[pp. 75-86]
El deseo, cuestión existencial, estética y filosófica
Ese oscuro objeto del deseo | Luis Buñuel | 1977
Carlos Germán Juliao Vargas

Investigador independiente

cgjuliao@gmail.com

El deseo es el absurdo que mantiene abierta la infinitud de la posibilidad
Wendy Farley

Para empezar: situar existencialmente un concepto complejo

Siempre he creído que la filosofía tiene que ver con la vida cotidiana, que se trata de concebirla y vivirla como un “estilo de vida”, y que hay que tomarla existencialmente en serio (Juliao, 2019) porque ayuda a vivir mejor y, además, porque su construcción teórica requiere rigor académico y esfuerzo, pero que, como lo dice en una entrevista [1] el pensador argentino Sztajnszrajber (2019), “uno puede hacer filosofía mientras camina, mientras come… Cualquiera de los fenómenos en los que estamos inmersos en el sentido común permite la pregunta incómoda, que es la pregunta por el sentido existencial”. La tarea de la auténtica filosofía es demoler las firmezas, creencias y certidumbres que poseemos sobre nuestra vida cotidiana y sobre la realidad en la que existimos. Y en las últimas décadas, el retorno de la curiosidad filosófica, así como el intento del auténtico filosofar por instaurar (restablecer) otros lugares (más allá de la academia) desde donde pensarse y practicarse, es un logro; sin embargo, pienso que, en la reflexión sobre la filosofía, se ha acentuado mucho en la sabiduría (sophia), dejando en la sombra el deseo (phylia). Es en esa perspectiva que abordo acá el tema (¿problema?) del deseo y su relación con la cuestión (¿problemática?) del amor y la pasión, y, obviamente, de la búsqueda de la sabiduría, incluso de una búsqueda terapéutica (Nussbaum, 2003). Y lo hago porque desear es, sin duda alguna, la actitud más arraigada que tenemos los seres humanos, tal vez por aquello de que siempre somos seres incompletos, en búsqueda permanente; para quienes lo otro y los otros se convierten en el único espacio donde alcanzar la satisfacción de los deseos. Y para hacerlo, me moveré entre dos ángulos, no siempre coincidentes: la filosofía y el arte (en este caso concreto, el cine) como dos vértices importantes de la existencia, o mejor, de mi existencia.

Justificar el análisis filosófico de una noción es vincular dicho examen al esfuerzo de ahondar en la cuestión humana, de profundizar en la cuarta pregunta de Kant (“¿Quién es el hombre?”) que resume el objeto de la filosofía al abarcar las otras tres que enumera en el prefacio de su Lógica (2000). ¿Por qué filosofar sobre el deseo? Se dirá que el ser humano es un ser de deseo, y que esta cuestión (el deseo) es, por lo tanto, parte de la otra (el ser humano); pero esto hay que precisarlo. Justificar el análisis del concepto deseo es afirmar que con el desear ocurre algo esencial para el hombre. La pregunta sería entonces: cuando considero al ser humano como un ser de deseo, ¿qué se me presenta de él? ¿Hasta qué punto me lo hace aparecer en su totalidad? ¿Puede el deseo constituir un eje a la luz del cual toda la persona, o al menos gran parte de ella, sería clara y distinta para mí?

Es por todo ello que la noción de deseo, que atraviesa toda la filosofía, desde Platón hasta Deleuze, pasando por Spinoza y muchos otros, fue considerada por la filosofía clásica como problemática, e incluso contradictoria. El deseo es búsqueda de satisfacción, pero también es insatisfacción y sufrimiento. En tanto que la necesidad (esfera del rol social, de lo directivo) es impetuosa, pero limitada, el deseo (lugar del sujeto, de la autonomía) es insaciable e ilimitado; por lo que parecemos condenados a nuestros deseos y, por ende, incapaces de alcanzar la felicidad. Tal vez por eso las escuelas filosóficas antiguas fundaron la filosofía como “estilo o forma de vida”, como algo que podría enseñarnos a manejar nuestros deseos y a vivir con ellos.

Hoy prima la concepción teórica –realista y metafísica– adoptada por la metodología científica preponderante sobre el deseo (sobre todo en psicología y psiquiatría, pero también en la política, la economía y la educación); por eso conviene revisar en algo la historia de esta concepción sobre el deseo en su relación con la persona (mucho más cuando asumimos una crisis del sujeto contemporáneo), insistiendo en la relación entre deseo y libertad individual, más que –como era tradicional– con lo moral o lo patológico. De ahí los autores en los que me apoyaré en este texto.

Platón, dada su innegable influencia en toda esta historia, capta la naturaleza ambigua del deseo (entre privación y plenitud), y lo entiende como el impulso de toda búsqueda, de donde brotará la filosofía misma, como amor a la sabiduría. Pero ¿se puede pensar el deseo más allá de términos como negatividad y carencia? Spinoza, por el contrario, lo considera como un productor de valor, lo que Deleuze (2004) retomará, destacando el carácter ingenioso y laborioso del deseo. Freud, articulando deseo y prohibición, lo hará productor de fantasmas, porque se desea menos el objeto deseado que la fantasía inconsciente del mismo. De hecho, ¿no es el deseo, básicamente, ansia de deseos? Para Lacan, quien antropologiza el deseo (al ubicarlo en el centro del debate sobre el sujeto) será el deseo del otro, un deseo mimético. Lyotard (1989) nos acerca a la cuestión del deseo de saber o de filosofar, y a su posible enseñanza. Baudrillard (2009) insistirá en que, en el deseo actual de consumo, lo que deseamos es el consumo mismo. Finalmente, ¿no es el capitalismo globalizado de hoy, la liberación del poder universal del deseo humano? Pero ¿no posee el deseo otro poder distinto de aquel ofrecido por la vida mercantilizada y desenfrenada de nuestro mundo globalizado, de modo que no llegue a convertirse en un deseo mortal, y por lo tanto, en la muerte del deseo? Otros lenguajes, como el cine, el arte y la literatura, nos pueden ayudar a responder estas preguntas sobre esa fuerza de gozar y actuar que es el deseo. ¿Qué nuevo paradigma sobre el sujeto surgirá si pensamos que el deseo no es divino ni natural, sino un rasgo único, definitorio y exclusivo del individuo, algo profundamente humano?

El deseo cruza misteriosamente nuestra existencia y cualquier filosofía que reflexione sobre ésta tiene que abordarlo como problema complejo que nos constituye sin que sepamos realmente qué es ni adónde nos lleva. De ahí la gran variedad de nombres que se le han dado: Eros entre los griegos, concupiscencia para los cristianos, apetito en Descartes o Spinoza, tendencia o impulso (como la libido) en Freud. ¿Se trata siempre de lo mismo bajo esta variedad de nombres, o es que el deseo, por su propia naturaleza, es variado y cambiante, múltiple y emocionante, como lo describen filósofos, literatos, poetas, psicoanalistas e incluso biólogos? Si intentamos sumergirnos ya no en el discurso intelectual, sino en el lenguaje mismo del amor y del deseo, lenguaje más literario y ficcional, en seguida lo vemos inadecuado, inoportuno, imposible, alusivo, relativo, cuando esperábamos que fuera directo: el lenguaje del deseo es un ir y venir, un dis-curso que va de acá para allá, pleno de metáforas. Por otra parte, es un lenguaje huérfano y desatendido por los otros discursos (sobre todo, el político y el científico) e incluso llega a ser proscrito, encubierto y evitado. Un discurso que parece hoy inactual, pero siempre presente. Lo cual implica preguntarnos: ¿decimos lo mismo cuando hablamos hoy del deseo en comparación a cuando leemos textos de otras épocas cuyo objeto es el deseo, la pasión, el amor? Más aún, cuando estamos enamorados, ardientes de deseo, ¿somos capaces de comunicar al otro algún significado? Me parece que la experiencia amorosa pone a prueba el lenguaje, su supuesta univocidad, su performatividad, su potencial referencial y comunicativo. ¿El lenguaje del deseo cumple estos requisitos? A ciencia cierta no, y no los cumple por la alta incertidumbre de su objeto, que nos remite de nuevo a las preguntas: ¿qué es el deseo? ¿Qué es el amor? ¿Qué es la pasión?, en su relación con el filosofar.

