[1] “Somos lo que somos por el clima No es tarea sencilla tratar de separar, con la precisión de un fino bisturí, la vida de la obra de cualquier artista. En el caso de Bigas Luna, resulta no sólo una empresa imposible, sino además inconveniente, pues no puede entenderse una cosa sin la otra. Sus vivencias, sus ideas, sus querencias y aversiones salpicaron toda su producción plástica y cinematográfica. Provocador natural, bon vivant, amante de la buena mesa y de las verdades orgánicas de la vida, presumía de dormirse en el cine (de placer con las buenas películas, de aburrimiento con las malas) y de odiar los falsos intelectualismos. Bigas Luna fue, además, un personaje paradójico, con una doble personalidad creativa que, a veces, presentaba su lado más Bigas y, en otras, era simplemente Luna: Como Bigas, soy una persona muy fría, obsesiva, torturada, especial, con mucha fuerza, con mucha arrogancia. Bigas es un personaje un poco odioso. Y creo que es la parte mía que más me interesa. (…). Como Luna soy una persona pasional, abierta, muy humana, entrañable… Pero esto le pasa a todo el mundo. Lo que ocurre es que yo (…), yo lo fomento mucho. Nunca he luchado contra mis contradicciones. Al contrario, las he fomentado siempre. (Luna en Anónimo, 1991, p. 28) En el filme documental Bigas X Bigas (Bigas Luna, 2016), el cineasta confesaba que su vida entera había girado en torno a las ideas de erotismo, gastronomía y espiritualidad: “Estos tres conceptos son el triángulo total de mi vida”. Es probable que, de estos tres vértices, el que resulte a priori más difícil de identificar con la obra del cineasta catalán sea su lado más espiritual. En general, su cine se ha asociado con valores más terrenales, con las bajas pasiones, con la más pura y descarnada sensualidad. Siempre se le consideró, desde los inicios de su carrera, como “un creador especialmente dotado para alumbrar imágenes cargadas de un insólito y bello erotismo que, además, todo hay que decirlo, entendía de una forma muy particular y reconocible” (Pavés, 2017b, p. 278). Sin embargo, en alguna ocasión, el cineasta catalán manifestó cierto pesar por haber sido encasillado en tan estrechos límites: Hay otros mundos que tienen una importancia brutal que yo podría explicar. Soy mucho más que eso. El sexo no es nada más ni nada menos que una parte de la vitalidad: pero no olvides nunca que existe el espíritu, y éste es infinito, no mortal, como el deseo y la carne. (Pisano, 2001, p. 160) La clave para entenderlo es que para Bigas estos tres conceptos nunca estuvieron claramente separados, no funcionaban como compartimentos estancos. Se consideraba un “biófilo”, un amante de la vida. Reproducirse, subsistir, trascender formaban parte, en su opinión, de la propia experiencia humana, de un todo indisoluble. Para él, el erotismo y la gastronomía eran productos de la imaginación. Así, mientras los animales copulan y se alimentan, el ser humano ha sublimado estas funciones básicas con el objetivo de traspasar los límites de la experiencia posible. Se entiende mejor que la máxima aspiración artística de Bigas fuese la de generar vida: la cosa que más me interesa como primera lectura es que mis películas generen ganas de vivir, ganas de comer, de hacer el amor, de viajar. He creado una hora y media para que le genere esto a la gente: vida. (Cavero, 1994, p. 87) Para conseguir este objetivo le gustaba trastear con los símbolos. Eran su materia prima. “Todo absolutamente todo”, afirmaba: “está basado en el símbolo” (Deubi, 1986, p. 32). En sus filmes nada es gratuito, cada plano, cada momento es significante. Solía contar Bigas Luna que, mucho antes de comenzar a pergeñar el argumento de sus películas, necesitaba encontrar esa imagen pregnante que desencadenase toda su torrencial creatividad. Sin ella, no había historia posible: “Mis películas siempre surgen de algo que me ha fascinado, y que me apetece explicar para fascinar a los demás. Casi siempre es una imagen” (Weinrichter, 1992, p.81). A veces estos tropos visuales estaban encarnados por objetos simples, de apariencia cotidiana, casi anodina –el álbum de recortes del protagonista de Bilbao (Bigas Luna, 1978) o los coches tuneados de Yo soy la Juani (Bigas Luna, 2006)–, por un animal –los perros en Caniche (Bigas Luna, 1979), el toro en Jamón, jamón (Bigas Luna, 1992) o las anguilas y el cabrito en Bámbola (Bigas Luna, 1996)–, o por una parte concreta del cuerpo humano –el pecho turgente de Estrellita en La teta y la Luna (Bigas Luna, 1994) o los ojos en Angustia (Bigas Luna, 1987)–. “Los símbolos personales son una necesidad”, sostenía el realizador: “y muchas veces definen mejor a la gente y a las situaciones que el puro realismo ‘periodístico’ o documental” (Aganzo, 1994, p. 12). Por eso fue tan proclive a utilizar toda clase de metáforas (especialmente las alimentarias o faunísticas) para definir a sus personajes o para resumir con un símbolo la idea que se ocultaba detrás de sus relatos. No obstante, Bigas Luna no fue un simple esteta. Siempre tuvo claro que estas imágenes eran un punto de partida, el vehículo necesario para abordar aquellos temas que le obsesionaba. Para el cineasta, la trama no debía perderse en un laberinto de signos más o menos elocuentes, su presencia en la narración debía estar plenamente justificada. De este modo, poco a poco, Bigas Luna fue configurando un universo creativo personal, una filmografía rica en matices y niveles de lectura, que lo convirtió en una de las figuras más carismáticas, originales y brillantes de la reciente historia del cine español. Ibérico de pata negra Es de sobra conocida la relación que Bigas estableció en su cine entre erotismo y gastronomía. Las estrechas vinculaciones que existen entre mesa y cama fue una obsesión que le persiguió durante toda su vida y que marcó indeleblemente toda su filmografía. Menos conocido ha sido el discurso que mantuvo, al menos durante una parte importante de su carrera, y en el que encontró vínculos soterrados entre identidad –tanto en su dimensión individual como en la como colectiva- y gastronomía. Como era habitual en él, este planteamiento partía de una experiencia personal. Bigas Luna entendía que, los cimientos de su construcción como individuo, se encontraban en la especial relación que, desde la infancia, había mantenido con la comida: En mi familia, como en todas las familias mediterráneas, siempre hubo un culto especial a la comida. Mi madre, por desgracia, cocinaba fatal. Era una mujer encantadora, muy aficionada al teatro, pero no sabía guisar. Recuerdo que cuando llegaba a casa, siendo yo un niño, nos daba de cenar arroz blanco con un huevo frito. El placer por la comida lo descubrí con mi tía Fina durante los veranos de mi infancia en Malgrat de Mar. En la playa, mi madre y mi tía me colocaban bajo un toldo, me vestían con una camiseta para no me quemara, me bañaban con botellas de agua dulce, me secaban, me volvían a poner la camiseta y luego me daban de comer un pescadito que sacaban de una fiambrera de aluminio. Cuando nos marchábamos, me llevaban a dormir la siesta a casa de mis tías. Creo que ha sido el máximo placer de mi vida: el mar, el pescadito, la siesta… Mi relación con la comida ha sido muy sensual. No me gustan los excesos. (Soler, 2002, p. 25) Dotado de un insaciable apetito, Bigas Luna se convirtió en un niño obsesionado por aquello que más le gustaba: comer. Algo que también, muy pronto y de un modo inconsciente, se vinculó con sus primeras experiencias cinematográficas como espectador: El bocadillo amorosamente preparado lo devoraba de camino al cole; durante el recreo, comía sin piedad los bocadillos de mis amigos, mientras ellos jugaban al baloncesto. La peseta para el TBO [2] la invertí en garbanzos cocidos. Más de una vez me comí toda la cena que estaba preparada para un grupo de invitados. Parar