[p. 45-59]
No estar en casa. Jentsch y Freud, sobre lo siniestro en el mundo artificial
Her | Spike Jonze | 2013; 2001 A Space Odyssey | Stanley Kubrick | 1968; Blade Runner | Ridley Scott | 1882; The Terminator | James Cameron | 1984; The Matrix| Lana y Lilly Wachowski | 1999; Ex Machina | Alex Garland | 2015
Darío Sandrone

Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba

dariosandrone@unc.edu.ar

El deseo humano de dominar intelectualmente su entorno es muy fuerte. La certeza intelectual proporciona un refugio psíquico en la lucha por la existencia. Sea como fuere, significa una posición defensiva contra el asalto de fuerzas hostiles, y la falta de tal certidumbre equivale a la falta de cobertura en los episodios de esa guerra interminable del mundo humano y orgánico en aras de la cual se erigieron los bastiones más fuertes e inexpugnables de la ciencia
(Jentsch, 2008, p. 227).

Introducción

Si simplificamos los enfoques desde los que el cine ha tratado el vínculo entre humanos y robots, podríamos resumirlos en dos polos. Por un lado, un enfoque “amo y esclavo”, en el que los robots y las inteligencias artificiales se vuelven violentamente contra sus creadores e incluso intentan terminar abruptamente con la especie humana. La fórmula se repite en muchos de los villanos robóticos de la ciencia ficción del siglo XX: “HAL 9000”, en 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick, 1968); “el replicante Roy Batty”, en Blade Runner (Ridley Scott, 1882); “T-800”, en The Terminator (James Cameron, 1984); “el agente Smith”, en The Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999) por nombrar solo algunos de los más conocidos. Por otro lado, en el polo opuesto, se ha explorado el enfoque de la empatía y la vida común, incluso amorosa entre humanos y robots. En Her (Spike Jonze, 2013) el protagonista se enamora de un sistema operativo que, si bien es inmaterial, posee una interfaz sonora interpretada por la voz de Scarlett Johansson. Por otra parte, Ex Machina (Alex Garland, 2015) podría leerse como una recreación del test de Turing en clave sexual. El matemático inglés había propuesto en 1950 que si un evaluador humano no puede distinguir entre las respuestas de una computadora y las de otro ser humano, debe admitir que no hay diferencia entre la inteligencia de ambos. La película toma esa idea para narrar un experimento en el que se pretende que un joven programador sea seducido por un robot. La tesis es que si los autómatas pueden enamorarnos, entonces, no podemos negar que son como nosotros. “— ¿Es usted real? —Sino no nota la diferencia, ¿importa?”. Este diálogo podría ser de “Ex Machina”, sin embargo, proviene de la serie de HBO, Westworld (Jonathan Nolan y Lisa Joy, 2016) que toma elementos de ambos enfoques: la relación amor-odio atraviesa los vínculos humanos-robots. [1]

Sin duda, la idea de una sociedad de humanos conviviendo con robots ha dejado de ser una fantasía de Ciencia Ficción para convertirse en una realidad cotidiana. La era digital ha dado lugar a un nuevo repertorio de seres artificiales, como softwares, algoritmos, bots e inteligencias artificiales, que conviven, interactúan y empatizan con comunidades humanas, en torno a actividades tradicionalmente atribuidas a la dinámica social. Vivimos actualmente entre sistemas robóticos de todo tipo que realizan junto a nosotros, y en ocasiones, en lugar de nosotros, actividades en el ámbito laboral, pero también en la esfera doméstica. Generalmente asociamos los robots con mecanismos móviles autónomos que responden de forma “inteligente” a un estímulo externo (en esta definición entran desde los brazos robóticos de la industria hasta los automóviles autónomos), pero en una definición más amplia, cualquier sistema que permita automatizar una actividad y dar respuestas coherentes a una demanda humana puede ser clasificado de esta forma. Alexa, de Amazon, y Siri, de Apple, por tomar dos casos de las marcas comerciales más populares, son voicebots basados en inteligencia artificial que interactúan con humanos utilizando el lenguaje natural. Más recientemente, el acceso público a CHATGPT, de OpenAI, puso a los chatbots en el centro de los debates.

Este fenómeno, por un lado, ha rehabilitado una suerte de cyberanimismo en que nuestra vida social transcurre rodeada de “presencias psíquicas” informacionales (Davis, 2023, p. 37), con las cuales conversamos en lenguaje coloquial, les encargamos tareas, les consultamos dudas y confiamos más o menos en sus respuestas como en la de nuestros congéneres. La causa y la consecuencia de este nuevo escenario social consiste en que los desarrolladores informáticos de estos artificios “explotan por igual las leyes de la naturaleza como las de la percepción humana” (Davis, 2023, p. 44). No solo investigan cómo desarrollar mejores materiales, mejores canales de información, mejores sensores para recopilar datos que permitan a estos seres ser más sociales, sino, también, investigan cómo, cuándo y porqué los seres humanos percibimos y reconocemos a los demás seres humanos y por qué interactuamos con ellos de una forma específica, diferente de cómo lo hacemos con artefactos. En la convergencia de esos dos registros, el técnico y el psíquico, radica lo que recientemente se ha dado en llamar “robótica social”, un campo en auge que busca el diseño de robots con ciertas habilidades interactivas necesarias para cumplir funciones educativas, terapéuticas o de compañia (Dautenhahn, 2007). Para que estos artefactos, los robots, funcionen como agentes sociales en interacción con humanos (y otros robots) no es suficiente que posean inteligencia artificial, es necesario, además, que posean inteligencia social.