Existencialmente el deseo nos perturba, preocupa y a veces nos angustia, porque logra exaltar en nosotros valores muy altos (superiores a nosotros mismos), pero también puede hacernos caer muy bajo, en la abyección o bestialidad más paradójica con nuestro propio ser. ¿De dónde viene esa ambigüedad? Es verdad que, desde cierto punto de vista, el deseo es la marca de nuestra inserción en la naturaleza (de la cual nuestro cuerpo es el testigo, con sus impulsos, tendencias, necesidades o instintos); pero, desde otra mirada, el deseo exalta en nosotros los valores supremos cuando se combina con las facultades superiores de la mente. Es que en el deseo humano hay una fuerza que nos impulsa más allá de todo límite; por eso nunca se satisface con los objetos que apetece. Todos los objetos del deseo terminan siendo insatisfactorios, decepcionantes, y el gran misterio existencial parece ser este: ¿cuál es el verdadero objeto del deseo? Además, la etimología de la palabra deseo (desiderium, palabra latina derivada de sidus, estrella) hace que el deseo sea el anhelo de algo perdido [2]. Humanamente se trata no sólo del hecho biológico de una satisfacción sensible, sino de una nostalgia más profunda, la de un estado perdido o de una perfección vivida. Así es como entiendo a Platón (1983) cuando, en el Banquete, bajo la figura del deseo más real (la atracción sexual, pasional, arraigada en la carne), nos presenta un Eros que se eleva y nos lleva más lejos que nosotros mismos: deseo y amor que se conjugan y nos lanzan a lo que podemos llegar a ser.

Toda esta reflexión que aquí presento tiene un trasfondo personal, una convicción existencial y del todo íntima:

Algo muy importante: he comprendido que preferir lo bueno es afirmar e incrementar lo que soy, ennoblecer mi compleja condición humana y, sobre todo, buscarle nuevas posibilidades; en cambio, optar por lo que mi conciencia me dice que es malo no es sino desmentirme y contradecirme, disminuirme, mutilarme voluntariamente y menospreciar mi condición. O, si quieren, dicho de un modo contundente: la única objeción que puedo esgrimir contra mi libertad no es mi innegable impotencia para, a veces, hacer el bien (sería superficial pensarlo así) sino lo imposible que me resulta desear, conscientemente, el mal. Porque de verdad me siento libre, y porque soy plenamente sujeto de mí mismo y responsable de mis acciones, es que acepto que, en ocasiones, voy a fallar… por más que sólo desee obrar bien. No hay remedio, esa es mi condición humana: hay cosas que deseo, aunque las considere indeseables; y hay cosas que no deseo, pero anhelaría desear; y, en fin, hay cosas que deseo con firmeza y termino de verdad deseando y logrando. Por eso nunca olvido que todo, en últimas, radica en mi capacidad para elegir conscientemente. (Juliao 2015, pp.16-17)

Ahora bien, y dado que siempre me he movido en el campo formativo, si educar es ayudar al otro a que se convierta en persona, acompañándolo y animándolo a extraer sus potencialidades, es innegable que la educación es un proceso hacia el futuro que no puede obviar realidades humanas como el deseo, la pasión, el placer o la ternura, cautivando al otro con argumentos, entusiasmándolo con valores, seduciéndolo con la búsqueda de la sabiduría y la perfección. Porque como dice Rojas (2004) “El deseo es cosa característica del vivir hacia delante del ser humano: en él se basa esa proyección hacia el futuro que es la dimensión más viva de nuestra existencia” (p. 16).

Toda esta reflexión, así no lo diga abiertamente, tiene como trasfondo la pregunta por el filosofar auténtico, en la perspectiva que, ya en 1991, planteaba Ángela Calvo en su trabajo sobre el Banquete de Platón:

el asunto explícito del diálogo platónico que servirá de escenario a nuestro preguntar, no es la naturaleza de la filosofía, pero si partimos de la primera acotación de su significado como amor a la sabiduría, siguiendo la intuición de J. F. Lyotard y G. Deleuze, el gran vacío que valdría la pena espiar sería el amor, philya, el deseo, en tanto que a la sabiduría ya se le han construido demasiadas casas, ya los hombres la han sujetado en múltiples estatuas, proceso que ha culminado, como todos sabemos, en los discursos de la transformación o, en el mejor de los casos, del fin de la filosofía, del desplazamiento a lugares periféricos, hacia el exterminio. (pp.10-11)

El prefijo philo (en el sentido de amor) introduce así en la palabra filosofía la dimensión de lo que falta, de lo que se anhela: el filósofo no es quien posee el saber sino quien lo desea. El filósofo se desafía a sí mismo en su oposición al sofista que representa el saber en tanto mercancía que tiene almacenada y puede vender. En cambio, para el filósofo, el saber es un objeto de deseo que debe ser siempre perseguido. Filosofar es, en última instancia, terminar con esa representación sofística del conocimiento como algo que uno posee, para acceder a la idea filosófica del saber cómo un bien que se anhela y desea. En tanto haya creatividad y libertad académica, mientras el deseo de perfección (eternidad) acompañe el saber transcurrir (vivir) en medio de la cotidianidad y sus avatares, habrá filosofía, precisamente en virtud de sus detractores (incluyendo las tentativas por relegarla, ridiculizarla o desdibujarla, considerándola inútil), que logran, sin buscarlo, que la pregunta por el filosofar sea cada vez más virulenta y deseante.

Aquí se trata, pues, del deseo, que es amor y por ende filósofo, vuelto palabra (que es siempre el artificio del deseo y el arma de la seducción) que se disemina y contamina en tanto circula entre amigos, arremetiendo contra todo discurso acabado e institucionalizado, para abrirlo hacia los posibles actos de innovación y creatividad, hacia la belleza en todas sus manifestaciones, hacia los múltiples lenguajes, hacia esos silencios “otros” que nos hablan de otra forma a las establecidas y asumidas como verdaderas. Deseo que se transforma en palabra (logos) seductora que, a su vez, se vuelve formación (paideia) porque “si desear no es nada fácil es precisamente porque en lugar de carecer, otorga” (Deleuze y Parnet 1980, p.107). El filósofo desea… porque no tener es el inicio del deseo de saber.

