Motto: El cine da vida al recuerdo, El sentido ético de la temporalidad humana En El mito de Sísifo el escritor franco-argelino Albert Camus (2002, pp. 13-14) exponía que sólo hay una pregunta filosófica que vale la pena hacerse, la pregunta por el suicido, ¿si la vida vale o no la pena vivirse? Por la razón del tipo de acciones a las que compromete: por un lado hay personas que teniendo todas las condiciones materiales para hacer de su vida una historia digna de contarse deciden no hacer nada con ella y al contrario, vemos que hay personas que a pesar de las penas y el sufrimiento de vivir —como el caso del actor Christopher Reeves— hacen de su vida una historia para todos los tiempos. La disyuntiva no se resuelve por naturaleza o por la determinación de los genes, sino por una elección personal, incondicional, singular e intransferible en el tiempo, entre ser uno más o ser uno singular y, mientras haya tiempo, nunca es tarde para elegir bien. El filósofo rumano Emil M. Cioran (2009, p. 10), nos dice en el prólogo a su afamado libro En las cimas de la desesperación, con 21 años de edad, que si no hubiera escrito ese libro se hubiera suicidado, convirtiendo su vida en verter la búsqueda del absoluto en una escritura fragmentaria de una intensidad oceánica. Albert Camus terminó su vida en un accidente de auto a los 47 años después de una conversación sobre la fe con el reverendo metodista Howard Mumma (2005, pp. 14, 69, 176) y Cioran murió después de una agonía de Alzheimer a los 84 años escribiendo cartas de amor [1], pero cada uno es recordado y permanece en la memoria por las obras de arte literarias que fueron fruto de esa decisión fundamental de decirle no al suicidio, instantes de esperanza que mientras duraron trascendieron el irrefrenable paso del tiempo, e inspiran hoy a miles de generaciones. Estas experiencias nos indican que la vida humana es un puente tendido entre lo finito y lo infinito, lo necesario y lo posible, el tiempo y la eternidad [2], por lo cual la propia existencia se nos plantea como una paradoja: que somos una tarea a realizar, de lo que propiamente ya somos, en una síntesis, mediante una elección fundamental: la de querer creer o no que tiene sentido y vale la pena hacer algo con el tiempo que tenemos disponible (Kierkegaard, 2008, pp. 33-34, 50-51). A pesar de que somos algo determinado, situado y definido, la verdad de nuestro ser es lo que lleguemos a ser en el tiempo, por lo que el tiempo es una responsabilidad moral. La diferencia entre el bien y el mal, es la diferencia entre vivir con tiempo o vivir sin él, como nos dice el director de cine ruso Andréi Tarkovski: “El tiempo es algo vinculado a la existencia de nuestro yo […] el tiempo es imprescindible para el hombre, para constituirse como tal, para realizarse como individuo […] el tiempo es una situación, el elemento que da vida al alma humana, en el que el alma está en el hogar como la salamandra en el fuego” (1997, p. 77). El tiempo en sentido ético aparece ante nuestra conciencia como un ámbito de posibilidades que me invitan a proyectarme de modos diversos (a partir de los cuales delibero) y, a la vez, se experimenta en la libertad como la situación en la cual debo elegir o no hacer algo con ello (instante de la decisión). El tiempo no es entonces una mera sucesión o una historia en sentido cronológico, sino el carácter interior que define, como en Camus y Cioran, nuestro rostro humano y, que en esos dos modos de ser del tiempo —como conciencia de posibilidades y como elección de sí mismo—, se conforman las relaciones en tiempo presente de lo que llamamos nuestra historia. Como nos comenta Tarkovski de nuevo: “quisiera llamar la atención sobre el carácter modificable del tiempo en su sentido ético. Pues para el hombre, el tiempo no puede desaparecer sin dejar huella, ya que para él no es sino una categoría subjetiva, interior. El tiempo que hemos vivido queda fijado en nuestras almas como una experiencia forjada en el tiempo” (1997, p. 79). Huellas que no son la experiencia de estar en el tiempo, la intratemporalidad como la llamaría Ricoeur (1999, pp. 187-189), ni sólo la historicidad, como la relación de sentido entre un principio y un final, sino la unidad