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Lo ominoso irreductible
Entrevista a Ivana Bristiel
Ivana Bristiel

Escuela de Orientación Lacaniana - AMP

ivanabristiel@gmail.com

1. En 1919, Freud introduce el “factor infantil” para hablar de la génesis del sentimiento ominoso y retoma el cuento de El Hombre de Arena, ubicando cómo las ficciones literarias realizan un tratamiento sobre lo unhemlich.
¿Considera que el cine y las series actuales aportan elementos nuevos respecto de lo que planteaba Freud para pensar lo ominoso?

Para Freud lo ominoso es aquello que excita angustia y horror, es también un fenómeno que se acompaña con la desorientación del sujeto. En su texto dice que es “algo dentro de lo cual uno no se orienta” y acto seguido agrega que cuanto mejor esté orientado el hombre en su medio, menos se manifestará este fenómeno de lo ominoso.

Esa orientación, si la leemos a la luz de la enseñanza de Lacan, alude a la red significante que hace de marco del mundo. Esto es, las ficciones necesarias y a la vez contingentes que hacen historia envolviendo al objeto y velándolo. Este, como resto de la operación significante sobre el cuerpo de la biología, es para el parlêtre el referente de un goce indecible e ineliminable que está más allá de lo simbólico —o más bien más acá— y que pone en marcha a la maquinaria significante instituyendo al Otro e instalándose en su centro. Desde allí, es el recordatorio de un goce que insiste incansablemente desde lo más íntimo — familiar— , pero que siempre será extranjero para el parlêtre. Un éxtimo que hace litoral entre el sujeto y el Otro, incluído en ambos pero que no perteneciendo a ninguno, siempre dislocado. Es ese elemento y sus manifestaciones las que sorprenden y desorientan al sujeto cuando, eso que debería permanecer oculto se atisba.

Si pensamos esta cuestión desde el discurso freudiano, es vía el complejo Edipo-castración que una orientación posible se instala. La angustia de castración, como motor de la represión, insta a tender redes significantes ahí donde no estaban para interceptar lo pulsional que se impone.

Lacan en su Seminario 10, “La angustia” ubica a lo siniestro como aquello que permite abordar el tema de la angustia. Allí ubica a estos dos conceptos concatenados, y nos dice que la angustia da cuenta de ese momento en el cual “no hay red”.

También en este Seminario dice que el neurótico “hace de su castración lo que le falta al Otro”, consagra su castración al Otro para alojarse en su deseo como aquello que lo colmaría, ya que es inconsistente. La falta habilita la red significante que vela el agujero, si ese entramado se abre —aunque sea por un instante— , lo que queda evidenciado para el sujeto es su posición de objeto a merced del goce del Otro y la angustia se manifiesta. Ésta germina en el yo, que es su almácigo, y se afinca alrededor del núcleo traumático sexualidad- muerte. Ella es un afecto, es del orden de lo que se siente en el cuerpo vivo. La vida, que involucra al sujeto y su cuerpo, se engendra apuntalándose en las necesidades básicas que no pueden prescindir de un Otro auxiliador, como lo llama Freud. Es la prematuración inherente al humano la que indefectiblemente introduce al primer objeto de amor, a las fijaciones pulsionales indelebles que lo acompañan y a sus consecuencias. Ese Otro es aquel que cumple la función no sólo nutricia, sino también de los cuidados, provocando en el niño sensaciones corporales, placeres y displaceres. Ese Otro suele ser la madre, primera seductora del niño, y el primer objeto erótico para él.

Volviendo al tema de lo ominoso, Lacan es claro en su Seminario cuando dice que no es la nostalgia del seno materno lo que engendra la angustia, sino su inminencia. Esto es, cuando no se introduce para el niño la posibilidad de que esa madre falte, cuando la falta que produce deseo es perturbada, se produce lo más angustiante para el niño. La toda madre es ominosa para el niño, porque deja ver no su deseo, sino su goce. El goce del Otro que Lacan en este mismo seminario relaciona al íncubo -un demonio que se posa sobre su víctima con intenciones sexuales-, un “ser que te oprime el pecho bajo el peso opaco de goce extranjero”. Ahí el sujeto queda reducido a un objeto que indefectiblemente será tomado por el Otro como objeto para su goce.

Este goce nos recuerda al deseo materno tal como lo sitúa Lacan en su Seminario 17, como la presencia — sin ausencia— angustiante de un deseo enigmático y loco signado por el capricho y por fuera de toda la ley, que siempre produce estragos. Es la boca del cocodrilo y su cierre impredecible cuando el palo de piedra que debería proteger se ausenta. El falo y su significación tejen una red significante que regula, no todo, ese deseo imprudente. La maquinaria del fantasma se aceita para evitarle al sujeto caer en la cuenta de que convertirse en un bocadillo para esas fauces voraces es una posibilidad. Pero eso se entrevé cuando el mecanismo trastabilla, ahí el horror se presentifica.

