Introducción: movimiento de llegada ¿Qué hacer frente a una ausencia? Quizás sea este el interrogante más significativo que nos interpela en Pinamar (2016) de Federico Godfrid, Las olas de Natalia Dagatti (2017) y Los miembros de la familia (2019) de Mateo Bendesky. La reciente muerte de la madre es el motor narrativo de estas tres películas que transcurren en pueblos o ciudades de la costa atlántica de Buenos Aires durante la temporada baja. Espacios vibrantes y llenos de gente durante la época estival, se muestran aquí, tal vez, de una manera más natural en todo sentido: calles y paisajes vacíos que reflejan no sólo el estado de aflicción de sus protagonistas, sino también el estado más cotidiano, íntimo, de la época invernal de estas localidades. Sin la impostura de felicidad del turismo que en general representan estos sitios, en estas películas la llegada a la costa es una forma de retratar la añoranza por algo perdido, pero que a la vez abre nuevas posibilidades de estar en ese espacio. Propongo, entonces, pensar la relación entre duelo y espacio y cómo el retorno a un lugar transitorio y la materialidad del paisaje se presentan como formas cinematográficas y narrativas de representar la dislocación del yo ante una ausencia. El fuera de lugar se manifiesta en las películas seleccionadas con un movimiento de llegada: las tres comienzan con el viaje hacia la costa, un viaje que parece generar incomodidad o molestia en los personajes, que los saca literalmente de su lugar. En Pinamar dos hermanos deben ir a la ciudad homónima para vender la casa de veraneo y esparcir las cenizas de su madre. La primera toma los muestra en el auto, en medio de la ruta, con la urna en el asiento de atrás, justo enmarcada entre los dos. Casi no hablan y mientras un hermano, Miguel, quiere aprovechar el viaje y quedarse unos días, el otro, Pablo, expresa claramente que no quiere estar ahí y que, por trabajo, debe regresar lo antes posible. Algo similar sucede en Los miembros de la familia que comienza con el viaje en micro de dos hermanos, Lucas y Gilda, a la ciudad costera donde vivía su madre a arrojar sus restos al mar. [1] Debido a una huelga de transporte deberán quedarse más tiempo del planeado, lo que genera descontento y tensión. Y, por último, Las olas, que está construida a partir de la mirada de su protagonista, Vera, a la que vemos también en la primera escena manejando su auto en camino a la ciudad costera Santa Teresita donde vivía su madre. [2] Su auto rojo resalta frente a la inmensidad del paisaje, reflejando un poco la soledad del momento de duelo y también ese fuera de lugar. Las reiteradas tomas del auto en las calles desoladas refuerzan la noción de extravío: Vera ha sufrido una pérdida, Vera está perdida. En los tres casos, el plano general del paisaje en la ruta del comienzo y los sucesivos planos de una ciudad vacía develan la incomodidad de la no pertenencia. El espacio se usa y se construye como potenciación del duelo de los personajes: una reiteración del fuera de lugar que les genera la confrontación con la muerte (Figuras 1, 2 y 3). Figura 1. Pinamar Figura 2. Los miembros de la familia Figura 3. Las olas Ese llegar, ese inicio a partir del desplazamiento de los protagonistas, como cualquier historia in-medias-res, acentúa la incertidumbre: casi no se brinda información sobre la muerte de las madres o la razón del viaje en las tres películas. Es como si de alguna manera los espectadores también padeciéramos la ausencia: la de lo no dicho y no mostrado. La narración es sucinta y vamos acompañando a los personajes en su exploración mientras construimos nuestra propia búsqueda basada en lo que se deja percibir. Lo vacante del paisaje de las ciudades costeras en baja temporada parece acompañar esa doble desolación, la de los personajes y sus duelos y la del intento de construir una narración a partir de lo que no está. Y ese proceso se transfiere a la estructura narrativa que se forja a partir de la omisión. E incluso más: el cine, arte capaz de hacer presente las ausencias, el arte de los fantasmas, en estos casos rechaza por completo esa posibilidad: no se muestra nunca a las madres fallecidas. No hay flashbacks, ni fotos ni videos encontrados, ni ningún momento en el que se visualice o corporalice a la madre. Por el contrario, la ausencia se presenta a partir de otros sentidos y otros vínculos: lo visual se relega, de alguna manera, hacia los sonidos, las texturas, hasta los olores y hacia las nuevas relaciones que se van formando o reformulando. El espacio en estas películas está atravesado por el éxtasis del duelo. El yo fuera de sí, el éxtasis en su sentido más literal (la dislocación del yo), porque en los tres casos, el énfasis del duelo no tiene que ver tanto con el objeto perdido (la madre) sino con una búsqueda introspectiva: como plantea Judith Butler (2006), el duelo es el proceso de aceptación que se produce un cambio para siempre porque nuestros lazos se han modificado. [3] La ausencia de la madre se convierte en un descubrimiento, en un encontrar y encontrarse en un fuera de lugar. Por esto, no es casual que el duelo en Pinamar y Los miembros de la familia esté ligado a una narrativa de transformación, iniciación o aprendizaje (bildungsroman) y en Las olas a la creación artística. En ese camino, ese yo fuera de sí se va a ver atravesado por otros y así las tres películas repiensan ciertos vínculos, ya sea entre los hermanos como con otros que los interpelan y también los descolocan. En el movimiento de llegada, la relación con el espacio, con los otros y con uno mismo manifiestan el carácter potencial afectivo de los espacios que los diferencian de un mero escenario (setting) para poder pensarlos como un paisaje (landscape) contemplativo. [4] En estas películas, el espacio es parte de la experiencia del duelo y se aúna con el proceso de pérdida. [5] En este sentido, el espacio es una experiencia en sí que de alguna manera abandona su estatus público