La banalidad del olvido. Meta-memoria en el cine de los 2020´s.
Conferencia | Ivan Tverdovskiy | 2020 – Maixabel | Icíar Bollaín | 2021 – Madres paralelas | Pedro Almodóvar | 2021
Israel Roncero Villarón

Universidad de Salamanca

israelroncero@usal.es

Introducción

Que el cine puede funcionar como un ejercicio de conciencia historia es ya, afortunadamente, un lugar común, en el buen sentido de la expresión: hay un común acuerdo a la hora de determinar que el cine puede ayudar a construir la memoria histórica. Películas como “El pianista” de Polanski (2002) o “La lista de Schindler” de Spilberg (1994) tienen una invaluable función didáctica que todos somos capaces de reconocer, y ejemplifican la función social del cine a la hora de construir la memoria histórica.

El objetivo de este texto es bien distinto. En él no se reproducirá el “commonplace” de subrayar que hay películas que funcionan como un ejercicio de memoria histórica, sino que, en su lugar, se analizarán películas que tienen la particularidad de que en ellas se discute si de verdad es tan necesaria y pertinente la memoria histórica. En estas películas, son los propios personajes de ficción quienes discuten sobre la importancia de tener conciencia histórica o, incluso, abogan por dejar la memoria histórica en el olvido. A través de los conflictos de sus personajes, y a través de la ficción, se escenifica un debate no resuelto a nivel social. Mediante la ficción, se nos enfrenta a un debate moral enquistado de manera incómoda en la sociedad actual. Así, se trata de películas que más que un ejercicio de memoria histórica en sí, suponen un intento de teorizar sobre la pertinencia de tener esa conciencia, y las consecuencias de no hacerlo. Se trataría, pues, de un ejercicio de meta-conciencia histórica, al plantearse las implicaciones éticas, psicológicas y sociales de recordar o no el daño del pasado.

Se acotará temporalmente [1] el foco de análisis a películas estrenadas en el lapso de tiempo comprendido entre 2020 y 2021, precisamente para señalar lo irresuelto de este debate, que aún en la actualidad sigue provocando fricciones y divisiones sociales, sirviendo por tanto el cine como un espejo de la polarización social. En concreto, las películas analizadas serán: “Conferencia”, de Ivan Tverdovskiy (Rusia, 2020); “Maixabel” de Icíar Bollaín (España, 2021), y “Madres Paralelas”, de Pedro Almovóvar (España, 2021).

Tras el análisis de las películas, las posturas morales que se enfrentan en el celuloide serán acompañadas por los planteamientos filosóficos de pensadoras y pensadores que también han reflexionado sobre el significado de la memoria histórica a través de la escritura, con el objeto de que yuxtaponiendo cine y escritura el debate adquiera un carácter polifónico que lo enriquezca.

Con todo ello, se pretende desplegar las implicaciones éticas de nuestra posible forma de abordar la memoria y el olvido, tanto en la pantalla como en la vida real.

Meta-memoria en el cine de los 2020´s.

1. “Conferencia”, de Ivan Tverdovskiy (Rusia, 2020)

El argumento de “Conferencia” gira en torno a un proceso de duelo no cerrado, en torno a una herida que no se ha curado. En principio, es un proceso de duelo individual, el de una madre que ha perdido a su hijo, pero en seguida comprendemos que ese irresuelto duelo individual tiene implicaciones a mayor escala, pues afecta a más sujetos.

Natalya, la protagonista, es una monja rusa que ha perdido a su hijo en un atentado terrorista. Su anhelo es celebrar un memorial público que recuerde ese hecho traumático. Para ello, necesita un lugar donde celebrarlo, y se le ocurre tratar de reservar un teatro. Además, Natalya quiere reservar la sala de teatro un día concreto, el día del aniversario de la muerte de su hijo, y para ello se entrevista con el director de la sala, para solicitar la reserva que le garantice que podrá ocuparla sin interrupciones. Aunque la reacción inicial del director es desalentadora, pues se opone a que se celebre tal evento, alegando intereses comerciales, finalmente le permite a Natalya que celebre el memorial, siempre y cuando lo registre como una conferencia.

“¿Aquí donde pone película, conferencia u obra de teatro, puedo poner ‘acto de duelo’?” – pregunta Natalya, la monja, rellenando el formulario de la reserva de la sala. “No, tiene que marcarlo como conferencia”.

Y vamos descubriendo poco a poco el origen del evento traumático que mantiene abierta la herida psíquica de Natalya, y que añade aún más sentido a que su “conferencia” se celebre en ese teatro: el 26 de octubre de 2002, en ese preciso teatro de Moscú, unos terroristas chechenos secuestraron la sala en medio de una proyección, exigiendo la retirada de tropas rusas de Chechenia, y finalmente asesinaron a algunos de los asistentes. El hecho es un hecho histórico real, que en este caso sirve para darle más verismo a la narración. En la película, se nos dice que el personaje de Natalya perdió a su hijo en este secuestro terrorista, y después de esa pérdida, deducimos, Natalya entró en un convento y tomó los hábitos de monja.

Lo interesante de esta película es que nos sitúa antes dos formas de gestionar el trauma. La primera, la de la monja Natalya, cuya forma de realizar el duelo es una forma pública, a través del recuerdo colectivo del trauma, en este caso a través de esta peculiar conferencia. La segunda, será la encarnada por Galya, la hija de Natalya, quien se opone tajantemente a que se celebre este memorial, optando por un enfoque privado del duelo o, directamente, por dejar el hecho traumático en el olvido. Tan visceral es la oposición de Galya a este evento de recuerdo de las víctimas, que cuando se entera de que su madre, la monja Natalya, está organizando esta conferencia, la abofetea con crudeza en medio de la calle.