a aquel monstruo de diez años frente a algo comestible era prácticamente imposible. Recuerdo que cuando mi madre comentaba orgullosa las cualidades de su pequeño mamífero, explicaba, como anécdota, que el único lugar donde mi atención frente a la comida se dispersaba era en el cine. Concretamente, en el “Breton” y el “Spring”, que eran los de mi barrio de Sarriá, por lo visto, para que comiera el bocadillo que llevaba para la merienda, Simona (una maravillosa andaluza de unos cien kilos de peso y con un entrañable ojo blanco debido a una enfermedad) tenía que moverme la cabeza hacia el bocadillo, para lograr así desviar mi atención de la pantalla. Mi madre comentaba esto como un auténtico milagro, e imagino que inconscientemente debía de pensar que llevarme al cine podría ser una forma de civilizar a aquel pequeño animalito, ya que respondía positivamente al impacto visual de una pantalla cinematográfica. (Pisano, 2001, pp. 43-44) Muchos años más tarde, cuando decidió iniciar desarrollar su carrera profesional en la industria cinematográfica, esta obsesión alimentaria va a determinar un parte sustancial de sus películas. Bigas comenzó a hilar sus argumentos y a delinear a sus personajes a partir de relaciones de naturaleza culinaria. De modo que, en sus películas, es habitual que la acción transcurra en escenarios relacionados con la gastronomía: cocinas y comedores cuando se trata de viviendas; colmados, almacenes de jamones, restaurantes de todo tipo y condición, cafeterías, trattorias, locales de comida rápida, chiringuitos de playa, bares de tapas, establecimientos de carretera, banquetes de bodas o recintos improvisados para fiestas populares, cuando se trata de espacios públicos. Pero también es frecuente que, sus criaturas de ficción, diriman sus conflictos, deseos e intereses alrededor una buena mesa. A veces la degustación de las ricas viandas es tan sólo una excusa para obtener información –es lo que pretende así el detective Carvalho en Tatuaje (Bigas Luna, 1976) al invitar a cenar a su casa a un par de prostitutas–, en otras, es una ocasión para formular reproches –como cuando Manuel amonesta a su hijo por su pusilanimidad en Jamón, jamón–, expresar perversas pasiones ocultas —como la que existe entre María y Leo en Bilbao–, trabar contactos en el mundo del espectáculo –como sucede en Didi Hollywood (Bigas Luna, 2010)— o, simplemente, para dejarse llevar por el deseo que despierta el paladeo de un plato refinado —como sucede con los deliciosos hortelanos ahogados en coñac que degustan los invitados de la Duquesa de Alba en Volaverunt (Bigas Luna, 1999)—. En cualquier caso, desde un punto de vista narrativo, todos estos escenarios no son lugares asépticos, sino que desempeñan un papel determinante en la acción. Por otro lado, también hay que señalar como uno de los rasgos característicos del cine de Bigas, su insistencia en asociar simbólicamente ciertas sustancias comestibles con algunos de sus más destacados protagonistas: el jamón con Silvia, el ajo con Raúl, el melocotón con Lola, la ciruela con Claudia, los huevos y el chorizo con Benito, la paella con Claudia, la leche con Estrellita, la coliflor con Maurice, la mortadela con Bámbola y la naranja con Martina. Obviamente, todos estos alimentos actúan como atributos que singularizan y caracterizan a los personajes en un plano individual, pero su asignación no fue ni causal, ni caprichosa. Para Bigas, sus hombres y mujeres se convierten en una suerte de personificación de los valores, virtudes y contradicciones de la cultura mediterránea. Pero no siempre fue así. En la primera etapa de su carrera, el realizador estuvo más preocupado por otras cuestiones. Desde luego, también en esas obras iniciales las metáforas alimentarias estaban ya presentes –algunas muy potentes y con una clara voluntad de provocación–, casi siempre maridando una concepción sórdida y salvaje del sexo con los placeres del arte culinario. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de esta época la encontramos en su segundo filme, Bilbao (1978) donde Bigas Luna, recurriendo a una anástrofe visual, construye por medio de su protagonista uno de sus habituales bodegones de raíces surrealistas, introduciendo una salchicha en la boca húmeda de un pescado recién comprado en el mercado: Me interesa [mucho esta imagen], porque, aparte de que me gusta estéticamente, es un poco un coito entre el mundo animal, comestible, con lo comestible elaborado tecnológicamente, además del significado que pueda tener el pez y el que tiene, desde el punto de vista lúdico, una salchicha. (Miñarro Albero, 1978, p. 20) Bigas comenzó a mostrar cierto interés por las relaciones que él encontraba entre la comida y la idiosincrasia nacional con su película Lola (Bigas Luna, 1986). Sin embargo, será a partir de lo que él denomina su trilogía roja –compuesta por los filmes Jamón, jamón, Huevos de oro, y La teta y la luna–, que el cineasta convierte ya la cultura gastronómica ibérica en el eje de un discurso con clara vocación identitaria. Convencido de que “el estudio de los símbolos de una cultura es la mejor forma de descubrir su realidad, entender su pasado y poder especular sobre su futuro” (Bigas Luna, 2011), se preocupa por determinar cuáles son los iconos distintivos de nuestro país y en establecer lo que él denomina, con su característico ingenio, el “genoma ibérico”. Y en este proceso, más intuitivo que reflexivo, el cineasta descubre que, buena parte de la esencia española, se oculta entre sus pucheros: “Somos fruto de aquello que comemos. Y nosotros, los españoles, somos fruto de nuestro jamón, de la tortilla de patatas, de la paella, del cochinillo y del tocino de cielo” (Rafat, 1992, p. 130). La idea de que el arte culinario de un pueblo forma parte esencial de su proceso de construcción identitaria no es nueva. En La cocina de Carvalho (1989), el novelista Manuel Vázquez Montalbán planteaba que la gastronomía debía ser entendida como una metáfora de la cultura. Sostenía que el acto de comer se transformaba en una exquisita operación cultural, cuando el ser humano transformaba los productos cazados o cultivados, aromatizándolos con especias y cocinándolos a fuego lento en una olla. Detrás de los usos y costumbres alimentarias de cualquier grupo humano es posible distinguir, entre otras muchas cosas, sus formas de organización social, el modo que tiene de relacionarse con su entorno físico y de aprovechar sus recursos, sus maneras de estructurarse en función de la edad y el sexo. Como bien señalan Graciela Torres, Liliana Madrid y Mirta Santoni (2004), todas estas circunstancias hacen del alimento, una forma de expresión en las diferentes culturas del mundo. Es por ello que se trata de un sistema simbólico ya que traduce hechos materiales como la comida, la elección de determinados alimentos y ciertas formas de preparación y distribución en significaciones que permiten la adscripción social y regulan las interrelaciones al interior de la sociedad. (p. 60) Alimentarse, por tanto, no sólo supone ingerir una serie de nutrientes para garantizar nuestra propia subsistencia. Sentarse alrededor de una mesa es un acto esencialmente social y, como tal, todas las actividades materiales y simbólicas que lo envuelven (selección de alimentos, modos de cocinar y servir, el acto en sí de compartir los alimentos, o la existencia de tabúes y reglas alimentarias, etc.) están cargadas de significados. (Gutiérrez de Armas, 2017, p. 534) De alguna manera, constituyen expresiones materiales a través las cuales los individuos de una comunidad determinada manifiestan sus identidades. Asó contaba Bigas Luna que había habido dos momentos en su vida que, casi a modo de una peculiar revelación, le habían obligado a observar España desde fuera y con cierto extrañamiento. Uno de ellos ocurrió cuando apenas tenía