para devenir en un espacio íntimo y personal, que va de la pérdida a la búsqueda. Las texturas del duelo: Las olas En Las olas, de Vera no se sabe más que lo que podemos ver. Sabemos que llega a una ciudad casi desierta y a una casa abandonada o, mejor dicho, detenida por la suspensión de la muerte. Frente a este panorama, Vera observa, escucha, toca. Habla sólo por necesidad. Sus interacciones se establecen con las cosas con las que se va encontrando: los pelos en el cepillo, los dibujos, la ropa colgada, la máquina de coser, el pasto (Figura 4). Vera también escucha una canción que le remite a la infancia y huele cigarrillos. Esta aproximación al duelo desde los sentidos permite pensar la ausencia no como falta (o clausura), sino como formas de estar con otras cosas y con otros (apertura). Según Sigmund Freud (1992a), frente al duelo (o la ausencia del objeto), se impone el principio de realidad; es decir, la realidad nos comunica que el objeto ya no está más. Así, el yo debe retrotraer la libido que tenía para con ese objeto hasta su anulación. Al cabo del período de tiempo que lleve ese proceso, el deseo deja de estar presente. Propongo, entonces, pensar esta aproximación háptica de Las olas que, como dice Giuliana Bruno (2002), lo háptico va más allá de lo táctil y se extiende al contacto general con lo que nos rodea, como una forma de duelo que no cancela el deseo. Esta mirada más abierta del duelo ya la plantea Jean Allouch (1997) cuando explica que la realidad nos recuerda la pérdida y que algo de nosotros también se ha ido. Es decir, si para Freud el principio de realidad refuerza y ayuda a llegar al desasimiento del deseo (la cancelación de la libido), para Allouch la realidad es la que no permite que ese deseo deje de existir. Es por esto que Las olas se aferra a la materialidad: como forma de estar en el espacio y de experimentar nuevas formas de estar con otros desde el duelo. Al rozar la realidad, el deseo no se cancela, sino que se relocaliza. Si lo háptico es la posibilidad de estar en contacto, la película lo pone en práctica con Vera: su intimidad traspasa lo privado y se extiende hasta el paisaje transformando así la desolación de la muerte en un consuelo “sensorial” que brinda la oportunidad de pensar el enlace posible entre duelo y espacio. Figura 4. Las olas El duelo se produce en los dos lados, en la intimidad del hogar y la cercanía con los objetos, pero también en el abismo de la ciudad desierta. En el interior de la casa, los sentidos convocan a Vera y vienen a llenar el espacio vaciado por la ausencia. Afuera, en cambio, el paisaje se presenta distante e inmenso. La ciudad costera se muestra siempre con planos generales en los que no hay nadie o sólo Vera está en el cuadro (Figura 5). La contraposición del uso del primer plano o plano medio dentro de la casa y los planos generales de los espacios públicos genera una textura espacial que potencia el carácter afectivo del paisaje. La detención de las tomas hace que aprehendamos el espacio también como un objeto que la realidad impone como presencia de la ausencia. Las calles, la costa, el mar forman parte de la madre que ya no está y que se reitera en cada una de esas imágenes. Como dice Bruno (2017), “por medio de su representación fílmica, la misma geografía está siendo transformada y emocionalmente movilizada” (p. 11) y así ese paso del espacio privado al público en Las olas se puede pensar como “el resultado de una circulación que incluye pasajes, recorridos, transiciones, estados transitorios, eróticas espaciales y (e)moción” (p. 11).Se trata de un paisaje háptico que toca el cuerpo de Vera y de los espectadores gracias su propio entramado material que funciona como una pulsión afectiva. La inmensidad del paisaje lo vuelve mínimo. Como una aporía espacial, la distancia del plano general logra aproximar el espacio y se crea lo que Julia Kratje (2019) llama “atmósferas afectivas” porque “destacan la textura de las imágenes y los sonidos, introducen discontinuidades en las relaciones de causalidad de las acciones, vuelven opacas las identidades de los personajes, quebrantan las reglas de los enlaces convencionales” (p. 86). Así, la llegada a esta ciudad implica un doble recorrido: por un lado, el deambular literal por la ciudad desierta, llena de diferentes texturas y, por otro, el recorrido que habilitan los sentidos. Figura 5. Las olas Gracias a esta construcción de los espacios internos como externos se puede pensar el propio recorrido del duelo de Vera desde el plano espacial y ya no necesariamente como un proceso temporal (implícito en la interpretación clásica freudiana de los trabajos del duelo). La ciudad invisibiliza y posibilita el extravío, por eso hay algo de abrumador en ese espacio que refuerza la idea del fuera de lugar. Lo háptico está presente también en esos encuadres en donde el cuerpo de Vera se mueve en escenarios desolados y experimenta el duelo atravesando, literalmente, el espacio. Es que lo háptico, como dice Bruno, se relaciona con la cinestesia ya que en lo háptico también se encuentra la habilidad de nuestros cuerpos de sentir y experimentar su propio movimiento en el espacio. [6] Si bien se podría suponer que Las olas es una película sobre las etapas del duelo, es decir, las instancias hacia la anulación del deseo freudianas, se trata más bien de la representación del impacto de la ausencia en el cuerpo y cómo lo sensorial y el espacio vuelven presente esa ausencia. El mundo material se va conformando en la película como el anclaje del deseo: como una pulsión que no puede marcharse. En vez de retirarse, se consolida como una consumación constante a través de los sentidos. Hay un movimiento de cámara que se repite varias veces, un travelling vertical desde un primer plano de las manos (en general a la altura del estómago o del pecho) hacia el rostro. Este movimiento refuerza cierta intencionalidad: las experiencias sensoriales atraviesan a Vera (Figura 6). Rozar la realidad