Pero eso no debe hacernos pensar que la hija, Galya es un ser descorazonado e invulnerable. Al contrario. Esa reacción violenta precisamente es la manifestación de su profundo dolor ante la pérdida de su hermano en ese secuestro terrorista. Así, Galya, acto seguido, tras abofetear a su madre, se dirige al teatro, compra una entrada, elige la misma butaca que ocupaba su hermano el día del secuestro y, mientras proyectan una película cualquiera, Galya llora y se encoge en el asiento, ocultando su rostro lloroso bajo la capucha de su jerséi de deporte. Ella da a entender que le gustaría olvidar, y que le resulta demasiado doloroso que el dolor se reitere a través de un memorial público; por lo que le irrita que su madre insista en reavivar ese daño y, para más inri, hacerlo público en una conferencia. Las de Galya y Natalya son dos formas antitéticas de enfrentarse al dolor: una privada y una pública; una que opta por el olvido y otra que opta por la memoria. Aunque gracias al ejercicio de empatía que nos ayudan a realizar (el director, el guonista, los actores), las dos posturas nos resultan en cierta manera comprensibles. Pero Natalya, la monja, no entiende el origen del resentimiento y la agresividad de su hija. “¿Qué te he hecho?” le dice.

Según avanza el metraje, descubrimos que ha habido otras “conferencias”, que Natalya ha hecho todos los años desde la muerte de su hijo algún tipo de conmemoración, aunque cada vez acude menos gente. “Qué rápido olvidamos todo” se lamenta la monja Natalya. Su tarea es evitar que ese olvido se agudice, y mantener vivo el recuerdo de las víctimas.

Al fin llega el día de la “conferencia”, que se desarrollará de una forma un tanto peculiar.

Para reconstruir la situación que se vivió el día del secuestro, Natalya llena la sala de teatro de muñecos hinchables. Son muñecos inflables, maniquíes de plástico, que representan a los que no están ese día. Y esos muñecos que Natalya y el resto de asistentes, a su requerimiento, distribuyen por toda la sala, son de varios colores: hay muñecos hinchables blancos, que representan a los que no sobrevivieron al secuestro; hay muñecos hinchables negros, que representan a los terroristas; y por último hay muñecos hinchables azules, que representan a los que, aún estando vivos, no han asistido a la conferencia, a pesar de que estuvieron en el secuestro. También a ellos quiere recordarlos Natalya.

La sala adquiere entonces un aire tanto surrealista y, por qué no decirlo, un poco cómico, con todos esos maniquíes de colores dispuestos por las butacas, entre medias de los asistentes de carne y hueso. Surrealista tanto en el sentido coloquial como en el sentido histórico del término, pues esos maniquíes nos recuerdan también a la extrañeza de los maniquíes de los cuadros surrealistas de De Chirico.

De este modo, con el “reenactment” o la recreación in situ de los hechos, Natalya, como maestra de ceremonias, finalmente puede comenzar su memorial.

Entonces, cuando Natalya les va pasando el micrófono por turnos, los asistentes comienzan a narrar su experiencia durante el secuestro: cómo al principio pensaban que era una broma, hasta que aparecieron una mujeres con burka que luego se pondrían unos cinturones bomba. Así, junto a los silenciosos maniquíes hinchables, los asistentes, van desmenuzando todo el proceso hablando desde sus vivencias como víctimas.

Claramente, este acto central de la película contiene una propuesta ética sobre cómo debe gestionarse el daño: el daño se gestiona de forma colectiva, se gestiona rememorando el hecho traumático, al que se trata de dar sentido de forma pública. Además, el trauma es algo que se comparte, y que sólo puede ser “atravesado” a través de su catárquico “reenactment” en el propio lugar de la tragedia. La presencia siniestra de los terroristas, ausentes pero presentes a través de los maniquíes negros, se reaviva al narrar la historia, obligándonos a confrontarnos con la violencia y el dolor del pasado.

La monja se encontrará con resistencias a su ejercicio de memoria histórica. En primer lugar, logísticas, porque una vez sobrepasada la hora asignada para la conferencia, el guardia de seguridad los intentará echar. Y en segundo lugar, morales, porque no todos los asistentes están cómodos con ese “revival” del trauma. “Estás desconectada de la realidad. ¿Para qué quedarnos aquí reviviendo los detalles?” – le espeta a Natalya una mujer asistente, encarnando de nuevo esa postura que mantenía la hija de abogar por el olvido, de señalar a la inutilidad de recordar los eventos traumáticos del pasado, y señalando a la urgencia de centrarse en el presente y pasar página. Pero Natalya es capaz de dar razones para hacer ese ejercicio tan incómodo de memoria: “Tenemos que llegar hasta el final al menos una vez. (…) Es doloroso, lo comprendo (…) Pero si no seguiremos arrastrando nuestros errores y esto volverá a ocurrir”.

Es decir, Natalya nos descubre que la razón de ir rememorando paso a paso los eventos del secuestro, con todo lujo de detalles, y con los testimonios directos de las víctimas, no tiene solamente un objetivo de sanación psicológica propio y ajeno, esto es, no es sólo una forma de hacer el duelo. Antes bien, tiene una dimensión ética: la memoria histórica, para Natalya, es la forma de recordar los errores del pasado para que la historia no se repita.

Pero esa dimensión ética no es comprendida por todos, mucho menos por los dueños del teatro, quienes no tienen tiempo para ese sentimental evento que ha sobrepasado con creces la hora estipulada. Cuando la monja se niega una y otra vez a abandonar la sala hasta que no terminen, paso a paso, de rememorar el viacrucis de detalles traumáticos, tarden lo que tarden, el guardia amenazará con desalojarlos a la fuerza. Amenaza ante la cual, la monja, ni corta ni perezosa, reaccionará amotinándose en la sala de teatro, bloqueando las puertas para que nadie pueda entrar, ni tampoco salir, hasta que no terminen. Natalya quita las tablas del escenario y apuntala las puertas de la sala.