veinte años y de la mano de un inglés amigo suyo llamado Richard Wentworth. Fue él quien, en una de sus visitas a la Península Ibérica, le hizo ver la realidad del país con otros ojos cuando le dijo que una de las cosas que más le sorprendía era que tuviéramos “piernas de animales”, colgadas de los techos en los bares. Desde entonces empecé a darme cuenta de que vivía en una realidad que estaba muy cercana al surrealismo y empecé a fascinarme por cualquier cosa que representara nuestra cultura. (Bigas Luna, 1992, p. 61). El segundo sucedió años más tarde, cuando estuvo viviendo cuatro años en Estados Unidos. A finales de los setenta, después del éxito obtenido con Bilbao y Caniche, el realizador se vio tentado, como tantos otros cineastas europeos, por el sueño americano. Llegó sin tener una concepción muy concreta de lo que se iba a encontrar en California: “Un poco puerilmente, Hollywood me sonaba bonito. Marilyn Monroe, cadillacs, etcétera”, recordaba el cineasta: “Bonita idea, pero totalmente estúpida y equivocada” (Pozo, 1984, p. 84). A pesar del desengaño, durante ese período tanteo sus posibilidades, presentó propuestas a los ejecutivos de los estudios [3], consiguió rodar Reborn (Bigas Luna, 1981) y tuvo tiempo para, en la distancia, reconciliarse con la cultura que había dejado atrás: Yo creo que es imposible que un español pueda hacer un retrato de España sin haber vivido fuera como he vivido yo. A mí cuando me dicen: “¿Qué aprendiste de tu experiencia en EE.UU.?, respondo: “Aprendí quién era yo”. Para mí, lo mejor que pasó allí en EE.UU. fue ver España desde lejos, entender mi país, mi realidad. Aprendí quién era yo, de dónde era y qué era lo espantoso de mi país. Y lo aprendí con una serenidad maravillosa porque estaba lejos. (Camí-Vela, 2000, p. 256) A partir de su retorno a España, Bigas Luna inició una nueva etapa en su carrera. Poco a poco pasó del negro al rojo, de la sordidez a la sensualidad, y encontró en las bases gastronómicas del país una inesperada fuente de inspiración. Descubrió que la complejidad y riqueza de España podía ser explicada a partir de los platos más característicos de su cocina, y que, en las bases identitarias de la cultura ibérica se encontraban entreverados sexo y alimentación. Una España negra al ajillo Las relaciones entre el cine y la gastronomía han sido constantes desde los primeros pasos de esta manifestación artística. Ha sido bastante habitual que, en el curso del desarrollo de sus tramas, los guionistas de diferentes épocas y culturas incluyesen de forma puntual escenas o secuencias que transcurrían en ambientes específicamente culinarios. En la pantalla los personajes no sólo aman, luchan, ambicionan o mueren, también desayunan, almuerzan y cenan. A veces en modestas cocinas, a veces en magníficos comedores. A veces en restaurantes de lujo, a veces en mesones populares. Cierto es que, desde un punto de vista dramático, estas escenas tienen casi siempre un carácter anecdótico o simplemente funcional, pero, sin embargo, en la historia del cine, menudean los títulos cinematográficos donde los alimentos y su preparación son el principal hilo conductor de sus argumentos. Películas como La grande bouffe (Ferreri, 1973), Tampopo (Itami, 1985), Babette’s gæstebud (Axel, 1987), Delicatessen, (Jeunet y Caro, 1991), Fried Green Tomatoes (Avnet, 1991), Como agua para Chocolate (Arau, 1992), Chocolat (Hallström, 2000), Vatel (Joffé, 2000), Bella Martha (Nettelbeck, 2001), Politiki kouzina (Boulmetis, 2003), Ratatouille (Bird, 2007), Comme un chef (Cohen, 2012), Le saveurs du Palais (Vincent, 2012), o The Hundred-Foot Journey (Halström, 2014), son tan sólo algunas de las obras que se podrían incluir en una categoría que, para algunos ensayistas, ha ido progresivamente adquiriendo la “personalidad de género en el ámbito cinematográfico” (Hidalgo-Marí, Segarra-Saveedra y Rodríguez Monteagudo, 2016, p. 248), La industria audiovisual española no ha sido ajena a esta tendencia, y sobre todo a partir del siglo XXI, ha aportado a este cine de corte culinario largometrajes como Tapas (Gorbacho y Cruz, 2005), Fuera de carta (Nacho G. Velilla, 2008), 18 comidas (Coira, 2010), Bon Appetit (Pinillos, 2010), Diet of sex (Brun, 2014) y, más recientemente, la serie para televisión creada por Isabel Coixet titulada Foodie Love (2019). En ese sentido, el interés de Bigas Luna por la utilización de la comida como sostén narrativo para sus películas es muy anterior al de todos sus compañeros realizadores. Pero no sólo fue un precursor en esta materia –las películas que componen su trilogía ibérica se estrenaron entre 1990 y 1994–, sino que, de todos ellos, ha sido el que más y con mayor profundidad ha reflexionado en sus obras en torno a la vinculación existente entre gastronomía e identidad. El mundo cinematográfico de Bigas Luna es un mundo salpicado de todo tipo de símbolos. Le gustaba descubrirlos, manipularlo y resignificarlos. A través de ellos expresaba, con su particular ironía, sus preocupaciones y obsesiones. Siempre hubo en él un interés personal en hermanar erotismo y gastronomía. Encontraba que eran ámbitos esenciales para el hombre, que nos distanciaban de los animales: “son actos que, gracias a la intervención de la imaginación, están cargados de significación y dotados de un gran valor simbólico y estético en la vida de los seres humanos” (Pavés, 2017a, 16). Pero Bigas no se quedó aquí. Aseguraba que existía algo distintivo, puro y radical en el modo en el que los españoles se nutren y expresan sus emociones y sentimientos. Consideraba que las concepciones que los individuos tienen del mundo y de la vida, las formas en las que subliman y ritualizan las necesidades básicas para la supervivencia de la especie, estaban claramente determinadas por sus culturas originarias. Convencido de ello, comenzó a elaborar un discurso esencialista, donde las raíces identitarias de lo español quedaban expresadas en un catálogo de símbolos con una potente carga semántica donde lo nutritivo y lo sexual aparecían armoniosamente conjugados:
Una de las características del cine de Bigas Luna (…) es la presencia de la gastronomía, de la cocina, de la comida, en todas sus variantes y características, desde los electrodomésticos (la batidora, la olla exprés, los vasos o los sartenes) a los platos (el ajo, la cebolla, la paella o la tortilla de patatas), desde lo permitido (el jamón, si se es cristiano viejo) a lo prohibido (la carne de perro, si no se es chino, por ejemplo), desde lo tradicional (el aceite, si se pertenece a la cultura mediterránea) a los productos colonizadores (las palomitas (…), desde lo externo (ir de tapas), a lo escondido (comer pajaritos fritos (…). Aunque la alimentación siempre estuvo presente en el universo cinematográfico de Bigas Luna, cuando realmente comienza a adquirir una presencia decisiva en sus películas fue a partir de su regreso de Estados Unidos a mediados de los años ochenta. A partir de ese momento, el cineasta defiende que no existen diferencias entre las dietas y las identidades nacionales, y que se pueden explicar los fundamentos de un determinado pueblo recurriendo a sugestivas metáforas gastronómicas. Y de este modo, en sus argumentos, serán cada vez más frecuentes la utilización de imágenes simbólicas de naturaleza culinaria para revelar las virtudes y defectos de las distintas variantes del ser mediterráneo. Así, en su cine, la paella, los huevos fritos, la tortilla, el ajo, las aceitunas, el aceite de oliva, los bogavantes, el jamón, el chorizo y todos los derivados del cerdo se convierten en signos distintivos de la cultura ibérica; los calzots, pan amb tomacat, el cava, el rom cremat de la catalana; la coliflor, el pan baguette, los quesos cremosos y el agua de Vichy de la francesa; la mortadela y los espaguetis de la italiana. Conviene aclarar en este