La posibilidad de una sabiduría de y desde el desear

En una cita circulante en la red, se dice que André Maurois plantea esta posibilidad: “Si los hombres pudieran considerar los acontecimientos de sus propias vidas con mentes más abiertas, con frecuencia descubrirían que en realidad no deseaban las cosas que no lograron obtener”. Basta, para entenderlo, acercarnos a las escuelas filosóficas helenísticas griegas y romanas (epicúreos, escépticos y estoicos), con las que me identifico por esa combinación praxeológica que logran (siempre atentos a la vida cotidiana y al contexto) entre lógica y compasión, aquellas que concibieron “la filosofía como un medio para afrontar las dificultades más penosas de la vida humana” (Nussbaum, 2003, p. 21).

Aunque es cierto que el epicureísmo enfatiza la naturaleza deseante del hombre y su búsqueda del placer, reducirlo a la imagen del buen vivir, o peor, del vividor no le hace justicia, porque el sabio epicúreo sabe medir los placeres y rechazar los deseos vanos o ilusorios [3]. Epicuro es materialista y hedonista, no hay duda, pero de una forma que cualquier antihedonista envidiaría, en plena paz. El epicureísmo no es ascetismo (no hay penitencia ni freno de los deseos), pero la austeridad es indudable. Y su materialismo es tan extremo que hasta el alma y dios se hacen átomo; y es clara su oposición a las religiones, pues conducen a la superstición, se basan en el temor a los dioses (de los cuales no niega su existencia, aunque los imagina con “conducta epicúrea”: modelos de serenidad y felicidad eternas, sin preocuparse para nada de nuestro mundo) y destruyen la tranquilidad (el bien más deseado). En todo caso, como afirma Santiago (2008) “Epicuro es el primer filósofo –al menos entre aquellos de los que nos han llegado textos– que no sólo no desprecia al placer, sino que lo coloca en el centro de su filosofía. A diferencia de quienes lo consideran un obstáculo para la buena vida, Epicuro identifica el placer con la felicidad” (pp. 57-58). Ignorar todo esto (así como los planteamientos de los estoicos y escépticos) es dejar a un lado su influjo en el proceso filosófico posterior; me atrevo a decir que la influencia de las escuelas helenísticas es incluso mayor que la de Platón y Aristóteles en autores como Descartes, Spinoza, Kant, Smith, Hume, Rousseau, Nietzsche, Marx, Foucault, entre muchos otros, sobre todo en sus concepciones sobre el deseo, las pasiones y las emociones.

Es comprensible entonces que Epicuro sea contundente al decir que “vacío es el argumento de aquel filósofo que no permite curar ningún sufrimiento humano” (1987, p. 209). Claro que la filosofía epicúrea fue reprimida por el pensamiento cristiano, siendo a menudo despreciada o caricaturizada; pero en la actualidad viene siendo retomada. Onfray (cuyo pensamiento tiene también su origen en el pensamiento epicúreo y en los cirenaicos, incluido Aristipo de Cirene) puede aportarnos en este sentido. Y digo también, porque su vitalismo, asimismo se basa en el pensamiento de Nietzsche. Aquí me contentaré con compartir algunas de sus ideas fuerza, desde su obra La construcción de uno mismo (2000). Y lo enmarco es su testimonio personal: “Fallecí a la edad de diez años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daba ganas de vivir eternamente” (2008, p. 15); muerte más real que simbólica que marca su original pensamiento: su filosofía será su autobiografía, la historia de su propio cuerpo, sus experiencias, sus predilecciones, porque para él los conceptos filosóficos son vacíos si no se encarnan. Refiriéndose a Epicuro, dice:

Así, pues, prestando oídos a lo que nos dice Epicuro, es preciso tomar en consideración el cuerpo que piensa una proposición teórica y luego la encarna en condiciones históricas precisas. La idea, como es de sospechar, actúa eficazmente en las antípodas de un platonismo que borra la biografía, disimula el cuerpo como si fuera una embarazosa prueba del delito, niega el momento histórico o geográfico para tomar únicamente en cuenta las ideas puras, el cielo inteligible y la causalidad ideal, esto es, cifras, nombres, ideas, formas… La realidad epicúrea procede de la tierra, de una realidad encarnada, de una causalidad fenomenal reductible a encadenamientos racionales. (2007, p. 172)

Y en otra obra (2008) dirá, al manifestar lo que es su enfoque filosófico: “El objetivo platónico es teórico y elitista; el epicúreo, práctico y existencial. La historia de la filosofía se articula globalmente sobre estos dos tropismos: una práctica teórica a puerta cerrada, un compromiso existencial con la vida cotidiana” (p. 74).

Sin embargo, quedan tres preguntas sobre este hedonismo, o este “jovial utilitarismo”, como él lo llama. Primero, la sabiduría epicúrea consiste en la satisfacción moderada de los placeres simples y naturales, tanto espirituales como sensibles, como ya se señaló. Esta sabiduría es un modelo de mesura, que combina la virtud y el placer, lo opuesto a ese utilitarismo que apela al cálculo como el único punto de referencia. En la búsqueda del placer, ¿qué es calcular? El cálculo se basa en una evaluación del máximo disfrute posible: disfrutar y hacer disfrutar. Cierto, pero ¿qué me asegurará en mi cálculo, que mi disfrute sigue siendo bien compartido y compartible por los demás, sí procede de mi propia sensación? La relatividad de gustos, sabores, olores, brevemente del placer, por el contrario, podría hacerme pensar que son difíciles de compartir. Por eso el hedonismo es aristocrático y solitario. Sabemos muy bien lo difícil que es respetar la subjetividad de la persona amada en su libertad. Recuerdo cómo Sartre (1972) piensa en esta dificultad, ya que el amor es el deseo de deseos, el deseo de posesión [4]. El amor es una relación entre dos conciencias, donde cada uno requiere que el otro lo perciba como una extensión necesaria del yo. Luego el único amor posible sería el compromiso puro, sin el deseo de reciprocidad.

Segundo, ¿estamos seguros de que entendemos lo que deseamos? Con Freud es claro cómo ese oscuro objeto del deseo se relaciona en parte con una fantasía inconsciente. ¿No se equivocan los humanos sobre el objeto que desean para alcanzar la felicidad? Y hoy, ¿no vemos cómo, en su forma de mercancía, el placer al que se nos invita es un simulacro? ¿No hay en esta exaltación de goce, en esta banalización dionisíaca del deseo, en este frenético culto hedonista, algo tan patógeno y mortal como la inhibición que ha reemplazado? Este triunfo de los impulsos desencadenantes, bajo el pretexto de la liberación, no es acaso lo opuesto a la liberación que genera la armonización de la existencia, que es en sí una elevación difícil. Como dice Deleuze (2004): “Hay mucho odio, o miedo con respecto al deseo, en el culto del placer” (p.80).

Tercero, ¿nos ofrece Onfray un saber filosófico sistematizado? Onfray, curiosamente, nos dice: “defiendo igualmente una concepción pasada de moda en filosofía: la del pensamiento totalizador, la del sistema. Defiendo, en efecto, un pensamiento vigoroso, sólido, estructurado, coherente, y pretendo examinar la totalidad de los saberes posibles” (2008, p. 83). O sea, un saber inespecífico, ecléctico, que reflexiona muchos temas diversos y hasta lejanos, pero con un eje conductor: la defensa del deseo, del placer, de la corporalidad, del hedonismo que para él consiste en “gozar y hacer gozar” (p. 82). Con Onfray no hay como caer en un pesimismo radical, aunque tampoco se trata de un optimismo ingenuo, porque solo intenta resaltar lo más positivo de la vida, o mejor, lo único que somos, corporalidad: “Cuando se lea pasión, amor, sentimiento y corazón, hay que entender deseo, placer, libido y sexo; (…) en cuanto los idealistas hablen de falta, fusión y plenitud, los materialistas replicarán con exceso, descarga y soledad” (2002, p. 81).