presente entre pasado, presente y futuro, es decir, entre memorias y esperanzas. Ese momento que podemos llamar sagrado o eterno [3], en donde todo cobra sentido para la conciencia y para la libertad; es más, donde somos libertad por liberarnos de las condiciones del mundo que nos atan a lo inmediato y abrimos el ámbito del espíritu, por el cual no solo se da una relación del pasado al futuro de modo lineal, sino que el pasado se mueve y cambia al recobrar de éste, en el presente, los horizontes de posibilidad no realizados y proyectarlos como una tarea por venir. De tal modo que no es que cambien los hechos que ya fueron, sino el modo de comprenderlos abriendo su sentido a una nueva forma de ser, en una palabra, a la posibilidad de redención o reconciliación [4]. Las huellas del tiempo en nuestra forma de ser son ámbitos que contienen en sí una relación a un modo de ser concreto del tiempo pasado y un horizonte de posibilidades que invocan a la libertad, por eso como huellas nos arraigan en una memoria pero a la vez nos llaman a recrearnos en nuevas esperanzas. Esta síntesis, que llamamos temporalidad, entre nuestra conciencia y libertad con el tiempo, en sentido ético es una acción en el tiempo presente, en el salto cualitativo de la elección de sí mismo que va de la deliberación a la acción y, por medio de la cual, la verdad de lo que lleguemos a ser no dependerá de lo determinado en los hechos del pasado, de las categorías del sujeto en su imaginación trascendental, sino de un acto de confianza por el cual se cree que ese horizonte es un camino y se espera que en ese camino se revele de verdad quiénes estamos llamados a ser; como nos dice Kierkegaard (2007a, p. 165) la decisión ética en el tiempo es elegirse a sí mismo, pero esa elección es a la vez recibirse a sí mismo, pero si no se elige no lo recibe. El problema es que desde hace tiempo hemos desarrollado un modo de vida social en donde lo que impera, como dicen Lipovetsky y Charles (2004, pp. 79, 85) es un tiempo que ya no tiene sentido ético, existencial o cultural, reduciéndolo a un instrumento de medida en función de la eficiencia de los procesos. El tiempo ha perdido su sentido de temporalidad reduciéndose a la intensidad máxima del momento, no como instante eterno, sino como lo efímero que no recupera la memoria y no forja un porvenir, en una indiferencia ética como escape de la libertad viviendo sin arraigo y sin dirección. Lo podemos ver en diversos fenómenos, como el fast-food, el acoso del tiempo en el mundo laboral en el cual no hay tiempo disponible para ejercer la virtud de la prudencia por la necesidad del impacto, o como decía Tolkien, en el mundo académico, la investigación se ha convertido en una economía del tiempo planificado, como resultado de la perversión de la curiosidad y la legítima motivación (Carpenter, 1990, p. 261). Las redes sociales hacen que exista un tiempo presente indiferenciado en el cual no hay relaciones de devenir. Pero es este tipo de tiempo el que Heidegger llamaba vulgar, precisamente porque reduce la conciencia y la libertad al mundo de la utilidad, donde la memoria y la esperanza son subversivas. El arte cinematográfico como recuperar el tiempo ético perdido En esta vida de tiempo sin tiempo es donde el arte y, en particular el cinematográfico, tienen mayor relevancia, porque al ser un acto, como los de Camus y Cioran, por el cual, como dice Alfonso López Quintás, (2002, pp. 137-148, 193-197) entablamos una relación de encuentro conmigo mismo, los otros y el mundo, recuperamos la temporalidad, es decir, el tiempo en sentido ético. El encuentro es un acto creativo de mutua donación y recepción de posibilidades por las cuales cada realidad relacionada cobra su sentido de modo pleno y actual en el tiempo. Por ejemplo, entre un pianista y el piano, la música es el resultado del encuentro, porque uno le ofrece al otro las posibilidades que requiere para realizar su bien, y al mismo tiempo uno y el otro son fuente de posibilidades creativas, de tal forma que se da esta experiencia reversible, dinámica, en la cual cada uno se realiza en intimidad con el otro sin aniquilar su diferencia (Quintás, 2002, pp. 106-115). La obra literaria, cinematográfica, musical no es