Así, la escena asume un aire aún más surrealista, no sólo por la siniestra presencia de los maniquíes de plástico, sino por haberse convertido en una especie de eco inintencionado del secuestro que tuvo lugar años antes, como una pesadilla que se hace realidad: para ser capaz de rememorar el secuestro que acabó con la vida de su hijo, la monja ha terminado ella misma por convertirse en una secuestradora de los allí asistentes. Ironía trágica no exenta de potencial emancipador, pues Natalya demuestra lo convencida que está de lo urgente de ese proceso de memoria, y de lo determinada que está a manifestar sus valores, caiga quien caiga. El teatro se ve tomado por ese ángel exterminador que es la monja y que no permite que nadie abandone la sala hasta que sus conciencias despierten. “Cada vez que nos ocurre una desgracia nos sentamos sin decir nada, por eso nos sigue la desgracia. (…) No os voy a dejar salir” – sentencia la monja, mostrándose tajantemente opuesta a cualquier postura ética y cualquier estrategia psicológica que pase por el olvido. Para Natalya, olvidar el daño es una forma de permitir que se repita, y el silencio implica una falla moral. “¿Estás loca?” – grita el vigilante de seguridad desde un palco, el único sitio desde el que puede asomarse a la sala ahora bloqueada.

Pero la monja no se amedrenta ante la presencia de la autoridad institucional. Para ella, el lugar pertenece a las víctimas. El guardia de seguridad les apaga las luces, para ver si así se van de una santa vez. Y quizá la protección de la oscuridad sea lo que, como en la penumbra de un confesionario, permite que escuchemos al fin la confesión de la monja: había otra emoción, a parte del dolor, detrás de sus motivaciones para llevar a cabo la acción de celebrar esa conferencia. Había otra emoción, no sólo la pena: también la culpa. Natalya confiesa la culpa que le carcome, y que necesita exorcizar públicamente en el lugar del crimen: ella estaba presente aquel día con su hijo en el teatro, pero consiguió escaparse de los secuestradores fingiendo que tenía que ir al baño. Natalya sufre el complejo de culpa del superviviente. Y este remordimiento se verá materializado en la figura de unos policías, quienes, como unas erinias de la tradición clásica, vienen a apresar a Natalya, poniendo fin a la “conferencia”.

“¿Cuándo dejarás de torturarnos? ¿Cuándo dejarás de venir a recordárnoslo?” – le espeta finalmente la hija, reclamando su “derecho al olvido”. “Nunca” – sentencia la monja.

La película finaliza con una evocación de la Piedad de Miguel Ángel, que escenifica el dolor de la madre ante el hijo muerto, dolor que, nos dice esta monja, ha de ser la gasolina que prenda las conciencias de los que quieren olvidar el daño y dejarlo pasar indemne.

2. “Maixabel”, Icíar Bollaín, 2021

En “Maixabel” la premisa de que el daño debe ser recordado parece indiscutible.
El debate es, primero, si es necesario que los victimarios reconozcan ese daño y, segundo, si la memoria que las víctimas quieren hacer de ese daño es a través del resentimiento o del perdón. “Maixabel”, por tanto, teoriza y se plantea a nivel filosófico cuál es la relación de la memoria con el perdón.

El escenario en el que se plantea este debate es el de la violencia de ETA. En el año 2000, tres etarras asesinan de un disparo en la cabeza a un político socialista (Juan María Jáuregui), a plena luz del día, en un café de Tolosa. Recreando este atentado comienza la película de Bollaín, que continúa relatando el desconsuelo de la viuda del hombre asesinado, una mujer llamada Maixabel. Una de las primeras preocupaciones de la viuda es evitar que esa violencia que ella ha sufrido vuelva a ocurrir: “Ponte escolta, o serás el siguiente” le dice a un hombre que se acerca a darle el pésame en el velatorio.
Y efectivamente esa violencia se sigue reproduciendo, incluso a nivel simbólico.
Es tremendamente violenta la primera confrontación de la viuda con los asesinos, durante el juicio, cuando los contempla impertérrita mientras ellos son desalojados de la sala al grito de “¡Gora ETA!”, dando muestras de estar convencidos de haber hecho lo correcto con ese asesinato. Pues la violencia de ETA en sus víctimas es una violencia que no cesa, ya que parece que no les basta con asesinar a la persona, incluso la memoria del asesinado debe ser mancillada: un monumento en su honor aparece vandalizado, roto y pintarrajeado.

Varios años después de estos hechos, algunos presos de ETA que se han desvinculado de la lucha armada, que han reconocido el daño causado, y a los que la banda ETA ha expulsado, solicitan tener un encuentro con alguna víctima de la banda terrorista, para pedir perdón.

“No se trata de un proceso colectivo, se trata de algo personal” - les explica a los presos la mediadora que se va a encargar de organizar estos encuentros entre víctimas y asesinos. En mi opinión, la mediadora les dice que es un proceso personal y no colectivo equivocadamente, y creo que son notables las implicaciones colectivas que puede tener un proceso de reconciliación entre una víctima y un asesino de ETA, consecuencias que de hecho aparecen más adelante señaladas en la película. Para empezar, porque ese proceso de perdón debe comenzar por un reconocimiento del daño, lo que puede tener unas relevantes repercusiones a nivel social: el reconocimiento del daño puede ser el primer paso para el cese de la violencia.

Precisamente, entre los presos y la mediadora se produce un debate acerca de quién ha causado el daño y qué significa ser un victimario.

“Esto va a suponer un beneficio mucho mayor sobre vosotros (que una rebaja en la condena), pero como personas –les dice la mediadora–. Quien participe lo hace porque sabe que asumir su condición de victimario frente a la víctima puede sanar algo en él, y esperemos que sobre todo en la víctima, ¿de acuerdo?, porque nos vamos a centrar sobre todo en ellas, no queremos perjudicarles más”
“Oye, victimario qué cojones significa, ¿asesino? –le responde uno de los presos de ETA–. O sea, ¿voy a ser el asesino que va a ir ahí para que le griten en la cara por algo que yo no decidí? (…) Yo maté, vale, y me arrepiento cada noche de ello, pero maté a quien me dijeron, es que me parece absurdo tener que pedir perdón. (…) Es ETA la que tiene que pedir perdón. O sea, ¿de qué le va a servir que le pida perdón yo?”.
“No entiendo de qué va a servir a nadie tener encuentros individuales” –replica otro preso–.
“Algunos de los que estáis aquí habéis asumido los 850 asesinatos de la banda como propios (…) – continúa la mediadora–. Sería desde ahí, desde donde se enfocarían los encuentros (…). Pensad que además del perdón les podéis explicar muchísimas cosas. Poneos en su lugar. A estas personas nunca nadie les ha dado una explicación, ¿cómo creéis que viven con eso?”.

