[pp. 25-28]
Necesidad y contingencia en la vida amorosa
Les regrets | Cédric Kahn | 2009
Monique David-Ménard

Sexualidad y sexo llegaron a ser palabras tan comunes –pero también tan confusas– que ya no se sabe de qué se habla cuando se las utiliza. Es por lo tanto necesario aclarar lo que aquí entendemos por sexualidad [1] . Digamos en primer lugar que a pesar de la trillada expresión “amor físico”, el amor no es físico. Por supuesto los cuerpos están implicados en el amor sexual, pero se trata de cuerpos erógenos hechos de placeres, de displaceres, de angustias que tienen que ver con una historia más que con simples percepciones y sensaciones aisladas. Prueba de esto es que nuestras pasiones más intensas no nos son provocadas por cualquier persona o cosa sino que emanan de situaciones y características precisas y sutiles del otro que la mayoría de las veces nos pasan desapercibidas. Aun cuando nos damos cuenta de qué están hechos nuestros deseos, no está en nosotros controlar su rumbo. Tampoco tenemos la posibilidad de rechazar de plano aquello que mueve nuestras pasiones. Cuando lo intentamos, pagamos en general un precio muy alto en síntomas, neurosis, y a veces en locura. Lo que casi siempre caracteriza a la vida amorosa es la desproporción imposible de controlar, desproporción entre un registro de placeres y displaceres que parecen tener poca importancia, y el carácter decisivo, sin embargo, de esas inclinaciones y de esas repulsiones que dirigen nuestra existencia, nuestras actividades, nuestros encuentros, nuestras elecciones.

Un ejemplo de pasión lo encontramos en la película de Cédric Kahn, Les Regrets. La película muestra una relación entre una mujer y un hombre, que se va haciendo imprescindible a lo largo del tiempo y a la vez invivible: cada uno de los protagonistas – interpretados por Yvan Attal y Valeria Bruni-Tedesci – es apresado por algo que le viene del otro, de manera tal que eso lo pone fuera de sí porque le muestra lo que él es. El objetivo de la película es el de hacer sentir lo que une a los personajes, algo que aparece bien marcado por la diferencia con las otras relaciones sexuales que cada uno tiene con sus respectivas parejas. Ahora bien, lo que une a estos personajes es al mismo tiempo banal, constitutivo e imposible de vivir, como si solo pudiera surgir cuando está a punto de desaparecer. Ese imposible constitutivo “pasa” muy bien a la imagen, gracias a la relación brusca que se establece entre las escenas en las que hacen el amor y la manera en que se hablan o no consiguen hablarse precisamente: la evidencia que se muestra en su relación sexual, tan directa y tan segura de sí misma a través de los años, conlleva un desprecio por las mediaciones y los matices que se corresponde con la manera en que se desencuentran: dándose citas inmediatas y difíciles de cumplir en las que nada se dice del otro ni al otro, salvo precisiones de lugar y hora y a menudo también, la imposibilidad justamente de asistir a la cita fijada. Al mismo tiempo, hay en la película algunos ensayos de los protagonistas por inventar un modo de hablar más adecuado a su placer sexual, por ejemplo cuando ella le pregunta: “¿Pero por qué me dejaste hace quince años? ¿Por qué te fuiste?” Primera respuesta de Yvan Attal en ese mismo modo brusco: “Decidí que si no llegabas a las 21 hs, me iba. Como no llegaste, me fui”. Segunda respuesta que no agrega más sobre lo que los une, pero subraya el carácter invivible de “eso”: “Te abandoné porque me volvías loco”. Por el lado de ella, la evidencia de su goce se resuelve en las palabras y en los actos de dos maneras: por un lado, el sufrimiento casi intacto de la primera separación de la que ella no parece haber tomado nota, y, por otro lado, su angustia cuando él le propone, en su segundo encuentro, ir a vivir con él y parten juntos hacia la residencia que habían elegido. Allí, ella dice que no, cambiando bruscamente sin que se comprenda por qué. Lo que, efectivamente, lo vuelve loco, pero no le impide a ella recordárselo algunos años más tarde, con la relación siempre intacta. En la sexualidad, cuando ésta compromete elementos decisivos en los protagonistas de una pasión, se trata realmente de algo muy preciso, y a la vez muy difícil de precisar y que circula entre los cuerpos que gozan y la búsqueda de una modalidad de palabra que pudiera igualar ese goce. Es eso lo que sale mal, y el fracaso es puesto en escena a través del carácter entrecortado de los mensajes intercambiados gracias a ese extraño instrumento de no-comunicación que es el teléfono celular; gracias también al contraste entre el hecho de que llegan siempre a la cita aún cuando sus ocupaciones son incompatibles y los encuentros siempre son entre dos trenes o entre dos citas.