se puede pensar como una representación desde el sesgo, desde los márgenes. El cuerpo de la mujer representado en el intersticio que aquí explora lo material y lo afectivo, lo táctil y lo liminal, lo cinematográfico y lo sensible. [7] Pienso el desplazamiento del carácter temporal al espacial del duelo de Vera como una forma de habitar un espacio que está por fuera de la hegemonía representacional de los cuerpos y deseos femeninos. Si, como dice Laura Marks, la vista se impone e impone una forma de ver, al desplazarnos hacia otros sentidos, desmantelamos una maquinaria tanto sensorial como patriarcal. [8] La película nos invita a observar a su protagonista y su mirada y, a través de ella, se descubren sus diferentes relieves, diferentes texturas. La aproximación espacial y háptica del duelo desarma un sistema de representación: la mujer se construye desde su propia mirada y articula su duelo desde ahí mismo ya que en el deseo, Vera logra encontrarse incluso fuera de lugar. Figura 6. Las olas Salir del campo de lo puramente visual es una fuga hacia los márgenes. La visión óptica persiste, pero, como plantea Marks, la visualidad háptica prevalece: como sucede en Las olas donde la visión se usa como si fuera el tacto. [9] Tocamos a través de nuestra mirada. La visualidad háptica es un corrimiento de la centralidad óptica y también de la narrativa. En Las olas, la falta de información y de línea argumental pone el énfasis en el cuerpo y en el cómo: cómo padece, cómo es afectado, cómo se relaciona con otros. Ya no es un cuerpo pasivo en exposición (característico de la mirada patriarcal masculina), es un cuerpo en proceso y ahí reside la posibilidad de pensar el duelo también como “otra parte” que escapa tanto de los trabajos del duelo del psicoanálisis freudiano como de la linealidad argumental para ubicarse en otro lugar, literal y simbólicamente. Allouch (1997) explica que el duelo no se puede concebir como algo dual: no se trata del muerto y el que le llora, sino de un lazo inexorable. Las olas quiebra el binarismo del duelo: Vera puede experimentar la ausencia a través de su cuerpo en el momento en que toca las cosas que la rodean. Como si al rozar estos objetos se construyera una textura de la memoria. Esa relación con la madre, de la que poco sabemos, se vuelve plural gracias a los otros que participan, al final de la película, de la exposición artística que Vera realiza con los materiales que ha ido tocando y explorando a lo largo de su estadía. Vera materializa los impactos corporales que puede tener una ausencia y, al hacerlo, crea comunidad. En ese hacer, en ese poner en práctica los sentidos, se produce un placer que une el dolor, la materialidad y la creación. Lo que Vera construyó con sus manos, producto de ese deseo hacia un objeto ausente todavía latente, ahora está sujeto a la contemplación de los otros (Figura 7). [10] Figura 7. Las olas El deseo se puede pensar también como recorrido espacial. El otro personaje que se presenta de forma reiterada es una mujer enigmática que aparece en diferentes espacios. La tensión se hace evidente desde el primer momento en el que Vera sale de comprar algo en un almacén y, de la nada y de forma abrupta, la otra (como la llamaré) le ofrece un cigarrillo y le dice la frase: “Si te perdés en este desierto, nadie te va a encontrar. La ciudad es invisible”. Así se establece un vínculo de intriga que, a través del encuadre, lo no dicho y las miradas va convirtiendo a la otra también en objeto de deseo. La otra vuelve a aparecer en su bicicleta en medio de una calle vacía en la que solo camina Vera, luego en una ferretería, en una librería, en un club (Figura 8). Esto le da un carácter fantasmagórico ya que literalmente se le aparece a Vera en los diferentes espacios que recorre. El recorrido le trae una presencia, pero que tiene algo de ausencia: la otra se establece como el único objeto que no se puede tocar. Al principio la otra parece ser la que acecha a Vera, pero de a poco se va construyendo esa tensión libidinal que hace que Vera sea la que la busque. Como si fuera parte del paisaje, de ese espacio que la desubica, la otra cautiva a Vera, la atrae y no necesariamente en términos sexuales (aunque podría serlo). El deseo se construye a través de los espacios y de la mirada y es ahí donde la visión óptica (distanciada) puede volverse háptica, íntima, vulnerable: es una mirada que, a pesar de la distancia, explora, toca, desea. La otra, al igual que el paisaje, es la representación más evidente del duelo porque también permite experimentar el espacio. Figura 8. Las olas Una transformación abrumadora: Pinamar La percepción espacial del duelo está interiorizada en el nivel del lenguaje en el uso común del verbo “atravesar” para referirse al proceso de aflicción por una muerte (alguien “está atravesando un duelo”). Y todo duelo tiene, claro, un impacto emocional y, como nos recuerda Giuliana Bruno (2002), la raíz latina de misma palabra emoción tiene que ver con el movimiento. Su significado, históricamente, está asociado a la idea de mudarse, migrar, moverse de un lugar a otro. [11] El sentirse fuera de sí va de la mano del movimiento de llegada a un espacio otro. En Pinamar, Las olas y Los miembros de la familia, el yo se desplaza tanto en lo emocional como en lo geográfico. La costa, como el duelo, habita y es habitada: irrumpe en los protagonistas, los atraviesa y, al mismo tiempo, se recorre, se explora, se atraviesa. [12] La costa se convierte en ese espacio umbral, una heterotopía en la que convergen lo topográfico y tangible del espacio con la afectación emocional del duelo. [13] En Pinamar y Los miembros de la familia esto se ve más claramente a través de personajes que viven el duelo como parte de una crisis existencial. Si, como dice Judith Butler (2006), el duelo tiene que ver con “aceptar sufrir un cambio” (p. 47), para estos personajes en particular (Lucas en Los miembros de la familia y Pablo en Pinamar), esa