Por tanto, se establece que el proceso de perdón (en este caso, individual, en un principio), debe partir del reconocimiento del daño, y que tendrá como finalidad ayudar a los familiares de las víctimas a tratar de comprender mejor lo sucedido y, entendemos, realizar mejor el duelo por la pérdida. Y, efectivamente, cuando se producen esos encuentros, los presos terminan reconociendo el daño causado:

“Por qué has venido a verme” – le dice la viuda, Maixabel, a uno de los asesinos de su marido.
“Porque ahora me importa lo que sientes (…), que sepas que sé que lo que hice fue una monstruosidad”.

Sentado frente a la viuda, el asesino explica a la víctima, compungido, cómo tuvo lugar el asesinato: cómo desde la cúpula de la organización les proporcionaban un nombre y ellos asesinaban a esa persona sin ni siquiera investigarlo, a ciegas; le explica también cómo aceptaban lo que les ordenaban y se limitaban a ejecutar, con la única intención de hacer daño, sin una vinculación personal con la víctima. Aunque al contrario que en el juicio de Nuremberg, donde los victimarios se excusaban con ese “sólo recibíamos órdenes”, en este caso el asesino de ETA reconoce el daño causado, y precisamente da muestras de su sentimiento de culpabilidad por haber seguido órdenes sin cuestionárselas.

Pero, la viuda se indigna, por esa frialdad con que se llevaban a cabo las ejecuciones, por el hecho de que el asesino no sepa prácticamente nada de a quién mato, y lo primero que hace es explicarle quién fue su marido, cómo contribuyó a la sociedad, y la vida que llevaba. La viuda quiere que la memoria de su marido y su identidad sean recordadas, incluso para el asesino. Y cuando la viuda le relata las penalidades del duelo de una forma personal, en primera persona, el asesino, una vez que ha empatizado con la viuda a través del recuerdo de la memoria del muerto, contesta, afligido y afectado:
“Lo siento mucho (…) las víctimas pesan cada noche cuando te vas a la cama. Me levanto con ellas, y me acuesto con ellas cada día”. “Yo también – responde la viuda–. A mí me rompisteis”.

A pesar de su indignación inicial, el encuentro con el asesino tiene un efecto sanador en la viuda: “Es como decir que se acabó. Que puedo ser Maixabel otra vez” –explica–.

De alguna forma, ser capaz de ofrecer ese perdón al asesino, y ser capaz de comprender más sobre los detalles de la muerte de su ser querido, le permite a la viuda cerrar el duelo, y comenzar un nuevo capítulo en su vida. No olvidando, porque la memoria seguirá viva, pero sí mirando al pasado de otra forma, sin resentimiento.

En cualquier caso, no a todo el mundo le resulta tan “fácil” mirar al pasado como a ella.

A la hija del asesinado no le resulta nada fácil recordar: “La amá ha ido a ver al que mató al aitá –les dice a sus amigas mientras está de fiesta–. Yo no me atrevo a volver a casa” – confiesa, dando a entender que ella prefiere olvidar, que no quiere confrontar lo sucedido, que activar ese recuerdo es demasiado doloroso para ella. De todas formas, por mucho que ella no sea capaz de enfrentarse a esa situación, la hija sí entiende la importancia del perdón (y de la memoria que implica) por las consecuencias colectivas que implica:

“Mamá, yo no voy a ir (a los encuentros) pero te agradezco mucho que vayas tú. Estos (etarras) han sido los héroes, al ir al cole veíamos sus fotos en las paredes cuatro veces al día, y si estos héroes ahora no salen con un homenaje, sino arrepentidos, es cuando quizá les escuchen más a ellos que a nosotros. Me parece increíble que el hombre que más daño nos ha hecho ahora piense más parecido a mí que…”.

Es decir, la hija comprende que la concesión del perdón a los victimarios es importante, porque su arrepentimiento tiene consecuencias sociales: el hecho de que los asesinos se arrepientan puede influir en otras personas que aún son partidarios de la violencia, y hacer que la violencia cese. Es ahí donde creo que el perdón no es sólo un proceso individual, sino que, como la hija señala, tiene consecuencias sociales de gran calado.

Pero sucede que la memoria no está activa sólo en el lado de las víctimas. Maixabel no es la única que necesita recordar. Tras el encuentro de su compañero etarra con la viuda, otro de los presos de ETA que participaron en el asesinato siente la necesidad de revivir el crimen. En uno de sus permisos penitenciarios, el etarra acude a los lugares donde perpetró el atentado, y a través de la memoria y del recuerdo de lo que hizo, se va construyendo un inédito arrepentimiento que antes no estaba presente en él. La memoria sirve en su caso para llegar a reconocer las consecuencias de la violencia causada, y a partir de ahí ser capaz de pedir perdón.

La película termina escenificando un momento de comunión entre victimario y víctima. Al final, escenificando y encarnando de forma sorprendente el perdón y la manera en la que éste pasa por mantener viva la memoria de lo ocurrido, la viuda, Maixabel, y uno de los asesinos de su marido, visitan juntos el monumento en honor del asesinado. Allí, el etarra, en presencia de la viuda, deposita un ramo de rosas rojas y blancas delante del monumento. De esta forma, con esta acción conjunta, tanto la víctima como el victimario reconocen que están unidos, que están unidos para siempre por el recuerdo traumático de un hecho: víctima y victimario están unidos por la memoria. Pero en la memoria puede haber reconciliación.

3. “Madres paralelas”, Pedro Almodóvar, 2021

Una fotógrafa le hace una sesión de fotos para un semanal a un antropólogo forense. Al terminar la sesión, le pregunta por la excavación de una fosa de la Guerra Civil que ella está interesada en reabrir.

