A fines del siglo XIX, Rusia era un país mayormente campesino, considerado universalmente como “atrasado”. De ahí que los objetivos políticos del socialismo en este territorio se hallaran íntimamente entrelazados con la agenda progresista elaborada por su intelligentsia occidentalizada (Kagarlitsky, 2006). Para esta, el problema fundamental se planteaba en torno a cómo llevar a cabo el proceso de transición hacia una sociedad moderna. La postura bolchevique sostenía que esa transformación debía ser dirigida por una elite iluminada que moldease al campesinado hasta adaptarlo a los nuevos tiempos. Al definir la cuestión en estos términos, se cargaba a los obreros urbanos y específicamente a los militantes del partido con la responsabilidad de enseñar los nuevos valores socialistas a las masas rurales. Pero como toda pedagogía, educar a los campesinos también implicaba sostener un poder sobre ellos, dando por sentado que el maestro sabía hacia dónde dirigir a sus alumnos. El trabajo que presentamos a continuación procura traer al frente algunos de los problemas implícitos detrás de esta concepción de las tareas revolucionarias. ¿Qué clase de oráculo garantizaba a los bolcheviques poseer la verdad sobre el movimiento histórico? ¿Cuál era el mejor medio de convencer a las masas de la superioridad de tal camino revelado? Investigando los métodos que los artistas revolucionarios emplearon para representar el apoyo social a su proyecto podremos intuir hasta qué punto los bolcheviques temían íntimamente que esa aquiescencia no fuera tan espontánea como para dejarla operar libremente. Rastrearemos nuestras respuestas en el film de Sergei Eisenstein Lo viejo y lo nuevo (1929). En primer lugar, atenderemos a una secuencia que, curiosamente, ha recibido menos atención de la que amerita. [1] Se trata de la escena en que la campesina Marfa abandona su hogar y se dirige hacia una moderna urbe para conseguir el tractor que su aldea desesperadamente necesita. Allí, consulta a un obrero industrial, quien la pone en contacto con un representante del partido comunista, que toma a su cargo guiarla en su empresa. Sin embargo, una vez que consiguen dar con la oficina que gestiona los prestamos agrícolas, los protagonistas tropiezan con funcionarios indolentes que ignoran su pedido. El aparato del Estado no pertenece aún plenamente al proletariado, y esta escena condensa la frustración contra los obstáculos que impiden a la revolución alcanzar su pleno potencial. Por un momento, la misión de la comitiva aldeana parece destinada a fracasar. Es entonces cuando el militante comunista que acompaña a la protagonista campesina interviene golpeando las mesas y exclamando la orden del Comisariado del Pueblo de “¡Aplicar la Línea General!”, en referencia a las directivas que Stalin proclamara para el desarrollo económico soviético. Sólo al invocar ese mandato consiguen despertar a los burócratas de su letargo y disciplinarlos para que acaten la política oficial del partido. Dado que el viaje de Marfa ilustra los obstáculos que la revolución necesitaba superar para triunfar en el campo, nos parece significativo que tantos comentaristas hayan desestimado su relevancia para el conjunto de la narrativa, como si se tratase de un avatar inconsecuente en ese camino (Burns, 1981; Kepley, 1974). De hecho, lo que más parece haber llamado la atención de los analistas occidentales ha sido las excéntricas tácticas visuales que el director elaboró para representar esos obstáculos. Con ese fin, los burócratas son presentados de manera caricaturesca, exagerados por la lente de la cámara para equiparar a los uniformados de las oficinas estatales con otros sectores sociales antagónicos como los campesinos kulaks que se oponían a la colectivización (Bordewell, 1999, p. 99). Ambos obesos y tacaños, la comparación peyorativa serviría para criticar a los burócratas y a la vez tranquilizar al espectador de que seres perezosos como ellos no representan un verdadero peligro para una revolución tan vigorosa como la socialista (Hjort, 2005, p. 122). Esa operación de socavar la capacidad de acción de los funcionarios se consigue al mostrarlos entretenidos con actividades frívolas como leer diarios, contar chistes, afilar un lápiz por ambos lados, etc. A la producción de esta imagen irónica también contribuye la intención del autor de resaltar las conductas soberbias de estos personajes, quienes demostraban tener una autopercepción demasiado elevada de sí mismos. Tal hipocresía es subrayada no solo mediante el contraste de sus lujosos aparatos y trajes con las ropas ordinarias de Marfa y sus camaradas, sino principalmente a través de técnicas cinematográficas como el uso de planos y contraplanos e intertítulos explicativos que oponen al “pueblo” frente a los “propietarios”. Para enfatizar aún más este mensaje, la oficina retratada se encuentra repleta de bustos e imágenes del máximo líder socialista, con quien los burócratas pretenden identificarse. Así, por ejemplo, el jefe ha colgado un famoso retrato de Lenin leyendo el periódico Pravda, al lado de otras fotografías donde él mismo busca desvergonzadamente imitarlo. Figura 1: “A la izquierda, un cuadro de Lenin cuelga sobre el despacho del director. A la derecha, el burócrata pretende imitar la pose del