ni el objeto ni el sujeto, sino las relaciones de encuentro entre ellas que realizan y permiten comprenderse en él y con el otro (Quintás, 2004, pp. 36-38). Y esta relación se vuelve difusiva, inspira y atrae a otros a su relación, por los cuales puede movilizar su relación con el tiempo y recuperar la temporalidad, su propio tiempo, en una palabra infundir esperanza, como dice Tarkovski: “el arte en general es religiosa. En su máxima expresión de fuerzas, infunde esperanza ante el rostro del mundo moderno, monstruosamente cruel y que, en su sinsentido, deriva hacia el absurdo. […] Sin esperanza no hay hombre. En arte se puede mostrar el horror en el que viven los hombres pero solo si se encuentra la forma de expresar la Fe y la Esperanza. ¿En qué? En que, a pesar de lo que pueda suceder, el hombre está lleno de buena voluntad y del sentido de la propia dignidad. Incluso ante la muerte. En que nunca traicionará el ideal, su fatamorgana, su espejismo, su vocación de hombre.” (2011, p. 31) El arte es el camino por el cual se puede contestar a la pregunta de Camus afirmando que somos un animal artístico más que político y, por ello, en la mitología griega sólo Orfeo con su arte musical podía bajar y salir del Hades llevando consigo los secretos de la inmortalidad. En el arte no se reproducen los acontecimientos o la realidad, sino que emerge en el encuentro una visión del mundo con sentido lírico y metafísico y, que en su modo lúdico de realizarse, como diría Gadamer (1991, p. 68-73, 96), está siempre presente la posibilidad de hacer presente de nuevo su acontecer original enriqueciendo su comprensión y su modo de ser en diferentes tiempos. La obra de arte, como la vida humana, se realiza para ser un clásico. En este sentido es que el cine es un arte para Tarkovski y no sólo un medio de entretenimiento masivo, lo cual no quiere decir que de hecho lo pueda ser, como nos dice Tarkovski: “El artista comienza allí donde en su idea o en la propia película surge una estructura propia e inconfundible, de las imágenes, un sistema de pensamiento propio en relación con el mundo real, sistema que el director deja luego expuesto al juicio del público, al que ha comunicado sus más profundos sueños. Sólo si presenta su propia visión de las cosas, sólo si así se convierte en una especie de filósofo, el director es realmente un artista y la cinematografía, un arte.” (1997, p. 81) Y el potencial específico del arte cinematográfico es precisamente la posibilidad de recuperar la misma temporalidad. El principio del cine desde los hermanos Lumiére a nuestra época es que puede fijar el tiempo de forma inmediata, pero no el tiempo como la sucesión de los hechos, sino como las condiciones interiores que le dan sentido a los mismos: las relaciones entre su devenir concreto y sus posibilidades de devenir (Tarkovski, 1997, p. 83). En la relación de esas dos condiciones siempre cabe la elección y la decisión libre que lleva a cabo la síntesis y acontece, haciendo presente su temporalidad, es decir, el presente ocurriendo, su pasado retenido en la memoria y que se proyecta como condición del mismo y el futuro al que nos hace esperar lo que se realiza. Pero, todo ello, en la triple ilusión de: primero, suspender las ocupaciones, segundo, la del movimiento y tercero, de que ocurre en el propio presente, siendo un tiempo que habla a cada uno en particular. La temporalidad que representa el cine no es el tiempo cronológico de los hechos, sino los juegos y los modos como se relacionan en el acontecer de los mismos los dos elementos que le permiten devenir: una certidumbre de su “así” ocurrió y una incertidumbre de su propia causa, del “cómo” es posible que ocurriera. Se fija su duración, su relación, sus influencias mutuas, sus vaivenes, de tal forma que podemos volver a él tantas veces como queramos, por ello nos dice Tarkovski: “la fuerza del cinematógrafo consiste precisamente en dejar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia de esa realidad que nos rodea cada día, o incluso cada hora.” (1997, p. 84). De tal modo que la fijación de las condiciones del devenir temporal y su potencial repetición, hacen que para poder seguir la historia debemos creer que sucede en tiempo