“En las afueras de mi pueblo hay una fosa con 10 cadáveres. Uno es el de mi bisabuelo. Cuando salió la Ley de Memoria Histórica, el juez que le corresponde a mi pueblo se inhibió, y desde entonces todo han sido negativas”.
“Ahora la situación está peor – le explica el antropólogo forense–. Han retirado todas las subvenciones. El presidente Rajoy se jactaba en una entrevista de que en los Presupuestos del estado dedicaba 0 euros a la Memoria Histórica. Es inaudito”.

Ante esta desatención e indiferencia del gobierno del Partido Popular a la Memoria Histórica, la fotógrafa pide la ayuda particular del antropólogo: los descendientes de las mismas se encargarán por su cuenta de desenterrar las fosas que el PP mantiene en el olvido. Aquí el director, Pedro Almodóvar, se mete por primera vez en su carrera de lleno en el lodazal político español, y pone sobre la mesa el desprecio con el que el PP trata a la memoria histórica. La forma en la que esta crítica de Almodóvar se materializa en la película es a través de la preocupación de este pueblo por una fosa común que el gobierno no quiere reabrir, y con el empeño de esta pequeña comunidad en desenterrar a los asesinados y darles digna sepultura.

Una asociación de memoria histórica del pueblo de la fotógrafa tiene un dossier de la fosa, saben exactamente dónde está, y por eso en el pueblo nunca se ha tocado esa zona ni se ha construido sobre ella. En el pueblo están tan seguros del lugar donde está la fosa porque a una de las víctimas que enterraron los falangistas lo dieron por muerto, pero sólo estaba malherido. De noche, este hombre salió de la fosa, regresó al pueblo y, antes de echarse al monte, les dijo dónde estaban los cuerpos y quiénes estaban enterrados. Por eso, en la actualidad, la fotógrafa es capaz de enumerar los nombres de todas las víctimas de los golpistas de derechas, de los falangistas. De hecho, al propio bisabuelo de la fotógrafa se lo llevaron recién declarada la Guerra Civil, la primera semana, por lo que la motivación de esta fotógrafa es personal, en primera persona. Tras contactar con el antropólogo forense, la asociación del pueblo le pide un presupuesto, para contratarlo a nivel particular, y así hacer la excavación de la fosa. Por su parte, el antropólogo, a través de una fundación para la memoria histórica a la que pertenece, consigue que el proyecto se ponga en marcha.

Pero, de nuevo, como sucedía en “Conferencia” y en “Maixabel”, no todas las personas del entorno de esta fotógrafa comparten el interés por la memoria histórica. Y, en este caso también, es una persona más joven la que no entiende para qué tanto lío. La fotógrafa, mantiene una relación de pareja con una chica joven, Ana, una chica de familia adinerada y acomodada, que no entiende por qué tanto ajetreo con una fosa de víctimas de los falangistas:

— “Estás obsesionada con la fosa (…)” – le dice su novia a la fotógrafa.
— “¿Cómo?” – responde ella, anonadada.
— “Que hay que mirar al futuro. Lo otro sólo sirve para abrir viejas heridas”.
— “¿Quién te ha dicho eso, tu padre?”.
— “Sí”.
— “¿Y tú piensas lo mismo?”.
— “No sé, nunca he pensado en esas cosas”.
— “Pues ya es hora de que te enteres en qué país vives” – le espeta la fotógrafa.
— “No me gusta que me hables así”.
— “Parece que en tu familia nadie te ha explicado la verdad sobre nuestro país. Hay más de cien mil desaparecidos enterrados por ahí en cunetas, y cerca de cementerios. A sus nietos y biznietos les gustaría poder desenterrar los restos de sus familiares, para poder darles una sepultura digna, porque se lo prometieron a sus madres y a sus abuelas. Y hasta que no lo hagamos, no habrá terminado la Guerra. Tú eres demasiado joven, pero ya es hora de que sepas dónde estaba tu padre y la familia de tu padre durante esa guerra. Te hará bien saberlo. Para poder decidir dónde quieres estar tú”.

Este diálogo entre los dos personajes es en realidad el diálogo, o mejor dicho, el encarnizado debate, entre las dos Españas, que aún siguen divididas: la España de la memoria y la España del olvido. La España de izquierdas, que saca adelante leyes para que las víctimas del franquismo recuperen su humanidad y puedan ser enterradas de forma digna; y la España de derechas, para quien todo eso es un gasto inútil de dinero y sólo es una forma de “reabrir heridas y no mirar al futuro”. Negándose así a reconocer cómo se perpetúa el daño del pasado en el presente, al no permitir a las familias de las víctimas del franquismo llorar a sus muertos en un cementerio, en lugar de estar enterrados hacinados en fosas comunes como perros. Almodóvar escenifica en el debate entre estas dos mujeres las posturas de los dos polos sociales de nuestro país: de quienes entienden la importancia personal y colectiva de la memoria, y de aquellos que, de forma interesada o por pura ignorancia y falta de educación (“ya es hora de que te enteres en qué país vives”), muestran nula empatía hacia las víctimas y no quieren entender la importancia cultural y social de la memoria histórica.

Finalmente, la apertura de la fosa se lleva a cabo, y se encuentran los restos de las víctimas de los falangistas. Además, los antropólogos toman muestras genéticas de los descendientes de las víctimas para identificar los restos de los desaparecidos, vinculando de esa forma a los descendientes con sus antepasados, e identificando a los muertos. Así, Brígida, una de las hijas de los asesinados que aún sigue viva, consigue lograr lo que tanto tiempo lleva esperando: encontrar los restos de su padre, para poder enterrarlo junto a su madre en una sepultura digna, y finalmente ser enterrada ella misma con sus progenitores cuando muera.