Las investigaciones en Interacción humanos-robots (HRI, por sus siglas en Inglés) se enfrentan a numerosos desafíos. Para lograr una mejor experiencia de los usuarios, uno de los aspectos en los que más están interesados los desarrolladores es representar una “cara” o una “voz” que genere empatía entre los humanos. La expresión es fundamental: que sonría, que se muestra perplejo, que cambie el tono al hablar, que se vea preocupado. El arte de construir la expresión no es algo nuevo, los fabricantes de marionetas y autómatas han buscado ese secreto desde hace siglos. Hay una destreza técnica notable en diseñar la mediación entre el mundo técnico y el mundo psicológico, entre los elementos mecánicos, geométricos, matematizables, calculables, y los elementos difusos, ambiguos, cualitativos de la mente humana. La expresividad es, sin duda, uno de los aspectos humanos más difíciles de objetivar en una máquina. Diseñar un artefacto expresivo, es diseñar un artificio que parezca tener un yo, que logre la transición de “signos materiales a signos de alguien” (Gutierrez, 2021, p. 187). Es ponernos frente “un objeto moralmente visible por ser emocional, expresivamente significativo” (p.187).

Por su parte, en la década de 1950 y 1960, Gibert Simondon se acercaba al fenómeno de los robots desde una perspectiva escéptica, algo contraintuitiva frente al panorama que describimos anteriormente: “el robot no existe [es] solamente un producto de la imaginación y de la fabricación ficticia, deI arte de la ilusión” (Simondon, 2007, p. 32). Otra forma en la que Simondon planteó esta tesis es la siguiente: “El robot es una imitación del hombre cuya finalidad funcional es imitar al hombre. El robot supone entonces un espectador para el cual existe la ilusión, un tercer término que es la conciencia espectadora más allá del imitador y de lo imitado” (p. 47). Esto no significa que no existan los automatismos técnicos que interactúan con el ser humano, pero la reducción de estos automatismos a la figura del “robot” puede verse como una operación psicológica para lo cual proponía una nuevo ámbito de indagación: “la Psicología de la tecnicidad” (p. 35).

En el siguiente artículo nos interesa abordar lo que tal vez sea uno de los aspectos relevantes para construir ese campo de estudio: la noción de unheimlich (alemán)/uncanny (inglés), como un tipo de sentimiento en los seres humanos, en las “conciencias espectadoras”, que tiene como una de sus fuentes la convivencia con seres artificiales (artefactos, máquinas, sistemas técnicos) que nos remiten a lo humano. Aquí nos encontramos con tres dificultades. La primera es idiomática. Unheimlich es la palabra alemana que suele traducirse como siniestro, aunque algunas traducciones también puede encontrarse como ominoso. En inglés, se lo puede encontrar traducido como eerie, aunque el término más utilizado es uncanny, que muchas veces suele ser traducido al español como inquietante, y en otras ocasiones como extraño. Es fácil extraviarse entre significados y no son pocos los momentos en los que uno se pregunta si se sigue hablando de lo mismo. Eso nos lleva a la segunda dificultad, la dificultad conceptual. Estas palabras intentan capturar un sentimiento, un estado de ánimo, una sensación de extrañamiento pero que, aún así, no puede ser claramente definido como amenazante o peligroso. Las dificultad idiomática y la conceptual están relacionadas, pues la mayoría de los autores que abordan el fenómeno apelan a la etimología para describir el contenido del concepto que refiere al sentimiento. La tercera dificultad es la causal. Si aceptamos que el sentimiento es algo, no es fácil establecer qué lo provoca, si un mecanismo psicológico o un rasgo de un elemento externo, de una cosa, de una situación, de un sitio, de un objeto tecnológico o de una obra artística.

En 1970 el robotista japonés Masahiro Mori (2012) detectó un efecto psicológico de rechazo ante los androides demasiado parecidos al ser humano. Lo llamó El valle inquietante [The Uncanny Valley]. La noción de uncanny, desde luego, ha sido relacionada con el célebre texto de Freud, de 1919, sobre lo unheimlich. Freud niega que ese sentimiento tenga origen en una incertidumbre intelectual al no saber si se está con algo humano o no humano (las muñecas de cera o los autómatas son ejemplos mencionados en el texto). Lo siniestro, es, antes que nada, una sensación, no corresponde al campo intelectual. Para Freud, los seres imaginarios y ficticios de los mitos y las leyendas populares, muchas de ellas incorporadas en nuestra niñez y que permanecen en nosotros como creencias infantiles que nunca abandonamos, operan en el origen de lo siniestro. En su texto, Freud polemiza con Ernst Jentsch (1867-1919), un psicólogo de la percepción que había escrito un ensayo sobre lo unheimlich unos años antes, y que Freud reconocía como uno de los únicos textos serios sobre el tema en la época, aunque no coincidiera con sus conclusiones. El Valle inquietante al que alude Mori para los robots, también ha sido vinculado con las ideas de de Jentsch, en relación con los vínculos psíquicos que nos unen a los artefactos antropomórficos (Wang, Lilienfeld y Rochat, 2015)

Siguiendo esa hipótesis de trabajo, en el presente artículo nos interesa analizar el contrapunto entre Jentsch y Freud alrededor de lo unheimlich. Es necesario, no obstante, hacer algunas aclaraciones previas para delimitar nuestro objeto de indagación. En primer lugar, nos circunscribimos a lo escrito por estos dos autores en los ensayos específicos sobre el tema y no indagaremos otros textos de la obra de ninguno de ellos. Tampoco recurriremos a comentadores ni bibliografía secundaria. No se trata de un estudio detallado de los autores. Nos interesa, en cambio, explorar el concepto de unheimlich, no en sí mismo, ni en su relevancia como concepto teórico para el psicoanálisis, sino como efecto de un encuentro con seres artificiales expresivos, algo que tanto Jentsch como Freud analizan. Nuestro objetivo a largo plazo es elaborar una reflexión sobre lo unheimlich, como herramienta conceptual para abordar nuestro vínculo con las entidades robóticas cada vez más difundidas, en el marco de una “psicología de la tecnicidad”. En función de eso, nos interesa recortar, enfatizar y analizar lo que en en estos dos ensayos se refiere a la relación psíquica que los humanos establecen con los artefactos, cuando estos adquieren formas, funciones o expresiones humanas. Nos proponemos, finalmente, establecer una comparación entre una versión cientificista y cognitivista del vínculo humano-artefacto (propia de Jentsch) y una mirada mitológica y psicoanalítica (propia de Freud), con el objetivo de extrapolar esa tensión a fenómenos actuales del escenario cyberanimista informacional que hemos mencionado al comienzo. Tal tarea no podrá ser emprendida aquí, sino que quedará pendiente para próximos trabajos.

