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Una sabiduría imperfecta
La figura del sabio jocoserio en el moderno cine italiano
Francisco Javier Gurpegui Vidal

Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza (España)

javiergurpegui@yahoo.es

1. Introducción

Junto a la propiedad y autoridad, la cualificación es un factor generador de desigualdad social. Desde que el grupo humano trasciende la horda, el conocimiento se desarrolla como factor de desigualdad, primero en el ámbito religioso, con el saber esotérico del chamán; más tarde, con la aparición de las iglesias. En el ámbito profano, el saber trasciende la subsistencia y las tradiciones compartidas y se conforma en instituciones como el aprendizaje gremial medieval (Enguita, 1992, pp. 54 y 56). La cualificación alcanza plena vigencia como palanca de explotación cuando el trabajo se desliga de la economía doméstica. El saber aplicable al trabajo deja de obtenerse en el espacio laboral y las oportunidades de adquirirlo se distribuyen desigualmente, en un proceso que alcanza hasta el credencialismo actual. Por ello, no es extraño que tras fenómenos como la caza de brujas de los siglos XVI y XVII esté la desposesión de los saberes tradicionales de las mujeres y su relegamiento al trabajo reproductivo (Federici, 2021).

La cultura contemporánea ha persistido en naturalizar la existencia de personas sabias. Pueden presentarse como expertos en una técnica o intelectuales de actividad científica o artística que toman postura sobre cuestiones cívicas candentes de la esfera pública. Pueden conseguir un protagonismo superior respecto a aquellos colectivos a quienes dicen servir, postulándose como la voz de los sin voz, en una estrategia de ascenso social perverso. También se encuentran en la moda actual de la autopromoción personal, que se fragua en la figura del emprendedor. Incluso pueden presentarse como modelos de conducta con un atractivo basado en la distinción cultural. En todo caso, la actividad intelectual suele esgrimirse como requisito de la valoración global de la persona, bien en su faceta humanista y bondadosa, bien en la contestataria y malévola, incluso en una dimensión de santidad laica donde el acto de pensar aparece sobrecargado por una dolorosa lucidez. Entonces, como la ciudadanía no puede saber de todo, se acepta fosilizar la figura del sabio o la sabia. Se admite delegar en ella unas cualidades a las que el resto de los mortales apenas puede aspirar.

A lo largo de los siglos, en distintas formas o modalidades, la literatura ha ido formando parte de todo este imaginario y ha tomado postura ante él.

2. Marco teórico/objetivos

La referencia fundamental del trabajo procede de los planteamientos sobre historia literaria de Mijaíl M. Bajtín (1993), especialmente, de los desarrollos que de ellos hace Beltrán Almería (2015, 2017 y 2021). Ya que el enfoque se presta a una perspectiva antropológica, la caracterización de la figura del trickster prehistórico a cargo de Carl Jung (2010) o la revisión histórica de la pugna por el monopolio del saber moderno en Federici (2001) resultan enriquecedoras. Aplicamos los estudios sobre el didactismo jocoserio procedentes del campo literario al medio cinematográfico como un elemento más del imaginario moderno, concretamente al caso italiano. Autores españoles como Ángel Quintana (1995, 1997 y 2005) o José Enrique Monterde (2005) han profundizado en el neorrealismo y en el nuevo cine italiano, tomando el relevo de los historiadores italianos Luca Finatti (2000) o Morando Morandini (2009).

Por falta de conocimientos y su dificultad para integrarlos en un todo, renunciamos a profundizar en cuestiones de género. La literatura didáctica que representa Aspasia de Mileto, cuyas ideas podrían figurar en los discursos de Pericles recogidos por Tucídides; Hildegarda de Bingen; Leonor de Aquitania y su hija María (a instancias de quien Andrés el Capellán redacta De amore a fines del XII); La ciudad de las damas (1405) de Christine de Pizan; Teresa de Ávila o Juana Inés de la Cruz, es lo suficientemente importante como para no despacharla como un cúmulo de ejemplos colaterales. Es un tema medular cuyo diagnóstico incide directamente en la perspectiva sustantiva –no solo femenina– de la historia literaria y para el que no tenemos una reflexión aún madura. En nuestra redacción, mantenemos el morfema masculino inclusivo, resaltando ocasionalmente los casos femeninos.

3. Resultados de la investigación

3.1. Genealogía literaria del sabio

Carl G. Jung (2002) introduce Der Göttliche Schelm (1954), una recopilación de mitos de los indios winnebago de Wisconsin. El título impuesto por la editorial significa El pícaro divino, expresión por la que el escritor protestó: él usaba en su trabajo las palabras Narr (bufón, loco) y Trickster (tramposo, embaucador, truhán) en lugar de Schelm. Y es que a pesar de las evidentes semejanzas entre estas figuras y el pícaro tradicional, estamos ante algo más complejo y polivalente. El trickster es divino y animal al mismo tiempo, consigue con su simpleza lo que otros personajes más hábiles no logran e interrumpe con su lógica caótica lo razonable. Su carácter proteico le facilita cambiar de forma y sexo. Sin embargo, aparte de su dimensión destructiva, se encarna en figuras de autoridad, el chamán o hechicero que gasta bromas y es objeto de venganza. Con una apariencia juvenil, puede asumir los cargos de un anciano sabio, mago o rey.