transformación se va construyendo como una narrativa de iniciación (bildung) en la que el espacio y los vínculos formados en ese espacio tienen un rol fundamental. En Pinamar la llegada es también un regreso, el regreso al lugar de vacaciones de la infancia y adolescencia. Miguel y Pablo, probablemente de veinte-y-tanto, llegan con dos objetivos claros: concretar la venta del departamento donde solían pasar sus veranos y arrojar las cenizas de su madre al mar. Pablo se entera que en realidad la venta estaba planificada para el día siguiente, cosa que no le cae nada bien ya que desde el primer momento deja en claro que quiere pasar el menos tiempo posible ahí. Desde el principio vemos la confrontación que Pablo tiene con el espacio: rechaza su propia presencia en ese lugar. Está enojado e incómodo, como si Pinamar le obligara a procesar el duelo, a recordar y a reconocerse. Según la teoría clásica del bildungsroman los protagonistas pasan por momentos específicos de formación y realización que los llevan a un estadio de completitud. [14] El viaje transformador es más importante que el final “feliz” al que se debe llegar. [15] En el caso de Pablo, el viaje es en realidad una llegada (y un duelo) y la transformación se formula como parte inherente de la dislocación (emocional y geográfica). La gran diferencia es que aquí no hay una clausura o completitud, pero sí se ve un cambio claro de actitud que concluirá con la decisión de no vender el departamento. Al final, Pablo decide perseguir una relación amorosa con Laura, una amiga y vecina de la infancia. Estas dos acciones sugieren quizás un quedarse, un permanecer en Pinamar. Mientras el regreso al lugar de origen completa el círculo de aprendizaje en el periplo del héroe en el bildungsroman, aquí se rompe ese círculo para abrir el espacio y las posibilidades de transformación. El permanecer es disruptivo porque quiebra el carácter temporal del viaje y del duelo. Sin embargo, en ese permanecer es donde se manifiesta “el aprendizaje” de Pablo porque logra recomponer ese espacio: lo que antes aludía al pasado, ahora tiene una visión a futuro. Miguel, el hermano de Pablo, es un personaje más relajado y agradable, que parece hasta disfrutar volver a Pinamar a pesar del duelo. Es un claro contraste de Pablo que la primera noche en una salida con amigos le dice a Miguel de forma casi acusatoria “yo no vine a pasarla bien”. Pinamar es una de las ciudades costeras más populares de Argentina que recibe a miles de turistas durante la temporada alta y a donde la gente va, justamente, a pasarla bien. Playas abarrotadas de día, bullicio en las calles de noche. Todo eso se contrapone a la Pinamar de invierno, la Pinamar del duelo, que se muestra como una ciudad vacía. Esa primera noche, Pablo baja hasta la playa. Es la imagen de un paisaje desierto que, con las carpas levantadas y desocupadas, parece abandonado. Este vacío de los paisajes y los espacios recorridos se repite a lo largo de la película (Figura 9). Se construye así una mirada nostálgica de la ciudad que acompaña a la nostalgia que acarrean los objetos y el departamento mismo. La ciudad veraniega de la infancia/adolescencia que ya no está, la madre que ya no está. Esa Pinamar desolada evoca al pasado y hace alusión a la cualidad transitoria de las cosas y de nuestra existencia, como una ruina que sólo puede ser captada en su descomposición. Por eso la ruina, o la idea de la ruina, está sujeta a la nostalgia porque nos recuerda “lo que quedó”, en este caso, como si el Pinamar de invierno fuera “el resto” del Pinamar estival o, incluso, de su madre. [16] La representación espacial de Pinamar refuerza la idea de duelo porque expone la añoranza de algo que ya no está. Lo que antes, en verano, con la madre, creaba una sensación de pertenencia, ahora genera incertidumbre y desplazamiento: el fuera de sí. Pinamar no es lo que era y no lo volverá a ser, igual que el yo frente a una pérdida. A pesar de todo, el final, permite repensar el espacio desde la apertura constitutiva de la ruina. El desplazamiento del yo reconfigura el espacio y al final Pablo, al decidir no vender el departamento y empezar algo con Laura, puede pensar en el futuro en un espacio otro. Figura 9. Pinamar A mitad de la película, justo después de arrojar las cenizas al mar, se produce el primer momento de inflexión de Pablo: le miente a la persona de la inmobiliaria para retrasar la venta. Elige pasar el día con Miguel y Laura y ella les pregunta por qué quieren vender y le dicen que para poder irse a vivir solos (cada uno por su cuenta). Pablo agrega: “Para mí lo importante es aprender a estar solo, después todo se va dando”. La dislocación del yo del duelo lo lleva a una opción pragmática: empezar una nueva etapa, confrontar a su yo sin su hermano, en un espacio nuevo. El duelo permite ese movimiento y, sin darse cuenta, Pinamar se convierte en esa posibilidad. La mirada nostálgica de Pinamar, la contemplación de la ruina, termina acarreándolo hasta un cierto grado de entendimiento porque, como dice Svetlana Boym (2001), mirar la ruina requiere la aceptación de la desarmonía y de la relación a contrapunto de lo humano, lo histórico y lo temporal. [17] Confrontar la pérdida de la madre y del espacio es aceptar esa desarmonía. Como en el bildung, se produce un pasaje en la vida del protagonista. Claro que aquí no se trata de sus años formativos, pero el movimiento emocional y espacial establece una transición de etapas y el aprendizaje forma parte de ese cambio de mirada sobre su vida y el espacio mismo. Atravesar el duelo y quedarse con Laura y con el departamento es una forma de abandonar el Pinamar de la infancia y apre(he)nderlo desde la adultez. De forma similar a Las olas, los objetos llaman la atención de Pablo dando lugar a una aproximación háptica del espacio. Apenas llega al departamento, Pablo recorre las habitaciones y su mirada deja ver la intimidad de su madre: la malla todavía colgada en el baño, el colchón