Ernst Jentsch y la incertidumbre categorial como fuente de lo Unheimlich

Ernst Jentsch (1867-1919) fue un psiquiatra alemán que se desenvolvió en el campo de la psicología de la percepción y la estética, campo del que podríamos decir que fue pionero. En particular, le interesaba el fenómeno de la ambigüedad perceptiva, esa propiedad o mecanismo de la percepción humana para interpretar de diferentes maneras una imagen o un estímulo. A Jentsch le atraían los vínculos entre ese fenómeno mental y su utilización en la literatura y el arte (aunque también se ha preocupado por la música) para provocar una respuesta emocional en el espectador o lector. No solamente se interesaba por la literatura, y escribió ensayos sobre autores como E.T.A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, sino que él mismo publicó novelas y cuentos. En el solapamiento entre la ficción y la psicología, Jentsch encontraba el terreno apropiado para analizar el entramado entre la percepción, la imaginación y la experiencia estética.

Uno de sus ensayos más conocidos fue Zur Psychologie des Unheimlichen [Sobre la psicología de lo siniestro], [2] publicado en 1906, en el cual aborda el concepto de lo siniestro en la literatura y la experiencia cotidiana. Desde un principio hace explícita la necesidad de acudir al origen de las palabras para acercarse conceptualmente al fenómeno. Unheimlich: “esta palabra parece expresar que alguien a quien le ocurre algo «extraño» no se encuentra del todo «en casa» o «a gusto» en la situación en cuestión, que la cosa le es o al menos le parece extraña.” (Jentsch, 2008, p. 217). Para Jentsch, el término también sugiere una “falta de orientación” (p. 217), interpretación que será criticada posteriormente por Freud. Desde la perspectiva de Jentsch importa menos definir qué es unheimlich, que encontrar y caracterizar las condiciones psíquicas que lo hacen posible. Evidentemente, se trata de una “excitación afectiva” (p. 218), pero aquello que lo provoca no se encuentra en el ámbito de los afectos, sino en “el dominio intelectual de las cosas nuevas” (p. 218). Existe entonces un vínculo causal entre la novedad objetiva y la desorientación subjetiva que produce un sentimiento inquietante. “Estar en casa”, en un sentido amplio, no solamente hace alusión a estar en un sitio que reconocemos como nuestro hogar, sino estar bajo el resguardo de las “circunstancias habituales” (p. 218), de las prácticas sociales tradicionales y heredadas, de la regularidad en las operaciones del mundo, “como ver salir el sol cada mañana” (p. 218). Lo cotidiano no solo es bienvenido sino además autoevidente, está allí sin que nadie lo note, es parte de “los procesos ideativos de la persona ingenua desde la primera infancia, como una costumbre normal que no requiere comentario” (p. 218).

En definitiva, habitar esa esfera, en la que reina lo viejo/conocido/familiar es “estar en casa”, y se entiende que para Jentsch, “no estar en casa” se relacione con la aparición en la psiquis de una persona de lo nuevo/extranjero/hostil (p. 218). [3] La novedad pone en crisis lo conocido, lo autoevidente, produciendo una desorientación, una confusión intelectual en la conciencia del individuo, que genera las condiciones psicológicas para la emergencia de lo unheimlich.

Por otro lado, a pesar de que Jentsch parece haber descifrado la causa universal del sentimiento de lo siniestro, señala que las predisposición a que emerja no es la misma en todas las personas, sino que varía según la edad, condición social, formación intelectual o rasgos personales del individuo. Por ejemplo, este sentimiento puede aparecer con facilidad en la niñez, cuando, por falta de experiencia en el mundo, todo lo cotidiano puede generar extrañeza y la sensación de que un “oscuro misterio” se esconde detrás de todo (Jentsch, 2008, p. 219). Esta predisposición infantil puede persistir en algunas psiquis adultas, sobre todo cuando tienen tendencias reflexivas. Lo siniestro está relacionado con el carácter dubitativo de las definiciones intelectuales para elaborar un juicio claro de las entidades del mundo, y, desde el punto de vista de Jentsch, una de las formas de evitar que emerja ese sentimiento es fortalecer “las capacidades intelectuales para la evaluación de una situación” (p. 219). Para Jentsch, existen dos elementos que pueden ser contraproducentes para ello. Por un lado, “una actividad asociativa excesiva y también, por ejemplo, una tendencia a una reflexividad inusualmente fuerte”(p. 219). Esta tendencia en la actividad mental puede impedir la elaboración de un juicio: “esto es X o esto es Y”. Siempre ese juicio concreto puede ser cuestionado por reflexiones y asociaciones abstractas. El otro elemento es la proliferación desenfrenada de la fantasía, cuyo resultado es que “la realidad se confunde de forma más o menos consciente con las adiciones del propio cerebro perceptor” (p. 220).

Para Jentsch, no es necesario que estas dos causas se articulen perfectamente, ni que se den en extremo, ciertos aspectos de cualquiera de ellas se pueden presentar en cualquier momento, generando una sensación de incomodidad en el individuo, incluso, en las situaciones más inocentes. Por ejemplo, hay gente que no la pasa a gusto en una fiesta de disfraces. Los disfraces, generalmente, tienen el propósito de incomodar a los demás, pero en una fiesta se acepta que todos son cómplices de la travesura por lo que se desarticula toda sorpresa. Sin embargo, es posible que el sentimiento de incomodidad aparezca en algunas personas, sobre todo si tienen personalidades nerviosas producto de algunos problemas como sueño ligero, estados de embotamiento, depresión, casos graves de agotamiento o enfermedad, fobias, secuelas de experiencias terribles o cualquier episodio que conlleva un “trasfondo psíquico derivado de una base anormal” (p. 220). Todos estos condicionamientos psíquicos, junto a las extrañas y excepcionales circunstancias del entorno, como una fiesta de disfraces, generan las condiciones adecuadas para que surja el sentimiento de unheimlich. Más aún, para Jentsch las afectaciones de los órganos también son circunstancias que predisponen mejor al surgimiento de esta sensación de extrañamiento, como la oscuridad de la noche, o la permanencia en un taller ruidoso donde uno no puede escuchar sus propias palabras (p. 220).