Mirado desde nuestra modernidad, el trickster es héroe y antihéroe a la par. Leyendo las aventuras de Mantis, protagonista de un ciclo cuentístico bosquimano (de Prada-Samper, 2011), comprobamos que este personaje, embaucador y pendenciero, siempre se equivoca, provocando auténticos desastres, para finalmente levantarse y hacer el bien (Beltrán Almería, 2017, pp. 47 y 379-381). En este proceso de caída y recuperación, favorece el aprendizaje jocoso de la comunidad, mezcla la crueldad y la fiesta, mientras educa usando una simbología ambivalente y abierta, no con verdades cerradas.

El trickster nos sirve de referencia para conjeturar sobre los cuentos de transmisión oral de las sociedades igualitarias del Paleolítico y el estado de la imaginación literaria previo al Neolítico (Beltrán Almería, 2017, pp. 37-94), cuando surgen las primeras sociedades agrícolas y ganaderas, organizadas en castas. Se establecen a partir de entonces tres rupturas decisivas en el imaginario prehistórico. Las religiones celestes propondrán unos tipos ideales de conducta y distinguirán entre el bien y el mal. Las desigualdades diferenciarán una cultura elevada y seria de otra de bajo rango y festiva. Y por fin, se iniciará la escisión entre lo bello y lo bueno, consolidada en la Antigüedad con una literatura donde un héroe protagoniza una peripecia externa –que llamaremos patetismo– frente a otra donde prima la creación de una conciencia interior: el didactismo, protagonizada por un sabio.

En ambos casos se forjará una estética jerarquizadora y monológica de carácter dogmático. Si el personaje paleolítico tiene un cuerpo grotesco que connota la apertura a la naturaleza, del patetismo emergerá una nueva figura dotada de un cuerpo cerrado en sus fronteras, terminado y separado del mundo (Viñuales Sánchez, 2023, p. 449), es decir, canónicamente bella. Hesíodo (VII a. C.) teorizará en su Teogonía la diferencia entre belleza y bondad a través del mito de Prometeo, quien pretende traicionar a los dioses con un sacrificio engañoso a la vista, aunque los dioses lo castigan con la creación de la primera mujer: un ser bello pero pernicioso (Beltrán Almería, 2017, p. 380). Esto implicará la exclusión de la mujer en tanto sujeto didáctico.

El didactismo (Beltrán Almería, 2017, pp. 217-259) se forja en tres modos diversificados a partir del siglo I. Un primer desarrollo de la conciencia es moral, su fuente es la experiencia personal y su finalidad la bondad. Se expresa en géneros como la biografía, la confesión o la memoria. El segundo avance es ideológico, su fuente es la actividad intelectual y su meta la sabiduría. Viene asociado a tratados, ensayos o aforismos, entre otros géneros. Finalmente, la conciencia funde las cuestiones morales y cognitivas en el hermetismo, que alimentado por verdades reveladas, busca la redención y se asocia a profecías, visiones, adivinanzas y a algunas obras novelísticas, teatrales o poéticas.

El didactismo dominante asentará su dogmatismo en tres elementos. En primer lugar, el polemismo o lucha contra el otro al que se niega la razón. En segundo, la dignificación de la conciencia del público objeto del aprendizaje, reverso de la admiración hacia el sabio que ejerce como sujeto. Finalmente, la ausencia de personaje o fábula, en el sentido de la Poética de Aristóteles. Estos rasgos no se cumplirán monolíticamente, ya que la corriente se verá constantemente infiltrada por el humor y la narrativa. El didactismo origina una distancia jerárquica respecto a los no iniciados. Si en un principio habilitaba a la clase dirigente para gobernar, esta invirtió los términos. Se atribuyó una autoridad moral más producto de su dignidad que de un proceso educativo.

3.2. La risa crítica

El didactismo literario tiene como referencia la figura de un sabio que puede aparecer o no explícito en el texto, del cual emanan distancia jerárquica y seriedad. Una posición diametralmente opuesta al trickster, cuyas aventuras jocosas y crueles configuraban una estética grotesca que sobrevivió en la historia, fragmentada en lo mágico, burlesco y popular, especialmente en los géneros vinculados a la tradición oral y dotados de una comicidad festiva e igualitaria (Beltrán Almería, 2017, pp. 269-270). Así ocurre en las obras El Decamerón (1351-1353) o Don Quijote (1605 y 1615).