sin sábanas, la caña y la red de pescar. En un momento de quiebre, Pablo va a la habitación de la madre y decide abrir las puertas del closet. No toca ninguna de las prendas, pero apoya su mano sobre la madera y en un primer plano mantiene esa imagen por unos segundos, como si en esa madera habitara el recuerdo. En los objetos se unen, como en la representación espacial, la nostalgia de las dos pérdidas, la madre y el Pinamar de la infancia. Este último se expone cuando, por la noche, Pablo acostado en la cama de arriba, toca las estrellas fluorescentes de plástico pegadas en el techo, un recordatorio visual y táctil de la infancia (Figura 10). También ese Pinamar de la niñez se ve en las fotos de los dos hermanos de pequeños y en la escucha de un casete con una grabación de ellos de niños en la que al final se escucha la voz de la madre. Vista, tacto y oído: lo sensorial contribuye a que la intimidad se vuelva un espacio otro, una heterotopía en donde confluyen la pertenencia relacionada a un pasado y la distancia del presente. Figura 10. Pinamar Por esto también el departamento se vuelve perturbador en el sentido de lo siniestro freudiano (unheimlich). Cuando Pablo toma una ducha, ya más relajado y dispuesto a ir a arrojar los restos de su madre al mar, levanta la mirada y a través de la cortina ve el traje de baño (Figura 11). Lo siniestro se activa en ese intersticio en el que, en un espacio cómodo y conocido, aparece el recordatorio de la pérdida. La nostalgia en sí lleva algo perturbador, quizás no el sentido más espeluznante, pero la idea de regreso a algo que ya no está o que no es lo que era puede acarrear un sentimiento desestabilizador. En la nostalgia se combina la añoranza de lo íntimo, lo familiar con algo que ya se presenta como distante. Se trata de una nostalgia reflexiva, en términos de Boym, que no pretende reconstruir el pasado, sino que lo recupera para pensar el presente, incluso desde la pérdida. [18] Pinamar vendría a representar una paradoja de la nostalgia de las vacaciones porque es un volver a un hogar que nunca fue un hogar o que ahora ya no puede ser más ese hogar que fue. La madre y el Pinamar de la infancia son para Pablo algo íntimo, pero que frente a la pérdida se vuelven ajenos. [19] Y, al mismo tiempo, tanto el duelo como Pinamar son lugares de no pertenencia, pero que tienen algo de familiaridad. Es por esto que, como dice Boym, para los nostálgicos reflexivos siempre hay algo de perturbador porque pueden percibir las imperfecciones del hogar: es una nostalgia que convive con los fantasmas del pasado. [20] Figura 11. Pinamar En lo siniestro, como en la heterotopía, se conjuga una contradicción. Mientras en las heterotopías se articulan espacios reales e irreales, en lo siniestro, se combina lo familiar y lo extraño. A esta contradicción Freud la lleva al nivel del yo y se pregunta qué hay oculto en nosotros mismos que puede salir a la luz y resultar perturbador. Aquí el duelo entra en juego: ¿qué aspectos de nosotros mismos pueden emerger frente a una pérdida? ¿Qué elementos “siniestros” pueden aparecer en el proceso de transformación? En este sentido, el duelo y el bildung se corresponden: por un lado, el paso de una etapa a otra conlleva su propio duelo y, por otro, la transformación misma surge como parte del duelo e implica inquietudes y miedos. Según Freud, lo que produce el efecto siniestro tiene que ver con la angustia que provoca el retorno de algo reprimido o ya superado. [21] Mientras el bildung se conforma desde la idea de superación misma, el duelo, en estos casos, lo retiene, como si lo estancara, pero que eventualmente se destrabará con la elección de quedarse en un espacio otro. Duelo, un comic relief: Los miembros de la familia En Los miembros de la familia, lo siniestro es más explícito que en Pinamar porque la madre de Gilda y Lucas muere en circunstancias misteriosas. Cuando llegan a la casa, hay una cinta policial de clausura y eventualmente se insinúa que se ha suicidado en el baño. Algo que se alude al comienzo cuando Lucas y Gilda dicen que “aguantan” hasta el siguiente día y usarán el baño del micro de vuelta y se lavan los dientes en la cocina porque ninguno quiere entrar o usar el baño de la casa. Así, un espacio ordinario se vuelve perturbador por la incertidumbre de la situación. La narración austera y los pocos indicios visuales crean una atmósfera tensa llena de dudas tanto para los protagonistas como para la audiencia. Hay algo en el baño oculto y misterioso que nadie se atreve a enfrentar, ni siquiera la cámara. El otro aspecto inquietante del espacio se manifiesta en los reiterados sueños de Lucas. Sin ningún tipo de transición, los estadios oníricos aparecen como si fueran parte de la realidad hasta que algo los quiebra. En estos sueños, la playa vacía y el baño se convierten en espacios de conexión posible con la madre muerta. El espacio onírico se apropia de espacios reales para mantener una relación de deseo con el objeto perdido. Se manifiesta como una apertura literal: en el primer sueño, Lucas “escucha” a la madre que le habla desde un pozo en la arena. No se oye la voz, pero sí un ruido distorsionado que se comunica con subtítulos. Al final de la escena, Lucas termina entrando en el agujero. Aquí, un espacio que puede resultar perturbador por lo desconocido y lo inquietante de la voz que lo llama se vuelve un espacio de contención que le permite darse la posibilidad de atravesar el duelo. Ahí también se manifiesta lo siniestro: una yuxtaposición de lo enigmático con lo conocido y familiar (la madre) (Figura 12). Figura 12. Los miembros de la familia En Los miembros de la familia, no se percibe una nostalgia relacionada al espacio como en Pinamar, pero sí se manifiesta una nostalgia que tiene que ver con el vínculo fraternal. A la muerte de la madre hay que sumarle la desintegración de la relación entre Lucas y Gilda que en el momento del duelo parece estar arruinada en el sentido más literal de la