[pp. 19-22]
El Erizo: de encuentros y no-encuentros
El encanto del erizo | Mona Achache | 2009
Laura Escudero

Una mamushka considera a la cebolla de su misma especie
no la corta ni la pica
la pela apenas
y esa desnudez
la hace llorar
Roberta Iannámico, Mamushkas (2002)

Las coordenadas de lectura de una obra pueden ser infinitas. Incluso para un mismo lector. Hay, sin embargo, una insistencia, un rumbo elegido, que es el de la costumbre.

Y una va como por la huella.

De la invitación al Ciclo de Cine y Psicoanálisis [1] me parece interesante la puesta en diálogo de diferentes lecturas: los puntos de detenimiento o lo que se pasa de largo. El encuentro con lo distinto. Porque lo que cambia el rumbo suele ser la presencia de otro que interroga. Y abre la puerta a una nueva lectura.

Y por casualidad también he leído esto como un asunto del que se ocupa la película El erizo (Achache, 2009). Lo que ha espigado mi lectura, y quiero traer acá, son las búsquedas de sentido que despliegan los personajes.

Hablo de lectura y es cine.

Porque es mi lectura de la película. Y si algo pasa en El erizo es que todo admite suspicacias. Como en otra película trabajada en la misma edición del Ciclo de Cine y Psicoanálisis: Alicia, en el país de las maravillas (Burton, 2010) [2]. Algo tienen en común, creo. Las cosas no son como parecen. Y esa es justo la posición del lector: el de la búsqueda de otra cosa tras lo que aparece. Un lugar de extrañamiento donde todo lo que parece ser, no es. O es lo que no parece. Un lugar no-lugar, para que la pregunta provoque la sonrisa enigmática del gato.

Y también un diálogo previo, porque esta película es una obra que incluye la lectura de otra: la novela La elegancia del erizo de Muriel Barbery (2006).

Me tienta el juego de dar vuelta lo que está a la vista para descubrir lo que se oculta del otro lado. Si la propuesta del hilo conductor del Ciclo fue “Encuentros”, me pregunto qué hay en ellos de no-encuentros. O de qué manera los encuentros en esta película pasan por la disponibilidad de un personaje para dar lugar o no a los otros. Y de qué modo lo hacen. Tanto en la película como en la novela, hay dos personajes que llevan sobre sí la narración: Renée (Josiane Balasko), la portera y Paloma (Garance Le Guillermic), la niña de doce años. Es más, la novela avanza con un capítulo en la voz de cada una. Como espectador-lector, la entrada al mundo ficcional es a través del relato de los personajes. Por eso en la película se hace necesaria una voz en off. Hay una mediación de las acciones. Los cuerpos de los personajes no se encuentran así nada más. Hasta pasada buena parte de la trama Renée y Paloma construyen múltiples lecturas perspicaces sobre los que las rodean. Pero a distancia. Las de ellas son existencias paralelas, apenas la coincidencia en coordenadas de tiempo y espacio. Cada una gira en su órbita y se pregunta qué pasa en los planetas de al lado. Cada una con cierto desdén por el resto. Porque la portera se oculta bajo el disfraz de simplona pero no se lo cree. Y juzga a sus vecinos ricachones con un sarcasmo que nos llega porque tenemos su versión de ellos, sabemos de ellos por lo que dicen Reneé o Paloma.

Para la niña es la búsqueda de una respuesta: por qué merece la pena vivir (y merece la pena, nunca me pareció una expresión tan acertada). Durante sus procedimientos de lectura espera una clave que la convenza. O que afirme su decisión de morir antes de cumplir los trece años. Lee —en el sentido de interpreta— cómo son los efectos de este mundo sobre los otros. ¿Alcanza con mirar a la distancia? ¿Es posible esa prescindencia del cuerpo de los otros? ¿No es la acción una forma de compromiso con el cuerpo y con los otros? ¿Asegura algo un cuerpo en acción?