Sin embargo, la risa que predominó durante siglos se basaba en la negación (Beltrán Almería, 2017, pp. 280-290). Estaba dirigida contra la seriedad de los géneros de alto rango, pero de una forma parcial, porque se enfrentaba al dogmatismo con métodos también dogmáticos; denigraba su objeto, desde una perspectiva pretendidamente superior y se perdía así la fecundidad de lo popular. Cuando atentaba contra los géneros patéticos, el mecanismo humorístico solía ser la parodia; si cuestionaba los didácticos, la sátira. Este género objeta los vicios de una sociedad mediante la tipificación y la pérdida de individualidad de los personajes, manejados dogmáticamente por el autor.

En la medida que la risa pierde el elemento regenerador –a partir del XVII, principalmente– la sátira gana en importancia. La sátira moderna de Quevedo o Swift se dirigirá a los gobernantes y más tarde a la administración pública, ejemplificada en el periodista Mariano José de Larra. Si prestamos atención a los sujetos del didactismo, a las figuras sabias, encontraremos unas corrientes culturales reconocibles y focalizadas contra los personajes, que sobresalen por su cualificación, es decir, su saber, su autoridad moral o religiosa. Los objetos de crítica priorizan tres ámbitos, el religioso –anticlericalismo–, el cognitivo –sátira universitaria o cuestionamiento del cientifismo– y el artístico.

Según Julio Caro Baroja (1980), todo sistema religioso produce clericalismo y anticlericalismo. En la Grecia antigua los filósofos se presentaban como anticlericales. En el ámbito cristiano, existe un catolicismo medieval que satiriza de forma popular a los clérigos que no cumplen. Es el caso de las danzas de la muerte, en sus versiones literarias o pictóricas, de la literatura goliárdica o de obras del XIV como el Libro de buen amor o el Rimado de Palacio. El tema de la simonía, esto es, la compra y venta de bienes espirituales, hace acto de presencia en el Renacimiento, por ejemplo, con el Lazarillo de Tormes (1554). A partir de entonces se amplía la temática a los amancebamientos y la moral sexual, se cuestiona la organización de la Iglesia y hacen acto de presencia las herejías e incluso el ateísmo. Todo lo cual conlleva la aparición de planteamientos eruditos dirigidos a los dogmas, especialmente en los siglos XVIII-XX. Mención aparte merecería Fray Gerundio de Campazas (1758), novela del Padre Isla, un jesuita ilustrado que satiriza la pervivencia de la oratoria religiosa barroca.

Si pensamos en el cine, veremos que son muy frecuentes las películas de denuncia del fanatismo religioso, la intolerancia o las relaciones de dominio, pero no acaban de cuajar en sátira y se ajustan a un molde realista y clásico. En Europa aparecen casos históricos –Dies irae (Carl T. Dreyer, 1943), Les sorcières de Salem (Raymond Rouleau, 1957), Dyávlova past (Frantisek Vlácil, 1962), Galileo (Liliana Cavani, 1968)–. Y en el caso estadounidense tiene gran importancia la crítica a los predicadores ambulantes (Gurpegui Vidal, 2017, pp. 128-130) como sujetos de engaño y manipulación. Son significativas Aleluya (King Vidor, 1929) o Camino al cielo (The Apostle, Robert Duvall, 1997), mientras que El fuego y la palabra (Elmer Gantry, Richard Brooks, 1960) y Sangre sabia (Wise Blood, John Huston, 1979) dejan una mayor entrada a la risa satírica.

La sátira del saber, por su parte, se retrotrae a la ridiculización de las profesiones, ya en la Antigüedad, especialmente de la medicina. En Las nubes (423 a. C.) Aristófanes se ríe de los nuevos filósofos atenienses y en la obra de Luciano de Samósata (s. II) son objetivo los pensadores de todas las escuelas. Más adelante, se documentará la sátira universitaria desde el mismo momento en que surge la institución. Till Eulenspiegel (1510), Elogio de la locura (1511), La segunda parte de Lazarillo de Tormes (Amberes, 1555) o las novelas de Gargantúa y Pantagruel (1532-1564) contienen episodios que ridiculizan el saber académico (Piñero, 1988, pp. 60-63) con frecuentes casos de suplantación del sabio por un engañador que responde ingeniosamente a las preguntas de sus colegas. Independientemente de que esta temática llegue hasta nuestros días –La trilogía del campus (1975-1988) de David Lodge es un buen representante– la verdadera bestia negra del conocimiento ridículo en la modernidad es el cientifismo.

La novela Frankenstein o el Prometeo moderno (1818) de Mary Shelley ya satiriza las pretensiones del conocimiento científico. Trasladada al cine, la famosa versión de Boris Karloff, El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) mantiene el espíritu satírico que se ha reconvertido en una franca parodia con El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, Mel Brooks, 1974). No obstante, seguirán apareciendo relatos audiovisuales con científicos locos o egocéntricos: el Profesor Bacterio de las historietas de los personajes españoles Mortadelo y Filemón, Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927), La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls, Erle C. Kenton, 1932), Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, Georges Franju, 1960), ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, Stanley Kubrick, 1964), Un viaje alucinante al fondo de la mente (Altered States, Ken Russell, 1980).