El psicoanálisis tiene como objeto ese elemento inasible, irrisorio y decisivo que circula entre la evidencia de ciertas relaciones sexuales y la inadecuación de las palabras que tratan de dar cuenta de ellas. Esto no quiere decir que la búsqueda sea vana, sino que se produce en el modo de la inadecuación. La hipótesis del psicoanálisis es que nuestra singularidad de mujer y de hombre, vivida comúnmente en el amor, es del mismo orden que la estructura de nuestros sueños y nuestros síntomas, es decir de lo que se nos escapa de nosotros mismos y que al mismo tiempo nos constituye. En la transposición transferencial, la relación entre los objetos y las palabras cambia conservando la singularidad de su relación que puede ser descifrada cuando se repiten síntomas y sueños. Eso sin embargo no significa que un psicoanálisis remplace el goce por el saber. Pues la repetición no es puro saber sino experiencia de lo que se produce más allá del control y de la palabra; de tal manera que es esa inadecuación la que es puesta a trabajar, mientras que en las experiencias amorosas, ella anima la existencia y la amenaza confundiéndose con lo que viene del otro, de la pareja. En ese sentido, se puede decir que el dispositivo de la cura transpone la inadecuación del goce sexual y de la palabra acentuando esta inadecuación al instaurar una relación en la que el goce no será actuado sino que lo que pone en acción el deseo de hablarle a otro es el carácter constituyente e imposible de aquello que es buscado en la pasión. Puesto que el psicoanálisis no es una ciencia, es decir un saber ligado a una práctica que define una medida matemática para concebir las transposiciones que efectúa, el término desproporción se entiende aquí en un sentido amplio. Designa la diferencia de escala, en la vida amorosa, entre lo que “causa” nuestros deseos, que parece mínimo e irrisorio, y todo lo que desde allí se hace posible o fracasa.

Ahora bien, lo que por el momento llamo desproporción puede ser relacionado con las categorías lógicas de lo contingente y lo necesario: las nociones de contingente y necesario no tienen, en sí mismas, ninguna relación privilegiada con la vida amorosa ni con la desproporción que la constituye en la medida en que características aparentemente mínimas de nuestros deseos modelan el estilo de nuestras vidas. Deseo mostrar que ya de por sí la vida amorosa, y sobre todo tal como la experiencia de una cura analítica la desarrolla como en un laboratorio transformando sus características espontáneas, reúne la contingencia y esa desproporción que acabo de describir groseramente entre el amor y el deseo o entre los miembros de una relación amorosa. Desproporción y contingencia se relacionan una con la otra en el campo del amor sexuado.

Aunque ese término de desproporción no es exactamente el correcto pues introduce una idea de medida que quizá no corresponda aquí. Cuando Hegel hablaba de la vida de los organismos, invocaba una desproporción entre la causa y los efectos: al alimentarse de elementos exteriores para producirse a sí mismo, el ser vivo, decía, “no permite a la causa producir sus efectos sino que la suprime como causa”. En la idea de causalidad, en efecto, está precisamente la capacidad de producir un efecto, la causa siendo causa sólo por el efecto que produce y en el efecto que produce. Ahora bien, crecer o vivir manifiestan una iniciativa que utiliza un impulso desde el exterior pero que va más allá; lo que Hegel interpretaba diciendo que el efecto no es más aquí el-efecto-de-la-causa de manera tal que encontramos la misma cosa en la causa y en el efecto. Es en ese sentido que podemos hablar de una desproporción: lo que actúa sobre el organismo es la ocasión de desarrollo de una iniciativa que va más allá de la potencia misma de la causa. Es ese más allá de la medida causal que podemos llamar desproporción.