Lo interesante de explicar las consecuencias de la memoria histórica en nuestra vida a través del cine es que nos permite empatizar con los personajes. Quizá en nuestro día a día nos parezca innecesario, fútil, arbitrario, superfluo, inútil, en suma, una tontería, invertir miles de millones de euros en reabrir fosas comunes de hace más de 80 años. Pero cuando, a través de la interpretación de los actores, somos capaces de conectar con las motivaciones y con las emociones de los descendientes de las víctimas, entonces somos capaces de entender, a nivel emocional, la importancia que este hecho tiene en sus vidas. Aquí la emoción que quizá no logramos activar a través de un noticiario, sí se consigue con la narración del cine, por su potencial emotivo. De esta forma, Almodóvar aprovecha el impacto cognitivo de las emociones, para transmitirnos información que de otra forma quizá no habríamos procesado. Mediante las emociones de los actores Almodóvar nos enseña, en caso de que no hayamos querido enterarnos, que, para los descendientes de las víctimas, la memoria histórica, materializada en esa fosa que se reabre y se desentierra, es importante para realizar el duelo, para realizar un cierre con el pasado; pero también es importante para su identidad como pueblo, para su dignidad, y para mantener el vínculo con sus antepasados. De ahí la importancia de este cine que teoriza sobre la memoria histórica: nos permite dar razones, de forma encarnada, de forma vivencial, de forma emotiva, de por qué son tan importantes estos procesos de conciencia histórica. Son importantes tanto a nivel personal, para que las víctimas puedan realizar el duelo, como a nivel social y colectivo. Como ejemplifica la novia de la fotógrafa, hay una gran laguna educativa en las generaciones más jóvenes respecto a lo que supuso la Guerra Civil española, respecto a quién la inició, quiénes murieron, y qué pasó después. Sin duda, la falta de educación en estas materias interesa a quienes no quieren que esos errores del pasado se les recuerden. Pero es crucial si queremos evitar que el daño del pasado vuelva a repetirse, y que la dignidad de las víctimas sea restaurada.

Por qué mirar el dolor ajeno

Como el “Angelus Novus” de Paul Klee, en la lectura que de él hace Walter Benjamin, la memoria nos obliga volver el rostro hacia el pasado, a veces mirándolo con horror. Quisiéramos, como intenta hacer el Ángel de la Historia de Walter Benjamin: “detenerse, despertar a los muertos y recomponer los fragmentos”. Pero a veces no podemos. Nos cuesta detenernos y recomponer esos fragmentos de las ruinas en las que el horror ha sumido nuestro pasado histórico, en ocasiones porque el “viento de la historia” nos arrastra con fuerza hacia el futuro. Especialmente en la sociedad de la información, donde un torrente de noticias, que son la materialización de ese viento de la historia, nos arrastra en una vorágine ininterrumpida de catástrofes, siempre nuevas, insufriblemente dolorosas pero obsolescentes, inmediatamente desechadas y reemplazadas por nuevas catástrofes, impidiéndonos mirar con detenimiento el pasado.

La memoria nos obliga a enfrentarnos a nuestro dolor, y también al dolor ajeno, lo que en primer lugar nos llevaría a la urgente cuestión de cómo mirar ese dolor de forma adecuada. Por su rapidez, por la rapidez con que la información es reemplazada por nueva información, la televisión y la prensa nos impiden tomarnos tiempos reflexivos para mirar hacia el daño del pasado, y quizá no sean el formato más adecuado para observar el dolor ajeno. Fue famosa la crítica que Susan Sontag hizo a los medios de comunicación en los años 70, y después, poco antes de su muerte, en los 2000’s, y ha calado su afirmación de que, quizás en ese bombardeo constante de imágenes de sufrimiento, los noticiarios nos insensibilizan ante el dolor.

Como sabemos, Susan Sontag (2003) explica que los avances tecnológicos han hecho que estemos más informados y que tengamos conocimiento, en directo, de los conflictos y violencias que se producen en el mundo, pero eso no significa que el hecho de visualizar esas masacres nos haya vuelto más sensibles al daño, o que haya servido para educar nuestra memoria. Al contrario. La espectacularización de la violencia quizá no ha servido para sensibilizarnos ante el dolor de los demás. La violencia se aleja y sublima en su representación espectacular, y la sucesión de catástrofes en los medios de comunicación, sin que tengamos una adecuada educación sobre cómo procesar emocional y éticamente las mismas, hace que nos volvamos insensibles y ciegos al dolor ajeno, porque lo hemos normalizado. Sontag es muy crítica con la forma de abordar el dolor en los noticiarios, pues en su opinión no buscan sensibilizar, sino simplemente conmocionar para incentivarnos a consumir nuevas noticias.

Sin embargo, de todo ello no deberíamos extraer la conclusión de que el dolor no debería ser mostrado. El dolor debe ser mostrado, lo decisivo es el cómo.

Para empezar, el dolor no debe ser aplanado en una representación espectacular que convierta el sufrimiento ajeno en un objeto de consumo. El dolor debe ser mostrado manteniendo la dignidad de las víctimas y de una forma empática, que nos permita profundizar en las consecuencias éticas de ese daño, no de una forma espectacular y frívola. El dolor necesita ser mostrado, porque necesitamos conocer el dolor ajeno para empatizar con él, pero primero necesitamos estrategias educativas que nos ayuden a procesar la experiencia del daño ajena, y que nos ayuden a construir la memoria, tanto la memoria del presente, ayudándonos a procesar emocionalmente esa violencia que consumimos en los medios de comunicación, como la memoria del pasado, ayudándonos a recordar violencias pasadas que tienen repercusiones en el hoy, y que han quedado sepultadas por un aluvión incesante de noticias.