Aunque la sátira literaria data de la Antigüedad –Las ranas (405 a. C.) de Aristófanes ridiculiza a Eurípides– tarda más en cristalizar la sátira sobre la cualificación propiamente artística, quizá porque el campo artístico se hace autónomo a partir del siglo XVI. Algunas novelas modernas como Muerte en Venecia (1912) o Sostiene Pereira (1994) están protagonizadas por creadores en crisis y mantienen algunos rasgos satíricos, especialmente la segunda (Beltrán Almería, 2021, pp. 207-209). Algunas sátiras del cine sobre artes plásticas serían Un genio anda suelto (The Horse’s Mouth, Ronald Neame, 1958), Velvet Buzzshaw (Dan Gilroy, 2019) o la reciente serie Bellas artes (Gastón Duprat y Mariano Cohn, 2024).

3.3. La sabiduría jocoseria

Pero no hemos abordado una primera etapa del didactismo (Beltrán Almería, 2017, pp. 220-221) que llegaría hasta el siglo I, encarnada en los diálogos socráticos escritos por Platón y Jenofonte. Los momentos cómicos, frecuentes en estas obras, no son mero adorno, sino que se oponen al dogmatismo. Son portadores de una seriedad abierta y dispuesta a renovarse, en un mundo donde comparte lugar con la risa y la fiesta. Sócrates habla en serio sobre los grandes problemas mediante la confrontación de puntos de vista o provocación al interlocutor (Bajtín, 1993, pp. 155-159), pero con una conciencia de imperfección y sin voluntad de agotarlos. Todo ello teniendo en cuenta los ramalazos dogmáticos y autoritarios que deja escapar el filósofo, especialmente en algunos pasajes de contenido político.

Los retratos que las artes plásticas nos han legado del filósofo jocoserio, calvo y un poco barrigón confirmarían la perspectiva carnavalesca. Sócrates cumple con el rasgo didáctico del polemismo, ya que en última instancia lleva la razón, y dignifica a sus interlocutores, aunque no siempre los convenza. Pero gracias a sus rasgos individuales escapa a la tipificación del didactismo ortodoxo y la sátira para convertirse en un personaje con entidad propia. Si existe un héroe cotidiano (Vallín, 2019), también hay un sabio cotidiano: Sócrates se nos retrata en el telón de fondo de una vida diaria no especialmente heroica ni victoriosa. En la literatura moderna tendríamos casos equivalentes en Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1898) de Ángel Ganivet; y en cine, en películas como Murmullos en la ciudad (People Will Talk, Joseph L. Mankiewicz, 1951) o Agantuk (Satyajit Ray, 1991).

En literatura, la batalla socrática se perdió en beneficio de un didactismo serio, unilateral y afirmativo, pero no más riguroso. Sin embargo, el espíritu se mantiene en la historia durante toda la etapa premoderna. Estaríamos ante el fenómeno de lo jocoserio: la risa mixta (Beltrán Almería, 2017, pp. 290-304). Don Quijote, capaz de moverse entre lo ridículo y lo sublime, no deja de ser un claro ejemplar de una estética tragicómica. Ya había teorizado Sócrates en El banquete (385-370 a. C.) que un buen poeta trágico tiene cualidades para ser también cómico, a la manera del personaje de Wallace Shawn en Melinda y Melinda (Melinda and Melinda, Woody Allen, 2004), capaz de narrar la misma historia en dos tonos diferentes.

La sátira menipea, género literario que entremezcla la sátira tradicional, la parodia y los motivos de actualidad, es el más representativo de la tendencia jocoseria. Se atribuye su invención a Menipo de Gándara (s. III a. C.), autor del que no nos ha llegado ninguna obra. Su continuador sería Marco Terencio Varrón (s. I a. C.), de cuyas sátiras solo recibimos fragmentos. Ahora bien, el núcleo de las menipeas conocidas estaría compuesto por la Apocolocintosis del Divino Claudio de Séneca (s. I) –que alude a la conversión del Emperador en calabaza–, El Satiricón de Petronio (s. I), muchas obras de Luciano de Samosata (s. II), Las bodas de Filología y Mercurio de Marcio Capella (ss. IV-V) o La consolación de la filosofía de Boecio (s. VI). La menipea, que adquiere especial vitalidad fundacional en un momento de decadencia de los valores de la Antigüedad, tendrá un papel fundamental en toda la historia literaria, especialmente en el Renacimiento y la modernidad, aunque no solo. Así lo demuestran Rabelais, Quevedo, Swift, Voltaire, Gogol, Bulgakov o Huxley.

Frente al diálogo socrático, la sátira menipea manifiesta unos rasgos específicos (Bajtín, 1993, pp. 161-167): la mayor importancia de la risa; la vigencia de una fantasía inverosímil que desafía al sabio en su búsqueda de la verdad; una fantasía que se combina con la contemplación amplia del mundo, terrenal e infernal o celestial que da una perspectiva inusitada de la cotidianidad; un simbolismo que casa perfectamente con los bajos fondos; el recurso a visiones y sueños que proporcionan un punto de vista inconcluso y escindido; escenas y personajes que rompen el curso normal de los acontecimientos; aparición de paradojas, contrastes y elementos utópicos; mezcolanza de géneros... Todo ello se une a la voluntad de aludir a la actualidad y polemizar con autores, escuelas y tipos sociales.