Pienso que todo esto adquiere sentido si entendemos lo que Onfray pretende. ¿Contra qué pelea? Él es un filósofo que se propone narrar “otra” historia de la filosofía. Con un espíritu nietzscheano, recupera puntos de vista soslayados, autores considerados menores o poco importantes, ideas descartadas en algunos períodos del pensamiento filosófico, sólo porque, en el contexto correspondiente, alguien más se impuso, por diversas razones: Sócrates y Platón sobre los sofistas, el neoplatonismo de los Padres de la Iglesia frente a ideas más hedonistas y epicúreas, la lógica analítica de Wittgenstein por encima de un pensamiento más cercano a la tradición de la eudaimonía, entre muchos otros ejemplos. Y es, en parte, desde ese “otro” lugar donde Onfray sostiene su lucha: la convicción de que la filosofía es, desde sus orígenes, una sucesión de principios, organizados con cierta coherencia, para ayudarnos a vivir mejor, a comprender la existencia, a afrontar y desafiar las contrariedades y desencantos propios de la vida:

Por mi parte, no me satisface una filosofía de pura búsqueda que consagra lo esencial de su tiempo y de su energía a reclamar las condiciones de posibilidad, a examinar los zócalos epistémicos sobre los cuales se pueden plantear las cuestiones. Prefiero considerar, en el otro extremo de la cadena reflexiva, la suma de las afirmaciones y de las soluciones útiles para vivir una existencia lanzada a toda velocidad entre dos nadas. (2002, p.41)

El conjunto de su pensamiento se propone, simplemente, realizar el antiguo proyecto epicúreo: gozar del puro placer de existir. Y para el quehacer filosófico ello significa que se logre comprobar en la construcción de un mundo (sistema) de conceptos el peso de una vida concreta y la consistencia de una biografía. No podemos negar que buena parte de la filosofía tradicional idealista, pero también buena parte del quehacer filosófico actual repite dichos esquemas escolásticos: discusiones interminables sobre temas abstrusos, retórica al infinito, términos sofisticados e indefinibles, prácticas autistas y muchos otros síntomas del “Sócrates funcionario” o profesor de filosofía, que para Onfray se resumen en la figura de Hegel. Pero también hay que reconocer que esa tradición existencial ha sobrevivido en personas como Montaigne, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard y muchos otros, con obras filosóficas (Ensayos, El mundo como voluntad y representación, Así habló Zaratustra o La repetición) que también pueden producir efectos en la vida concreta como lo hace la Carta a Meneceo de Epicuro. A la pregunta: ¿Cuál es la prueba del filósofo?, respondemos: “Su propia vida”.

Ese obscuro objeto del deseo, según Luis Buñuel

Luis Buñuel es un director mexicano de origen español (1900-1983); uno de los genios que ha producido la historia del cine, autor de varias películas, bastante personales, en las que se vislumbra la influencia del surrealismo español más riguroso. Fascinado por la poesía de vanguardia (creacionismo y ultraísmo), algo que nunca dejaría y sería una constante en su forma de comprender el cine, publicó poemas y algunos textos en prosa antes de convertirse en cineasta después de ver Las Tres Luces (1921), de Fritz Lang. Tres períodos marcan su obra cinematográfica: el primero claramente surrealista, por su colaboración con Salvador Dalí en El perro andaluz (1928) y La edad de oro (1930). El segundo, después de una película pro-republicana, Madrid (1936) cuando huye del régimen de Franco y se radica en México; de ese periodo son películas como Los olvidados (1950), Subida al cielo (1952) o Ensayo de un crimen (1955). Luego vendrá el tercer período, marcado por su colaboración con Jean-Claude Carrière, con películas más clásicas, como el Diario de una camarera (1963), Belle de jour (1966), La vía láctea (1968), Tristana (1970), El discreto encanto de la burguesía (1972) y la última, Ese oscuro objeto del deseo (1977). Estos diferentes períodos nunca le quitaron a su trabajo esa temprana inspiración surrealista [5] y, a pesar de su gran diversidad, rara vez una obra ha ofrecido tanta unidad. El mismo Buñuel (1982) lo expresa así en sus memorias:

Al igual que todos los miembros del grupo yo me sentía atraído por una cierta idea de revolución. Los surrealistas que no se consideraban terroristas, activistas armados, luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal el escándalo. Contra las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la religión, el militarismo burdo y materialista, vieron durante mucho tiempo en el escándalo, el revelador potente capaz de hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que había que derribar... Sin embargo, el verdadero objetivo del surrealismo no era el crear un movimiento literario, plástico, ni siquiera filosófico nuevo, sino el de hacer estallar a la sociedad, cambios, la vida... Por primera vez en mi vida había encontrado una moral coherente y estricta, agresiva y clarividente que se oponía a la moral corriente que nos parecía abominable, pues nosotros rechazábamos en bloque los valores convencionales. Nuestra moral se apoyaba en otros criterios: exaltaba la pasión, la mixtificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas... nuestra moral era más exigente y peligrosa pero también más firme, más coherente y densa que la otra. (pp.105-106)

Pese a su éxito en Francia (casi toda su obra desde 1963), los orígenes de su humor absurdo y cruel, de su escrupuloso (casi morboso) examen de la moral y la represión burguesa, de su obcecación por la religión, lo erótico, la muerte y las desdichas humanas, hay que buscarlos en lo mejor del realismo español (Quevedo, la novela picaresca, Goya, Valle-Inclán, entre muchos otros), que en Buñuel se armonizará con su firme óptica surrealista. Estas dos influencias, terciadas por sus extraordinarias dotes de observador de las personas, con una perspectiva casi entomológica, a veces cruel, pero siempre inteligente, dan a sus películas un aire bastante personal.

Ubico esta película al interior de ese pensamiento realista/surrealista que la alimentó. Lo que caracteriza al surrealismo de sus obras es la confrontación del deseo con la censura social o religiosa [6]. Lo que el surrealismo ama por encima de todo, es la transgresión de los códigos sociales (véase Un perro andaluz o La edad de oro). Cincuenta años después de esta película hecha con Dalí, Buñuel, en Ese oscuro objeto de deseo, regresa con la ironía insolente y provocativa. Pero esta vez, no como llamado a la liberación sexual: es contra otra alienación, más insidiosa pero más profunda, porque se plantea como una falsa liberación: el sexo sin corazón es tan alienante como lo inverso. Los atentados, los asesinatos, los sabotajes, que aparecen una docena de veces en el filme, son sólo las metáforas de ese terrorismo sentimental y sexual (hoy diríamos “acoso sexual”).