presente, por lo cual esas condiciones se reduplican invirtiendo sus relaciones: la incertidumbre del “cómo” fue posible se hace cierto y, con ello se actualiza el horizonte posible, recuperando su excedente de sentido o las posibilidades no concretadas y, por otro lado, en relación con ello, el “así” se vuelve incierto, es decir, infunde la esperanza de que los hechos podrían haber sido de otra manera. El cine nos sitúa frente a frente con nuestra condición temporal como una tarea ética y espiritual, en la que nos jugamos la libertad y la respuesta a esa pregunta inicial. Paradoja del arte cinematográfico es que se exhibe en medios masivos, pero su efecto es en relación a la persona singular que pone su tiempo a disposición del devenir del filme. El cine no le habla a las masas —bajo el riesgo de convertirse en propaganda— sino al individuo que reduplica las condiciones del devenir del filme en su tiempo presente, recuperando el sentido ético del tiempo. Esto lo podemos ejemplificar en tres filmes: La rosa púrpura del Cairo (Allen, 1985), Nostalghia (Tarkovski, 1984) y Medianoche en París (Allen, 2011). La rosa Púrpura del Cairo En la película de La rosa púrpura del Cairo (Allen, 1985), el personaje principal, Cecilia (Mia Farrow), que entra a la sala de cine a mirar el filme de “La rosa púrpura del Cairo” —típico filme idílico de los años veinte en los Estados Unidos— no sale de ahí solo enajenada de su mundo real y soñando en la certeza de la promesa nunca cumplida de un mundo lleno de romance y amor verdadero; sino que en las múltiples veces que asiste a la proyección termina por creer que es posible en su tiempo presente que el personaje de la película dentro del filme de Allen, Tom Baxter (Jeff Daniels), la ame de verdad, lo cual se representa cuando éste se sale de la pantalla, o cuando Cecilia, a la inversa, se mete a la pantalla. Desgraciadamente para ella, al final de la película, su error es creer que el actor Gil Shepherd (Jeff Daniels) que interpreta a Tom Baxter se comporta en la vida real como lo hace Tom en el filme, siendo abandonada. La experiencia cinematográfica de vuelta una y otra vez al tiempo fijado, nos permite recuperar de algún modo el tiempo perdido, esto es, en creer o no creer; no en que los hechos pasados cambiarán, sino en las posibilidades que le dieron origen a esos hechos, es decir, en la propia libertad. El acto de la libertad es aquel por medio del cual vinculamos, sin confundir ese ámbito de lo posible con el concreto, y forjamos una obra de arte que es imagen de nuestra interioridad profunda. Es como dirían Cavell (1979, pp. 11, 15, 24-25, 73), Tarkovski (1997, pp. 77-79, 84-85, 93), Deleuze (2009, pp. 38-42, 60-62,) un modo de recordar —como creación de mitos, como presencia de lo ausente, o como actualización de un excedente de sentido—, pero no en el sentido de un pasado abstracto, sino de vincularse de nuevo en el propio tiempo presente con las posibilidades fugadas en el pasado o aún no obtenidas en el futuro. Mediante el cine le ayudamos a nuestra conciencia y a nuestra libertad a darle la vuelta al tiempo, porque al ver el paso de una causa al efecto, en los efectos vemos también sus causas, y es como si se retornara al pasado, para comprenderlo y para elegir de nuevo, como diría Tarkovski ¿por qué va la gente al cine?: “habría que partir de la naturaleza del cine, que tiene algo que ver con la necesidad del hombre de apropiarse del mundo. Normalmente el hombre va al cine por el tiempo perdido, fugado o aún no obtenido. Va al cine buscando experiencia de la vida, porque precisamente el cine amplía, enriquece y profundiza la experiencia fáctica del hombre mucho más que cualquier otro arte; es más, no sólo la enriquece, sino que la extiende considerablemente, por decirlo de algún modo.” (1997, p. 84) Recuperar el sentido ético del tiempo perdido es recuperar las huellas de nuestro propio devenir y en ese sentido podemos retornar al tiempo. El artista cinematográfico, para ello, debe esculpir en el tiempo (Tarkovski, 1997, p. 85) apartando del informe complejo e innecesario de los hechos vitales todo lo innecesario. Conservando la visión de su película, la cual es el sentido mismo del devenir, por lo que el cine