El sentimiento de lo siniestro también surge ante el extrañamiento que produce una técnica extraña o enigmática, ajena a las posibilidades de comprensión del individuo. Más allá de la admiración que provoca la notable técnica de un cirujano, o la sorpresa que provoca la valentía y astucia de un faquir que traga gasolina y se hace enterrar, en ambos casos, aparece una sensación de incertidumbre provocada por el desconcierto sobre cómo se dieron las condiciones para tales destrezas. Cierta sensación de incomodidad y extrañamiento acompaña la admiración. Es por eso que, para Ernst Jentsch, el hombre culto, experimentado y de mundo tiene menos posibilidades de encontrarse con la sensación de unheimlich.

La posición afectiva del individuo mentalmente subdesarrollado, mentalmente delicado o mentalmente dañado ante muchos incidentes ordinarios de la vida diaria es similar al matiz afectivo que la percepción de lo inusual o inexplicable produce generalmente en el hombre primitivo ordinario (...) No siempre son sólo los niños los que observan al hábil prestidigitador —o como quiera que se llame ahora— con cierto nerviosismo. (Jentsch, 2008, p. 221)

La concepción de Jentsch es la de un ilustrado intelectualista, que distingue entre dos polos para caracterizar a un sujeto. Por un lado, el polo desarrollado/adulto/mentalmente sano/experimentado, por el otro, subdesarrollado/niño/mentalmente dañado/ingenuo. Los sujetos cuya estructura psíquica se acerque al segundo polo son, desde su punto de vista, más proclives a ser atravesados por el sentimiento de lo unheimlich ante la aparición de un evento novedoso o incomprensible. En su ensayo, Jentsch asume que es posible, con instrucción y educación, o meramente con el paso del tiempo, modificar las estructuras psíquicas para pasar del polo negativo al polo positivo, aunque también reconoce que en ciertas personas es cuestión de temperamento, y que en tales casos no es posible alterar esa predisposición.

Por otro lado, este plano subjetivo, encuentra su complemento objetivo en el análisis de Jentsch. Más allá de la disposición del sujeto, existe un determinado tipo de evento perceptivos o cognitivo que, con independencia de la conformación subjetiva individual, posee una fuerza objetiva para generar un sentimiento siniestro en las personas. Se trate de un adulto o de un niño, de alguien instruido o de alguien ingenuo, en el primer párrafo de la segunda parte del ensayo, Jentsch plantea que la incertidumbre sobre si un objeto es algo vivo o, en cambio, es algo inerte, constituye la principal causa del surgimiento de lo unheimlich.

Entre todas las incertidumbres psíquicas que pueden convertirse en causa de que surja el la sensación de lo Unheimlich, hay una en particular que es capaz de desarrollar un efecto bastante regular, poderoso y muy general: a saber, la duda sobre si un ser aparentemente vivo está realmente animado y, a la inversa, la duda de si un objeto sin vida puede estar animado — y, más precisamente, cuando esta duda sólo se hace sentir oscuramente en la propia conciencia. El estado de ánimo dura hasta que se resuelven estas dudas y luego suele dejar paso a otro tipo de sentimiento. (Jentsch, 2008, p. 222)

Para Jentsch se trata de un juego entre apariencias y realidad, que implica a la percepción, la lógica y la verificación empírica. Por ejemplo, cuando algo que parecía inanimado de repente comienza a moverse, existen dos posibilidades, que la fuente de movimiento sea psíquica, es decir que esa cosa que se mueve sea “alguien”, o, en cambio, que la fuerte del movimiento sea mecánica, es decir, que estemos en presencia de una máquina o un autómata. La percepción es limitada y en muchos casos no nos permite acceder a la naturaleza del movimiento percibido ni de su causa. Esa duda, entre dos categorías, lo vivo y lo mecánico, genera las condiciones para que aparezca en la conciencia de la persona afectada “un sentimiento de terror” (Jentsch, 2008, p. 222). Para Jentsch, dado que lo que provoca el miedo es una duda categorial de origen cognitivo, que ha sido denominada “hipótesis de incertidumbre categórica” (Wang, Lilienfeld, Rochat, 2015, p. 396), y que impide elaborar un juicio sobre una entidad en el mundo, la resolución proviene de una investigación, de manipular la situación o de intervenir en ella para develar el misterio. Si pronto se descubre que lo que se mueve era un ser orgánico, el fenómeno queda explicado y cesa. No obstante, sí es una máquina, no está garantizado la desaparición del sentimiento inquietante, sobre todo porque, como explicó anteriormente, una máquina que tenga rasgos antropomórficos o antropodinámicos puede ser algo novedoso para ciertas personas, y lo novedoso desorienta.

Un hombre salvaje tiene su primera visión de una locomotora o un barco de vapor, por ejemplo, tal vez por la noche. El sentimiento de inquietud será aquí muy grande, pues como consecuencia del enigmático movimiento autónomo y de los ruidos regulares de la máquina, que le recuerdan la respiración humana, el gigantesco aparato puede fácilmente impresionar a la persona completamente ignorante como una masa viviente. (Jentsch, 2008, p. 222)

De este ejemplo, es interesante notar que Jentsch cambia de tema. Lo que provoca el sentimiento inquietante aquí no es la duda acerca de si aquello que se mueve está vivo o es una máquina, sino que, despejada esa duda, bajo la certeza de que se trata de una máquina, es la similitud real entre entre esta y un ser viviente, más aún, entre esta y un ser humano, lo que ahora provoca el sentimiento inquietante. A pesar de tener la certeza de que se trata de una máquina, aún se ve en ella algunos rasgos que nos recuerdan a lo vivo, y ese recuerdo es lo que llama “principio del espantapájaro”: “la timidez de muchos animales puede tener su origen en el hecho de que ven realmente al objeto vivo de su terror” (Jentsch, 2008, p. 222, la cursiva es mía). El principio del espantapájaro no se reduce a la incertidumbre categorial, porque no hay una duda intelectual sino una suerte de certeza basada en una percepción: esta máquina se parece a un humano.