máximo líder bolchevique.” En principio, los analistas occidentales han señalado correctamente la función semiótica de estos estereotipos. Burlarse de los rivales tratándolos como personajes mezquinos e insignificantes es un recurso común de todo discurso político que busca bastardear a sus rivales. Durante el estalinismo, esta fue probablemente la forma por antonomasia de desestimar al otro y exaltar las capacidades del propio régimen para sobreponerse a cualquier adversidad. No obstante, el objetivo que Eisenstein persiguió durante el ensamblado de esta película con su recurrente apelación a la imagen de Lenin permanece en cierto modo como una incógnita. No alcanza con señalar –como se suele hacer– que su ubicuidad en pantalla resultaba de la necesidad de re-presentar al difunto protector de los trabajadores, en un momento de vulnerabilidad de su causa. Tampoco parece tratarse de un simple argumento en favor de la colectivización voluntaria, recordando que había sido un proyecto originalmente ideado por el histórico líder del partido (Fontana, 2016, p. 249). Más bien, el esfuerzo por manipular su figura se vinculaba a la necesidad de intervenir en una disputa abierta en torno al tipo de autoridad que debía recoger el legado de la revolución. De hecho, si se compara este film con los que la Unión Soviética produciría durante la década del treinta, cuando el proyecto liderado por Stalin pasaría a ser representado como un movimiento monolítico predestinado a triunfar sobre los pequeños enemigos externos que lo asechaban, la crítica contra la burocracia que Lo viejo y lo nuevo (Eisenstein, 1929) articula a fines de los años veinte resulta particularmente rupturista. Sobre todo, porque deja entrever una división al interior del propio campo socialista, donde tanto los miembros del partido como los funcionarios del estado toman al mismo mito leninista como bandera, pero dotándolo de significados dispares. De ahí también que la ironía sea el instrumento elegido en este dispositivo para atacar al oponente. Cuando la lucha se entabla entre dos ideologías opuestas, resulta mucho más fácil articular un discurso de ellos vs. nosotros que cuando no están tan claramente delineados los bandos. Por eso, no pudiendo refutar la ideología del contrincante porque es también la propia, la crítica debe recorrer un equilibrio mucho más sutil. La táctica por lo tanto se desplaza hacia un esfuerzo por excomulgar al otro de su derecho a acceder a esos símbolos de legitimación codiciados por ambas facciones. Se entiende entonces por qué este discurso recurre con tanta insistencia a la metáfora del kulak, ya que al equiparar al burócrata con el capitalista se buscaba presentarlo como un enemigo externo, con la esperanza de que resultara más fácil exorcizarlo en el plano simbólico. Considerando que la estrategia del director deliberadamente intenta minimizar la importancia del conflicto para desestimar a la facción enemiga, no deberíamos dejarnos convencer tan fácilmente por sus artimañas. Más que un pequeño obstáculo, la operación simbólica de este film nos sugiere que se trató de una batalla donde el propio legado leninista estuvo en disputa. Este hallazgo tiende a reforzar algunas nociones de lo que ya sabemos acerca de la conflictividad política durante la década de 1920. Según Robert Service (2000), para ese entonces “la burocracia civil incluía a algunos de los adversarios más famosos del partido comunista” (p. 73). En función de ese contexto político, la predilección de Eisenstein por ofrecer una visión de la realidad capaz de empatizar con la mentalidad campesina cobra mayor sentido. En un marco de intensa conflictividad, cuando gran parte de la población rural rechazaba todo lo urbano identificándolo con el anticristo (Viola, 1996, p. 30), cargar a la burocracia con el rol del villano podía parecer una estrategia eficaz para canalizar la ira de las masas rurales hacia una facción rival, buscando exculpar con el mismo movimiento la cuota de responsabilidad que correspondía al partido por las penurias cotidianas que sufrían los campesinos. Pero esta lectura aun deja algunas incógnitas sin resolver. En consecuencia, antes de contentarnos con leer el mensaje en su intencionalidad consciente, debemos preguntar qué lo motiva profundamente. En esta operación, convertir a la burocracia en un chivo expiatorio implicaba mucho más que un simple truco de propaganda diseñado para canalizar los resentimientos de las masas. Se trataba además de una anticipación de la función reaseguradora que articularía el cine estalinista de décadas posteriores, evidente en tópicos tales como la demonización del kulak o la escenificación del combate contra la baja productividad. Bajo esa lógica, los eventos traumáticos ocurridos durante el periodo de construcción del socialismo debían desaparecer de la pantalla, reemplazados por rituales que domesticaban cualquier amenaza al futuro del régimen (Fontana, 2012, p. 315). Pero ya a fines de los años 20s, cuando muchos militantes revolucionarios que habían combatido contra el sistema zarista y que se desilusionaron al descubrir que la dictadura del proletariado no era la utopía que siempre habían imaginado, la decisión de apuntar el dedo contra las actitudes displicentes y conformistas de los