punto que el cineasta, de origen barcelonés, más que de lo español, se sentía más cómodo hablando de lo ibérico y de lo mediterráneo. Le parecían conceptos más inclusivos, menos reduccionistas. Y no lo hacía, a nuestro juicio, desde planteamientos ideológicos relacionados con el nacionalismo político. A pesar de ser charnego, se sentía muy catalán. Bigas no era catalanista. Era un espíritu abierto, pero amaba profundamente su patria chica. El amor que se sentía por su Cataluña natal lo plasmó en la más poética y felliniana de sus películas, La teta y la luna. Para el cineasta el patriotismo era “de las peores cosas que puede sentir el ser humano. Cuando oigo hablar de patriotismo, se me ponen los pelos de punta” (Díaz Cano, 1993, p. 136). Estaba más interesado en las definiciones geográficas que las políticas: “Me emociona más un paisaje que una bandera. Por eso prefiero definirme como un mediterráneo del noreste de la Península Ibérica” (Soler, 2002, p. 32). Consideraba la península como un lugar privilegiado con una riqueza étnica y humana inagotable: Iberia es una tierra maravillosa donde puedes pedir café de mil maneras diferentes, donde puedes pedir la mitad de lo que quieras sin que nadie se enoje, y donde las mujeres gordas en la playa no se esconden como lo hacen en California. Es un lugar donde le dices a una chica que tiene ojos hermosos y ella podría contestar que los tiene así de pelar cebollas [4]. (Luna y Canals, 1994, p. 5) En consecuencia, Luna construyó alrededor de la dieta mediterránea y su excelente materia prima, un discurso identitario único e intransferible. Un discurso, más irónico que ideológico, donde se entreveraban sus lúcidas deducciones de carácter sociológico, fruto de la observación y la experiencia personal, con sus obsesiones fetichistas y su manifiesta fascinación por el sexo y la comida. Siempre consideró que, en esencia, la tradición gastronómica de la Península Ibérica en concreto, y la del mundo mediterráneo por extensión, estaba muy por encima de la cultura anglosajona. Cuando quería dejar claro esta supremacía, traía a colación una secuencia de L’Oro Di Napoli (De Sica, 1957) donde a uno de los personajes, que lloraba desconsoladamente por la muerte de su esposa y quería suicidarse tirándose desde una azotea, sus acompañantes le traían un plato de espaguetis que devoraba sin dejar de sollozar: En esta escena hay de todo: drama, muerte, ironía, comida, hay todos los rituales que caracterizan nuestra cultura y que estoy interesado en explicar en mis historias. Personalmente, creo que este tipo de cultura es muy superior a la de hoy dominada por el origen anglosajón, que, para mí, no es cultura. (Castoldi, 1996, p. 42) [5] Su prolongada estancia en los Estados Unidos le había convencido no sólo de la superioridad gastronómica de la cocina nacional, sino que encontró ocultas en sus platos, las luces y sombras de su cultura natal. Benito en Huevos de oro, de alguna manera, se convierte en vehículo de las opiniones del cineasta cuando, al final del filme, después de conocer las infidelidades de Ana, su amante latina, estalla en un restaurante de comida rápida, maldiciendo todo aquello que identifica con la cultura americana: “¿Sabes lo que te digo?”, exclama enfurecido mientras ella sigue comiendo impasiblemente su plátano frito con arroz y frijoles: “Ya no puedo más. Yo me cago en este país de mierda, en las hamburguesas, en el pollo frito y en el puto café americano que no sabe una puta mierda”. Este desprecio por la cultura alimentaria norteamericana, aunque quizá más sutilmente expresada, también se puede encontrar en una de las secuencias iniciales de Jamón, jamón. En esta película, Silvia, su protagonista, es la personificación de una España recia, pero sensual, que se debate entre el pasado y la modernidad. Silvia es también la encarnación del deseo, de esa chica jamona a la que todos quieren devorar. Al principio del filme está enamorada de José Luis, un joven de buena familia, que en sus citas engulle las tortillas que ella le prepara y apenas le presta atención. José Luis es un ser anodino, civilizado, pero sin sustancia. Esta condición se manifiesta cuando, al conocer que Silvia está embarazada, José Luis recoge el suelo una anilla de coca cola olvidada y se la coloca en su dedo anular en señal de su compromiso ―símbolo, por otra parte, de la falta de sustancia de su relación pues se vincula con un producto asociado a una cultura sin identidad, sin raigambre. A pesar de este antagonismo, Bigas Luna reconocía que los gustos y las modas norteamericanas habían colonizado cultural y alimentariamente todo el mundo, “pero eso no quiere decir que tengamos que quedarnos colgados por este hecho. Hay que reaccionar, hay que sodomizar esta invasión para sentirse a gusto, y evitar traumas” (Rafat, 1992, p. 132). De este modo, en opinión de Bigas Luna, la coca cola, el gran símbolo de este gastronómico tsunami, había sido ya sometido y convertido en parte de nuestra manera de vivir: “Irónicamente, una de las escenas de Jamón, Jamón que mejor ha funcionado en los Estados Unidos, es donde los tres amigos orinan sobre una lata de Coca-Cola” (Luna y Canals, 1994, p. 16) [6]. No obstante, la mirada que proyectó el realizador sobre nuestro país no fue complaciente. Como muchos de sus compatriotas, Bigas mantenía con España una relación acidulada, donde el odio y el amor aparecían entremezclados a partes iguales. A través de sus películas, el cineasta quiso mostrar al mundo el país en el que había crecido. Un país que, en aquellos años, parecía apostar por el futuro. La voluntad de Bigas era la de pintar, sin engañosas veladuras, el retrato de esa nueva España, mostrando sus virtudes y sus miserias, dando cuenta de las profundas transformaciones que se habían producido en la sociedad española tras el final de la larga dictadura del general Franco: “Pero también he procurado dibujar el mapa de nuestras paranoias” (Barba, 2009, p. 533). Un espacio geográfico donde coexisten, como en una especie de oscilante ying y yang ibérico, una profunda brutalidad y, al mismo tiempo, mucho lirismo y sensualidad: “Nos gusta el mar, el sol, la luz, pero también el drama, lo negro y la muerte” (Díez, 2010, p. 59). Lo ibérico, o si se prefiere, lo mediterráneo –pues Bigas utilizaba estos términos como sinónimos–, se configura en el imaginario del cineasta como un espacio de emociones extremas. El español no conoce el ideal y aristotélico término medio. A veces es virulento, a veces luminoso, y para el cineasta, la raíz de esta manera de ser se encuentra en el tradicional consumo por parte de los habitantes de Iberia de ciertos productos como el ajo, el aceite o los garbanzos. Así de contundente se expresaba Gil, el arrogante y zafio promotor inmobiliario al que acude el protagonista de Huevos de oro para conseguir levantar su fálica construcción: “El español está en estado permanente de mala leche. ¿Y sabes por qué? Por los garbanzos. Los garbanzos dan mala leche y a mí me encantan”. La paella y todo lo demás A principios de los años noventa, España parecía estar despertando de un largo letargo. Era aquel un país eufórico que, pese al pertinaz y duro azote de la banda terrorista ETA, había dejado atrás el ruido de sables, se había convertido en miembro de la Comunidad Económica Europea, incorporado a la OTAN, disfrutado del aire nuevo que había traído consigo el movimiento cultural conocido como “La Movida” y se preparaba con entusiasmo para la celebración del Quinto Centenario del “descubrimiento” de América, de la Exposición Universal de Sevilla y de los Juegos Olímpicos de Barcelona. “Creo que estamos viviendo en un momento en el que, en nuestro país, el jamón se mezcla con el ordenador”, reflexionaba Bigas Luna entonces: “Es un momento histórico del que tenemos que ser conscientes y valorarlo al