Se pregunta:
¿Y si la literatura no fuera sino una televisión que uno mira para activar sus neuronas espejo y para proporcionarse a bajo costo los escalofríos de la acción? ¿Y si, peor aún, la literatura fuera una televisión que nos muestra todo aquello en lo que fracasamos?
¡Vaya un movimiento del mundo! Podría haber sido la perfección pero es el desastre. Debería vivirse de verdad pero es siempre un disfrute por poderes. (Barbery, 2006, p.112)

Paloma se siente atrapada en la pecera. En la certeza de que todo lo que la rodea es una ilusión formulada para acomodar a la mediocridad inevitable que parece ser la vida.

¿Por qué vivir?, se pregunta. Y busca la respuesta en la vida de los otros. O mejor dicho: en su interpretación/lectura de la vida de los otros. Lo que los otros parecen sostener como sus verdades. Y no la convence. Busca, hace listas, enumera y no encuentra. Hasta que descubre que las cosas no son como parecen. Y lo que no son, no resulta una decepción. Más bien todo lo contrario. Renée parece burlar la lógica de las apariencias. No es como su madre que parece sofisticada y culta pero sin embargo tiene sus conversaciones más apasionadas con las plantas. Ni como su padre que oculta sus contradicciones políticas en el confort burgués del mismo modo que la mayoría (hay una escena muy encantadora en la novela que describe al padre mientras mira un partido de rugby, toma cerveza y come salchichón).

Pero no. Renée parece una portera fea y desentendida y sin embargo, cuando cierra la puerta de su vida pública, cuando permanece en su intimidad, se mueve con sigilo entre los pensamientos filosóficos y obras de la gran literatura. Se conmueve con Ana Karenina y lleva un diario. Escribe. Como Paloma, busca respuestas en la escritura.

Pero nada de esto sabe todavía la niña. Aún están en planetas desencontrados. Lo sabrá después gracias a la intervención de un tercero. Por ahora y hasta aquí sabemos de Renée por ella misma. La portera lee y escribe. Y tiene una revelación sobre el lugar que estos actos: leer y escribir, tienen para su vida.

Dice en la novela:

¿Qué otra razón podría yo tener para escribir esto, este irrisorio diario de una portera que se va haciendo vieja, si la escritura no participara de la misma naturaleza que el arte de la siega? Cuando las líneas se convierten en demiurgo de sí mismas, cuando asisto como una maravillosa inconsciencia al nacimiento sobre el papel de frases que escapan a mi voluntad e, inscribiéndose ajenas a ella en el papel, me enseñan lo que no sabía ni creía querer, gozo de este alumbramiento sin dolor, de esta evidencia no concertada, de seguir sin esfuerzo ni certeza, con la felicidad del asombro sincero, una pluma que me guía y me arrastra.
Entonces, accedo, en plena evidencia y textura de mí misma, a un olvido de mi propio ser rayano en el éxtasis, saboreo la feliz quietud de una conciencia espectadora (Barbery, 2006, p.136).

Lo que el acto de escritura significa para Renée tiene también la naturaleza de una búsqueda. Los personajes comparten esta disposición. Y las dos juegan bien en el territorio de-lo-que-parece-no-es. Se saben ocultar. Para no entrar en esa calesita de hipocresía y sufrimiento que creen advertir en las vidas de los demás ellas se esconden.

Y hay aquí otro aspecto interesante: los encuentros y desencuentros suceden entre mujeres. Son dos mujeres las que piensan/dicen algo acerca de los otros/as. Paloma, dice sobre su madre y hermana. Renée sobre Manuela (Ariane Ascaride) por otro lado. Y quedará cada cual, del lado del campo social que le ha tocado jugar, hasta la llegada de Ozu (Togo Igawa), que es un señor muy particular. Un señor con la sensibilidad de oriente. El gato de Cheshire. El que parece ver más allá. El que es “gesto” que deja el cuerpo: una sonrisa, por ejemplo. El señor Ozu atraviesa el signo de clase como fuente de desencuentro. Con Reneé en especial. Porque para ella su condición de pobre ha determinado su estrategia de ocultamiento. Fea y pobre es demasiada contrariedad para enfrentar. Pero sabe que hay otras cualidades para ese cuerpo escaso en dones materiales. También las apariencias de clase engañan.