palabra: la conexión entre hermanos está hecha ruinas. La tensión es evidente desde el comienzo, a diferencia de Pinamar, ninguno de los dos quiere estar ahí y no se tratan demasiado bien. Los planos generales del espacio, desolado, funcionan como un reflejo del vínculo, pero también enmarcan (simbólica y visualmente) la recomposición que se va a ir dando a lo largo de la película (Figura 13). Aquí también la ruina se vislumbra hacia el futuro, es capaz de verse a sí misma y reformular los lazos perdidos. Lo que al principio podía parecer una relación fastidiosa, común, entre hermanos, de a poco se hace evidente que se trata de un distanciamiento más profundo. Hacia el final de la película Lucas y Gilda tienen una conversación directa en la que Lucas descubre que Gilda no había intentado suicidarse como él creía. Aquí, como en Pinamar, se produce un momento de inflexión y de reconciliación en el que ambos admiten que se extrañan y no quieren tener una relación distante. Figura 13. Los miembros de la familia Por esta razón, Los miembros de la familia también puede ser pensada como película de formación, sobre todo desde la perspectiva de Lucas que tiene 17 años. Además de ese momento de quiebre con Gilda, Lucas parece estar pasando por una transición que tiene que ver con su ser adolescente y su identidad. El fuera de lugar en la costa se exacerba aún más en su propio cuerpo. Vestido como ha llegado, con un sweater de invierno y sin ropa deportiva, sale a correr y a hacer ejercicio. En su cuerpo se conjuga una doble no pertenencia, por un lado la ironía, como un guiño humorístico, de salir a correr de esa manera y, por otro, en un nivel más general, Lucas parece no encajar con el mundo del “fitness” al que se refiere y dice estar muy interesado (se cuida con las comidas para consumir más contenido proteico, por ejemplo, o se repite varias veces que hace jiu-jitsu). Su postura, ropa y actitud desganada no se corresponden con ese interés y el uso del espacio para esas actividades. Sin embargo, esa aparente discordancia le permite escapar, como parte de la dislocación del duelo, y encontrar a Guido, un joven que también hace ejercicio y sube videos de sus rutinas en redes sociales. Los planos generales de la plaza deportiva y la playa sin gente intensifican la desolación de Lucas y su desarticulación con el espacio, pero también la conexión con Guido (Figura 14). Son los únicos que están presentes, como si Guido también estuviera fuera de lugar a pesar de ser local. Figura 14. Los miembros de la familia El espacio se vuelve un lugar de coincidencia en donde los lazos se resignifican y Lucas puede repensarse tanto con su hermana como con Guido. La transición del yo frente a la muerte de la madre impulsa la reformulación de las relaciones afectivas y esto sucede en un espacio otro. Al final, el novio de Gilda llega para buscarlos y llevarlos a Buenos Aires, pero Lucas decide permanecer y en la última escena lo vemos con Guido manejando una motocicleta en la playa desierta. Como en Pinamar, la elección de quedarse destaca el fin de una etapa en la vida de los personajes y de una iniciación romántica. El permanecer se vuelve un movimiento disruptivo que simbólicamente refleja el cambio que se ha producido en los personajes. En ambas películas las escenas finales ubican a los personajes en la playa o camino a la playa, como si mostrar el mar exhibiera de forma más explícita el potencial que presenta ese espacio para ellos. Si lo háptico también está relacionado al movimiento de los cuerpos en el espacio, la decisión de quedarse es el movimiento definitivo que marca sus cuerpos en ese espacio otro. El duelo los empuja hacia nuevos vínculos que están irremediablemente ligados a un fuera de lugar, pero que presentan el potencial de transformación en sí mismos. Hay otro movimiento disruptivo en Los miembros de la familia que tiene que ver con los elementos humorísticos. Lo absurdo y lo irónico forman parte del tono general de la narrativa y la inclusión de esos elementos en una película sobre el duelo genera un quiebre, como si el humor estuviera fuera de lugar. Esto contribuye a la sensación general de no pertenencia que se percibe en los personajes y que gracias a ese tono se transfiere a la audiencia. Frente al dolor y la crisis existencial, tenemos elementos que se trabajan con seriedad, pero que rozan lo disparatado, como el mismo juego de palabras del título que hace referencia tanto a los individuos que constituyen una familia como a las extremidades del cuerpo. Gilda y Lucas van a la localidad costera para arrojar los restos de su madre al mar, pero cuando están por hacerlo, Lucas descubre que en la caja no están las cenizas sino la mano prostética de su madre. Dadas las circunstancias de la muerte, no pueden obtener las cenizas todavía y Gilda llevó sólo la prótesis. Más adelante, jugando a la pelota-paleta, la pelota se va a la orilla y allí ven la mano que habían tirado al mar el día anterior (Figura 15). Lo ridículo de esta situación y muchas otras (como no ir al baño de la casa o una secuencia de jiu-jitsu en la playa de noche, por ejemplo) hace que toda la película tenga un matiz cómico que desacomoda y así la audiencia puede sentirse tan desencajada como Lucas en ese espacio otro. El tono, entonces, hace que la película se convierta en un posible espacio otro para los espectadores, un espacio donde reírse parece fuera de lugar y al mismo tiempo funciona como un distanciamiento necesario para acercarse al duelo. Figura 15. Los miembros de la familia Los paisajes del duelo Si bien a lo largo de este ensayo he remarcado el carácter desértico de los espacios costeros, en las tres películas el paisaje no representa vacío sino, la vastedad del evento (la muerte). Me refiero principalmente a todas las escenas en la playa en donde la extensión de la arena, la variación de las mareas y la inmensidad del mar vienen a recalcar la inexorabilidad del duelo: su permanencia. Esta potencia