Sin embargo, pienso que Buñuel no quería ilustrar una tesis, y por lo tanto hay que dejar una puerta abierta a la pluralidad de interpretaciones. De hecho, la película se centra en desviar nuestra inteligencia racional, en favor de una red de emociones inteligentemente compuesta por diversas intervenciones paródicas, rupturas narrativas, duplicaciones, repeticiones, efectos irónicos o disminuciones de su tono. Más allá de las bombas que explotan todo el tiempo en la película, ella misma es una bomba que quiere enfrentar todos los mitos (la mujer fatal, la virginidad, el machismo, el amor-pasión, la liberación sexual, la religión, la salvación por la violencia revolucionaria). La película realmente no sigue la novela de Pierre Lou, La mujer y el pelele, en la que se inspira, pues realiza un cambio de perspectiva, al no quedarse en las relaciones sadomasoquistas de los personajes, sino considerar otros puntos de vista [7].

Primero veamos la trama: es una búsqueda que se intensifica en proporción a la resistencia de la mujer amada, Conchita, interpretada por dos actrices, Carole Bouquet y Angela Molina (extraña duplicación [8]). La película se desarrolla en Sevilla, y Don Mateo (Fernando Rey), un gran burgués, acosa con el ardor del temperamento machista a Conchita, quien siempre rechaza su deseo. Poco antes de que el tren salga hacia París, un pasajero lanza un cubo de agua a una señorita en el andén. El caballero, Mateo, es un hombre maduro de clase alta que, ante la sorpresa de sus acompañantes en el vagón (el voyerismo estará presente desde el comienzo de la película), relata su historia con la joven desde que se conocieron, cuando Conchita empezó a trabajar como doncella en su casa. A partir de este momento, ella disfrutará inflamando el deseo de Mateo para después rechazarlo una y otra vez. La película narra, pues, la historia afectiva entre Mateo y Conchita. El primero está acostumbrado a conseguir todo lo que se propone; Conchita, siendo de una clase social inferior, usa todas sus “armas” de mujer para atraer y utilizar a Mateo. Buñuel presenta a Conchita como una mujer inteligente, que sabe que en el momento que mantenga relaciones sexuales con él, este dejará de desearla; por eso siempre lo provoca para obtener todos sus caprichos, sabiendo que él no se negará, expectante por saciar su deseo. En una de las ocasiones, Mateo lleva a Conchita a su casa de campo donde ella le había prometido que se entregaría. Allí ella demora el momento, y cuando por fin se meten en la cama, Mateo se percata de que porta un corsé, a modo de coraza, que visualmente muestra la imposibilidad de cumplir el deseo. Pero, incluso Conchita no abandona a Mateo cuando consigue que este le compre una casa. Vuelve hacia él con la intención de mantener una relación afectiva, a la que Mateo se niega, de la misma forma en que Conchita lo hace frente a las relaciones sexuales.

La película comienza pues con el final, con el espectáculo de una violenta pelea con Conchita, y entre la escena del “baldado de agua” y la historia que comienza a contar, ya ha ocurrido una explosión. No sobran unas palabras sobre esta atmósfera de ataques. Buñuel aborda todos los mitos y prejuicios que atraviesan el amor. Por un lado, el consumo del deseo que mata el deseo, y que, sin embargo, es intrínseco al amor. De ahí esta atmósfera de ataques. Rompe los mitos y los prejuicios que saturan la cabeza de Mateo. Además, Mateo se está muriendo; en cierto modo es un mundo que desaparece. Por otro lado, vemos que hay un paralelo entre el terrorismo político y el terrorismo sentimental y sexual (la amenaza y la violencia están en todas partes y los disparos o las bombas son tan impredecibles y amenazantes como las relaciones de pareja).

En esa escena donde aparece, incongruente y metafóricamente, un saco de yute, ¿significaría el lugar oculto de la mala conciencia, o los deseos reprimidos del inconsciente? Creo que no conviene caer en la interpretación psicoanalítica, un poco fácil, de todos los símbolos de la película. De hecho, como el mismo Buñuel dice (1982):

La imaginación es nuestro primer privilegio. Toda mi vida, luché por aceptar, sin tratar de comprender, las imágenes compulsivas que se me presentaban. Por ejemplo, en Sevilla, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, al final de la escena, abruptamente le pedí a Fernando Rey, por una súbita inspiración, que recogiera un gran saco de yute de maquinista que estaba colgado en el banco y lo pusiera sobre su hombro cuando se iba (...) todo el equipo estuvo de acuerdo, y yo también, al decir que la escena era mejor con el saco. ¿Por qué? Imposible decirlo a menos que caigas en los clichés del psicoanálisis, u otra explicación. Es el horror de entender. Felicidad para dar la bienvenida a lo inesperado. (p. 150)

Ahora bien, lo que más me interesa es identificar ciertas perspectivas de esta película frente a la cuestión del deseo. Primero, resalto la omnipresencia del terrorismo en la película. Buñuel pertenece al grupo surrealista, y sabemos de la fascinación de algunos de ellos, incluido Bretón, por el terrorismo. Fue Breton quien dijo que el principal acto político sería salir con un revólver y disparar a la multitud. Para Buñuel, es este radicalismo aterrador lo que se cuestiona, y él cree que es el tema principal de nuestro tiempo. No se trata de un gusto por el ataque anarquista en sí, sino de una preocupación por la violencia ideológica, sea de izquierda o de derecha. (En El diario de una camarera será la violencia antisemita de extrema derecha lo que se cuestiona).

Segundo, enfatizo la ambivalencia del deseo, que en la película toma la forma de un desdoblamiento con las dos actrices intérpretes de Conchita. Se mantiene la tradición de la mujer fatal, desde Pandora (hay una escena del filme en que ella tiene entre sus manos una caja revestida de conchas, que abre para ofrecer un caramelo a Mateo; en ese momento preciso retorna la imagen del tren atravesando un lóbrego túnel) hasta Carmen (la leyenda de la bella andaluza, ardiente y bailaora), pasando por la Lolita de Nabokov (1955) o la inaccesible Jean Seberg de Al final de la escapada (Godard, 1960). ¿Es el símbolo de la dualidad femenina (ángel demoníaco), arcaico mito cultural, o de la dualidad misma del deseo?

Es que la oscuridad del objeto del deseo consiste en ser, a la vez, singularidad y pluralidad. Singularidad porque se trata de nuestra propia esencia, pero también pluralidad porque prospera sólo en los deseos de los demás. Pero como el otro es cambiante, sometido a la representación, es irreductible a la fantasía que nos hacemos de él. Aquí destaco la insistencia de la música que acompaña la última escena del filme: El oro del Rin de Wagner, en la voz de Brunehilda (“la virgen indomable”). Como Conchita esta mujer es inaccesible e incognoscible. Se trata de una feminidad metafórica, porque con Buñuel, la cuestión no es psicológica. Me parece que también debemos situar esta película en el contexto de la revolución y los movimientos de liberación feministas [9]. Sin embargo, y retomando lo que dije sobre el arte de Buñuel: la película frustra las interpretaciones, desafía nuestra mirada racional y desenfoca las pistas. De hecho, como en otras películas, por ejemplo, El diario de una camarera, la visión buñueliana de las relaciones sociales es bastante oscura. Conchita, por supuesto, se rebela contra el deseo de apropiación del gran burgués, pero ¿no está ella también deseosa de un lugar soleado con suficientes rentas y propiedades?