máximo. Hay que apreciar la tecnología y, al mismo tiempo, no olvidar todo lo que hay de bueno en nuestro pasado y nuestras tradiciones” (Rafat, 1992, p. 132). Fue entonces cuando Bigas Luna impulsó su carrera cinematográfica hacia otros derroteros. Después de lo que él mismo denominó su etapa negra, el cineasta se adentró en la última década del siglo XX decidido a ofrecerles a los espectadores españoles un espejo donde verse reflejados: “Decidí hacer un retrato de España, con todo lo que quiero, amo, odio y que, seguramente, es de donde salgo yo mismo” (Pisano, 2001, p. 181). Con esta intención ideó el tríptico compuesto por Jamón, jamón, Huevos de oro y La teta y la luna, una trilogía donde ofreció una versión dramática y, al mismo tiempo irónica de la España contemporánea. Una visión que no puede, y no se debe, interpretar como un retrato realista, sino como una muy personal radiografía. Al cineasta nunca le interesó actuar como notario, ni quiso dar testimonio fiel o constatar hechos objetivos. Con mordacidad y distanciamiento crítico, a veces con tonos líricos, otras con toques grotescos, Luna pasó revista a las contradicciones de un país viejo, sometido en aquellos momentos a un acelerado proceso de intensos cambios y transformaciones. Era la radiografía de la España profunda, hortera y testicular que, pese a todo, se resistía a desaparecer. De este modo, en sus películas trazó los contornos de un país de aristas y recovecos, ensimismado, paradójico y surrealista, un “país de diseño y lujosa lencería íntima, de discoteca y éxtasis; pero también tierra de exaltados, árida y polvorienta, que huele a tortilla de patatas, a jamón y a ajo. Y a sexo” (Torreiro, 1992, p. 33). Como tantas otras veces en su historia reciente, España se debatía entre la modernidad y la tradición, entre el inevitable impulso que le movía a progresar y las fuerzas que se resistían a avanzar. En cierto modo, estas tres películas demostraron, que el cambio producido en la carrera de Bigas en 1986 con Lola no había sido coyuntural. En realidad, como acertadamente señala Antonio Weinrichter (1992), el cineasta ofreció una versión corregida y aumentada de algunos de los temas que había tratado en aquella. Con la trilogía entraba a saco a destripar los elementos más raciales de la España profunda, subrayándolos tan desmedidamente, que terminaba pareciendo una de esas fantasías españolas “debidas generalmente a artistas foráneos, ya que a los del país todo esto tiende a provocarles cierta vergüenza ajena” (p. 71). Empeñado en demostrar la complejidad de la cultura ibérica en términos culinarios, el director encontró, entre todos los platos de su rica gastronomía, la metáfora perfecta. Bigas siempre manifestó su especial querencia por la paella, un plato que, pese a su origen valenciano, funcionaba como una peculiar sinécdoque de todo lo que, en esencia, se considera ser español. Decía que le gustaba porque era el resultado de combinar una serie de elementos muy diferentes. En su receta se hermanaba la tierra con el mar. Las verduras y el marisco ligaban sensualmente con el pollo, el conejo y el arroz. Ingredientes muy contundentes que, todos juntos, hacían de este plato algo extraordinario. Un plato que, como le gustaba decir, precisaba de una plácida siesta: Recuerdo esa escena de Todos a la cárcel, de Luis García Berlanga, en la que los presos les gritan a los políticos: “¡Menos libertad y más paella!”. Es una frase memorable. Creo que cada cultura, cada país, puede representarse por un plato. Y la paella es el que mejor representa a nuestro pueblo. Es un plato fuerte, de digestión pesada. Aunque su origen es valenciano, es el mejor símbolo de la península. Se utilizan todo tipo de ingredientes de mar, de montaña… gambas, conejo, guisantes…. Cuando el arroz alcanza su punto exacto, la paella está espléndida; pero cuando se pasa la paella está espantosa. Algo de eso nos sucede también a todos nosotros. (Soler, 2002, p. 25) La primera vez que utilizó esta metáfora fue en su película Lola. De hecho, fue con este filme cuando comenzó a identificar a sus personajes con un alimento de la gastronomía nacional y, por extensión, con España. Para él, Lola era una paella: “ Entiéndase “paella” con cierto sentido de la ironía y con cierto cariño. Es una película dedicada a todo lo que es sensual, vital… Es un homenaje a lo animal. Aunque yo personalmente no creo en ello se mueve bajo un lema: “lo animal puede al intelecto”. Es algo visceral… (Deubí, 1986, pp. 32-33) Inspirándose en un relato inédito suyo escrito en colaboración con Luis Herce y titulado La puñalada, Bigas Luna narra una historia de amor desmesurado en la que la protagonista no puede evitar la irrefrenable atracción que siente por Mario, un hombre agresivo y maltratador, pese a estar plácidamente casada con un refinado francés llamado Robert. Pero también, como plausiblemente Carolina Sanabria argumenta, Lola es una película de las diferencias culturales que encarnan estos dos hombres de personalidades tan contrapuestas: El primero es el salvaje, el obsesivo, el hombre del sur: la personificación del pasado, del atraso cultural, producto de una historia de «barbarie» de la Península con respecto al resto de Europa (…). [ Por su parte] Robert representa el norte, el refinamiento, la civilización, la racionalidad –en suma, la importancia de formar parte de la Europa democrática y desarrollada– lo cual cobra especial relevancia al considerar que el país estaba en vísperas a cumplir el por largo tiempo acariciado deseo de integración a la Comunidad Económica Europea (CEE). (Sanabria, 2014, pp. 53-54) En sus siguientes obras fílmicas, la paella, cuando aparece, funciona narrativamente de diferentes maneras. Existe en la cultura española la costumbre de preparar una gran paella para celebrar festejos locales o encuentros especiales entre familiares y amigos. Alrededor del arroz y sus otros ingredientes se estrechan lazos, se crean redes, se construye comunidad. La preparación y el consumo de este plato se revelan, de este modo, en un acto simbólico de confraternización que contribuye al reforzamiento identitario del grupo. Así ocurre, por ejemplo, en Jamón, jamón con gran paella con la que la empresa de calzoncillos Sansón agasaja a sus empleados recién jubilados. En otras películas, sin embargo, el cineasta le confiere a la paella unas connotaciones distintas, en las que las relaciones entre identidad, gastronomía y erotismo quedaban, de un modo visual y elocuente, magistralmente expresadas en la pantalla. En Huevos de oro (Bigas Luna, 1993), por ejemplo, el cineasta nos narra el drama de Benito González, un pobre macho ibérico herido en lo más profundo de su orgullo. Despechado por la traición de su primer amor melillense, se traslada a Benidorm, símbolo en España de la especulación inmobiliaria, para demostrar que él también puede convertirse en un exitoso constructor de rascacielos. A partir de ese momento, las mujeres que se cruzan en su vida se convierten en mero instrumentos para alcanzar sus objetivos. Tropieza con Claudia por azar en un chiringuito de la costa levantina. Mientras devora bogavantes junto a su amigo el Mosca, sobre una mesa vecina y al son del Achilipú cantado por Dolores Vargas, la muchacha ofrece un espontáneo baile para los miembros de un equipo deportivo local. Antes de descalzarse, un primer plano permite contemplar el tacón de su zapato banderilleando un trozo de pan y como con su pie desnudo esparce el contenido de un palillero. Sus sensuales contoneos alrededor de los restos de una paella son recibidos con vítores y requiebros de los comensales. Claudia encarna la espontánea sensualidad mediterránea, una diosa nacida como Venus entre las olas, pero donde la divina venera ha sido sustituida por una modesta paellera. Sin dejar de engullir y masticar con la boca