del paisaje costero y la relación con el proceso de los personajes se resume en los posters de las tres películas donde se proyecta cómo el mar y la costa forman parte esencial de la configuración de la narración (ver figura 16). Por eso, pensar el duelo desde el espacio permite aceptar su condición no transitoria: la muerte del otro pasa, pero el duelo queda en el fuera de lugar del yo. Mientras la atadura al tiempo y a los trabajos de duelo implica cierta espera de superación, este paisaje nos ancla y recuerda que la pérdida es permanente, como si avisara que hay quiebre inalterable que moviliza al yo y esa dislocación es la que lo posibilita su propia apertura. Figura 16. Posters de las tres películas. El fuera de lugar habilitado por la llegada a un espacio otro se vuelve la forma más cercana e inmediata de habitar el duelo porque el duelo en sí es un lugar de no pertenencia a pesar de estar plasmado de familiaridad. Como la nostalgia, el duelo es una forma de retorno signada por el dolor: la muerte propicia la remembranza, la añoranza, desde la ausencia. [22] Pero el retorno en el duelo siempre es virtual y en estas películas se cristaliza en el espacio costero en época invernal porque, como dice Boym, el objeto de deseo de la nostalgia no es precisamente un “hogar” (el lugar de retorno) específico sino la sensación de intimidad con el mundo. [23] Por esto, los paisajes aquí no pueden pensarse simplemente de forma metafórica: si bien pueden tener relación con los estados mentales (el luto) de los personajes, van más allá porque se presentan como formas de habitar la intimidad, el dolor, la relocalización de los lazos. Son, en definitiva, modos de estar, modos de relacionarse, modos de entrar en contacto y de repensarse. Referencias Allouch, J. (1997). Erótica del duelo en los tiempos de la muerte seca. El cuenco del plata. Armstrong, R. (2012). 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NOTAS
[1] En una entrevista, Mateo Bendesky explica que la construcción de la locación se hizo a partir de “retazos” de diferentes lugares en vez de uno en particular: “Durante la etapa del guion, la locación era más un espacio abstracto que un lugar en particular, y había algo de eso que quería mantener a la hora de filmar la película. Por eso, cuando empezamos la preproducción, decidí que el pueblo donde sucede la acción no iba a ser uno en particular, sino un ‘collage’ de varios distintos que permitieran volver irreconocible a este lugar. Con esta idea en mente, terminamos construyendo el pueblo a partir de cinco localidades de la costa atlántica, y se dieron cosas tan absurdas como que en una misma escena haya planos consecutivos filmados a 100 kilómetros uno del otro.” (Montesoro, 2019)
[2] La localidad nunca es nombrada, pero los carteles de la desaparición de Darío Jerez son una referencia clave. Jerez era un repartidor de la empresa Arcor y fue visto por última vez el 25 de octubre de 2001 en Santa Teresita.
[3] Dice Butler: “¿Qué ‘soy’, sin ti? Cuando perdemos algunos de estos lazos que nos constituyen, no sabemos quiénes somos ni qué hacer. En un nivel, descubro que te he perdido a ‘ti’ sólo para descubrir que ‘yo’ también desaparezco. En otro nivel, tal vez lo que he perdido ‘en’ ti, eso para lo que no tengo palabras, sea una relación no constituida exclusivamente ni por mí ni por ti, pero que va a ser concebida como el lazo por el que estos términos se diferencian y se relacionan” (p. 48). Butler también habla del carácter intrínseco y permanente del duelo que tiene que ver con los lazos que nos unen a los otros: “Cuando perdemos a ciertas personas o cuando hemos sido despojados de un lugar o de una comunidad podemos simplemente sentir que estamos pasando por algo temporario, que el duelo va a terminar y que vamos a recuperar cierto equilibrio previo. Pero quizás, mientras pasamos por eso, algo acerca de lo que somos se nos revela, algo que dibuja los lazos que nos ligan a otro, que nos enseña que estos lazos constituyen lo que somos, los lazos o nudos que nos componen” (p. 48).
[4] Martín Lefebvre (2011) hace esta distinción: el escenario se restringe a una función informativa y está supeditado a los personajes, eventos o acciones mientras el paisaje invita a que la experiencia del espacio sea más reflexiva.
[5] Al final de su estudio sobre películas que tratan el duelo, Richard Armstrong (2012) menciona esta cualidad como una característica que se reitera en este tipo de films: “But it may be possible to discern a particular look with which mourning cinema comes into its own. These are slow contemplative works that are dedicated to a narrative progression tied not to active agendas but to a passive process of psychological healing. Such dedication to the mourner’s rehabilitation makes for a leisurely pace, one that encourages the spectator to notice the look of the film, an issue reinforced from within the narrative by moments in which the mourner emphasizes the tactility of the film’s surfaces.” (p. 186)
[6] “As the Greek etymology tells us, haptic means “able to come into contact with." As a function of the skin, then, the haptic—the sense of touch—constitutes the reciprocal contact between us and the environment, both housing and extending communicative interface. But the haptic is also related to kinesthesis, the ability of our bodies to sense their own movement in space. Developing this observational logic, this book considers the haptic to be an agent in the formation of space— both geographic and cultural—and, by extension, in the articulation of the spatial arts themselves, which include motion pictures. Emphasizing the cultural role of the haptic, it develops a theory that connects sense to place. Here, the haptic realm is shown to play a tangible, tactical role in our communicative “sense” of spatiality and mobility, thus shaping the texture of habitable space and, ultimately, mapping our ways of being in touch with the environment” (Bruno, 2002, p. 6).