Dicho esto, el fenómeno cuya importancia en el psicoanálisis precisamente deseo mostrar no es en principio una cuestión de medida, ni tampoco de causalidad, sino de diferencia de lugares entre miembros de un proceso. Es por eso que el dispositivo de la cura es un buen decodificador de ello. Por ejemplo, en numerosas prácticas terapéuticas, sean éstas psicoanalíticas o no, se dice a menudo que no hay que culpabilizar a los padres por el efecto que algunos de sus comportamientos o de sus posturas en la existencia tuvieron sobre la historia de sus hijos. Pues la historia del niño nunca es el simple resultado de factores conscientes o inconscientes que se hubieran transmitido de padres a hijos. El niño transforma consciente o inconscientemente las causas que intervinieron en su formación. Eso proviene de la desproporción de la que hablaba Hegel. Aún cuando no nos situemos en el marco de una ciencia, el término de desproporción se relaciona con la cuestión causal.

Es en ese sentido que su pertinencia puede ser discutida en psicoanálisis. Quizás fue eso lo que llevó a Lacan a dar a uno de sus seminarios el título: La Transferencia en su disparidad subjetiva. El término disparidad indica muy bien la incongruencia de los lugares del analizado y del analista. Pero es también en ese seminario que Lacan define la posición del analista como la del sujeto supuesto saber. Ahora bien, yo he señalado que resumir la transposición que instaura la cura por el privilegio acordado al saber, aún supuesto, impide quizá pensar todos los aspectos de la repetición transferencial, como transformación y no solamente como reproducción de la esencia del amor. Si hablo de asimetría de los lugares dentro de una relación en lugar de desproporción, es porque en cuestiones de la vida amorosa y sexual, la situación es más compleja que esa simple desproporción: uno de los protagonistas no sabe jamás qué influencia ejerce sobre el otro, no controla lo que constituye el nudo de una relación preferencial, no controla tampoco – ni en el registro de los afectos ni en el del saber – el hecho de que ese no-control es justamente lo que está en juego en esa relación. En la niñez, esta asimetría está unida a una condición: el niño depende del adulto, no solamente para la conservación de su vida sino en todos los detalles que marcarán su acceso a la realidad; es el adulto quien da el tono, quien traza los lineamientos de aquello que adquirirá el valor de bueno o malo para el niño, de angustiante o indiferente. Aún allí, el modo en que el niño elabora lo que le ha sido diseñado es contingente en relación a lo que el adulto quería planear para el otro y que, más allá de los fines conscientes, es desconocido para él mismo o para ella misma. Y, por otra parte, el adulto no sabe nunca lo que será importante en aquello que le impone o propone al niño.

Cuando Winnicott decía “un bebé no existe”, hablaba de la complejidad de las relaciones entre un niño pequeño y su entorno mostrando cómo la angustia de la madre y la del niño tejen relaciones a la vez necesarias e imprevisibles; describía así una de las formas de la asimetría constitutiva en lo que concierne al amor, el odio, la angustia. Cuando hablaba de una madre “suficientemente buena” para describir cómo el adulto da sentido a los llantos, las risas y a las exigencias del niño insertándolos en un sistema de interpretaciones que “no pertenecen” al niño, que lo alienan forzosamente a algo de la vida inconsciente del adulto, pero que, sin embargo, pueden permitirle al niño no ser reducido a ese sentido impuesto, daba uno de los ejemplos princeps de esa asimetría esencial que desafía la pertinencia de la demasiado simple noción de causa en las relaciones afectivas.



NOTAS

[1El presente artículo integra el prólogo de Monique David-Menard a su libro Éloge des hasards dans la vie sexuelle (Harmann, Paris, 2011). Agradecemos a la autora su autorización para publicar este avance, que sirve a la vez como adelanto de la edición en español de su libro. Los pasajes seleccionados fueron elegidos a propósito del análisis que hace la autora del film Les Regrets (Cédic Kahn, Francia, 2009).