Esa labor educativa la puede desarrollar el cine. En primer lugar, el cine, por su duración, por la temporalidad con que se dosifica la información, por la forma en que permite profundizar en un hecho concreto, en las experiencias y emociones que genera, nos permite tomarnos un tiempo de reflexión sobre un hecho concreto, nos permite desarrollar una evaluación crítica y reflexiva del mismo. Quizá el problema de las noticias es que por su rapidez y su constante ansia de novedad impiden el desarrollo de tiempos reflexivos. Y, en segundo lugar, como decimos, el cine, al ofrecer una representación encarnada del daño, al permitirnos identificarnos emotivamente con las experiencias de los personajes, nos permite desarrollar una relación emocional con esa vivencia del daño, crucial para generar lo que Benjamin denomina como “experiencia” (1991), y crucial para generar memoria. Puesto que sin un anclaje emocional en la experiencia propia no hay posibilidad de memoria. Es por eso que Sontag (2003) defiende la obra de Goya y de Dostoievski cuando ellos hablan del daño: la forma en que Goya y Dostoievski nos sitúan ante el horror lleva consigo una evaluación emocional y ética del mismo, y nos permite empatizar de forma reflexiva con las consecuencias psicológicas y experienciales de ese dolor. Esa sacudida que provocan las obras de Goya es distinta de la conmoción superficial que las noticias provocan en el espectador. Goya pinta el horror, nos dice Sontag, alejado de cualquier frivolidad espectacular. Además, la forma en la que la pintura de Goya conlleva una evaluación emocional profunda del horror permite al espectador generar experiencia a partir de la misma y afianzar sus posturas éticas. Quizá el cine tenga ese mismo poder ético y reflexivo que la pintura y la literatura, y del que a menudo, por su rapidez y superficialidad, carecen los noticiarios, quienes consiguen conmocionar, pero no forjar sensibilidades.

Lo decisivo de la pintura, de la literatura y, también, del cine, es que operan a partir de narraciones. Y los seres humanos, por la forma narrativa que tenemos de construir nuestra identidad y de procesar el mundo, necesitamos narraciones para entender lo que nos rodea [2]. No nos bastan los datos, la información: necesitamos elaborar los datos en una narración con una dimensión emocional. Por eso el cine llega ahí donde los medios de comunicación e información no llegan.

Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las narraciones pueden hacernos comprender. (Sontag, 2003, p. 104)

La clave está en los tiempos de reflexión, con el agravio comparativo de que las narraciones permiten tiempos de reflexión largos y las imágenes de los noticiarios apenas nos permiten tiempo de reflexión:

Una narración parece con toda probabilidad más eficaz que una imagen. En parte tiene que ver con el periodo de tiempo en el que se está obligado a ver, a sentir. (Sontag, 2003, p. 142).

Por su duración y su dimensión emocional, el cine tiene una cualidad reflexiva y educativa. Sirvan como ejemplo de la cualidad educativa del cine películas como “La lista de Schindler” o “El pianista”.

Pero, a pesar de estos argumentos, no es cierto que sea un lugar común la afirmación de que es necesario enfrentarse al daño ajeno a través de la memoria, ni que es necesario ese cine que nos ayuda a procesar la memoria histórica. Es decir: no hay consenso social en este aspecto. La prueba está en los escépticos hacia la memoria histórica, en general, sea en el plano real o cinematográfico, representados en las voces de los personajes de ficción que abogan por colocar la amnesia allí donde otros pretenden construir la memoria. Hay partidarios de la “desmemoria”. Nos hacen falta, pues, argumentos que defiendan por qué es necesaria la memoria. Y esos argumentos son precisamente los que esgrimen los protagonistas de las películas analizadas.

La banalidad del olvido

Recordar es una acción ética, tiene un valor ético en y por sí mismo. La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos. Así, la creencia de que la memoria es una acción ética yace en lo más profundo de nuestra naturaleza humana. (Sontag, 2003, p. 134)

Lo interesante de estas películas analizadas es que, tras abrir de forma descarnada el debate sobre si la memoria es necesaria o no, hacen una defensa encarnada de por qué sí es necesaria la memoria. Al colocarnos ante el dolor de los demás, estas películas nos ayudan a empatizar con la necesidad del duelo, y al permitirnos atestiguar la defensa que los personajes dañados hacen sobre esa necesidad de reparar el daño mediante la memoria (enfrentándose a esos otros personajes que abogan por el olvido), nos invita a tomar una clara postura ética: que la memoria es necesaria para el duelo.

En primer lugar, los personajes de estas películas nos hablan del poder transformador de la memoria en tanto que duelo. Sin el duelo, no somos capaces de procesar la pérdida y transformar nuestro dolor en aceptación. Judith Butler nos explica ese poder transformador del duelo:

Tal vez un duelo se elabora cuando se acepta que vamos a cambiar a causa de la pérdida sufrida, probablemente para siempre. Quizás el duelo tenga que ver con aceptar sufrir un cambio (…) Sabemos que hay una pérdida, pero también hay un efecto de transformación de la pérdida. (2006, p. 47)

Pero, en segundo lugar, los personajes de estas películas defienden, de una forma bastante clara, que la memoria no es algo individual, sino que el duelo es algo que concierne a la comunidad. Es más, sirve para crear comunidad. Sería otra forma de aplicar el lema del feminismo de la segundo ola de “lo personal es político”. Aquí también lo personal es político: el duelo personal tiene implicaciones en la comunidad. Tal como defiende Judith Butler:

Nuestra vulnerabilidad a la pérdida y al trabajo del duelo que le sigue (encuentra) en estas condiciones las bases para una comunidad (...) La pérdida nos reúne a todos en un tenue ‘nosotros’. (2006, p. 45-46)

Los personajes de estas películas nos explican que en esa transformación del duelo en otra cosa, descubren que su vulnerabilidad los une a otros seres humanos, quienes también son vulnerables, pues también pueden experimentar el dolor. Así, en lo que se transforma el daño mediante el duelo es, sorprendentemente, en comunidad.

Algo acerca de lo que somos se nos revela, algo que dibuja los lazos que nos ligan a otro, que nos enseña que estos lazos constituyen lo que somos, los lazos o nudos que nos componen. (Butler, 2006, p. 48)

Por eso estos personajes insisten constantemente en estas películas que el duelo ha de ser algo público, no privado. El duelo es algo público porque atañe a toda la comunidad. Cuando se inflige daño a un sujeto, en primer lugar, se está vulnerando a toda la comunidad, por los lazos que lo unen a ella. Y, en segundo lugar, al infligir daño a un sujeto, se revela la factible vulnerabilidad de todos los demás: aunque no hayan sufrido el daño, ese daño habla de aquellas heridas que podrían llegar a sufrir si no se evita esa situación de violencia que causó el daño.