abierta, Benito la admira en la distancia –“mira, mira… está buenísima. ¡Joder, mira qué culo!”, le dice a su compañero mientras la devora con los ojos: “A mí cuando veo a una tía buena me pasa como al bogavante, me ponen una gomita y me la como toda”. Igual de intuitiva e irracional, se muestra también el personaje de Martina en Son de mar (Bigas Luna, 2001). Al igual que le ocurría a Claudia, Bigas utiliza nuevamente la paella para entrelazar a su pareja protagonista. También en esta ocasión el encuentro entre ambos se produce en un escenario claramente gastronómico, el local de comidas que regenta el padre de la muchacha. Como en tantas otras obras de Bigas, el deseo se despierta entre Ulises y Martina a través de las miradas que ambos entrecruzan mientras ella tiende en la azotea unas braguitas todavía húmedas y él, en el patio abierto, come distraídamente unos tomates y la devora con los ojos. Consciente del apetito que ha provocado, Martina desciende y le ofrece un plato de paella. Al comienzo de su conversación, la joven tantea el terreno con desdeñosa picardía, pero al escuchar como Ulises le recita un pasaje de La Eneida, ella cede y sonríe. El arroz ha realizado su mágico sortilegio. Se intuye cercano el ayuntamiento de sus cuerpos. Acostumbrado a hacer progresar sus narraciones fílmicas a partir de la tensión que se origina de la contraposición de dos polos antitéticos, Bigas encontró en este choque entre pasado y futuro, entre reacción y progreso, el motor esencial para desarrollar parte de su filmografía. A menudo en el centro de esta tensión se encuentra una figura femenina: Lola entre Mario y Robert, Silvia entre José Luis y Raúl, Martina entre Ulises y Sierra, Estrellita entre Marcel, el gabacho, y Miguel, el charnego. Mujeres que además suele asociar con un alimento. En Lola, por ejemplo, el antecedente fílmico más claro de la trilogía ibérica, a su protagonista la asocia al comienzo de la historia con un jugoso melocotón que se disputan un macho ibérico alcoholizado y un sofisticado francés: Es evidente que los dos personajes masculinos son complementarios. La historia del personaje de Lola es la historia de esa búsqueda del personaje ideal que se da en la vida de cada uno, personaje ideal que no es sino la proyección de uno mismo y que, claro está, no existe. Lola, que es un ser contradictorio, se debate así en la alternativa de siempre, entre dos individuos radicalmente diferentes, entre el norte y el sur… Puede afirmarse, pues que el drama de Lola reside en su imposibilidad de compatibilizar ambos extremos (…) (Alberich, 1986, p. 31) Silvia, en cambio, es un jamón que todos quieren degustar. Según Bigas Luna, en nuestra cultura son abundantes las imágenes donde se liga la belleza, la sexualidad con determinados alimentos. Como si en el imaginario popular el país existiera el convencimiento de que el amor y la belleza pueden ser comidos. La expresión “una chica jamona” para aplicarla a las mujeres hermosas es una de esas formas de manifestar esta convicción. En Jamón, jamón, la tierna e inocente Silvia es tan bella que todos los hombres que la rodean quieren degustarla: Uno representa la España interior (más concretamente, dice Bigas, la polla española) y la línea del vientre; el segundo, la costa mediterránea y la línea del ascenso social; y el tercero, y último en aparecer en escena, Europa y la línea del poder directo, asexuado. Y al igual que hiciera Lola, Silvia (…) reconoce las embestidas del deseo autóctono porque la sangre le tira, pero acaba sucumbiendo a la tentación europea (Weinrichter, 1992, p. 72). También en este filme, Bigas juega a identificar a sus personajes masculinos –y a caracterizarlos– asignándoles determinados alimentos. Así, mientras a José Luis se le afilia con las tortillas que Silvia cocina para ayudar económicamente a su madre, prostituta en un bar de carretera, a Raúl se le relaciona con la potencia del sabor del ajo, un producto básico y típico de la gastronomía tradicional española. José Luis le encantan tanto las tortillas que, cuando las come, no presta atención a nada, ni a nadie. Ni siquiera presta atención a Silvia que, impotente y frustrada, asiste al ninguneo tortillero de su prometido. “La culpa es tuya”, le responde despreocupadamente el muchacho si Silvia se atreve a hacerle un reproche mientras saborea sus tortillas: “Están buenísimas”. Raúl, por su parte, cree que los ajos le dan suerte –siempre lleva consigo un diente de ajo en el bolsillo del pantalón–, por esa razón los consume a todas horas convencido de que es, además, “lo mejor para torear y follar”. Una vez más Bigas Luna recurrió a la estrategia narrativa de contraponer dos figuras antitéticas para crear tensión y hacer así progresar el relato. José Luis y Raúl son, en realidad, dos variantes del macho ibérico, las atávicas fuerzas que tironean de esa alegoría de España que encarna el personaje de Silvia. Es la vehemente tradición (el toro bravío) frente una modernidad epidérmica y mal digerida (el cabestro de carácter manso y descastado) [7]: “El toro con sus testículos representa el pasado. Sin ellos se convierte en el minotauro, el símbolo de Europa. La historia continúa y la etnia se debilita. Es la caída del machismo” (Luna y Canals, 1994, p. 13). En Jamón, jamón, el derrumbe del hombre recio, arrogante y toreador quedó magníficamente expresado por Bigas Luna en la secuencia que concibió para poner punto y final a su delirante historia. Tras una surrealista pelea a jamonazos –indisimulado homenaje a la obra del pintor Francisco de Goya titulada Duelo a garrotazos–, en la que José Luis pierde la vida, Raúl la emprende a golpes contra el capó del Mercedes de Manuel. Antes de caer exhausto al suelo polvoriento de los Monegros, el joven consigue arrancar la estrella de tres puntas –logo de la marca del automóvil y símbolo de Europa–, y apoyarla en su pecho. La imagen es una metáfora de la derrota de la vieja España que acababa de entrar a formar parte de la nueva Europa. Silvia, pues, se encuentra, como le ocurría también a Lola, entre dos fuerzas que tironean de ella hasta desgarrarla. Las diferencias de caracteres de estos dos hombres se plasman en el filme en las distintas maneras en la que estos se aproximan a los pechos de Silvia. Para Raúl, voraz degustador de jamones que excitan su deseo, los senos de la adolescente saben a jamón, tortilla, ajo y cebolla. En cambio, José Luis no distingue en ellos sabor alguno. Mientras el primero los degusta con voracidad, el segundo se refugia en ellos y se alimenta tiernamente. Al final, el conflicto de Silvia se resuelve –deux ex machina– cuando la muchacha recurre al padre de José Luis, Manuel, para que evite la pelea, jamón en mano, entre sus dos pretendientes. En un giro inesperado del guion, Manuel, sin mediar palabra, besa a la chica en los labios. Silvia, atónita, no sabe qué decir. De alguna manera, Manuel encarna esa tentación europea de la que habla Antonio Weinrichter. Una tentación que viaja en mercedes y que representa la única salida posible para un país históricamente sacudido y desangrado por turbulentas luchas intestinas. A comienzos del nuevo milenio, aprovechando el éxito de la novela escrita por Manuel Vicent, Bigas Luna planteó una nueva variante de este trágico triángulo. En Son de mar, el melocotón y el jamón fueron sustituidos por la naranja. Este sensual fruto, típico de la costa levantina donde se desarrolla la acción, es el atributo iconográfico de Martina, su principal protagonista. Para el cineasta, Martina es una suerte de venus contemporánea que aparece ante los ojos del espectador, tendida sobre su cama –su postura recuerda a las diosas de Tiziano o las sensuales mujeres de Modigliani–, mientras lee una revista y chupa ávidamente una naranja. Como Lola o Silvia –incluso como ocurre también con Bambola (1996) o