Dado que el principio del espantapájaros no excede la incertidumbre categorial, puede extenderse a otro tipo de entidades de las que no dudamos su naturaleza, como las muñecas de cera. Al entrar, por ejemplo, en la sala de un museo donde hay estatuas de cera (Jentsch, 2008, p. 222) rodeadas de personas que las están contemplando, cierto sentimiento inquietante puede envolvernos en un primer momento.

No es casualidad que se haya ocupado de estas estatuas porque los museos de cera, aunque ya no tienen una gran presencia en la cultura, lo tuvieron en el siglo XIX. Quienes hayan tenido la experiencia de estar frente a una estatua de cera, sin otro ser humano alrededor, en una habitación vacía y silenciosa de algún museo, saben que nos invade un pequeño escalofrío al pararnos delante de esa figura que, a pesar de tener aspecto humano, no es humana sino una obra artificial. Tal vez aquí pueda ayudarnos el escritor británico, Mark Fisher, quien recientemente ha definido a lo unheimlich como un tipo particular de experiencia estética, cierta sensación que nos evocan algunos cuentos, novelas, películas o series. Esa sensación que nos invade es percibida como “la manera en que el mundo doméstico no coincide consigo mismo” (Fisher, 2018, p.11).

Sin embargo, aunque lo unheimlich sea una sensación producida por construcciones humanas, la sensación misma no es una construcción. Señala Fisher, en ese sentido, que en ocasiones nos podemos encontrar con lo unheimlich “en bruto” (p.75), cuando estamos en determinado espacio o paisaje, sin que nadie haya querido inspirar ese sentimiento. Pero en relación a las obras artísticas, como las estatuas de cera, Fisher apela a una oposición “de una gran carga metafísica” (p.75), entre presencia y ausencia. Lo espeluznante emerge cuando hay una “falta de presencia” o una “falta de ausencia” (p.75-76), o, en términos más sencillos, cuando hay algo que falta o algo que sobra. Si la estatua está bien hecha, cierto resquemor nos invade al mirar esos “ojos”, esa “piel”, esa “expresión”. Es como si algo (indefinido) le sobrara a ese artificio, es como si hubiera una presencia donde no debería haber nada; es como una falta de ausencia. Pensemos, por el contrario, en un ser humano totalmente derrotado, enajenado, con la mirada perdida por algún problema de salud o porque está extenuado por horas interminables de trabajo, o porque ha sido sometido a torturas inimaginables. Parados frente a él, nos invade el sentimiento de que algo (indefinido) le falta, ¿la expresión? ¿el alma? Falta una presencia, no hay nada allí donde debería haber algo. En ambos casos nos embarga algo parecido a la angustia sin serlo, algo parecido al miedo, sin serlo. Es lo unheimlich.

Por otra parte, volviendo a Jentsch, lo que más parece interesarle no es la dimensión metafísica de la presencia o ausencia, sino aquellas “almas sensibles” (Jentsch, 2008, p. 222) que, aún habiendo establecido muy bien la diferencia entre estatuas y humanos, continúan en esa atmósfera psicológica inquietante, pues, para estas, la estatua de cera “tiene la capacidad de conservar su desagrado después de que el individuo haya tomado una decisión sobre si está animada o no” (p. 222). A pesar de haber decidido que son seres inanimados elaborados por un escultor o un artista, estas personas realmente perciben allí los ecos de de un humano vivo. Aquí Jentsch parece incluso quitar fuerza a su concepción intelectualista de lo unheimlich, para aceptar que la causa de esa incomodidad no necesariamente viene de una error categorial respecto a lo animado de la figura, sino que lo atribuye a ciertos reflejos involuntarios de la vida psíquica que se expresan como “dudas secundarias semi-conscientes que se despiertan de nuevo repetida y automáticamente cuando se vuelve a mirar y se perciben detalles más finos” (p. 222). Es como si nuestra mente, a pesar de haber decidido que se trata de figuras inanimadas, es víctima de ciertos espasmos en los que parece dudar por lo bajo de ese juicio. No obstante, el razonamiento de Jentsch se muestra coherente al darle importancia a la novedad, pues estos espasmos son provocados cuando se descubren nuevos detalles “más finos” que no se habían percibido antes y que vuelve a activar las alarmas de la incertidumbre. Estas alarmas no suenan tan fuerte como para rever el juicio de fondo sobre el carácter inorgánico de la figura, aunque sí para incomodarnos y provocar un sentimiento inquietante. Por otro lado, otra forma en la que Jentsch imagina que se produce esa semi-incertidumbre es a partir “del recuerdo vivo de la primera impresión incómoda que perdura en la mente” (p. 222). Se trata de filtraciones fantasmagóricas de la propia consciencia, en donde la memoria reciente gotea y moja de duda la percepción presente.

Freud estaría muy a gusto con esta sugerencia de Jentsch, porque, de hecho, las creencias pasadas arraigadas subterráneamente en la memoria, incluso desde la niñez, serán fundamentales para su análisis de lo unheimlich. Pero, para Freud, estos detalles laterales en la mirada de Jentsch pasan desapercibidos frente a su concepción intelectualista, a la cual critica.