manipula los tiempos rompiendo su sentido cronológico, con tal de que sea posible imprimir las condiciones del devenir en las huellas del ser humano, en otras palabras, que sea creíble o que me ponga en la situación de creer, no cualquier cosa, no sólo lo que ocurre como historia, sino las condiciones que lo hicieron devenir como las propias de nuestra condición humana. Lo que hace el cineasta es que de un material temporal registrado, selecciona una serie de fragmentos y los reúne de tal modo que sin mostrarlo se sepa por el flujo temporal lo que sucede entre los cortes: “el colocar al hombre en un espacio ilimitado, el hacer que se funda con una masa inmensamente grande, directamente junto a él, y con hombres que pasan, alejados de sí, el ponerle en relación con todo el mundo. Ese es precisamente el sentido del cine.” (Tarkosvki, p. 87) El cine tiene el potencial como arte de ser una experiencia formativa de nuestro devenir en el tiempo de la formación de la propia temporalidad, pero como sucede también con los grandes potenciales sus perversiones pueden tener efectos negativos. El efecto negativo del cine es que puede reducir el flujo temporal al impacto de las imágenes imposibilitando el ponerse en situación de recrear el tiempo mostrado y de tomar la decisión de creer o no, convirtiéndose de ese modo en propaganda o en un producto industrial y no en un modo de pensamiento, como ha dicho Deleuze: “el cine muere, pues, por su mediocridad cuantitativa.” (1986, p. 220). El arte cinematográfico es el modo como podemos experimentar el modo de llegar a ser del hombre en su propia condición, la temporalidad éticamente hablando, pues su vida “no es otra cosa que un plazo concedido al hombre, en el que puede y debe formar su espíritu de acuerdo con las propias ideas sobre las metas de la vida humana.” (Tarkovski, 1997, p.78) Nostalghia Como ejemplos de lo que hemos expuesto podríamos verlo en la última escena de Nostalghia (Tarkovski, 1984), de la cual el mismo director ha dicho: “por primera vez aparecía ante mis ojos en la pantalla, demostraba que mi intención de conseguir los medios del arte cinematográfico un espejo del alma humana, de una experiencia humana única, no eran solo un producto curioso de ideas estériles, sino una realidad indudable” (Tarkovski, 1997, p. 228). En Nostalghia el personaje principal Andrei Gorchakov (Oleg Yankoskiy), que es un poeta ruso en Italia buscando los testimonios de un músico ruso exiliado, busca repetir las condiciones que le permitan reunir de nuevo el sentido de un mundo perdido entre la realidad presente y sus recuerdos, pero que durante toda la película ha permanecido en esa confusión de tiempos sin tomar una resolución en ellos. Los planos secuencia, las brumas, las sombras, los colores, todos denotan el paso del tiempo o tiempos no crónicos, que convergen al final cuando debe pasar de un lado a otro de un baño romano en ruinas, como un ritual, con una vela encendida. Esto representa el sentido de la pascua ortodoxa, del misterio de la luz. La lentitud, la dilatación de las tomas, la centralidad de las manos en el encuadre con la luz de la vela, para que no se extinga, sus regresos constantes, son una representación de esa misma temporalidad que había perdido y que recupera al lograr la unidad de ese mundo en ruinas y por ello muere al lograrlo al final, con una toma donde todo lo que es se funde en una sola toma contemplativa. Nostalghia es una película sobre un hombre ruso que ha perdido completamente su órbita, que no puede comunicarse y no puede unirse con el pasado y “encuentra en Italia el momento de su trágica ruptura con la realidad, con la vida, (no con las circunstancias externas) que nunca hará justicia a las pretensiones de un individuo. Italia, se le muestra con sus majestuosas ruinas que emergen de la nada. Aquellos pedazos de una civilización universal y extraña, son a la vez como mausoleos de la futilidad de las ambiciones humanas, signos del fatídico camino en el que se ha perdido la humanidad. Gorchakov muere porque es incapaz de superar su propia crisis interior, incapaz de detener la decadencia de la continuidad del tiempo, de la que también él es consciente.” (Tarkovski, 1997, p. 230) La nostalgia