“Santa Clarita Diet”

Hoy día encontramos en el cine y las series actuales madres devenidas en seres diabólicos y horrendos capaces de devorar, matar, e incluso de cosas peores. Ahí en donde se espera la madre nutricia, de los cuidados, la esposa cariñosa y dedicada a la familia, la pantalla nos devuelve a una madre devenida verdadera mujer con las fauces abiertas de par en par dispuestas a engullir al otro como objeto, a gozar de él sin restricciones.

Un ejemplo creo que podemos encontrarlo en la serie “Santa Clarita Diet”. Esta exitosa serie norteamericana, producida por Víctor Fresco y protagonizada por Drew Barrymore, Timothy Olyphant y Liv Hewson, es una comedia de humor negro que aborda de un modo completamente original una temática que hasta ahora se presentaba de un modo trillado para los televidentes, me refiero al mundo zombie. La vida de los protagonistas, Sheila, Joel y su hija Abby, transcurre en Santa Clarita -California- en donde ellos se desempeñan como agentes inmobiliarios. Pasando raudamente por lo concerniente a la infección zombie -en lo que generalmente ponen el eje otras producciones- la serie se centra en los vericuetos que tendrá que atravesar la familia, tras la infección de la madre, para mantener las apariencias de una vida normal. Una mañana Sheila despierta como una muerta viva, si bien en un principio tratan todos de hacer caso omiso a esta situación, la cosa va de mal en peor por la constante y delirante transformación que ella irá teniendo. Un deseo ilimitado, una pura pulsión sin brújula, se expresan en su creciente apetito por personas vivas y en una energía excesiva que se combina con la deflación, hasta casi la desaparición, de las inhibiciones. Las pulsiones desbocadas se coronan con un impulso sexual insaciable con el que el marido, un simple mortal, deberá arreglárselas. Ninguna regulación queda en pie para ella, caen las barreras éticas y estéticas, y con ellas las formalidades y conductas sociales esperables. Los roles de madre, esposa, vecina ya no son referentes. La serie gira en torno a cómo mantener oculto ese secreto a vecinos y amigos, pero fundamentalmente el foco está puesto en el dilema de Sheila, cómo “seguir viviendo” normalmente con sus impulsos cada vez más desregulados.

2. Cecilia Abatz (periodista-escritora) en su newsletter Viejo Smoking refiere que los cuentos infantiles han sido despojados de sus asperezas. “No quieran saber cómo era la versión original de Caperucita Roja”, dirá.
Encontramos actualmente una tendencia en las versiones modernas de las ficciones infantiles clásicas que quitan el punto de horror. ¿A qué considera que responde este fenómeno?

Con Freud y luego con Lacan, sabemos que hay un trauma que es ineludible para el parlêtre. No me refiero a los episodios traumáticos que pueden suceder en una vida, sino aquel que remite a sexualidad y muerte, punto de agujero en lo que al significante concierne. Este trauma concierne al cuerpo libidinal, al momento de constitución del mismo en el cual se mezclan la pulsión de muerte con las de vida para dar paso a lo humano, a la relación del el Otro con el objeto. Hay una fijación de goce ligada al resto que escapa a la simbolización, una insistencia pulsional compulsiva y atemporal. Lo traumático es la no relación sexual que hace tropezar cualquier armado simbólico que un intento de respuesta, una defensa. Las ficciones, como construcción simbólico-imaginaria, auxilian una y otra vez al sujeto a tramitar ese encuentro inevitable con un goce que no se metaforiza, ni se metaboliza. Es en ese acto que evita el horror frente a la castración -nombre freudiano del no hay relación sexual- que, sin saberlo, se conmemora aquello que se está evadiendo.

Si, como recuerda Freud en su texto “Lo ominoso”, las ficciones son aquellas que “descollan en el arte de producir el efecto ominoso” y además, son las que nos permiten espiar e indagar ese terreno sosteniendo la justa distancia con lo siniestro del encuentro con la propia castración. Freud lo dice sutilmente en su texto cuando nos dice que “el autor nos hace mirar a nosotros mismos por las gafas o los prismáticos del óptico demoníaco, y hasta que quizás ha atisbado en persona por ese instrumento” (Freud, “Lo ominoso”, p. 230).

Los niños son más lúcidos respecto al real de la sexualidad en juego y a la amenaza que ésta conlleva, su sexualidad es perversa polimorfa. Vía las ficciones realizan un tratamiento sobre eso insimbolizable que asedia, la amenaza de castración, el cuento del Edipo, las neurosis infantiles y sus síntomas, así lo testimonian. Pasar por lo simbólico aquello que es del orden del afecto es necesario para la constitución subjetiva.