Volvamos a esta ambivalencia del deseo: se expresa también en su relación con el otro. El objeto de mi deseo no se puede superponer al objeto del deseo del otro. Esto explica por qué Buñuel, desdoblando un mismo personaje, refuerza esa característica del amor, la de ser siempre extraño, como en el mito del Banquete platónico: Eros tiene esta doble naturaleza, quiere poseer, pero sin alcanzar nunca su objetivo. Por eso Eros permanece siempre enamorado y artista, ama la extrañeza, pero también puede enfrentar lo real, verlo en su auténtica verdad, sin proyectar en él lo que queremos que sea. El amor no está oculto en el espacio del único imaginario; también es el principio que ilumina la realidad más elevada, hablando como Platón. Para retomar la visión filosófica platónica, podríamos interpretar estos tormentos de amor como los de ese Eros mendigo, que no tiene nada, que busca sin encontrar su satisfacción. Está el otro, en su alteridad, que frustra mis planes. Mi ego es derrotado por esta alteridad irreprimible que se me impone.

Entonces, el deseo del otro me impone esa otredad, este “no agarrar” como dice Levinas. La caricia, explica Levinas (1977), “consiste en no apresar nada, en solicitar lo que se escapa sin cesar de su forma hacia un futuro nunca lo suficientemente porvenir, en solicitar lo que se escurre como si todavía no fuese aún” (p. 267). ¿Podemos ver en esta película algo que nos acerque más al amor cortés medieval, donde esta escurridiza otredad nutre mi amor, alimenta la fuerza de mi deseo, sin limitar nunca al otro, ni agotar mi ardor? Es obvio que esta concepción se opone al principio del placer, y que es más bien el principio de la realidad lo que es esencial.

Retomo el análisis de Levinas, a través de ese bello libro de Finkielkraut (2017) que es La sabiduría del amor, para señalar que el amor al prójimo parece poco realista o ilusorio, porque vemos allí la mera ambición de una voluntad de posesión, que mata el amor y mata al otro en su propia alteridad. Al contrario, hay que entender la relación original con los demás de forma diferente:

Antes de ser la fuerza alienante que amenaza o que hechiza al yo, la otra persona es la fuerza eminente que rompe las cadenas que atan el yo a sí mismo, que lo desatasca, que lo libera del fastidio, que lo desocupa de sí mismo y lo libera así del peso de su propia existencia. Antes de ser mirada, el Otro es rostro. El Otro es rostro, no destino infernal. (p.24)

Dado que no hay pensamiento sin alguien que piense, siguiendo a Rosenzweig [10] (2007) podemos afirmar que el pensamiento lógico (esencial) es del “pensador pensante”, mientras que el pensamiento dialógico (existencial) es del “pensador hablante”. El primero sólo piensa algo; el segundo está siempre escuchando o hablándole a alguien real y concreto, deseando y sintiendo. El primero se basta a sí mismo para pensar esencias (como un solipsismo racional); el segundo requiere del otro para dialogar existencialmente, o sea de verdad, necesitando del otro, y, lo que es lo mismo, tomando en serio la temporalidad e historicidad humanas. Creo que estos son los dos filosofemas decisivos de nuestra actualidad. Ahí está también el corazón de la filosofía levinasiana: el tiempo y el otro. El pensamiento encerrado en sí mismo (que no entiende ni acepta la diferencia ni la otredad), no requiere del otro, y, lo que es lo mismo, no toma en serio al tiempo; es como pensar la inmanencia de la conciencia. En cambio, el pensamiento existencial, consiste en pensar la trascendencia absoluta del otro; es diálogo de alteridad e historicidad, pleno de humanidad, es pensamiento ético de la responsabilidad concreta con y para los demás, y supone aceptar la diferencia y la diversidad. Por eso, la realidad humana es social (así sea un infierno en el sentido sartreano) antes de ser razonable; la vida es una novela (o una película) antes que un tratado filosófico.

Tratando de concluir lo que aún no está terminado: ¿Qué desear?

La existencia humana puede vivirse, experimentarse, de múltiples formas. No es lo mismo captar, percibir, seducir, vislumbrar, observar, analizar, reflexionar, aprender, enseñar y comprender, aun cuando todas esas acciones vitales puedan englobarse en la idea de “experimentar [11]”. Un auténtico filósofo, que realiza una reflexión filosófica crítica y pertinente es, precisamente, quien tiene una experiencia (digamos que tiene una “experiencia saboreada y gozada”) a partir de y en su propia praxis. La filosofía es entonces la acción que se deleita al saborear la experiencia vital y, haciéndolo, la transforma (genera cambios) y evoluciona en sí misma como pensamiento; es una actividad que supone una reflexión no solamente intelectual, y una crítica, no simplemente racional.

En el prólogo de su obra La “reflexión” cotidiana: Hacia una arqueología de la experiencia, el filósofo chileno Humberto Giannini (1987) dice algo que compartimos:

Cuando se dice que la filosofía tiene un aspecto esencialmente autobiográfico –e incluso diarístico– se está diciendo de otro modo que la filosofía, sí quiere conservar su seriedad, sus referencias concretas, no debe desterrar completamente de sus consideraciones el modo como el filósofo viene a encontrarse implicado y complicado en aquello que ex-plica. (…). Y esto lleva, a nuestro parecer, a abordar directa, sistemáticamente, el tema de la vida cotidiana, que es lo que haremos en los próximos capítulos. (p. 11)

¿Qué nos quiere decir este pensador? Que el auténtico filosofar viene adherido a las cosas cotidianas, a las vivencias ordinarias que el filósofo experimenta cada día, sin por ello desistir del rigor académico, ni tampoco renunciar a nuestro deseo de trascender. Si la filosofía tiene que ver con cuestiones propias e inseparables de la realidad humana, cuestiones existenciales o vitales, cuestiones generalmente tan normales, cotidianas y recurrentes que son ignoradas, es necesario, entonces, que su observación, análisis, reflexión y problematización vaya acompañada por estimulantes del deseo que generen placer y, con ello, vayan contribuyendo a una vida mejor, más plena y feliz:

Hay que partir del deseo. No solo porque “el deseo es la esencia misma del hombre”, como escribe Spinoza, sino también porque la felicidad es lo deseable absoluto, como lo demuestra Aristóteles, y finalmente porque ser feliz es, al menos en una primera aproximación, tener lo que se desea. Encontramos esta última idea en Platón, en Epicuro, en Kant y, en el fondo, en cada uno de nosotros. (Comte-Sponville, 2001, pp. 26-27)

Un filósofo es, en sentido estricto, quien ha logrado percibir la conformidad profunda entre deseo y realidad. Desear la sabiduría es ansiar el deseo como anhelo pertinente y total. Así interpreto a Lyotard cuando escribió: “Filosofar no es desear la sabiduría, es desear el deseo” (1989 p. 95).