burócratas ofrecía una manera de explicarse a sí mismos por qué la URSS no había tenido el despegue prometido (Pirani, 2010, p.33; Lewin, 2005, p. 40). Es ese el motivo por el cual el verdadero protagonista de esta escena, quien alza la voz para disciplinar al funcionariado díscolo, no es Marfa sino el dirigente del partido. Con esa acción, la cinta daba carnadura inmediata a la realización de una fantasía que muchos jóvenes militantes socialistas debían albergar en su interior. En consecuencia, será útil concentrarnos en los modos que el film emplea para traducir a la pantalla aquellas tensiones internas entre las promesas de la ideología bolchevique y los obstáculos encontrados para realizarlos en la práctica. Ideología bolchevique Por ideología bolchevique nos referimos a un “marco de comprensión” determinado, que organizaba la experiencia de los actores, predisponiendo las herramientas que estos utilizaban para interpretar la información percibida, por ejemplo, al observar una cinta fílmica (Goffman, 2006). Como toda ideología, esta funcionaba también como la estructura que organizaba inconscientemente aquellas subjetivaciones, constituyéndose en un “espacio del sujeto” (Laclau, 2003). A propósito del film de Eisenstein, esta ideología operó no sólo en la recepción sino también en la producción de un mensaje culturalmente situado, informando al tipo de significantes que podían ser elegidos por el director para transmitir determinadas ideas y emociones. Es por eso que, al observar una película de otro tiempo, tenemos la sensación de estar espiando en un mundo ajeno. Esto convierte al cine en un medio particularmente útil para abordar la otredad de una formación sociocultural tan lejana a la nuestra como la de la Rusia revolucionaria. El trecho cultural en cuestión resulta particularmente evidente al comparar la concepción socialista y la occidental del término “realismo”, pues ambas comienzan a divergir a partir de octubre de 1917, cristalizando en significados diametralmente opuestos para los años 30s. Contra las visiones más tradicionales, la historiografía reciente ha sostenido que la revolución cultural soviética, lejos de haberse originado en un mandato desde arriba, expresaba inquietudes filosóficas genuinas de las multitudinarias capas medias del partido comunista, y de los artistas que empatizaban con los ideales revolucionarios. No sorprende entonces que muchos de los rasgos de esta corriente de pensamiento se encuentren ya presentes en Lo viejo y lo nuevo (Persing, 2015, p. 99). Los tópicos preferidos del movimiento intelectual conocido como “realismo socialista” se desprendían de la desnaturalización de ciertos presupuestos elementales del pensamiento liberal, que habían sido desarmados por la Revolución de Octubre. Es a partir de este punto cuando nuestro sentido común como espectadores comienza a engañarnos, pues aquellos fenómenos que numerosos críticos occidentales desestimaron como cínico “potemkionismo”, [2] en verdad intentaban articular un hallazgo sincero de la mentalidad soviética (David-Fox, 2012). En efecto, los intelectuales socialistas habían descubierto que, así como la realidad material no era algo fijo e inmodificable, sino que podía volar por los aires de un momento a otro, también la realidad ideal podía “cobrar alas”, al decir del comisario Lunacharsky. Por lo tanto, las representaciones debían preocuparse menos por ir a la zaga del presente que por visionar el germen del futuro (Tertz, 1960, p. 31). La tarea de incrustar esta teleología en un presente sombrío no amedrentaba a marxistas convencidos de que ya habían vivido una transformación radical de su mundo a partir de la Revolución de Octubre. Desde la teoría materialista, tal determinismo concordaba perfectamente con lo que se sabía acerca del funcionamiento de las ideologías, ya que si estas no eran más que lentes opacas que imposibilitaban acceder a la verdadera naturaleza de los fenómenos, era lógico creer que la victoria del socialismo garantizaría de allí en adelante una transparencia total, que permitiría leer la realidad como si fuera un libro (Lefebvre, 1969, p. 174). Todo lo cual concluía en el descubrimiento de que el filtro de la ideología era el factor que determinaba el conocimiento que un sujeto podía tener acerca de la realidad para él visible. Así, como ya ha señalado Slavoj Žižek (2003), al afirmar y aprovecharse de este hallazgo, el pensamiento soviético se conducía de un modo bastante menos ingenuo y cínico que su contraparte occidental (p. 138). Esta visión teleológica de la realidad permea la totalidad de Lo viejo y lo nuevo (Eisesntein, 1929). Aun cuando el argumento de su narrativa nos sitúa en una aldea que todavía no ha tomado contacto con la revolución, la meta hacia la cual se mueve la historia es clara desde un principio. A diferencia de películas anteriores del mismo director como La huelga (1925), donde son los propios obreros quienes debaten hacia dónde dirigirse y cómo derrotar las embestidas de los antagonistas burgueses, en Lo viejo y lo nuevo el campesinado no conduce la acción, sino que reacciona al liderazgo del partido. Así, por ejemplo, la granja colectiva del futuro no necesita ser construida, sino que se materializa ante los ojos del espectador. Si por momentos se