Recordemos finalmente otra circunstancia decisiva: el didactismo premoderno, aun el predominantemente serio, no es monolítico en su dogmatismo (Bajtín, 1993: pp. 228-259). Algunos géneros humorísticos que se habían desplazado hacia el didactismo, mantienen una cierta resistencia a la seriedad: banquetes, bestiarios, epigramas y sentencias… En algunos momentos, como el siglo XVI, se vislumbra un nuevo espíritu que somete todo a discusión empleando géneros de estructura abierta como la miscelánea. Otros como el ensayo favorecieron discursos exploratorios gracias a realzar la identidad individual. Mientras el fabulismo didáctico no prescindió nunca del personaje y la narración, ambos elementos vinculados al patetismo. Por su parte, el didactismo hermético tampoco ocultó sus raíces primitivas y su cercanía a los géneros folclóricos.

3.4. El cine moderno italiano

Manejamos aquí dos conceptos de modernidad. La literaria (Beltrán Almería, 2017, pp. 347-378) arranca a fines del siglo XVIII y coincide con el despliegue de la cultura de masas. Ya estamos en el territorio del cine. La cultura se hace universal y masiva, busca plasmar la diversidad humana y criticará los efectos destructores de la modernidad al oponerse al prosaísmo y pragmatismo de la Revolución Industrial. Para ello, se reúnen las energías de los imaginarios prehistórico, por medio de la cultura popular, y premoderno, remodelando los temas y personajes según las preocupaciones de la actualidad. Se desregula la jerarquía entre la alta y baja cultura, se expande la tensión dramática y se disuelve la frontera entre lo cómico y lo serio. El didactismo dominante se hace hermético, quizá sustituyendo así a la religión en una modernidad laica. Si el hermetismo antiguo era religioso y el renacentista científico, en la modernidad será estético: el sectarismo, la locura o los viajes iniciáticos aludirán simbólicamente a problemas del mundo real.

Por su parte, la modernidad del cine es un movimiento autorreflexivo que se concreta a partir de los años cuarenta. Es una toma de conciencia sobre las potencialidades y limitaciones del medio para adoptar una posición frente al mundo. En el caso italiano, si bien a veces se vincula a los sesenta, la modernidad arranca con el neorrealismo, corriente que se distancia de la ilusión de transparencia narrativa del realismo ingenuo del clasicismo y preconiza una ética de la estética frente a la estética del periodo anterior que escamoteaba sus implicaciones éticas (Quintana, 1997, pp. 41-42). Cuando cristalizan las propuestas de la nueva generación, alrededor de 1961, Pasolini, De Seta y Olmi mantienen una continuidad con el neorrealismo a partir de la conciencia de que el cine reproduce problemáticamente una realidad compleja, dislocada y fragmentada por el fascismo, la guerra y la posguerra, a la cual se hace frente con una estética del rechazo y la pobreza, no de una poética de la perfección o la opulencia (Quintana, 2005, pp. 23-24).

Esta inevidencia –valga el neologismo– del mundo, había conducido al neorrealismo a la aparición de figuras emblemáticas de carácter religioso –quizá el caso más claro sea Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954)– (Quintana, 2005, p. 23). La revelación, el milagro o la gracia serán las formas elegidas para crear una nueva evidencia que ahonde en la verdad de lo real. La modernidad de los sesenta persistirá con estas referencias, de modo que tendencias temáticas en apariencia realistas, el revisionismo histórico, la denuncia sociopolítica y la crítica de costumbres (Monterde, 2005) van a convivir con la fábula o el mito, entre otras formas de indagación simbólica. Estamos en el entorno del moderno didactismo hermético.

3.4.1. Sócrates, santidad y transgresión

Resulta paradójico el proyecto de adaptar una obra filosófica al cine. Pero la filosofía no es un género textual en sí mismo. En el caso del diálogo socrático, lo ideológico se integra literariamente en lo narrativo: las ideas se encarnan en los personajes que las defienden y se aprovecha la situación dramática como tema de la discusión (en Fedón el filósofo espera la muerte mientras reflexiona sobre el alma). Por primera vez en la literatura occidental, los “héroes” de la obra son casi exclusivamente ideólogos (y casi todos hombres, por cierto) (Bajtín, 1993, pp. 157-158). Por ello resulta oportuno hacer catas en tres enfoques sobre la obra de Sócrates que se corresponden con sucesivos regímenes de representación cinematográfica: el fascista, neorrealista y moderno propiamente dicho.