Cuando hablo aquí de deseos y creencias/saberes (sea como estados o como actitudes intencionales) lo hago siempre correlacionándolos con el resultado de la acción, es decir, que actuamos para satisfacer deseos (y aquí la creencia estaría al servicio del deseo) o deseamos para posibilitar una acción (y aquí el deseo estaría en manos de la creencia). Es obvio, entonces, que entiendo el quehacer filosófico en sentido activo: filosofar no es sólo pensar, o quedarse extasiado ante lo que nos asombra; es un pensar reflexivo y praxeológico que termina siendo una forma de vida y de acción comprometida. En otras palabras: nos interesa ante todo que nuestras creencias den en el clavo porque de no ser así los deseos correlativos jamás podrían satisfacerse. Y ello significa que, sí tenemos las creencias adecuadas, nuestros deseos van a ser apropiados; o que si nos confundimos sobre nuestros deseos puede haber sido porque los contenidos de nuestras creencias fueron manipulados. Las creencias no sólo dependen de las posibilidades de la acción sino también de la “mismidad” de nuestros deseos. Es filósofo quien encauza sus fuerzas en la lucha contra la confusión del deseo. Como dirá Nietzsche en toda su madurez: “Pues toda pulsión es dominadora: y en cuanto tal intenta filosofar” (1999, p. 6). La acción se inicia en el interior de todo pensador.

Recuerdo ahora ese bello poema de Rosalía de Castro [12] en el segundo libro de Follas Novas (2009), con el desasosegante título de ¿Quén non xime? (¿Quién no gime?), que plantea la angustia íntima y profunda, el desacougo (malestar, angustia existencial) propio del mundo moderno; siento que desvela la relación de ese mundo con esa contingencia del deseo que algunos llaman confusión. Versos que invitan a seguir pensando la misión de la filosofía en el mundo que nos ha tocado y donde, por suerte o desgracia, han de andar juntos el pensador y el poeta, como también enseñó Heidegger, sobre todo cuando ocurre la absoluta separación entre lo exterior y lo interior. Con Rosalía, pero también con Heidegger, hay que pedir paciencia, la virtud más filosófica y la más ardua e inalcanzable:

Cand’ unha peste arrebata (Cuando una peste arrebata)
homes tras homes, n’ hai máis (hombres tras hombres, no hay más)
qu’ enterrar de présa ós mortos, (que enterrar de prisa a los muertos)
baixa-la frente, e esperar (bajar la frente y esperar)
que pasen as correntes apestadas… (que pasen las corrientes apestadas)
¡que pasen… qu’ outras vendrán! (que pasen… que otras vendrán)
(Follas Novas, 11, 37) [13]

Cuando en filosofía nos referimos al deseo, es imposible no retomar el diálogo platónico El Banquete que nos recuerda que el quehacer filosófico es una búsqueda incesante del deseo de desear, por el simple placer de hacerlo. Por la doble naturaleza originaria de Eros, ya lo dijimos, el amor surge como un impulso activo que lleva a desear las cosas buenas y bellas, es decir, la sabiduría. Ese impulso activo es el deseo que está conectado a lo que Lyotard llama una “estructura de presencia y ausencia” (Lyotard 1989 p. 88). El amor siempre es conciencia de la ausencia de perfección, por eso se relaciona con el deseo (búsqueda, indagación, impulso) que supone la actividad misma del filosofar.

Creo que las verdades no sólo se dicen, se tienen que experimentar, vivir, y desde ellas construir nuestras vidas en la realidad cotidiana. Porque la verdad no es simplemente correspondencia entre el hecho y la “realidad” (¿cuál realidad? … un problema ontológico inmenso), ni entre el hecho y su interpretación (de por sí ya una cuestión epistemológica muy ardua), sino que la verdad nace del deseo vital, de la lucha caótica por existir.

Referencias

Baudrillard, J. (2009). La sociedad de consumo. Sus mitos. Sus estructuras. Siglo XXI.

Bretón, A. (2008). El amor loco. Alianza Literaria.

Buñuel, L. (1982). Mi último suspiro. Plaza & Janes.

Calvo, A. (1991). “Filosofía y deseo” en Universitas Philosophica 17-18: 9-25. https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/vniphilosophica/article/view/11570

Comte-Sponville, A. (2001). La felicidad, desesperadamente. Paidós.

De Castro, R. (2009). Follas novas. Akal.

Deleuze, G, (2004). Spinoza. Filosofía práctica. Fábula Tusquets Editores.

Deleuze, G. y Parnet, C. (1980). Diálogos. Pre-Textos.

Epicuro (1987). Lettres et maximes. PUF.

Giannini, H. (1987). La “reflexión” cotidiana: Hacia una arqueología de la experiencia. Editorial Universitaria.

Juliao, C.G. (2015). Siempre a un paso de ser profundamente humano. Momentos de lucidez existencial. Uniminuto. http://hdl.handle.net/10656/4209

Juliao, C.G. (2019). Tomar la filosofía en serio. Aproximaciones praxeológicas al oficio de filosofar. Uniminuto. https://hdl.handle.net/10656/7362

Levinas, E. (1977). Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Sígueme.

Finkielkraut, A. (2017). La sabiduría del amor. Generosidad y posesión. Gedisa.

Kant, E. (2000). Lógica. Un manual de lecciones. Akal.

Lyotard, J-F. (1989). ¿Por qué filosofar? Paidós.

Nietzsche, F. (1999). Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro. Alianza.

Nussbaum, M. (2003). La terapia del deseo: Teoría y práctica de la ética helenística. Paidos Ibérica.

Onfray, M. (2000). La construcción de uno mismo. La moral estética. Perfil.

Onfray, M. (2002). Teoría del cuerpo enamorado. Pre-Textos.

Onfray, M. (2007). Las sabidurías de la antigüedad. Contrahistoria de la filosofía I. Anagrama.

Onfray, M. (2008). La fuerza de existir. Manifiesto hedonista. Anagrama.

Platón (1983). El banquete. Fedón. Fedro. Ediciones Orbis.

Rojas, E. (2004). Los lenguajes del deseo. Claves para orientarse en el laberinto de las pasiones. Temas de hoy.

Rosenzweig, F. (2007). La Estrella de la Redención. Sígueme.

Santiago, G. (2008). Intensidades filosóficas. Sócrates. Epicuro. Spinoza. Nietzsche. Deleuze. Paidos.

Sartre, J. P. (1972). El Ser y la Nada. Losada.

Sztajnszrajber, D. (2019). Filosofía en 11 frases. Ariel.

Referencias filmográficas

Buñuel, L. (director) (1928). El perro andaluz [película]. Les Grands Films Classiques.

Buñuel, L. (director) (1930). La edad de oro [película]. Vicomte de Noailles.

Buñuel, L. (director) (1936). Madrid [película].

Buñuel, L. (director) (1950). Los olvidados [película]. Ultramar films.

Buñuel, L. (director) (1952). Subida al cielo [película]. Producciones Isla.

Buñuel, L. (director) (1955). Ensayo de un crimen [película]. Alianza Cinematográfica Española.

Buñuel, L. (director) (1963). Diario de una camarera [película]. Speva, Filmalliance, Filmsonor (Francia) y Dear Film (Italia).

Buñuel, L. (director) (1966). Belle de jour [película]. Robert et Raymond Hakim; Paris Film Productions; Five Film.

Buñuel, L. (director) (1968). La vía láctea [película]. Greenwich Films Production (Francia) y Fraisa (Italia).

Buñuel, L. (director) (1970). Tristana [película]. Época Films; Talia Films; Selenia Cinematográfica; Les Films Corona.

Buñuel, L. (director) (1970). El discreto encanto de la burguesía (1972) [película]. Greenwich Film Productions.

Buñuel, L. (director) (1977). Ese oscuro objeto del deseo [película]. Greenwich Film Productions; Les Films Galaxie; In-Cine Compañía Industrial Cinematográfica.