nos muestra cómo la iniciativa autónoma de Marfa fracasa en solucionar sus problemas acudiendo al kulak, es sólo para dar mayor autoridad al momento en que ella se convence de que el socialismo es la única respuesta posible. Lo mismo ocurre cuando los campesinos amagan por un momento a dividir el dinero de la cooperativa según una lógica individualista, sólo para luego reconocer la superioridad ética y pragmática de la colectivización. Es así que las alternativas que se presentan a los personajes parecen ordenarse naturalmente entre lo viejo –condenado a la extinción– y lo nuevo –condenado al éxito. Sin embargo, por más que la cámara intente domesticar aquellas opciones políticas y reducirlas a una dicotomía objetiva, el mero hecho de reincidir en representarlas demuestra que se trataba de un tema que no podía ser silenciosamente reprimido. Así, esos burócratas y kulaks que Eisenstein se esfuerza por ridiculizar todavía merecen cierta consideración que no recibirán en el futuro cuando el cine estalinista los retrate como ladrones comunes, miserables hambrientos y maniáticos enloquecidos (Fontana, 2012, p. 172). Más bien, los antagonistas de Lo viejo y lo nuevo viven en lujo y ejercen un poder sobre las masas que acuden a ellos por auxilio. De hecho, su rol en el guion original de la historia parece haber sido incluso más preponderante que en la versión publicada tras la victoria política de Stalin (Persing, 2015, p. 63). Si la teoría afirmaba que eran clases en extinción, la experiencia podía producir cierto escepticismo que tensionaba esa profecía. En consecuencia, no es conveniente interpretar al reduccionismo simplificador implícito en la construcción de aquellas dicotomías teleológicas entre lo viejo y lo nuevo como una falla inocente del orden simbólico. Sugerimos ver allí una operación interesada: la huella de una lucha política –más específicamente, de la facción que estaba ganando esa lucha– que constantemente buscaba invisibilizar su propio rol como agente histórico. El efecto resultante despolitizaba el presente y definía el futuro como algo ya escrito en piedra. Pero lo problemático no era determinar si ese futuro sería socialista o no, pues ya vimos que ambas facciones aspiraban a legitimarse apelando a los mismos principios leninistas. Lo que quedaba por dirimir era quién tendría el monopolio sobre esos símbolos de autoridad. En verdad, esta disputa ya ha sido tratada por varios comentaristas, quienes han señalado cómo la cámara traiciona las intenciones de grandeza de los burócratas al mostrarlos profanando la imagen de Lenin, en contraste con los simples obreros y campesinos que la honran (Bordwell, 1999, p. 105). Sin embargo, esta puntuación no hace más que caer en el juego que la propaganda instaura. Para superar esa barrera, debemos investigar cómo el director construye ese juego, pues solo allí podremos ver de qué manera la escena dice más de lo que quiere decir. En efecto, la crítica hacia la burocracia solo es eficaz en tanto convence al espectador de que no todo el que se haga llamar “leninista” automáticamente merece ese título. Esto lo logra a costo de des-fetichizar esa marca, explicitando que la verdad no está en el símbolo mismo sino en cómo se lo utiliza. De ahí que los enormes bustos de Lenin que decoran la oficina y eclipsan a Marfa y su camarada no inciten admiración sino repulsión en el espectador, pues revelan que esos funcionarios se preocupan más por su imagen que por el bienestar del pueblo. Compárese esta escenificación con la escogida en pleno deshielo [3] por Grigori Chujrai para trabajar una situación análoga: en Cielo Despejado (1961), una trabajadora intenta y fracasa al apelar la decisión del Comité que acaba de expulsar a su marido del partido. La estatua de Stalin que domina ese espacio representa el rigor inhumano con que estas decisiones eran tomadas bajo su régimen, y actúa como referencia para el líder del Comité, que se viste con ropas similares y ejerce su despótica autoridad sobre la protagonista, recordando los días oscuros previos al XX Congreso del Partido Comunista. A diferencia entonces de las tácticas cinematográficas que los directores del deshielo podían vehiculizar para denunciar y excomulgar a sus rivales, la burla construida por Eisenstein no apuntaba a asimilar al burócrata con sus emblemas, sino al contrario, a desarmar esa unidad. De este modo se aspiraba a desnudar a quienes se escondían detrás de una imagen legítima para cubrir sus propias deficiencias de autoridad. La operación de des-fetichización resultaba necesaria ya que el símbolo leninista era reivindicado tanto por los obreros como por los burócratas. Figura 2: “A la izquierda, el busto de Lenin que se erige en la oficina de los burócratas de Lo viejo y lo nuevo, y por cuyo legado luchan los protagonistas. A la derecha, un representante del partido imita a la figura de Stalin en Cielo Despejado. Al tildar a ese funcionario de estalinista, Chujrai enfatiza el carácter anticuado y cruel de su conducta.” Lo que esta comparación sugiere es que la táctica utilizada por Eisenstein habría sido inadmisible una vez que el Estalinismo se impusiera definitivamente sobre sus enemigos. Que esta burla haya sido permitida en 1929 no se lo debemos a la viveza o “experiencia” del director