con la duquesa de Alba en Volaverunt (1999)–, Martina es una mujer de naturaleza ardiente e instintiva. También ella se ve en el medio de una pugna entre dos tipos de hombres contrapuestos. Ulises es un tipo delicado, sensible, culto. Su rival, Alberto Sierra, es un empresario de éxito, de actitudes chulescas, que trata de encandilar, sin mucha fortuna, a la joven. Sierra le promete seguridad y estabilidad económica. Ulises, por su parte, es simplemente un espíritu sensible que sólo cuenta a su favor con el poder evocador de las palabras. Pero Martina, al contrario que sus antecesoras en las ficciones de Luna, no se va a sentir atraída por el hombre viril, racial y altanero. Es el otro, el hombre enclenque, el prestidigitador, aquel que llena el aire que respira con pompas de jabón, el que determina su destino, el que despierta sus atávicos apetitos. Además, se diferencia de las demás porque ella es una mujer activa. No se deja arrastrar por sus hombres, tiene muchísimo más control en sus elecciones. Por tanto, si Martina es también otra alegoría del país, es la nueva España que Bigas Luna vislumbra a principios del siglo XXI. Sigue siendo una tierra de pasiones desatadas, pero ya es un lugar donde sus mujeres son doblegadas solo si así ellas lo quieren. En ese sentido, Martina está más cerca del personaje interpretado por Verónica Echegui en Yo la Juani (2006) que de Lola, Silvia o Claudia. No obstante, la actitud de la Juani es todavía más moderna y atrevida. La Juani es una chica de extrarradio que tiene ambición, quiere alcanzar sus sueños y, aunque comparte su vida con Jonah, un machito hispano de última generación al que quiere con locura, es ella la que marca los límites de su relación cuando hay alguna disputa entre ellos. Así cuando Jonah, encelado, provoca una discusión al verla bailar en una discoteca con uno de sus mejores amigos, ella le advierte: “Me mola cuando te pones celoso, tío, pero escucha. No te pases. Yo soy libre, y de eso no te olvides nunca”. Ni el propio cineasta se atrevió a considerarla una belleza comestible, ni asociar a su figura con un determinado alimento. La Juani era ya una mujer nueva para un país nuevo. Pero España, en el cine de Bigas Luna, no siempre fue personificada por una figura femenina. Volvamos un momento a su trilogía ibérica. Con Huevos de oro Bigas pretendió completar su visión de la España contemporánea que había comenzado a esbozar en su anterior filme. “Terminando la primera” recordaba años más tarde: “me di cuenta de que ese retrato ibérico que quería hacer quedaba incompleto, me quedé con ganas de contar y hacer más cosas sobre nuestro país” (Sánchez, 1999, p. 89). Si en Jamón, jamón había descrito la Meseta profunda, ahora dirigió su mirada hacia la costa del Mediterráneo español, una tierra enladrillada por la especulación inmobiliaria. En esta ocasión, España no lleva nombre de mujer. Su encarnación es masculina y se llama Benito González, un hombre de origen humilde, soez, egoísta, macarra y trepador, que utiliza su bragueta para prosperar y convertirse en un nuevo rico amante del pastiche y de lo kitsch. Aunque sus objetivos y motivaciones no son siempre las mismas, hay en Benito rasgos y actitudes que lo emparentan con el personaje de Mario en Lola o el de Raúl en Jamón, jamón, pero también con otros posteriores dentro de la filmografía de Luna como pueden ser Furio en Bámbola, Alberto en Son de Mar o, incluso, Jonah en Yo soy la Juani. Pero al contrario de lo que sucedía en estos otros casos, Benito es el único macho ibérico, de todos los que aparecen en la filmografía del realizador catalán, que llega a alcanzar una centralidad definitiva. Con su nuevo protagonista, el cineasta quiso arrojar una luz nueva sobre este arquetipo masculino: “Mostrar la parte humana del chorizo, sublimarlo, convertirlo en un héroe, sin olvidar que es “un plato” que, a veces, hace daño” (Pisano, 2001, p. 201) Si a Silvia se la había identificado con un jamón, a Benito se le asocia con otra de las piezas claves de la cultura culinaria española: Los huevos fritos con chorizo son uno de los platos más sencillos que tenemos, pero de una gran fuerza, un plato ancestral, casi étnico. Los huevos son la esencia y seguirán siéndolo siempre; la expresión: “que huevos” siempre conlleva una alabanza, aunque se utilice para recriminar a alguien. No ocurre lo mismo con el chorizo, a pesar de ser la pieza clave del plato, y la que le da fuerza, la personalidad y ese toque racial tan deseado. “Es un chorizo” siempre será algo despectivo; sin embargo, todo el mundo reconoce que los huevos con chorizo son buenísimos a pesar de lo indigestos que pueden resultar, posiblemente por culpa de este último. (Pisano, 2001, p. 198) En una de las escenas iniciales de la película, cuando el protagonista todavía vive en Melilla, Benito hace gala de sus “delicados” gustos gastronómicos devorando, en la barra de un cutre local nocturno donde se escucha de fondo a Julio iglesias, un par de huevos fritos con chorizo que combina, entre bocado y bocado, con trocitos de turrón. Benito es el macho ibérico por excelencia, un potencial chorizo, y los huevos que con tanta ansia come simbolizan “sus huevos”, su santa y arrogante voluntad, su desmedida ambición. La utilización del turrón en esta secuencia tiene algo de premonitorio. En España, el turrón es comercializado en forma de tableta y es conocido, en su variedad alicantina, por su extremada dureza. Estas dos características han creado en el imaginario popular la asociación entre este producto típico navideño y el ladrillo. Tampoco es casual que el turrón sea originario de la zona del Levante español. Benito piensa que ha nacido para triunfar, quiere tener éxito y ser rico. Por eso, la ciudad turística de Benidorm, símbolo del desarrollismo económico descontrolado, se convierte en su destino. Quiere trasladarse hasta allí para convertirse en un gran constructor de rascacielos que estén a la altura de su ego y virilidad. Para contar la historia de este chorizo, Bigas decidió rodear a Benito de cuatro mujeres, personificación de los puntos cardinales y de distintas culturas: el norte lo encarnaría Marta, su esposa, la mujer europea, delgada y cultivada que representa el camino para subir socialmente; el sur estaría representado por la melillense Rita, su primer amor, cuya traición alimentará el deseo de venganza del protagonista; Claudia, su voluptuosa amante y su muñeca, es el este, la alegoría de la sensualidad mediterránea, el objeto de su deseo, y, por último, en el oeste, representando la influencia americana, estaría Anna, la mujer felina sin escrúpulos que se lo come y asiste impasible a su desolación. Al final, el macho ibérico desvertebrado, humillado y “desterrado” en una tierra extraña llora inconsolable por su triste fortuna. De nada le ha servido su dureza y falta de escrúpulos, su arrogancia no era más que una frágil coraza que malamente ocultaba su vulnerabilidad y revelaba que “los parámetros estrictos y singulares de masculinidad ibérica que primaron en la España de la transición (y, con importantes matices, en el régimen anterior) quedan fuera de lugar en la España democrática y global” (Fouz Hernández, 2013, p. 79). Quiso Bigas cerrar esta ibérica trilogía de una más forma lírica y emotiva, dedicando el último de sus retratos a los paisajes de su tierra natal: “Es una película de fin de siglo, de mezclas como las que hay en Cataluña” (Palou, 1994, p. 29). En La teta y la luna, el cineasta contaba la historia de Teté, un niño de nueve años, imaginativo que, cuando nace su hermano, se siente como un príncipe destronado. Obsesionado con el pecho de su madre y la leche que mana de ella y que ya no puede disfrutar, encuentra una alternativa a sus lactantes deseos en Estrellita, una bailarina portuguesa que, junto a Maurice, su marido francés, se