A simple vista, dados los rasgos del filósofo, Processo e morte di Socrate (Corrado d’Errico, 1939) no parecería un proyecto adecuado para el fascismo. Sin embargo, constatamos en el imaginario del régimen (Calzetta, 2022) un especial interés por tomar como referencia histórica la Antigüedad grecolatina, junto a otras épocas como el Renacimiento o el Risorgimento. En ese marco, la figura del Duce emulará a famosos hombres de armas, Alejandro, Julio César o Escipión –protagonista de la famosa cinta de propaganda Escipión el africano (Scipione l’Africano, Carmine Gallone, 1937)–, pero también a los escritores Platón, Virgilio o Tácito. Representar en el cine grandes exponentes del genio nacional, depositarios simultáneamente de saber y de fuerza –“sapientia et fortitudo”, en términos literarios– no es, pues, nada extraño.

Los diálogos extractan con relativa fidelidad algunas obras de Platón, y su protagonista, el famoso actor Ermete Zacconi, había interpretado al personaje en la escena teatral, sin especial conciencia de su identificación con Mussolini. Sin embargo, el guion técnico y la puesta en escena de Corrado d’Errico –director del documental de propaganda Il cammino degli eroi (1936)– hacen hincapié en un Sócrates patriota y obediente de las leyes, verboso e histriónico. Consciente de su carisma providencial, habla para la posteridad más que para sus interlocutores e incita a los italianos del siglo XX a convertirse en una suerte de guerrieri filosofi. El resultado es una película acartonada que difumina la vertiente jocosa del personaje, haciendo de él un mártir de la civilización más que un héroe cotidiano. Un buen ejemplo de cómo el cine fascista ofrecía una imagen cerrada del mundo desde la hipertrofia dramática y la esclerosis escenográfica (Quintana, 1997, pp. 45-53). Poco después de su estreno, en 1940, el Duce intentaba anexionarse Grecia, casualmente. Del resquicio de estos mundos ideales de la italianidad épica se desprendieron los fragmentos que constituyeron el neorrealismo.

Avancemos hacia el Sócrates neorrealista. Los recursos del cine de Rossellini resultan de una simplicidad extrema sin ser ingenua, que está de vuelta de un cine que enmascara el mundo. Si buscamos en su obra otras figuras sabias previas a su película sobre Sócrates, es inevitable recalar en dos personajes. Uno, el protagonista de Francisco, juglar de Dios (Francesco, giullare di Dio, 1950), reconstrucción histórica basada en I Fioretti di San Francesco y en la Vita di Frate Ginepro (Quintana, 1997, pp. 160), que destruyó, en palabras de Ángel Fernández-Santos, los referentes justificatorios de la reacción italiana en el poder: “el miracolo económico italiano” y “la sublime y espiritualísima coartada del neocapitalismo” (citado en Quintana, 1995, p. 127). Con una puesta en escena despojada, un humor voluntariamente ingenuo, y una narrativa lineal y episódica, Francesco comparte protagonismo con el resto de la congregación en una película no siempre comprendida por la crítica, desorientada ante su idealismo humanista.

Es significativa la presencia de Francesco en el cine italiano del periodo, especialmente en la trayectoria de una cineasta de voluntad transgresora como Liliana Cavani. A pesar de que la cineasta abordó al personaje en tres ocasiones, solo en la primera, Francesco di Assisi (1966), dirigida para la RAI, se acercaba a las intenciones de Rossellini. Estamos ante un personaje que combina, según el director, “pazzia e saggezza” –locura y sabiduría–, elementos que producen efectos contradictorios y que hacen de la vida humana una aventura (citado en Calzetta, 2022). Estas reflexiones cuadran perfectamente con su siguiente largo, Europa 1951 (Europa 51, 1952), sobre una mujer de clase alta, Irene Girard –Ingrid Bergman– que tras la muerte de su hijo dedica su vida a la población desfavorecida de los suburbios romanos. Del mismo modo que algunas “heroínas sacrificiales” (Varela, 2023) del cine posterior –pensamos en Rompiendo las olas (Breaking the waves, Lars von Trier, 1996) o en Paulina (La patota, Santiago Mitre, 2015)–, Irene ejerce una santidad femenina transgresora e incomprendida, que se pliega ante unos poderes que la internan por pasarse de la raya en su bondad. Al milagro, la revelación o la gracia habría que incorporar así el potencial iluminador de la metamorfosis, el cambio mágico característico de un género hermético como la hagiografía, según el cual la vida se transforma en otra de carácter superior (Beltrán Almería, 2015, p. 75 y 2017, p. 229).

Ni Francesco ni Europa 1951 son especialmente discursivas. Su potencial didáctico apunta más a la redención que a la moral desnuda o al conocimiento. La presencia del sectarismo reformador o la locura remiten al hermetismo, lo que no está tan lejos de la academia ateniense del V a. C. Durante el rodaje de Europa 1951, Rossellini ya había declarado: “Sócrates debe llegar a los mismos resultados alcanzados por Francisco: pero los logra con el impulso de los deseos y los sueños; Sócrates con la lógica. En Francesco es instinto. El razonamiento en Sócrates” (citado en Calzetta, 2022). Para realizar Sócrates (Socrate, 1970) habrá de pasar por una crisis: el rechazo a un sistema de producción cinematográfica más basado en el espectáculo que en el conocimiento y la necesidad de recomenzar desde una nueva base: la televisión (Quintana, 1995, pp. 225-226).