es ese sentimiento fatídicamente vinculante de dependencia con respecto al propio pasado, esa enfermedad cada vez más insoportable, eso es lo que se llama nostalgia (Tarkovski, 1997, pp. 231-232). Pero la comprensión de este sentido del tiempo en el filme no se reduce a lo que sucede a sus diálogos, sino al observar una y otra vez la mirada de su propio devenir, en una infinita reactualización de sus horizontes de posibilidades en los cuales podemos encontrar la propia nostalgia como esa incapacidad y necesidad a la vez de unir el tiempo, como nos dice Tarkovski: “todas mis películas tratan de esto que los hombres no están malviviendo, solitarios y abandonados en un universo vacío, sino que con incontables lazos están unidos con el pasado y el futuro. Que toda persona puede, por ello, enlazar su destino con el mundo y la humanidad.” (1997, p. 230). Medianoche en París Otro ejemplo es el filme de Woody Allen de Medianoche en París (2011) en el cual Gil (Owen Wilson) es un escritor mediocre en cuanto a éxitos comerciales, pero con una profunda pasión por la literatura de principios de los años 20. Él ha decidido vivir renunciando a su pasión interior y adaptándose a una vida como lo marca la sociedad norteamericana, ha perdido de algún modo el tiempo en sentido ético. Pero al viajar a la misma París con su prometida y su familia, Gil reconoce en cada rincón de París los horizontes de creación de los autores que idolatra. Todo lo contrario a su prometida Inez (Rachel Mc Adams) que ve en París una postal turística, lo que cinematográficamente se representará con la fotografía brillante y luminosa del día, en contraste con la mirada de Gil que no ve nada en esa luz. A Gil todo se le ilumina a la medianoche, la París de postal desaparece y se embarca en una serie de fiestas en las que su tiempo presente se funde con el tiempo pasado de sus escritores favoritos; tanto así que no es una ilusión, sino que puede hablar directamente con ellos e interactuar en carne y hueso. Esta es la magia del cinematógrafo, si bien vemos una París de día como la miraría cualquier turista podemos vivir también esa París profunda tan presente como los monumentos más espectaculares. En el filme se repiten varias veces estos momentos, en los cuales a la medianoche, Gil experimenta su temporalidad en sentido ético y no sólo como un espacio en el que se encuentra. Esto se representa de diversas maneras: primero el estar en ese tiempo, en ese mundo de los literatos de los años veinte; segundo cuando dialoga con las motivaciones y las condiciones de devenir de los propios autores, tanto que cuando regresa al día, se confronta y contradice a un pseudointelectual sobre Rodin, Paul (Michale Sheen), porque a diferencia de éste, Gil sabe las posibilidades en las que las decisiones libres de su autor le dieron lugar; tercero, cuando se confronta con la amante de Picasso, de la cual puede leer su diario pasado en el futuro, que es a la vez su presente. Por lo que cuando regresa a la medianoche, va con ella a un tiempo anterior y que ella idolatra, a la Belle Époque. Es ahí, en este hacer presente un pasado dentro de su pasado, que se da cuenta que tiene en sus manos la decisión de quedarse en ese pasado o de elegir la posibilidad de creer que esa vida que ama es posible, pero no en el sentido de quedarse en otra época, como un pasado que no vivió, sino como una resolución en su presente. Por lo que deja esas aventuras de la medianoche y resuelve vivir estos ideales como posibles en su tiempo presente renunciando a regresar a los Estados Unidos, a su prometida Inez con la que no compartía nada y abre las posibilidades de vivir de algún modo lo que en su novela proyectaba. Referencias Camus, A. (2002) El mito de Sísifo, Madrid: Alianza. Carpenter, H. (1990). J. R. R. Tolkien, una biografía. Barcelona: Minotauro. Cavell, S. (1979) The world viewed. USA: Harvard University Press. Cioran, E. M. (2003) En las cimas de la desesperación. México, D.F.: Tusquets. Deleuze, G. (1986) La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós. Deleuze, G. 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el tiempo se convierte en un medio en el cine,
en una musa nueva en el sentido pleno de la palabra.