Por otra parte, la dimensión objetiva en la que Jentsch también pone el foco, le permite incorporar un análisis sobre la intencionalidad artística para provocar adrede el sentimiento inquietante, enfatizando ciertos “detalles anatómicos” en las muñecas de cera que tienen como propósito producir un impacto en la mente del espectador. Es cierto, no obstante, que Jentsch parece señalar que la clave del asunto no son esos detalles en sí mismos, pues en un “cuerpo real” no tendrían tales efectos sobre la psicología de las personas. Es verlos en una estatua, en un ser no humano, lo que produce cierto escozor. En este sentido, si el artista quiere evitar el malestar en el espectador, su arte debería poseer cierta autonomía con respecto a la naturaleza que se quiere representar, y la imitación no debería ser el objetivo final de la obra. En parte, el éxito de la obra o la verificación del talento del artista depende de que este encuentre la forma de distorsionar la anatomía humana, para evitar que se produzca en el espectador esa pequeña confusión mental que genera las condiciones psicológicas para que emerja el sentimiento de unheimlich, sin, al mismo tiempo, sacrificar la verosimilitud de la estatua. Esto implica una valoración de la técnica con la que se realiza la estatua de cera en función del propósito que se persigue.

El verdadero arte, con sabia moderación, evita la imitación absoluta y completa de la naturaleza y de los seres vivos, sabiendo bien que tal imitación puede producir fácilmente malestar (...) La producción de lo unheimlich puede intentarse en el verdadero arte, por cierto, pero sólo con medios e intención exclusivamente artísticos. (Jentsch, 2008, p. 223)

Sin embargo, el juego de las imitaciones entre lo inanimado y lo humano no posee una sola dimensión. Las estatuas de cera pueden ser obras que busquen la representación mimética de la forma humana y sus detalles anatómicos, pero si algo distingue a las estatuas de los seres vivos es precisamente su quietud. Las estatuas pueden imitar la estructura anatómica, pero no las operaciones del cuerpo y sus movimientos característicos. Por eso es necesario que Jentsch incorpore la figura del autómata que parece franquear ese límite, pues el autómata relaciona la imitación de la forma humana con “determinadas funciones corporales o mentales (Jentsch, 2008, p. 223). El autómata pone la forma en movimiento, hace que las estructuras sean sede de operaciones, y eso parece incomodar y hacer que el objeto dispare el sentimiento de lo unheimlich. A pesar de ello, Jentsch excluye de esta categoría a los pequeños objetos familiares o de uso cotidiano.

Una muñeca que cierra y abre los ojos por sí misma, o un pequeño juguete automático, no causarán ninguna sensación notable de este tipo, mientras que, por otro lado, por ejemplo, las máquinas de tamaño natural que realizan tareas complicadas, tocan trompetas, bailan, etc., provocan muy fácilmente una sensación de malestar. Cuanto más fino sea el mecanismo y más fiel a la naturaleza sea la reproducción formal, con más fuerza aparecerá también el efecto especial. (Jentsch, 2008, p. 223)

El caso de los juguetes no es desarrollado con mayor detalle, pero bien ameritaría que lo haga. En principio, uno podría dudar de la afirmación de Jentsch. De hecho, muchos juguetes suelen provocar la sensación de unheimlich, y pueden encontrarse casos de pediofobia. [4] Sin embargo, lo que Jentsch parece sugerir es que en los juguetes no hay una búsqueda del aspecto funcional en sus operaciones. [5] Aunque la muñeca abra y cierre los ojos, no se espera con ello que lo haga para humedecer las esferas oculares y lubricarlas. El movimiento aquí es simplemente para imitar torpemente la apariencia humana pero sin funcionalidad. En cambio, una máquina que posee unos brazos y unas bolsas de aire, aunque no se parezcan a órganos humanos, si pueden tocar la trompeta, parece lograr generar extrañamiento. Lo que distingue a la máquina de la muñeca, para Jentsch, es la capacidad de realizar “tareas complicadas”. En el fondo del argumento lo que provoca el extrañamiento es que el espectador no puede comprender cuál es la agencia que anima y controla el funcionamiento de los mecanismos que producen algo tan familiar como hacer sonar una trompeta. [6]

Hacia el final de su ensayo, Jentsch incluirá a la literatura como una de las artes capaz de generar obras que produzcan lo unheimlich en el lector, justamente en muchos casos, apelando a personajes artificiales como autómatas, en los que el lector ignora si se trata de seres vivos o inanimados. Mencionará particularmente al escritor alemán Ernest Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822), conocido por sus obras de literatura fantástica y gótica. Hoffmann se caracterizó por su capacidad para crear atmósferas sombrías y misteriosas en sus escritos, así como por su fascinación por el lado oscuro de la naturaleza humana. Sus historias a menudo presentan personajes que se ven atrapados en situaciones sobrenaturales o extrañas, luchando contra fuerzas invisibles o desafíos imposibles. Sus propias experiencias personales y sus luchas internas a menudo se reflejaron en su obra literaria, y se cree que su adicción al opio y al alcohol influyó en la naturaleza oscura y misteriosa de sus escritos. A pesar de sus luchas personales, su legado literario ha influido en generaciones de escritores y artistas, convirtiéndolo en una figura importante en la literatura alemana y europea. Su obra más conocida es Los cuentos de Hoffmann, una colección de historias cortas publicadas en 1817. Entre ellas se encuentran “El hombre de arena” sobre la que Freud hará foco en su escrito sobre lo unheimlich, y que analizaremos un poco más adelante.

Volviendo a Jentsch, lo que le interesa del fenómeno literario es la utilización de la indefinición entre el autómata y el ser vivo para “invocar en el lector el origen de lo inquietante” (Jentsch, 2008, p. 223), sobre todo cuando se logra que el lector empatice con las “excitaciones emocionales” (p. 223) a las que están sometidos los personajes de la obra.