Lang, F. (director) (1921). Las tres luces [película]. Decla-Bioscop AG; Decla-Bioskop.



NOTAS

[1Ver la entrevista concedida, el 11 de abril de 2019, a Amalia Mosquera, y publicada en Filosofía&Co, en https://www.filco.es/dario-sztajnszrajber-filosofia-demoledora-de-toda-firmeza/

[2El verbo latino tal vez proviene de la expresión “de sidere” (fuera de las estrellas), con el significado de “extrañar, echar de menos” o literalmente “esperar a lo que las estrellas nos traigan”; y, por tanto, en sentido figurado “buscar, desear”.

[3El epicureísmo es la escuela filosófica más difamada en la historia occidental, al punto que el imaginario popular no deja reconocer su auténtica doctrina. Esta deformación comenzó cuando Epicuro fundó su escuela: bastó la reiterada aparición del término placer en sus enseñanzas para suscitar recelos al punto de compararlo con un cerdo (Timón de Fliunte fue el primero en usar esta imagen porcina, que luego popularizaría Horacio, en su IV Epístola, donde se describe a sí mismo como un “Epicuri de grege porcum”). Diógenes Laercio relata todo esto en el Libro X, 3-9 de su Vida y opiniones de los filósofos ilustres. Luego, estoicos y cristianos se encargarían de mantener este desprestigio; Dante, por ejemplo, lo condena al sexto círculo de su infierno.

[4“¿Por qué el amante quiere ser amado? Si el amor (…) fuera puro deseo de posesión física, podría ser (…) fácilmente satisfecho (…) el amor quiere cautivar la ‘conciencia’. Pero ¿por qué (…)? ¿Y cómo? La noción de ‘propiedad’, por la cual (…) se explica el amor, no puede ser primera (…) ¿Por qué iba a querer apropiarme del prójimo sino (…) en tanto que (…) me hace ser? (…) esto implica (…) un cierto modo de apropiación: queremos apoderarnos de la libertad del otro (…) el que quiere que lo amen no desea el sometimiento del ser amado. No quiere convertirse en el objeto de una pasión desbordante y mecánica. No quiere poseer un automatismo y, si se quiere humillarlo, basta hacer que se represente la pasión del ser amado como el resultado de un determinismo psicológico: él se sentirá desvalorizado en su amor y en su ser” (1972, p. 458).

[5El surrealismo, surgido del dadaísmo, tuvo su apogeo en Francia durante los años veinte y comienzos de los treinta influyendo primero en la literatura con escritores como Bretón (su principal representante), Apollinaire, Aragon, Eluard, Desmos, Peret, Soupault y Reverdy; luego se extiende a las artes plásticas donde sobresalen Dalí, Miró, Giacometi, Man Ray, Delvaux, Masson, Tanguy, Ernst y claro, Buñuel. Es una posición ideológica, política y social, frente y contra los valores burgueses tradicionales, que pretende un cambio, expresado en una clara provocación con un innovador estilo formal.

[6Se puede ver El amor loco de André Bretón (2008), que pese a de ser uno de sus escritos fundamentales sigue siendo un enigma para el lector español. Malpartida, editor, prologuista y traductor de la edición española del clásico surrealista, lo describe como “azar, hallazgo, pasión”, como “libro de vagabundeo” de innegable valor, y señala que “seguir a Breton por sus vagabundeos por París o Tenerife es asistir al acto mismo de la creación poética”. Este libro fusiona crónica, ensayo y poema en prosa, casualidad y deseo, lo vital y lo onírico, en una perspectiva donde el ser humano y el mundo mantienen siempre una misteriosa y mágica interrelación.

[7Parece que el Marqués de Sade influyó bastante en Buñuel desde que leyó Las 120 jornadas de Sodoma en los años 1920, antes del rodaje de La Edad de Oro, cuando era una novela prohibida: “Me causó una impresión mayor aún que la lectura de Darwin”. Desde ese momento su cine estuvo impregnado de las ideas del Marqués, sobre todo aquella que Buñuel resume así: “La imaginación es libre, pero el hombre no”.

[8Buñuel siempre dijo que fue algo casual y que las escenas se repartieron indiferentemente. Pero algunos autores han querido identificar a una con lo espiritual y a otra con lo más pasional, identificándolas con las dos hermanas sadianas: Justine, ejemplo de la virtud, y Juliette, prototipo del vicio.

[9Es curioso que Buñuel, al referirse a esta película diga: “A los homosexuales no les gustó esta película. Nunca comprenderé porqué”.

[10Rosenzweig es un pensador judío que se propone la ambiciosa tarea de ofrecer nuevas categorías y valores filosóficos que sustituyan los construidos desde Parménides hasta Hegel, pues, según él, dicha filosofía terminó en el siglo XIX, como “viejo pensamiento” que cumplió su tarea al pensar la Totalidad; ahora se requiere una manera nueva de pensar. La Estrella de la Redención recoge el trabajo de toda su vida, y refleja, en una sistemática tan audaz como la hegeliana (aunque totalmente opuesta a ella), todos los caminos y fases de la experiencia humana, pero situando en el centro a la Biblia en vez de la filosofía griega clásica.

[11El concepto experiencia tiene una historia muy “cargada”, pues ella, como origen incontenible de todo contenido posible del pensar, se presenta como límite –principio y fin– de todo concepto, empezando porque la experiencia es intransferible, pues siempre hay que hacer la prueba por sí mismo. Además, porque el lenguaje nunca logra expresar (conceptualizar) la experiencia vivida: puede servirme para relatar (testimoniar) lo que he experimentado, pero no puedo hacer partícipe al otro, gracias a mi relato, de la experiencia misma que él podría tener (sentir en sí mismo) y cuyo resultado sería diferente del mío. Y, sin embargo, una experiencia no es cualquier vivencia sino la elaboración de lo experimentado en un relato significativo para otros. Por último, si se acepta que la reflexión filosófica es “hacer la experiencia” de un concepto desde los límites que lo determinan (lógicos e históricos) esto vale sobre todo para el concepto mismo de experiencia, que es, de algún modo, el concepto del límite como tal. En base a lo anterior se puede caracterizar el “experimentar filosófico” con estos tres rasgos: (a) implica una construcción articulada de los acontecimientos (no es un mero registro de datos) porque la experiencia se hace (no se tiene pasivamente); (b) tiene un carácter intersubjetivo pues, si bien es el sujeto quien experimenta, sólo en la medida en que cuenta con los elementos de una tradición que le dé sentido a su vivencia y la inscriba en un marco comunitario, la transforma en auténtica experiencia; y (c) la experiencia no es anterior al lenguaje ni está separada de él, pues el lenguaje es el medio que la hace posible, que la constituye. Si enmudecemos ante algo, sin poder comunicarlo, significa que seríamos incapaces de “hacer la experiencia” de dicha vivencia.

[12Rosalía de Castro (1837-1885) tanto en gallego como castellano. Considerada entre los grandes poetas españoles del siglo XIX, es figura emblemática del Rexurdimento gallego, no solo por su obra (Cantares gallegos es la máxima obra de la literatura gallega contemporánea), sino por terminar siendo el símbolo del pueblo gallego. Además, junto con Bécquer, es considerada precursora de la poesía española moderna.

[13Este poema fue cantado por Amancio Prada: https://www.youtube.com/watch?time_continue=12&v=2NDgxd6Jmds