para eludir a los censores, permitiéndole “hacer esta jugada peligrosa en un contexto de hostilidad cada vez más riesgosa hasta para la propia integridad física” (Vidal, 2022, p. 92). Por el contrario, sugerimos entender esta presencia desafiante como evidencia de un filo polémico y un potencial subversivo que aún no habían sido extinguidos del proyecto bolchevique. Así, mientras que ciertos analistas han querido ver en esta escena un intento de cimentar la autoridad moral de la nueva dominación estatal (Fontana, 2012, p. 144), las conductas de los propios protagonistas parecen desmentir esa lectura, pues hasta el agrónomo decide hacer un bollo con el documento oficial que demandaba al campesinado ceder su grano a cambio del tractor. De este modo, la cinta invitaba a desobedecer a las autoridades constituidas que atentaban contra la verdadera revolución. Pero a través de ese mismo movimiento de presentar a los burócratas como parásitos mezquinos y patéticos, el cine soviético estaba jugando con fuego. Volver visibles los mecanismos del poder para ironizarlos no podía sino convertirse en un arma de doble filo. Si ayudaba en lo inmediato a los propósitos del partido, también alertaba al espectador ante cualquiera que se desviara de los principios leninistas en el porvenir. Montaje Intelectual y subjetividad Si la escena de la burocracia nos interesaba por la poca atención que recibió a pesar de su centralidad en la economía de la narración, la famosa secuencia de la desnatadora resulta llamativa por la razón inversa. Es virtualmente imposible encontrar un comentario sobre Lo viejo y lo nuevo que no se haya detenido en ella. Esto es en parte por su representatividad como ejemplo de la técnica de montaje intelectual que elaboró Eisenstein, pero también por lo que ha sido percibido como una vulgar imaginería sexual, aparentemente diseñada para manipular la lujuria popular y canalizarla hacia fines productivos (Persing, 2015, p. 67), o incluso para desplazar la fe religiosa de las masas hacia la ciencia y el progreso (Kepley, 1974, p. 47). Sin embargo, es posible que estemos nuevamente ante una incomunicación cultural, pues los críticos soviéticos jamás constataron esta supuesta sensualidad. Según el estudio realizado por Paul Burns (1981) sobre las revistas soviéticas que reseñaron la obra, “el simbolismo sexual hallado en Lo viejo y lo nuevo por generaciones posteriores de críticos occidentales parece haber eludido a los contemporáneos de Eisenstein” (p. 89). ¿No sería extraño que algo que ni los expertos detectaron en su momento haya sido planificado y dirigido para un público tan poco habituado al lenguaje cinematográfico como el campesinado ruso, y por lo tanto menos propenso a leer entre líneas? ¿Es posible que este simbolismo tenga menos que ver con una táctica propagandística que con una suerte de acto fallido, no casualmente inadvertido por espectadores y cineastas por igual? Quienes sostienen la tesis propagandista suelen separar lo que en este mensaje corresponde a la individualidad del artista y lo que en cambio fue impuesto por orden de los censores del partido. De este modo el eje de la discusión pasa a estar dominado por la búsqueda de signos o sintagmas que permitan probar que el director se vio forzado a filiarse con el discurso oficial estalinista, para convertir su obra en una herramienta de propaganda, o por el contrario, que en su excentricidad formalista Eisenstein logró hacer pasar elementos irónicos y burlescos destinados a socavar la autoridad de sus censores. En cualquiera de los casos, la conclusión lógica es que se trataba de un “film de propaganda, sin duda” (Narboni, 1976, pp. 14,19). En esta línea, Ron Briley (1996) llegaría a afirmar que Lo viejo y lo nuevo no hacía más que “justificar en términos artísticos la violenta colectivización forzosa que Stalin había traído sobre el campo soviético” (p. 529). Estos mismos comentaristas tienden a establecer conexiones entre la teoría estética de Eisenstein y su supuesta intención de actuar como propagandista del partido. Según los propios testimonios del director, la intención original del film habría sido la de transmitir a través de los medios sensoriales del cine las ideas centrales de El Capital de Marx (Goodwin, 1993, p. 119). Armado con el conocimiento de las leyes científicas del marxismo y las intuiciones subjetivas del psicoanálisis, Eisenstein habría buscado entonces operar sobre el inconsciente del espectador para dirigir su atención hacia ciertas conclusiones pre-orquestadas (Persing, 2015). Su método no era en verdad tan nuevo, pero Eisenstein creía que, al someterlo a un estudio sistemático, el director dispondría de un control absoluto sobre los efectos de sentido que las imágenes generaban sobre su audiencia, convirtiendo al arte cinematográfico en una actividad totalmente manipulable por quien la dirigía (Sánchez Noriega, 2002, p. 235). Sin embargo, al igual que ocurría con la visión teleológica del mundo propia de la ideología bolchevique, este hallazgo presuponía la transparencia de la operación desde el lado de su producción. En otras palabras, el montaje intelectual solo podría haber sabido cómo despertar los sentimientos de su audiencia si compartía una sensibilidad en común con ella, o si creía poder