Tarkovski, 1997, p. 80
NOTAS
[1] Véase el texto de Catalina Elena Dobre (2007, pp. 78-84) sobre estos eventos del pensador rumano
[2] La idea de eternidad que tomamos de Kierkegaard, tiene una connotación específica como aquello que dura para siempre y tiene un contenido pleno. Por lo que desde la perspectiva de la mera reflexión, ésta puede aparecer como una infinidad de posibilidades que no tienen una concreción en un tiempo y espacio particular como lo trata en una sección de La enfermedad mortal (2008, pp. 60-61). Sin embargo, en la misma obra lo eterno tiene la connotación de la presencia de una apertura radical de lo ya determinado como una ruptura con la lógica y con la finitud que pone al individuo en la tensión de elegir que esa posibilidad no sea un mero objeto de la representación (Kierkegaard, 2008, pp. 61-63). En El concepto de la angustia (Kierkegaard, 2007b, pp. 158-166) la eternidad es una realidad presente que trasciende la idea del tiempo como sucesión infinita y a la vez es una de las cualidades dialécticas que constituyen la síntesis de ser humano, como síntesis de eternidad y temporalidad. No es la mera posibilidad imaginada o representada, sino la realidad presente cuando se elige en el tiempo vivir creyendo que lo posible en realidad lo es, por lo que lo eterno se experimenta como la elección de lo posible en el tiempo, como pasión de esperanza y tensión de paciencia, a la espera del encuentro con el contenido real de lo posible. La eternidad en términos temporales no es sucesión sino continuidad en relación con un futuro abierto. Que en la filosofía específica de Kierkegaard en algunas de sus obras se relacionan con las cualidades de Dios y del espíritu humano. Véanse los artículos de Arne Grøn (2013) y de Louis Dupré (1985).
[3] Esta idea de momento o instante eterno o sagrado es una síntesis de la relación entre las ideas del instante eterno de Kierkegaard (2007b, pp. 162-168) con el del tiempo de la representación de la obra de arte como fiesta de Gadamer (1991, pp. 110-111; 1997, pp. 168-173) y que sigue una reflexión análoga en Mircea Eliade (1998, pp.17, 54-55) y Gilles Deleuze (1994, pp. 167-171). En Kierkegaard es el momento en el cual el individuo se elige así mismo como una síntesis de eternidad y tiempo, por lo que el tiempo deja de ser una sucesión de instantes o una representación abstracta y se experimenta como la simultaneidad de los tres tiempos como pasado, presente y futuro en un presente que abre las posibilidades, es decir es el tiempo de la repetición, en el cual el pasado deja de ser un ámbito de la memoria y se renuevan sus posibilidades, el presente deja de ser un ahora percibido y es un flujo continuo, y el futuro deja de ser una utopía irrealizable y se convierte en la tarea a realizar. En este mismo sentido para Gadamer el tiempo de la obra artística, que toma de algún modo esta idea de Kierkegaard, es el retorno de lo lejano que adquiere plena presencia en su representación abriendo la conciencia a diversas tareas de participación. Para Eliade es la presencia siempre de algo diferente que invita a la participación porque se manifiesta la realidad en todo su ser original, por lo que el tiempo sagrado es la participación con el origen de lo que es y que se reactualiza en quien participa de ello. En Deleuze por un lado, se relaciona con la idea del Todo que es la duración, como ese ámbito no dado en el cual se determina el movimiento y la realidad, por lo que el cine nos pone en la situación de la elección espiritual entre elegir elegir o elegir no-elegir que un mundo sea posible.
[4] El sentido de redención o reconciliación lo tomamos de la interpretación que hace Deleuze (1994, pp. 168-171; 1986, pp. 236-238) de la Repetición de Kierkegaard en relación con el pensamiento del cine en donde tanto la forma de la imagen-movimiento como la imagen-tiempo son formas de la elección de un modo de existir, entre el que elige sin opción y el que elige creyendo que hay opción, por lo cual, como dice Deleuze (1994, pp., 171-172) todo se nos volvería a dar o dicho de otra forma, por medio de la cual se puede recobrar una relación de valor con el mundo.