“Mucha gente piensa que un duelo es algo privado, que nos devuelve a una situación solitaria y que, en este sentido, despolitiza. Pero creo que el duelo permite elaborar en forma compleja el sentido de una comunidad política, comenzando por poner en primer plano los lazos que cualquier teoría sobre nuestra dependencia fundamental y nuestra responsabilidad ética necesita pensar” (Butler, 2006: 48-49).

En definitiva, estas películas nos hablan de la necesidad de hacer un duelo público para desvelar la forma en la que el daño desvela los lazos que nos atan a la comunidad, incidiendo en la necesidad de crear una memoria colectiva. La memoria es necesaria para reforzar los lazos éticos de una comunidad.

Conclusiones

Resulta llamativo que estas películas, en lugar de dar por sentado que la memoria histórica es necesaria, como haría “La lista de Schindler” o “El Pianista”, plantean la duda de si es pertinente o, por el contrario, podemos llegar a pensar que evocar la memoria del daño es una mala estrategia moral o psicológica. Le dan la libertad al espectador de plantearse si la memoria histórica es necesaria, en lugar de forzarle a aceptar que lo es. Y, después, dan razones para argumentar que sí es necesaria, pero el hecho de plantear ambas posturas del debate antes de llegar a esa conclusión, hace que la conclusión no sea impuesta, sino fruto de un diálogo. Lo cual es la base de la democracia. Estas películas suponen un ejercicio dialógico, y por lo tanto democrático, sobre la memoria histórica. La memoria es defendida, pero dejando manifiesta la necesidad de argumentar y justificar por qué es defendible, sin dar por sentado que también otros razonamientos son posibles, e incluso entendibles. Puesto que el ejercicio de empatía en el que estas películas nos sitúan cuando nos identificamos con los personajes que también querrían olvidar (la hija de Galya, la hija de Maixabel), nos obliga a comprender lo complejo de este debate, los matices de ambas posturas, y las motivaciones psicológicas de quienes apuestan por estrategias contrarias a la memoria. Empatizar con quien piensa diferente es otra forma de enriquecer también la arena democrática.

Por tanto, lo relevante de estas películas analizadas es que no sólo nos permiten realizar este necesario trabajo emocional y experiencial sobre el duelo ajeno, sino que nos permiten tomar una postura crítica sobre la necesidad ética de mantener viva la memoria. No sólo nos permiten hacer un trabajo de memoria, sino que nos permiten dar razones de por qué esa memoria es necesaria.

Ya sabemos que el cine puede servir como un ejercicio de memoria histórica. Lo interesante de este nuevo cine es que nos obliga a replantearnos el por qué o el para qué. ¿Para qué necesitamos que el cine sirva como memoria histórica? Este cine no da la respuesta por sentada, sino que nos obliga a ser capaces de razonar el por qué. Pero la respuesta que nos plantean estos autores es clara: necesitamos que el cine sirva como ejercicio de memoria histórica para ayudarnos a procesar la experiencia del daño y realizar el duelo.

En definitiva, nos ayuda a defender la necesidad de crear un cine que nos ayude a atravesar el daño, realizar el duelo, construir experiencia y, más aún, que permita que la memoria siga viva, para que el horror del pasado no vuelva a repetirse.

Referencias

Benjamin, W. (1989). Discursos interrumpidos I. Taurus.

Benjamin, W. (1991). El narrador. Taurus.

Benjamin, W. (1992). Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Taurus.

Broncano, F. (2013). Sujetos en la niebla. Narrativas sobre la identidad. Barcelona.

Butler, J. (2006). Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Paidós.

Butler, J. (2009a). Frames of War. Verso.

Butler, J. (2009b). Dar cuenta de sí mismo. Amorrortu.

Cavarero, A. (2000). Relating narratives. Routledge.

Coetzee, J. M. y Kurtz, A. (2015). El buen relato. Conversaciones sobre la verdad, la ficción y la terapia psicoanalítica. Penguin Random House.

Sontag, S. (2003). Ante el dolor de los demás. Alfaguara.

Velleman, D. (2003). The Narrative Explanation, The Philosophical Review, (112), 1-25.

Velleman, D. (2006). Self to Self. Cambridge University.



NOTAS

[1Aunque sí hay una acotación temporal del rango de películas elegidas, para señalar la actualidad del problema, no hay una acotación geográfica. Esto se debe a que se parte de la creencia de que el tema abordado, es decir, la necesidad o no de realizar el duelo de la experiencia traumática a través de la memoria, es una necesidad psicológica que transciende nacionalidades y culturas, y es una preocupación fundamental humana que afecta a todos los sujetos independientemente de su origen. Esto, a su vez, sería objeto de una investigación científica detallada, para determinar si verdaderamente la necesidad de realizar el duelo es intrínseca al ser humano. Pensemos, por ejemplo, que se considera que la especie humana como tal comienza en las fechas en las que se empiezan a realizar los primeros enterramientos, es decir, que la necesidad de hacer el duelo y la propia especie humana aparecen a la vez. Pero ello excede evidentemente los propósitos de este artículo y esta revista. Baste con decir que aquí se parte de la “intuición” de que el duelo es una experiencia humana transcultural.

[2Para investigar más acerca de por qué los seres humanos construimos la identidad y la experiencia como una narración y a partir de narraciones, se pueden consultar la obra de Coetzee y Arabella Kurtz, El buen relato; la obra de Adriana Cavarero, Relating narratives; el texto del filósofo David Velleman Self to Self ( concretamente el capítulo Self as narrator) y la mayoría de publicaciones de los miembros del Proyecto I+D del Ministerio de Ciencia e Innovación: Agencia, Madrid Normatividad e Identidad. La Presencia del Sujeto en la Acción, especialmente la obra del IP, Fernando Broncano.