En su extensa obra televisiva, Rossellini considerará el medio como un órgano didáctico de divulgación histórica y científica; en consecuencia, elegirá biografiar unos personajes históricos que abren horizontes de futuro. Sócrates ahondará en momentos concretos de la vida del filósofo, captando lo esencial de cada momento ritual –la votación en la asamblea– y de conversación. El peligro de incurrir en un filosofismo erudito y estéril se esquiva con una poética de la revelación iluminadora del instante. La condición jocoseria del personaje se expresa en la humildad y la cotidianeidad familiar más que con la comicidad directa. Un elenco actoral desconocido y el austero rodaje en Patones de Arriba, un pueblecito madrileño, reforzarán esta potente estética de la pobreza.

Explicitar la comicidad de Sócrates será la intención de Le banquet (1989), coproducción televisiva ítalo-francesa, dirigida por el transgresor Marco Ferreri, que adapta el famoso diálogo sobre el amor con un enfoque de comedia. Curiosamente, rompe con la iconografía tradicional de Sócrates, recurriendo a un actor más apolíneo que dionisíaco: Lucas Belvaux. En todo caso, la dirección de actores, los añadidos del guion, la puesta en escena, todo ello redunda en la creación de una comedia sexual donde se diluye claramente la seriedad que todavía apreciábamos en Rossellini. En su adaptación, Ferreri lleva el texto literario a su territorio, siempre repleto de masculinidades gozosamente inmaduras, sin traicionar por ello ni el texto platónico ni las ideas de Sócrates. Un mundo que para Calzetta (2022) es la mejor representación de las ideas de Marcuse en Eros y civilización (1955) donde, en beneficio de Narciso y Orfeo, ya no manda el héroe civilizador Prometeo.

No se equivoca Abril Sofía Sain (2021) cuando señala que en la película el cuerpo es el protagonista, pero relegado a la esfera de lo sexual y desligado de lo filosófico. Para la autora ello implica que Ferreri apoya una línea interpretativa antisensualista que asocia la filosofía con el ámbito ideal y hace abstracción del mundo material; enfoque, en realidad, de raigambre platónica. Pero deberíamos preguntarnos cómo busca ser comprendida Le banquet. Parafraseando a Juan José Saer (2012, p. 284), podemos decir que frente a la formulación de un mundo moral posible, Ferreri opta por desentrañar la condición real de un mundo dado, el de la Atenas clásica, donde los discursos filosóficos entran en conflicto dialéctico con una realidad popular –esclavos, mujeres, campesinos– que unas veces los ignora, otras los relega a la esfera de lo inútil y a veces siente una cierta curiosidad ante ellos. Casi podría decirse que estamos en la Atenas de Aristófanes, el comediante. Y de esta manera nuestra reflexión confluye con la aceptación por parte de Sain de la película como un espectáculo audiovisual y corpóreo, una oportunidad para reabrir la reflexión ética sobre el cuerpo, hecho que sí que considera Ferreri.

3.4.2. Nuevos desarrollos: Pasolini, Olmi y el cine contemporáneo

Los sujetos didácticos de Pasolini tampoco desarrollan muchos conocimientos o ideas. Quizá la excepción sea El Evangelio según San Mateo (Il Vangelo secondo Matteo, 1964), aunque aquí lo decisivo sea su componente mesiánico. Los mesías pasolinianos ostentan muy poca sofisticación, pertenecen al lumpemproletariado y pasan con facilidad del pecado a la redención. Este sería el caso de Accattone (1961), que no deja de recordar otra película Las noches de Cabiria (Le notte di Cabiria, Federico Fellini 1957), cuyos diálogos Pasolini tradujo al dialecto romano. Permanecemos, en el terreno hermético. Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, 1966) es la película más consciente en este aspecto. En ella, Totó y Ninetto, padre e hijo, se encuentran en su viaje por el extrarradio romano con un cuervo que es presentado como un intelectual de izquierda previo a la muerte del líder comunista Palmiro Togliatti. Es fácil reconocer aquí una parodia de la Santísima Trinidad: se triplica la figura del sabio jocoserio.

El cuervo –o sea, el Espíritu Santo– adoctrina a Totó y su hijo a través de un relato moral interpretado nuevamente por la comunidad de Francisco de Asís, donde el santo envía a dos hermanos de la orden a predicar a las aves del campo. En su misión, los franciscanos se ven incapaces de superar las diferencias entre los poderosos –pajarracos– y los desfavorecidos –pajaritos–. Este fracaso explica el título de la película: la diferencia entre ricos y pobres, según un modismo florentino del siglo XIV (Federici, 2021, p. 76). La convivencia entre los tres personajes terminará con el cuervo devorado por Totó y Ninetto, en una especie de metáfora eucarística. Todo relatado con una comicidad ingenua que casa perfectamente con el espíritu franciscano, con guiños a Chaplin en la interpretación de Totó y un tono festivo que no ahorra la crueldad.