Dice de su amiga Manuela:

De la misma manera que yo soy para mi arquetipo una traición permanente, Manuela es para el de la asistenta portuguesa pura deslealtad. Pues la hija de Faro, nacida bajo una higuera tras siete retoños y antes de otros seis, enviada a trabajar al campo desde su más tierna infancia y al poco casada con un albañil pronto expatriado, madre de cuatro hijos franceses por derecho de suelo pero portugueses por consideración social, la hija de Faro pues, con medias negras y pañuelo en la cabeza incluidos, es una aristócrata, una de verdad, una bien grande, de las que no se prestan a discusión porque, aun llevando el sello en el mismo corazón, desdeña toda etiqueta y todo abolengo. ¿Qué es una aristócrata? Una mujer a la que la vulgaridad no alcanza pese a acecharla por todas partes (Barbery, 2006, p. 28).

¿Quién es vulgar y quién es aristócrata? ¿Quién es lo que parece ser? ¿Qué se espera de los otros/as? ¿Qué se espera que una sea?

El señor Ozu aparece y alinea, enlaza los planetas. Paloma ve a Renée y Renée ve a Paloma. Entonces este hombre que muestra una sensibilidad femenina, que parece un hombre pero tiene algo de suavidad y oreja de mujer, dice cosas como que cree en la sensibilidad y la capacidad de un roble para el resplandor, y por lo tanto, cree en las de un gato (Barbery, 2006)

Es el gato de Cheshire.

El señor Ozu puede ver el resplandor de todas las cosas bajo la superficie. Y sabe dejar el gesto suspendido en el aire para dar tiempo a su captura

Hay una serie de mujeres, el señor Ozu, y otro hombre que aparecen en segundo plano en la vida de Paloma: su padre. También el padre del novio de su hermana con quien sostiene esta curiosa conversación sobre el juego del go. Me impresiona muchísimo esa escena. El hombre dice que el juego es igual al ajedrez. La niña lo corrige (las niñas no deben interrumpir con ese atrevimiento a los mayores, ni deben pensar en la muerte, ni…) le dice que el juego no es japonés sino chino y que no se parece en nada al ajedrez. Porque el ajedrez es un juego en el que hay que aniquilar al adversario, mientras que en el go se trata de construir/fortalecer el territorio.

Y me parece la metáfora de estos dos juegos tan apropiada para mostrar el modo de pensar la relación con los otros. Tan a tono para la exploración del territorio no-lugar de estas mujeres, la niña y la portera, que son mujeres y se juegan el encuentro con los otros, así con el ánimo apaciguado, con un acercamiento desde la lectura, desde la advertencia de lo que no está a la vista. Mujeres para las que el encuentro incluso tiene el sentido de una espera de otro que todavía no ha llegado.
Renée muere, y sabe en ese momento, que la muerte real no era el verdadero riesgo. Y Paloma se ha enterado: en el juego de ser y parecer hay lugar para todas búsquedas. Y las búsquedas en sí mismas son el motivo. El juego es el motivo de cada jugada.

Dice en el último párrafo de la novela:

Pensando en eso esta noche, con el corazón y el estómago hechos papilla, me digo que a fin de cuentas quizá sea eso la vida: mucha desesperación pero también algunos momentos de belleza donde el tiempo ya no es igual. Es como si las notas musicales hicieran una suerte de paréntesis en el tiempo, una suspensión, otro lugar aquí mismo, un siempre en el jamás.
Sí, eso es, un siempre en el jamás. (Barbery, 2006, p. 364)

Y otra vez:
Una mamushka considera a la cebolla de su misma especie
no la corta ni la pica
la pela apenas
y esa desnudez
la hace llorar
De Roberta Iannámico
Mamushkas (2002)

Referencias
Barbery, M. (2006), La elegancia del erizo, Francia: Gallimard.



NOTAS

[1La autora hace referencia a la décima edición del Ciclo de Cine y Psicoanálisis de la Universidad Nacional de Córdoba, realizada en el año 2014, que llevó como título “Encuentros”. [N. del E]

[2El film Alicia en el País de las Maravillas fue proyectado en la última noche de la décima edición del Ciclo de Cine y Psicoanálisis de la Universidad Nacional de Córdoba el día 20 de mayo de 2014. [N. del E]