En la narrativa, uno de los recursos artísticos más fiables para producir fácilmente efectos inquietantes es dejar al lector en la incertidumbre de si tiene ante sí a una persona humana o más bien a un autómata en el caso de un personaje concreto. Esto se hace de tal manera que la incertidumbre no aparezca directamente en el punto focal de su atención, de modo que no se le dé la ocasión de investigar y aclarar el asunto de inmediato; pues el efecto emocional particular, como dijimos, se disiparía así rápidamente. En sus obras fantásticas, E. T. A. Hoffmann ha utilizado repetidamente con éxito este artificio psicológico. La oscura sensación de incertidumbre, excitada por tal representación, en cuanto a la naturaleza psíquica de la correspondiente figura literaria equivale en su conjunto a la tensión dudosa creada por la manipulación virtuosa del autor con fines de investigación artística. (Jentsch, 2008, p. 223)

Aquí parece haber dos planos en la narrativa artística, que Jentsch trabaja en paralelo, sin que se crucen en ningún momento, salvo en la imaginación del lector. Por un lado, la narrativa del mecánico o escultor que crea una obra física, un autómata o una muñeca, con la cual quiere confundir a quien la ve. Esa narrativa obliga al personaje/espectador a dudar sobre el carácter vivo de lo que tiene enfrente, esto es, si le cree o no al narrador/escultor. Por el otro lado, se encuentra una obra literaria que narra ese encuentro entre un personaje/espectador y una obra narrativa física, narración que intenta transmitir al lector lo que el personaje/espectador siente. El escritor busca que el lector empatice con él.

Por otra parte, Jentsch es consciente de que el origen de lo unheimlich no necesariamente requiere de la intención engañosa por parte de un diseñador o de un artista literario. La proyección del propio ánimo sobre las cosas inanimadas del entorno también pueden dar origen al sentimiento inquietante. No se trata de quedar envuelto en una narrativa, sino de la proyección unilateral de la imaginación sobre los objetos inanimados del entorno, que no han sido diseñados ni construidos para simular lo vivo, y, sin embargo, es la propia mente del sujeto la que realiza en sí misma tal simulación. La incertidumbre categorial no necesariamente aplica solo a autómatas o muñecos antropomorfos, y no necesariamente lo que anima al ser que produce la incertidumbre debe ser un “alma humana”. Los ejemplos que da Jentsch son una viga con clavos que en la oscuridad se convierte en la mandíbula de un animal fabuloso, un lago solitario que se percibe como el ojo gigantesco de un monstruo, o un rostro satánico que se ve en el contorno de una nube (Jentsch, 2008, p. 224). Cabe notar que en los dos últimos ejemplos, ni siquiera se trata de objetos artificiales, por lo que la narrativa de un diseñador/constructor es absolutamente prescindible para que se produzcan aquí las condiciones psicológicas que permitan la emergencia de lo unheimlich. La psiquis no es un receptáculo pasivo de los engaños producidos por otros a través de los objetos, sino una entidad activa capaz de llevar a cabo su propio ejercicio narrativo ficcional y estético: “la fantasía, que de hecho es siempre un poeta” (p. 224).

Aquí debemos retomar nuevamente el plano subjetivo del que nos ocupamos anteriormente. Como en toda actividad poética, existen mentes que poseen más talento que otras para ejercer ese arte. Si bien podemos decir que es un don universal de la mente humana, ciertas personas o clases de personas tienen una predisposición natural a ese tipo de percepciones. Aquí se presenta el principal desacuerdo con Freud. Dado que Jentsch es un intelectualista (podríamos decir ¿racionalista?), la fantasía es una suerte de debilidad del pensamiento que puede y debe ser erradicada a través del conocimiento científico y la cultura, por lo que tener una mente fantasiosa equivale a tener “débil sentido crítico” (Jentsch, 2008, p. 224). Es por eso que quienes son más talentosos para la fantasía son aquellas personas a los que tradicionalmente se los han clasificado como semi-racionales, sea por su edad, por su género, o por su forma de pensar: “lo niños, las mujeres y los soñadores están particularmente expuestos a los impulsos de lo unheimlich y al peligro de ver espíritus y fantasmas” (p. 224) y son más proclives a “reinterpretar algún tipo de cosa sin vida como parte de una criatura orgánica, especialmente en términos antropomórficos, de forma poética o fantástica” (p. 224). [7]No obstante, esta proyección, cuando sucede en un varón adulto “no soñador”, es una “tendencia natural” (p. 225) y no reviste la forma de fantasía, sino de “inferencia” o “analogía ingenua” (p. 225), en la que se proyecta el propio estado de ánimo sobre las cosas del mundo exterior, que se animan en el mismo tono emocional que el individuo. Aquí también la supuesta incompletitud de la razón es un elemento determinante, pues “resulta tanto más imposible resistirse a este impulso psíquico cuanto más primitivo es el nivel de desarrollo intelectual del individuo” (p. 225). Jentsch acepta que esas proyecciones tienen un origen psíquico, pero es cierta deficiencia intelectual la que genera las condiciones de la fantasía. Esta no tiene peso propio, ni una autonomía en la psiquis del sujeto. No tiene positividad, sino que es el efecto de una razón incompleta o deficiente.

Nuevamente afirma que si la persona tiene “suficiente orientación con respecto a los procesos psíquicos y suficiente certeza en el juicio de tales procesos fuera del individuo, entonces los estados descritos en condiciones psicofisiológicas normales, por supuesto, nunca podrán surgir” (p. 225)

Volvamos a decirlo: para Jentsch, a pesar de que lo unheimlich es un sentimiento, las condiciones psicológicas que lo originan siempre son producto de un déficit cognitivo que afecta el juicio, o del desconocimiento y la ignorancia intelectual sea de las cosas objetivas, como el funcionamiento de las máquinas, o de las subjetivas, como el funcionamiento de la propia mente. Cuando el sujeto ignora que la mente puede fantasear y los mecanismos a través de lo cuales lo hace, queda envuelto en esas fantasías y las toma como reales. Finalmente se asusta de las creaciones de su mente porque no la conoce, y por lo tanto, no puede dominarla.