En cuanto a Ermanno Olmi, nos centraremos en dos películas televisivas y mal conocidas, ambas protagonizadas por un personaje especialmente antiheroico y ridículo. Un precedente de ambas había llegado en su primer largometraje, Il tempo si è fermato (1959) donde un anciano maestro de la vida –llamado precisamente Natale, ‘Navidad”– adiestraba al joven Roberto como guardia de una central hidroeléctrica. Años más tarde, en la ya televisiva I recuperanti (1970) Gianni, un joven veterano de 1945 es adiestrado por el viejo Du en la recuperación de los residuos bélicos del 1914-1918. Una historia que podría resultar ejemplar al modo tradicional es dinamitada por la interpretación disonante y verborrágica del “recuperador”, interpretado por un actor no profesional, Antonio Lunardi, con una voz de doblaje que no parece suya. Aparte de la toma de postura ética que implica el reciclaje, lo carismático de Du es su presencia cochambrosa, su anarquismo intuitivo y visceral que se apodera y desequilibra toda la película. Tal cual señaló Toni Lunari en una crítica de la época, “todo el cine de Olmi es desequilibrado, ¿quién me dice que su desequilibrio no sea una elección de libertad?” (citado en Morandini, 2009, p. 53). Su estética desmañada y sobria, acompañada por su estreno en blanco y negro en la RAI, hace de la necesidad virtud y gana en vitalidad al asumir el caos narrativo que introduce Du.

Y algo de eso hay también en el siguiente largo de Olmi, Durante l’estate (1971), que relata un romance, interpretado nuevamente por no profesionales, entre una joven alocada y un maduro excéntrico especializado en heráldica. Este personaje extemporáneo y anclado a valores tradiciones acaba en la cárcel por falsificar títulos nobiliarios que vendía a la gente de su entorno en función de una cierta nobleza espiritual y no social. Definida por la revista Positif como una mezcla, una conexión entre la mitología cristiana y Kafka (citado en Morandini, 2009, p. 56), Olmi explica que para esta parábola evangélica no altisonante eligió un protagonista poco agraciado que produjera un cierto rechazo visceral, al modo de Jesucristo, personaje que el director también imagina feo (citado en Finatti, 2000, pp. 139-140). En resumidas cuentas, el conocimiento útil del recuperador Du y el saber del heraldista, socialmente falso pero moralmente verdadero, se mueven en el mismo terreno ideológico, al ejercer la trangresión desde la debilidad.

Quizá el continuador más claro del didactismo de la modernidad italiana sea Nanni Moretti. Sus películas Vaselina roja (Palombella rossa, 1989), Abril (Aprile, 1998) o El sol del futuro (Il sole dell’avvenire, 2023) lo han convertido en un predicador humorístico. Adoptando recursos de la stand-up comedy, afronta permanentemente la actualidad de la izquierda en Italia. Incluso en Vaselina roja se desdobla como sabio en un gurú indio al que en teoría consulta pero que en realidad apenas dice nada, se limita a poner cara de eso mismo, de gurú.

4. Conclusiones

El sabio del didactismo serio es una figura literaria o cinematográfica con la que podemos aprender, siempre que tengamos en cuenta su carácter de arquetipo, es decir, no vamos a encontrar nadie semejante ni en nuestro espacio de convivencia ni en nuestra esfera pública. Es el sabio del humanismo clásico (Mélich, 2001, p. 12) donde se supone que como ciudadanía debemos contemplarnos. Es el sabio que dotado de una subjetividad libre, autónoma y con una racionalidad inmanente tiene su fundamento en una metafísica de la presencia. Un sabio que legitima su vida social mediante la consecución de unos objetivos, no por el mero hecho de existir, tal cual hace el común de los mortales. Un sabio que se siente heredero de las grandes personalidades de la historia, quienes a su vez generaron grandes obras. Un sabio que acumula una cualificación que lo hace supuestamente autosuficiente.

Con la sabiduría jocoseria podemos aprender, pero juega la baza de una ejemplaridad negativa. Medio en broma, medio en serio, se ríe del saber dogmático, dejando la puerta abierta a algún tipo de dignificación por el aprendizaje. Esta sabiduría se reconoce no solo imperfecta, sino producto del saber de los otros. Constituimos nuestros sujetos, siempre provisionales, a partir del diálogo infinito con los otros y no a a partir de una sabiduría encaramada “a hombros de gigantes del conocimiento”. Estamos en una primera etapa, en el camino que lleva a una ética del cuidado y no solo de la justicia, donde el gran olvidado principio de fraternidad se hace equiparable a la igualdad y la libertad. Pero eso es ya otra historia.

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