acceder a todo sentido directamente, ignorando cualquier barrera subjetiva. Probablemente, los intelectuales revolucionarios se apoyarán sobre esta última premisa. En cambio, los postulados fundamentales del psicoanálisis lacaniano nos permiten proponer que cualquier idea que el cine soviético haya pretendido transmitir a las masas, debía convencer a los propios bolcheviques primero. Podemos ilustrar la cuestión con un ejemplo. En un momento crítico de la trama, el campesinado se lamenta por la sequía que afecta a sus cultivos. Así, durante la escena de la desnatadora, el fracaso de las plegarias religiosas para invocar la lluvia es contrastado con el éxito de la tecnología para condensar leche. Eisenstein logra este efecto de sugestión montando distintas escenas extra-diegéticas a la par, fusionando sus significados de superación y “derrocamiento de las condiciones de existencia” por medio del significante de la maquina desnatadora (Eisenstein citado en Persing, 2015, p. 34). Así, parecería que tal como la lluvia trae abundancia, también lo hará la modernización y el socialismo. Pero no se afirma aquí que la máquina da prosperidad al igual que la lluvia da prosperidad, buscando enfatizar solo el accionar de “dar” y olvidando su anclaje semiológico. Los ejemplos instrumentalizados por el montaje necesariamente dejan su huella sobre esa abstracción, ya que lo propio de toda metáfora es sustituir a un significante por otro (Lacan, 1999, p. 34). En consecuencia, el significado que esta metáfora produce es que la máquina no da “así como el milagro de la lluvia da” sino que da exactamente del mismo modo en que un milagro daría. Figura 3: “A la izquierda, los rituales de la iglesia fracasan en remediar la sequía. A la derecha, la técnica socialista produce una fuente de líquido gracias a la magia de la desnatadora.” No se trata entonces de una oposición diamétrica entre la máquina real exitosa, y el milagro imaginario fracasado. Al sustituir a la religión en sus funciones, el socialismo pretendía ocupar precisamente el lugar de Dios y realizar los milagros sobrenaturales que ese título demandaba. Esa metamorfosis es inseparable del rol pedagógico que el cine de Eisenstein pretendía cumplir en una sociedad en transición, que debía ser conducida hacia el socialismo por un guía iluminado, para lo cual resultaba necesario reemplazar los viejos ideales por los nuevos. Así, a pesar de su pretensión de ofrecer una visión objetiva, científica y teleológica de las condiciones de vida de las masas rurales, el nivel textual de Lo viejo y lo nuevo se reafirma una y otra vez desde una posición subjetiva específica. Deseo sexual La pregunta que se impone es saber quién era ese sujeto que el film situaba como protagonista de esta historia de modernización y transformación revolucionaria, y qué nos puede decir ello sobre el marco de enunciación de la cinta. Desde occidente se ha señalado recurrentemente el curioso desplazamiento visible en la historia de amor arquetípica del cine soviético. En palabras de Vance Kepley (1974), “girl meets tractor”, o en este caso “girl meets cream separator”, sería una fórmula capaz de traducir la alteridad del amor soviético a nuestro canon narrativo (p.46). Asimismo, si de acuerdo con la intención del director, la máquina moderna era el “verdadero héroe” de esta historia, naturalmente eso convertiría a Marfa en su “heroína” (Burns, 1981, p.19; Narboni, 1976), relegando a los representantes del partido a la función de “ayudantes” en una narrativa de autoaprendizaje del protagonista campesino (Fontana, 2016, p. 246). Pero, aunque Lo viejo y lo nuevo efectivamente contiene una historia de amor, hemos sido un poco ingenuos al identificar los roles que la componen. Mientras que en la superficie pareciera que quien ama es Marfa y quien es amada es la desnatadora, hace falta puntuar una obviedad: una máquina es solo una cosa. ¿Cómo podría participar de una relación amorosa más que como objeto? De esta manera, la ilusión bolchevique logró engañar al Este y al Oeste con igual eficacia. Así como el espectador soviético no podía ver al objeto como tal porque estaba demasiado ocupado codiciándolo, nosotros hemos confundido a la amada por amante. Superando esta ficción, se descubre el objetivo auto erotizante de toda la escena. Visualmente, si aquí se alude a lo pornográfico, la cámara deja más que claro quién disfruta con la mirada y quién se somete a ella. El amante en esta escena es quien obtiene su placer de observar cómo la campesina goza al ser salpicada por el fluido de la modernidad. Nos referimos al agrónomo que el partido envió a la aldea para reeducar a los campesinos y convencerlos de las ventajas de la colectivización. Figura 4: “A la izquierda, Marfa lustra los caños de precipitación de la maquina desnatadora. A la derecha, ella recibe la leche procesada en sus manos.” Figura 5: “A la izquierda, Marfa es salpicada por la leche producida por la técnica moderna. A la derecha, el agrónomo observa con placer.” El problema con la utopía progresista que este personaje debe ofrecer al campesinado es que no puede ser garantizada por nadie. [4] Debido a esa tensión insalvable, la secuencia funciona como una fantasía. La prueba de esta interpretación llega cuando la desnatadora, revelada