han instalado en el pueblo para representar cada noche un escatológico espectáculo para los habitantes del pueblo. Los turgentes pechos de la joven se convierten, en la fantástica mente del niño, en la personificación del ansiado alimento. Es cierto que, en el filme, la leche más que con la idiosincrasia cultural catalana funciona como un elemento de identidad particular del propio autor. Así lo reconoció el mismo en múltiples ocasiones cuando relataba sus primeras experiencias vitales: “El símbolo de la leche lo tengo en la cabeza desde el día que tomé el primer sorbo que salía del pecho de mi madre” (Luna, 2008, p. 126). Sin embargo, la película está salpicada de momentos en donde lo gastronómico se entrelaza con lo identitario. Para Bigas Luna, la Cataluña contemporánea era el fruto de la fusión y el mestizaje. Ahí se encontraba su esencia. Los procesos migratorios que se produjeron desde el interior y el sur de la península hacia Barcelona y Tarragona principalmente, habían convertido a esta región del noreste en un rompeolas cultural donde, en el campo musical, por ejemplo, la sardana y la música de Edith Piaf convivía con las habaneras, la rumba y el flamenco. Cataluña en la película es vista como una tierra de acogida, de un mestizaje que, en el filme, esta personificado por su joven protagonista, alter ego del cineasta, un niño catalán, hijo de una familia de charnegos, cuyo abuelo le prepara para merendar pa amb tomàquet cuando pasan la tarde pescando a caña junto a la orilla del mar. También emigrante es el personaje interpretado por Miguel Poveda, “rival” de Teté por el amor de la bailarina. Y también, de alguna manera, la pareja compuesta por Estrellita y Maurice actúan como metáforas de esa mezcla cultural. El marido es francés, ella lusitana, y ambos presentan su escatológico espectáculo ante una audiencia que, agitando alegremente con sus manos réplicas de la señera catalana, disfrutan del rom cremat [8] y de una buena calçotada [9]. A modo de conclusión se podría plantear cuál fue el origen y qué características tuvo el discurso identitario que Bigas dejó plasmado en alguna de sus películas más emblemáticas. Desde luego, es obvio que no mostró desde el inicio de su carrera un interés especial por reflexionar sobre la esencia de la cultura ibérica. En sus primeros filmes, la voz narrativa de Bigas estuvo más centrada en la tortuosa psicología de sus protagonistas. Es verdad que en ellas ya jugueteaba con imágenes donde un erotismo sórdido se mezclaba con la alimentación, pero en ellas no existía todavía un atisbo de reflexión acerca de los rasgos distintivos de la idiosincrasia nacional. Parece indudable que la preocupación del realizador por las raíces de su cultura fue una consecuencia directa de su estancia californiana. Es a la luz de su experiencia en Hollywood que Bigas Luna muestra un creciente interés por definir los rasgos culturales de su tierra natal. La originalidad de la mirada del cineasta catalán reside en su habilidad para hablar de identidad a partir de la rica gastronomía desarrollada a lo largo de la historia en la Península Ibérica, una cultura culinaria de productos tan mediterráneos como el ajo, el jamón y el aceite de oliva, y de platos tan potentes y característicos como la paella o los huevos fritos con chorizo. Utilizando un espejo deformado de aquella valleinclanesca manera, Bigas nos ofrece una imagen esperpéntica de España, como un país amalgamado a pesar de sus profundas contradicciones, una nación que, al mismo tiempo que lucha por liberarse de sus pulsiones más oscuras, se resiste, con un punto de pundonor, a dejar atrás sus más puras costumbres y tradiciones. Referencias Aganzo, C. (noviembre 1994). Entrevista a Bigas Luna. Interfilm, (74), p.12 Albarrán, V., Amat, F. (productores) y Bigas Luna, J.J. (director). (1976). Tatuaje [cinta cinematográfica]. España: Profilmar P.C. Alberich, E. (febrero 1986). Bigas Luna habla de Lola. Dirigido por, (133), pp. 28-31 Alexander, J., Marmion, Y., Poccioni, M., Toscan du Plantier, D., Valsania, M. (productores) y Bigas Luna (director). (1996), Bámbola [cinta cinematográfica]. Italia, España, Francia: Star Line TV Produtions, Televisión Española, Canal + España, Fonds Eurimages du Conseil de L’Europe, European Script Fund, Rodeo Drive. 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que tenemos y por lo que comemos”
(Bigas Luna)
Y no se trata de una característica gratuita, se trata más bien de incluir la comida con toda y en toda su significación, la mayoría de las veces mezclada con el sexo, lo religioso, lo cultural, etc. (Sánchez, 1999a, p. 77)
Díaz Cano, P. J. (octubre 1993). Bigas Luna prefiere huevos con chorizo a pato a la naranja. Man. (70), pp. 136-139
NOTAS
[1] El presente trabajo forma parte del proyecto de investigación I+D+i “Desplazamientos, emergencias y nuevos sujetos sociales en el cine español (1996-2011)” RTI2018-095898-B-I00 financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades del Gobierno de España.
[2] Popular revista de historietas española, de periodicidad semanal, que estuvo presente en los kioscos del país casi ininterrumpidamente desde su fundación en 1917 hasta 1998.
[3] Según recordaba el propio Bigas, llegó a Hollywood el 1 de enero de 1980 acompañado de Consol Tura y Angel Jové. Bigas estuvo trabajando en varios proyectos durante estos años. Entre ellos escribió la historia Bloody Mary sobre los predicadores televisivos (probablemente el germen de lo que más tarde sería Reborn) y los guiones de un musical titulado Pink Mamma (que nunca llegaría a rodar), y los de Angustia y el “Stab” que más tarde se convertiría en Lola (Weinrichter, 1992, p. 85).
[4] (Traducción del autor) “Iberia is a wonderland where you can order coffee in a thousand different ways, where you can ask for a half-order of whatever you want without anybody getting upset, and where fat women at the beach don’t hide as they do in California. It’s a place where you tell a girl she has beautiful eyes and she might respond that they got that way from peeling onions” (Luna y Canals, 1994, p. 5).
[5] (Traducción del autor) “In this scene there is everything: drama, death, irony, food, there are all the rituals which characterise our culture and which I am interested in explaining in my stories. Personally I believe that this type of culture is greatly superior to that of today dominated by Anglo-Saxon origin, which for me is non-culture” (Castoldi, 1996, p. 42).
[6] (Traducción del autor) “Ironically, one of the scenes in Jamón, jamón which come off best in the United States is the one where the three Friends pee on a Coke can” (Luna y Canals, 1994, p. 16).
[7] Bigas Luna explicaba su recurrente utilización de esta estrategia narrativa “remitiéndose biográficamente a la influencia tan contradictoria como inevitable del ambiente familiar en el que vivió su infancia y juventud. De aquí surgiría el aspecto constructivo y diurno de su personalidad transmitido por su padre (Bigas) que convive con el aspecto soñador y nocturno que proviene de su madre (Luna)” (Espelt, 1992, p. 5).
[8] En su origen, el rom cremat solían tomarlo los marineros para entrar en calor antes de la faena. Poco a poco fue extendiéndose por el litoral y el interior de Cataluña hasta convertirse en un elemento habitual en muchos festejos y celebraciones. Se trata de un brebaje hecho con ron, café en grano, azúcar, piel de limón y canela que mezclados en una cazuela de barro se ofrece caliente a los comensales. especias, sobre todo canela, que dentro de una cazuela caliente se ofrece a los comensales. Suele ser también habitual en estas fiestas que, mientras se consume, se canten habaneras.
[9] El calçot es una variedad de cebolla tierna y bulbosa que, en Cataluña, se consume asado sobre llama viva y acompañado bien de salsa salvitxada o bien de romesco.