[7] Así plantea Teresa de Lauretis (1996) esa mirada sesgada: “es la otra parte del discurso aquí y ahora, los puntos ciegos, o el fuera de plano de sus representaciones. La pienso como espacios en los márgenes del discurso hegemónico, espacios sociales cavados en los intersticios de las instituciones y en las grietas y resquebrajaduras de los aparatos del poder-saber” (p. 33).
[8] Quizás cayendo en una trivialidad me animo a trazar el paralelo entre lo que Laura Marks (2000) llama “el imperialismo de la vista” y el “to be look-at-ness” que Laura Mulvey (1988) postuló con respecto a la construcción hegemónica de la mirada sobre el cuerpo femenino en el cine clásico.
[9] “Haptic visuality is distinguished from optical visuality, which sees things from enough distance to perceive them as distinct forms in deep space: in other words, how we usually conceive vision. Optical visuality depends on a separation between the viewing subject and the object. Haptic looking tends to move over the surface of its object rather than to plunge into illusionistic depth, not to distinguish form so much as to discern texture” (Marks, 2000, p. 162).
[10] En Mourning Films: A Critical Study of Loss and Grieving Cinema, Richard Armstrong (2012) clasifica de forma temática películas que trabajan con el duelo y una de estas categorías es el arte o el intento de expresar la experiencia de la pérdida a través del arte.
[11] The Latin root of the word emotion speaks clearly about a “moving” force, stemming as it does from emovere, an active verb composed of movere, “to move,” and e, “out.” The meaning of emotion, then, is historically associated with “a moving out, migration, transference from one place to another” (Bruno, 2002, p. 6).
[12] Según Avril Maddrell (2016), la pérdida (la muerte) puede ser en sí misma experimentada como un espacio en conflicto: sobre el lugar de entierro o rememoración, por ejemplo. Pero también el duelo puede ser al mismo tiempo “habitado” y “habitante” (“inhabited and inhabititng”) en el espacio del cuerpo (material y emocional) de la persona afligida por la pérdida (pp. 172 y 176).
[13] Foucault (1986) propone, por un lado, la existencia de las utopías como aquel espacio sin lugar real y que mantiene con el espacio real de la sociedad una relación general de analogía directa o inversa. Por otro lado, las heterotopías son lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sean localizables. Allí es donde se producen lo que Foucault llama emplazamientos –relaciones de proximidad– reales. Pero para Foucault, la relación entre utopía y heterotopía no debe ser necesariamente dicotómica, por el contrario, él propone la idea de espejo como el espacio donde se pueden unir estos dos conceptos. Por un lado, el espejo es una utopía ya que es un “lugar sin lugar”, uno se ve en un lugar irreal, virtual. Por otro lado, el espejo es heterotopía porque existe en la realidad enlazado con todo el espacio que lo rodea. El espejo es al mismo tiempo real e irreal, conecta el lugar que uno ocupa cuando se refleja con la imagen virtual del reflejo.
[14] En The German Bildungsroman from Wieland to Hesse, Martin Swales (2016) explica que en las novelas de formación “portray[s] the Bildung of the hero in its beginnings and growth to a certain stage of completeness” (p. 12).
[15] “The Bildungstroman, then, is written for the sake of the journey, and not for the sake of the happy ending towards which that journey points” (Swales, 2016, p. 34).
[16] Dice Andreas Huyssen en “La nostalgia de las ruinas” (2007): “lo que estaría presente y sería transparente en su pretensión de autenticidad es sólo una ausencia. Es el presente imaginado de un pasado que hoy sólo puede captarse en descomposición. Por eso la ruina puede ser objeto de nostalgia” (p. 37).
[17] “The contemporary ruin-gaze requires an acceptance of disharmony and of the contrapuntal relationship of human, historical, and natural temporality” (Boym, n.d., para. 7)
[18] Boym (2001) diferencia la nostalgia reflexiva de la nostalgia restauradora. Mientras esta última tiene una pretensión de verdad, la primera piensa el presente desde los fragmentos, desde la duda y la ambivalencia del pasado (p. XVIII).
[19] Recordemos que según Freud (1992b) la palabra unheimlich incluye los dos polos posibles: “En general, quedamos advertidos de que esta palabra heimlich no es unívoca, sino que pertenece a dos círculos de representaciones que, sin ser opuestos, son ajenos entre sí: el de lo familiar y lo agradable, y el de lo clandestino, lo que se mantiene oculto. También nos enteramos que de unheimlich es usual como opuesto del primer significado únicamente, no del segundo” (pp. 224-225)
[20] “At first glance, it appears that the uncanny is a fear of the familiar, whereas nostalgia is a longing for it; yet for a nostalgic, the lost home and the home abroad often appear haunted. Restorative nostalgics don’t acknowledge the uncanny and terrifying aspects of what was once homey. Reflective nostalgics see everywhere the imperfect mirror images of home, and try to cohabit with doubles and ghosts” (Boym, 2001, p. 251)
[21] “Si la teoría psicoanalítica acierta cuando asevera que todo afecto de una moción de sentimientos, de cualquier clase que sea, se trasmuda en angustia por obra de la represión, entre los casos de lo que provoca angustia existirá por fuerza un grupo en que pueda demostrarse que eso angustioso es algo reprimido que retorna” (Freud, 1992b, p. 240, énfasis mío).
[22] Me refiero a la etimología de la palabra nostalgia que es justamente esa: regreso (nosto) y dolor (algia).
[23] “The object of longing, then, is not really a place called home but this sense of intimacy with the world; it is not the past in general, but the imaginary moment when we had time and didn’t know the temptation of nostalgia” (Boym, 2001, p. 251).