desde abajo de una manta como si fuera parte de un truco de magia, finalmente cumple con aquellas promesas imposibles de realizar y derriba el escepticismo campesino. En palabras de Eisenstein, la máquina simboliza la posibilidad de “transformación de la forma de vida ancestral” (citado en Persing, 2015, p. 34). Su existencia y su carácter milagroso se ofrecen en reemplazo de los dioses hasta entonces adorados por las masas rurales. Aunque visualmente “reales”, en el fondo esas utopías eran promesas vacías. Pero si esta carencia todavía podía ser reprimida se debe quizás a que Lo viejo y lo nuevo, a diferencia del cine posterior estalinista, aun no tenía que lidiar con el fracaso inocultable de la colectivización. No precisaba entonces crear ningún “escapismo”, ya que la abundancia que aquí se representa no tiene la intención de ser vista como “real”, según nuestra acepción de la palabra. Más bien, se trataba de “realismo socialista”, es decir de una verdad futura aun irrealizada. De modo que su escenificación era congruente con la capacidad del pensamiento soviético para incrustar el significado del mañana en los símbolos del presente. Tampoco parecería que la función en cuestión se reduzca –como se suele afirmar– a la de una pieza de propaganda, diseñada para “generar una posición activa en el espectador para que éste transforme las relaciones de producción rurales instalando el sistema deseado por el Partido” (Fontana, 2016, p. 247). Si bien esta pudo ser su intencionalidad programática, resulta más interesante puntualizar aquellos aspectos que el film puede iluminar sobre su propio marco “inconsciente” de producción. En resumen, la construcción sexual que aquí se escenifica no expresa el deseo del campesinado sino exclusivamente el del partido. Este hecho delata quién es el protagonista de la situación, entendido como el sujeto que el propio dispositivo discursivo e ideológico produce para poder crear la ilusión de cerrarse sobre sí mismo. Al ser un deseo sexual, es también inconsciente a ese sujeto, y esa es precisamente la dimensión que el cine puede alumbrar donde otros tipos de documentos enceguecen. Era ese punto no visible el que impedía a los demás bolcheviques que asistieron a su proyección descubrir en la desnatadora el símbolo que representa aquello que por definición está más allá de cualquier representación. En la teoría de Lacan (1994), ese significante –llamado “falo”– es el que ocupa el lugar de la “falta” en cuanto tal. La prueba de esta interpretación puede hallarse en la incapacidad del público ruso para reconocer el carácter sexual de esta secuencia. Si ninguno de los espectadores soviéticos atinó a poner esa fantasía en palabras fue porque todos ellos estaban igualmente atrapados en su hechizo. En otras palabras, El “goce” de la desnatadora resultaba necesario para darle un soporte al orden simbólico “tachado” e incompleto de la ideología bolchevique (Žižek, 2003, p. 168). De ahí también que nadie se inmutara ante lo inverosímilmente fácil que resultó llevar la modernidad a una aldea y lograr que el campesinado la reciba, no con reticencia, sino con total éxtasis. El agrónomo bolchevique, capaz de realizar el deseo íntimo de todo el partido, sin jamás perder su compostura ni su autoridad, encarnaba la imagen ideal que cualquier revolucionario habría aspirado a ocupar. Es desde esta posición subjetiva oculta que podemos seguir el patrón subyacente a las distintas escenas de éxtasis equiparadas por el montaje. Según Slavoj Žižek (2002), el género de esta secuencia es “pornografía estalinista” porque si el materialismo histórico concibe al desarrollo humano como una lucha por someter a la naturaleza, en Lo viejo y lo nuevo los bolcheviques disfrutan de imaginar que no solo el campesinado se somete a sus deseos al mismo tiempo que goza en esa posición subordinada, sino que hasta la naturaleza obedece al imperativo del desarrollo de las fuerzas productivas y lo hace en éxtasis sexual (p. 195). El milagro de la lluvia encuentra en esta conceptualización su verdadero carácter sagrado, en tanto no se reduce a un milagro externo, casual, que solo acompaña e ilustra el éxito de la colectivización. Al igual que en la escena donde se llama a cumplir con “La Línea General”, se trata de un mismo movimiento en el que la orden del partido dirige y controla la conciencia de los campesinos, los burócratas, los animales y el cielo, y las pliega a su propia voluntad. Más aun, el sueño bolchevique no se limitaba a dominar. En última instancia pretendía absorber completamente la subjetividad de los otros. Demandaba obediencia, consenso y entusiasmo, poniendo el peso sobre este último elemento. Es este giro el que lo vuelve un sueño totalitario, en tanto el mandato que demandaba sujeción de todos los entes –ya ni siquiera limitado a los seres humanos– era un mandato que ellos debían reproducir activamente, un imperativo que no se satisfacía hasta que sus súbditos lo adoptasen como propio, identificándose con él. No bastaba pues con que los campesinos usasen la desnatadora, sino que también debían gozar cuando lo hicieran. Era tal vez gracias a ese control asfixiante desde el superyó que los intelectuales soviéticos se sentían facultados para adivinar las sensaciones que las imágenes provocarían