido expuesto. El duelo es también una apelación a los recursos simbólicos que implica elaborar una pérdida, eso que caracteriza a lo humano. Pero Saúl no dispone más que de un cadáver, un despojo transfigurado en hijo perdido, punto ciego del amontonamiento indiscriminado de cuerpos muertos que lo rodean. Todo duelo tiene algo de negación de la muerte del otro. Solo que aquí, el desmentido no es por la ausencia en lo real del hijo. El desmentido es por lo real del campo, por lo real de la muerte en el campo, hasta tal punto que lo que atisba en este cadáver le permite seguir viviendo. La muerte como apertura a la ausencia Al final de la película, Saúl tiene que soltar el cuerpo del niño en el río, en una separación en la que pierde tanto su objeto de amor como su objeto de duelo. Poco después morirá, en la contingencia de una muerte que no es la del campo pero sí la de su huida y que tampoco dejará vestigio. La posibilidad de cualquier legado queda así truncada. Los dos muertos terminan fuera de su propia cadena familiar, interrumpen el ciclo humano de la vida y su ordenamiento simbólico (sin tumba, sin memoria, ¿sin herederos?). Una descendencia imposible en dónde nada queda, ya no por los padres, madres e hijos que murieron sino por los que nunca vendrán, dado que la probabilidad de progenie ha sido cancelada y con ella lo irreductible de su transmisión. Esta pura ausencia de porvenir se plantea en términos de violenta fractura en la que la paternidad abortada no solo anula un linaje biológico sino el potencial humano que la fabuló. Eso pone en escena la película: tanto lo que fue Auschwitz como lo que no dejó advenir, los que murieron y los que nunca nacieron. [5] Una discontinuidad que arrasa con un futuro y su memoria, con la memoria de futuro misma, podríamos decir. Si en Shoah (Lanzman, 1985) todo gira en torno a la ausencia de huellas de lo ocurrido y cede la palabra a los que regresaron, El hijo de Saúl hace del devenir una ausencia, en donde lo inimaginable no se refiere solo a lo que tuvo lugar sino a lo que no pudo ser, invocando a los que no llegaron. Se trata por tanto de un asunto de herencia. Saúl es ahora un cuerpo por enterrar, como el del niño a la deriva del río y como el que él mismo encontró. Quedamos en ese sentido, en duelo, ahí donde memoria, olvido, inscripción y borradura crean una comunidad de cuerpos, con las implicaciones políticas que conlleva el vínculo por la pérdida. Un relevo de duelo que no se obtura en su dimensión melancólica sino en su apertura a la vulnerabilidad, a la dependencia mutua y a la responsabilidad, a la necesaria transformación que implica elaborar su pérdida. [6] Una comunidad en duelo como condición de comunidad incompleta, que hace de su común la muerte, una muerte que no posee pero que comparte: [7] por los que murieron y por los que no. Por último, si de herencia se trata, es preciso aludir a la secuencia final de la película, en la que un niño surge del bosque y Saúl sonríe, antes de que escuchemos los disparos que, cegados a la vista, suponemos que terminan con él. Frente al cuerpo del infante muerto, la mirada asombrada de este niño que logra escapar, sellado para siempre por lo que ha visto. Nuevamente no sabemos si se trata de un doble alucinado del hijo cuya vuelta a la vida reemplaza a la multitud inabarcable de las víctimas o el asomo de una promesa de vida que no volverá a ser la misma. ¿Qué nos queda? El relato de un padre imposible y de sus últimas horas en el infierno del campo, de un ser padre para estar vivo, de una ficción de la supervivencia y de la supervivencia de la ficción en este espacio de muerte. La función filiatoria que Saúl logró inscribir en un lenguaje que la película toma a su cargo, en el exterminio de toda filiación del discurso. “La cuestión se asemeja: cómo ser padre o cómo escribir después de Auschwitz”. Llamémosle invención, locura, cine o, sencillamente, posibilidad de engendrar a partir de un futuro perdido para siempre. Referencias Agamben, Giorgio (2000) [1999]. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer II. Valencia: Pre–Textos. Blottière, Mathilde (2015). “Claude Lanzmann: Le Fils de Saul est l’anti-Liste de Schindler”. Télérama du 24 mai 2015. Disponible en http://www.telerama.fr/festival-de-cannes/2015/claude-lanzmann-le-fils-de-saul-est-l-anti-liste-de-schindler,127045.php. Brocca Michel (2016). “Quise evitar toda posibilidad de espectáculo”. Disponible en: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/subnotas/38095-9055-2016-02-25.html Butler, Judtih (2006) [2004]. Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Trad. Fermín Rodríguez. Buenos Aires: Paidós. Didi-Huberman, Georges (2004) [2003]. Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto. Trad. Mariana Miracle. Barcelona: Paidós. (2016). “Salir de la oscuridad”, Caimán. Cuadernos de cine 45 (96), pp. 15-28. Esposito, Roberto (2009) [2008]. Comunidad, inmunidad y biopolítica. Trad. Alicia García Ruiz. Madrid: Herder. Foucault, Michel (2000) [1997]. Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975–1976). Trad. Horacio Pons. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Heredero, Carlos F (2016), El hijo de Saúl. La resistencia moral, Caimán. Cuadernos de cine 45 (96), pp. 10 - 11. Kovacsics, Violeta (2016). “El arte como descendencia”, Caimán. Cuadernos de cine 45 (96), pp. 12-14. Nancy, Jean-Luc (2006) [2006].. La representación prohibida, seguido de La Shoah, un soplo. Trad. Margarita Martínez, Buenos Aires: Amorrortu. Pena, Jaime (2016). “Entrevista László Nemes. Viaje al corazón de la muerte”. Caimán. Cuadernos de cine 45 (96), pp. 6-8. Sánchez Biosca, Vicente (2006). Cine de historia. Cine de memoria. La representación y sus límites. Madrid: Cátedra.
NOTAS
[1] En el pregenérico de la película se nos informa sobre la labor de estos “comandos especiales” compuestos por prisioneros forzados a colaborar y conocidos como “portadores de secretos”. En distintas entrevistas Nemes ha mostrado su interés al respecto: “mi primera fuente de inspiración fue el documento Des voix sous la cendre (“Voces desde las cenizas”), una colección de testimonios escritos por sonderkommandos, que había permanecido oculta desde 1944. A pesar de sus privilegios (podían alimentarse y vestirse), los sonderkommandos estaban condenados a morir en poco tiempo y lo sabían” (en Brocca, 2016). La película remite a la rebelión encabezada por uno de estos comandos en el campo de Auschwitz-Birkenau, en octubre de 1944, al igual que en La zona gris, dirigida por Tim Blake Nelson (2001).
[2] En concreto, la polémica surge a raíz de la exposición organizada por Clément Cheroux en París, en 2001: “Mémoire des Camps de concentration et d’extermination nazis (1933-1999)” y el artículo de Didi Huberman que se incluía en su catálogo, posteriormente incorporado en su libro Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto (2004).
[3] En relación a la ya clásica fórmula de Michel Foucault que describía la transformación del poder soberano en biopoder, mediante la cual el antiguo derecho de “hacer morir y dejar vivir” cede su lugar a la fórmula inversa, “hacer vivir y dejar morir” (2000: 218). En ese sentido, Agamben considere en el nazismo “la absolutización sin precedentes del biopoder de hacer vivir se entrecruza con una no menos absoluta generalización de poder de hacer morir, de forma tal que la biopolítica pasa a coincidir de forma inmediata con la tanatopolítica” (2000: 71).
[4] El saber de que nada de los campos puede ser representado, puesto que fue la ejecución de la representación; su ejecución en los dos sentidos del término, su efectuación sin resto (en presentación hastiada de sí) y su agotamiento también sin resto, sin el resto que era hasta ese momento la posibilidad de una representación dada con todas las otras muertes […], sin ese resto que no había sido ni más ni menos, acaso, que el motivo y el móvil de toda representación: la muerte como apertura a la ausencia” (Nancy, 2006: 64).
[5] “El hijo de Saúl es el vástago que no pudo ser. El mismo que evocó Imre Kertész en Kaddish por el hijo no nacido, un libro en el que el autor reflexiona sobre la supervivencia en los campos, sobre el trabajo con las palabras y sobre la imposibilidad de una descendencia” (Kovacsics, 2016: 12).
[6] La propuesta corresponde a Judith Butler, en “Violencia, luto, política”, escrito después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, en donde se pregunta “qué debe hacerse políticamente con el duelo” (2006:14).
[7] Una comunidad que hace de su común “aquello que no es propio, que es de todos, que es anónimo” (Espósito, 2009: 92), siendo lo más impropio esta muerte. "¿Qué otra cosa es lo “común” sino lo impropio, aquello que no es propio de ninguno, sino precisamente general, anónimo, indeterminado?” (Espósito, 2009: 92).