Las creaciones literarias que tradicionalmente evocan puntos de horror son soportes de los que el niño se sirve para la elaboración de ese real que angustia. La buena intención de los adultos en su afán de proteger al niño de ciertas escenas atroces los empujan a buscarlas en otras partes, solos y sin mediación. Es que sin saberlo los exponen a encontrarse cara a cara con eso que antes colocaba en el lobo devorador de abuelas. El encuentro con lo horroroso es inevitable, porque sexualidad y muerte están ahí desde el inicio de la subjetividad. Mejor que eso venga acompañado de palabras e imágenes, porque el niño, advertido de que eso lo precede y excede, necesita colocarlo en algún lado. Él escucha o ve, una y otra vez, la misma historia perturbadora para que eso pueda diluirse en el mar significante.

3. Richard Brody, crítico de cine de la revista New Yorker, escribió que Barbie, recientemente estrenada, es una película sobre política, sobre la necesidad y la posibilidad que la cultura nos ofrece de extrañar lo familiar para producir cambios sociales ¿Qué opina acerca de esta potencia política que podría derivar de lo ominoso?

La película Barbie derrocha belleza, o por lo menos lo que hegemónicamente, en este tiempo y algunas culturas, se entiende por tal. Margot Robie, interpreta el papel de la Barbie estereotipo, la protagonista de la película que es un ejemplo de esto. Rubia, de facciones delicadas, con ropa impecable y a medida -rosa hasta el hartazgo-, con un humor angelical, sumamente amable, una chica naif.

También su mundo, Barbieland, sigue esta línea. Es perfectamente ordenado, cada cosa está siempre en su lugar que, además, es el “correcto” para garantizar un entorno plenamente confortable y familiar. Cada día es igual al anterior y, tal como ella lo expresa en un momento, “no podría ser mejor”. Reina la armonía y la completud, no hay contradicciones, preguntas, enojos, ni incomodidades, los sentimientos son tan predecibles, como acotados.

Todo encaja en un engranaje perfecto de felicidad y plenitud donde nada falta, a excepción del deseo y la vagina. Con Lacan sabemos que la función de lo bello, lo sublime, es la de ser el último velo antes de la cosa, el real en juego. Esta barrera protege pero a la vez deja vislumbrar el horror.” Barbie esconde a plena vista la castración, nos recuerda un poco a Olimpia, la inquietante muñeca del cuento de Hoffman “El hombre de arena”.

Esta muñeca, hecha para ser la imagen “perfecta” de una mujer adulta, carece de genitales femeninos. Así, mantiene a distancia la castración, mientras que la indica. No falta por parte de las niñas y niños que juegan con ella la observación sobre lo que ahí debería estar. La curiosidad infantil hace imposible pasar por alto ese detalle. Esto se desliza al pasar en la película cuando todo se convulsiona. Barbie, que está siempre sonriente y radiante, comienza a incomodarse con esa repetición inmutable de los días, lo “humano” se acerca y con ello los errores y contingencias que invaden la secuencia de las acciones diarias. Su cuerpo comienza a cobrar vida dejando atrás a la muñeca, tanto en las partes visibles para el espectador — deja de estar en puntas de pie— como en las que se esconden debajo de sus polleras. El equilibrio se rompe, el espejo ya no le devuelve una imagen perfecta, se prueba distintos vestuarios, ninguno la convence. El cuerpo la incomoda, no sabe cómo caminar, su sonrisa habitual se le presenta como extraña, la mira desconfiada. Lo que ella no sabe es que ahora tiene un cuerpo con el cual tendrá que arreglárselas, y el punto máximo está en el momento en que ella, ya viva, viaja al mundo real y aparecen las necesidades fisiológicas. También los lazos, hasta el momento superficiales e inocentes, se tiñen de rareza.

Y el alivio aparece por fin para el espectador que, luego de un primer momento de fascinación por ese universo ideal, se empalaga y empieza a desconfiar de esa burbuja color chicle que intuye va a explotar, y lo hace a la par del despertar de la pubertad. Queda claro en la película que el cambio que Barbie experimenta, y que la lleva de ser un estereotipo a una “rara” es un nuevo modo de juego “duro” de su dueña en el mundo humano que ahora aparece cargado de emociones incomprensibles y contradictorias.

Será en el viaje que hace para encontrarse con la niña de la cual fue juguete en el cual Barbie, ahora atenta a lo que pasa y le pasa, se encontrará con su propia tontera y misoginia respecto de lo femenino.

Ahora la Barbie devenida mujer, encuentra todo eso que le era tan familiar como algo extranjero.
En ese punto la película puede ser un punto de apoyo interesante para poner sobre la mesa lo ominoso irreductible que la feminidad envuelve sin extinguir. Lo que Barbie nos enseña es que ni el semblante, ni las ficciones podrán apaciguar ese real sexual que insiste y que se cuela siempre de algún modo, y cómo ser mujer no es sin eso.



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