sobre los espectadores (Žižek, 2008, p. 95). Llevada a sus últimas consecuencias, esta línea de análisis confirmaría que este tipo de propaganda representaba un medio narcisista antes que un objetivo instrumental. Antes que una suerte de modelo a seguir para los espectadores campesinos, el film expresaba lo que el propio partido necesitaba externalizar. De hecho, para el momento en que la película comenzó a rodarse, muy pocos habitantes rurales habrían podido acceder a un proyector cinematográfico de todos modos. Por eso, a diferencia de los modos habituales de estudiar el temprano cine soviético, creemos que el análisis no debería distraer en una discusión que pretenda oponer la supuesta autonomía del arte a su instrumentalización por la política (Ferro, 2000, p.123). La obsesión que movilizaba a este dispositivo nunca fue convencer, sino más bien controlar. Es a partir de esta distinción que cobra sentido el estado de paranoia que se apoderó de ardientes militantes socialistas dedicados a acusarse entre sí de “formalistas”. En el fondo, la pulsión que llevó a Eisenstein a rodar Lo viejo y lo nuevo era exactamente la misma que mantenía vivo al celo de los censores y que caracterizaría más tarde a la “dictadura estética” que Boris Groys (1992) supo describir en The Total Art of Stalinism. A todas estas instancias de enunciación las motivaba un impulso que no podía soportar la existencia de discursos ajenos. Tampoco se trataba meramente de vigilar por temor a la subversión. A fin de cuentas, esa paranoia no encubría más que un fantasma, surgido para negar el delirio teológico de necesitar intervenir sobre todo aquello que pudiera ser dicho o pensado, de estar presente en todo lugar y momento. En definitiva, si aquí no había contradicción entre arte y política es porque las dos aspiraban a lo mismo. Es en ese sentido que podemos hablar de una pulsión totalitaria, pues esta no correspondía a ningún sujeto o institución en particular, sino a la ideología bolchevique en general. Reflexión Final Nuestro análisis de dos escenas de Lo viejo y lo nuevo ha retratado el camino mediante el cual la revolución socialista estaba abandonando su origen ilegal y convirtiéndose en el nuevo orden oficial. Por un lado, la escena de la burocracia visibiliza los combates que ese proceso implicaba y las tácticas empleadas para construir una nueva legitimidad. A su vez, la escena de la desnatadora realizaba las aspiraciones últimas de ese nuevo poder. Comparándolas, saltan a la superficie las contradicciones entre un proyecto político que se enfrentaba a un orden tradicional –al cual debía superar abiertamente– y que al mismo tiempo combatía las desviaciones de sus propios aliados –las cuales precisaban ser reprimidas simbólicamente. Se contrastaban así dos discursos divergentes. El primero deconstruía el poder y denunciaba a sus dueños. El segundo se identificaba plenamente con ese rol dominante y enseñaba a sus militantes cómo habitarlo. Ambas tareas postulaban un protagonista idóneo capaz de llevarlas a cabo: el militante urbano que disciplina a los burócratas y el agrónomo sabio que educa a las masas, respectivamente. Si el ideal del yo bolchevique aparece desdoblado de esta manera en el film es porque la contradicción pujaba por ser simbolizada. Por suerte para ambos, el síntoma llegó a tiempo para salvar al sujeto y permitió a la ideología bolchevique continuar su camino en alegre inocencia, olvidando las tensiones que alguna vez amenazaron con desgarrarla. Referencias Bordwell, D. (1999). El cine de Eisenstein. Teoría y práctica. Paidós, 1999. Briley, R. (1996). “Sergei Eisenstein: The Artist in Service of the Revolution”. The History Teacher, Vol. 29, nº 4, pp. 525–536. Burns, P. E. (1981). “Cultural Revolution, Collectivization, and Soviet Cinema: Eisenstein’s Old and New and Dovzhenko’s Earth”. Film & History: An Interdisciplinary Journal of Film and Television Studies, Vol. 11, nº 4, pp. 84-96. David-Fox, M. (2012). “The Potemkin Village Dilemma”. Showcasing the Great Experiment: Cultural Diplomacy and Western Visitors to the Soviet Union, 1921–1941. Oxford University Press. Ferro, M. 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NOTAS
[1] Una de las pocas excepciones a este descuido puede hallarse en la recientemente publicada tesis de Sebastián Román Vidal (2022).
[2] El término hace referencia a las fachadas de aldeas falsas que Gregorio Potemkin supuestamente erigía para impresionar a la emperatriz Catalina II, mostrándole falsas pruebas del progreso nacional.
[3] Tras la muerte de Stalin, la dirigencia soviética pretendió modernizarse y despojarse de los rasgos más extremos de la opresión estalinista, dando lugar a un período de “deshielo” político y cultural.
[4] Las fórmulas de Jacques Lacan “amar es dar lo que no se tiene” y “la metáfora del amor” surge por “la sustitución del amado por el amante” ofrecen una síntesis de cómo funciona esta operación. En la relación amorosa aquí propuesta, la máquina desnatadora no cumple otro rol que el del falo, entendido como “significante de la falta” (Lacan, 1999; 2008, pp. 45-65). El propio Eisenstein indudablemente intuyó la relación simbólica que establecía. De ahí el plano en que Marfa decide repentinamente “lustrar” sus tubos para que condensen.