No es, pues, de extrañar que lo que el hombre mismo proyectó semi-conscientemente en las cosas desde su propio ser, comience ahora de nuevo a aterrorizarle en esas mismas cosas, o que no siempre sea capaz de exorcizar de su propia cabeza a los espíritus que fueron creados a partir de ella. Esta incapacidad produce fácilmente el sentimiento de sentirse amenazado por algo desconocido e incomprensible que es tan enigmático para el individuo como lo suele ser también su propia psique. Sin embargo, si existe suficiente orientación con respecto a los procesos psíquicos y suficiente certeza en el juicio de tales procesos fuera del individuo, entonces los estados descritos —en condiciones psicofisiológicas normales, por supuesto— nunca podrán surgir. (Jentsch, 2008, p. 225)

Lo que le molestará a Freud, como veremos en el próximo parágrafo, es que Jentsch supone que siendo una persona culta e informada se puede evitar caer en la mitología mental, y, por lo tanto, generar las condiciones para el surgimiento de lo unheimlich. En última instancia, la causa del sentimiento es una suerte de ignorancia científica frente al funcionamiento del mundo: cuando el mitos triunfa sobre el logos adviene la incertidumbre y, por lo tanto, el sentimiento inquietante. Esto puede suceder en las cosas artificiales o naturales. En el primer caso, es el propio diseñador el que puede estimular el sentimiento porque construye máquinas que realizan las actividades que resultan familiares cuando las realizan los humanos, pero extrañas cuando son realizadas por mecanismos. Lo familiar se desfamiliariza. Pero Jentsch no se queda allí, y en buena medida, la virtud de su texto es la exploración más o menos exhaustiva de todos los fenómenos que suelen estar relacionados con la desfamiliarización. Si las máquinas demasiado humanas no provocan un sentimiento inquietante, la aparición de procesos mecánicos autónomos en los cuerpos humanos también lo hace. En este sentido, Jentsch analiza ciertas enfermedades nerviosas o espasmódicas (Jentsch, 2008, p. 225), como la epilepsia, que provocan ataques con convulsiones o torsiones en el cuerpo, el cual se independiza de las órdenes de la conciencia y realiza aparatosos movimientos y gestos. El argumento de Jentsch es que del mismo modo que quien ignora los avances de la mecánica se inquieta ante una máquina que toca la trompeta como un músico, quien ignora los fundamentos anatómicos y fisiológicos de esas reacciones corporales se inquieta ante tales comportamientos porque no le son familiares.

Cuando las causas de esa autonomización del cuerpo son conocidas popularmente, por ejemplo por una intoxicación alcohólica (p. 226), los movimientos rígidos que no responden a la voluntad del afectado no dejan de ser familiares y no producen inquietud, incluso puede ser cómico (p. 226). Pero cuando las causas están ocultas para el lego, y solo pueden conocerse mediante el conocimiento del experto, “entonces el oscuro conocimiento amanece en el observador no escolarizado de que se están produciendo procesos mecánicos en lo que antes estaba acostumbrado a considerar como una psique unificada” (p. 226).

La concepción del ser humano como una entidad integral mente/cuerpo es para Jentsch es una concepción primitiva y pre-científica, que, a pesar de ser la más extendida entre el vulgo, ignora que el cuerpo es una entidad autónoma, con sus propias leyes, las cuales conforman el objeto de las ciencias anatómicas. Así, el espasmo de un epiléptico revela al ignorante un nuevo fenómeno que no puede asimilar: “el cuerpo que en condiciones normales es tan significativo, expeditivo y unitario, funcionando según las indicaciones de su conciencia, es un mecanismo inmensamente complicado y delicado” (Jentsch, 2008, p. 226). A diferencia del experto, que, según Jentsch, no se ve invadido por la emocionalidad ante tales comportamientos, en parte porque conoce que el cuerpo también posee mecanismos que pueden fallar o funcionar con cierto grado de autonomía refleja, el observador “no orientado” percibe esos movimientos rígidos como una pérdida de la libertad psíquica, y, por eso, también, de la humanidad, o de lo que familiarmente entendemos por humanidad. Y lo que no ocupa el conocimiento lo ocupa el mito, razón por la cual, la epilepsia tradicionalmente ha tenido connotaciones religiosas y ha estado asociada a trances divinos o demoníacos.

Una última consideración quiero hacer sobre el texto de Jentsch. Entre las últimas causas de lo inquietante que analiza se encuentra la observación de “un cadáver (especialmente humano), una cabeza de muerto, esqueletos y cosas similares”(Jentsch, 2008, p. 227). Jentsch atribuye ese miedo a “los pensamientos de un estado animado latente” (p. 227) que se abren camino en la conciencia de las personas. Si en las muñecas de cera ese pensamiento es gatillado por el parecido de un objeto inerte artificial a una persona viva, en el cadáver, lo que lo dispara es el pasado vivo de eso que yace muerto. Imposible que el conflicto psíquico no se produzca, aunque Jentsch, nuevamente, advierte que, en determinadas profesiones (uno puede suponer que se refiere a quienes trabajan en las morgues o en las salas velatorias o a los médicos forenses), “tales conmociones tienden más o menos perderse” (p. 227) por la fuerza de la costumbre.

Sigmund Freud y el mito como fuente de lo unheimlich

Como se sabe, Sigmund Freud (1856-1939) fue el fundador del psicoanálisis, una teoría psicológica que incluye un método terapéutico de gran impacto en la cultura popular y en la psicología clínica. Desarrolló su teoría a partir de la observación y el análisis de pacientes con trastornos mentales y problemas emocionales, por lo que no debe resultarnos extraño que se haya abocado en algún momento al problema de lo unheimlich. Su teoría se basa en la idea de que los problemas psicológicos tienen sus raíces en conflictos internos, a menudo inconscientes, que se originan en la infancia y que están relacionados con la sexualidad y la agresión, y, justamente, su controversia con Jentsch al respecto del sentimiento unheimlich tendrá como un elemento esencial este énfasis en las creencias y traumas infantiles.

En 1919, Freud publicó “Das Unheimliche”, uno de sus textos más célebres y discutidos, que al español ha sido traducido como “Lo siniestro” [8]y como “Lo ominoso”. [9] Las traducciones y las etimologías no son un hecho lateral al problema, sino que también forman parte de él. El mismo Freud comienza su ensayo realizando un extenso análisis etimológico de la palabra en base a un diccionario alemán, lo cuál no sólo es un inconveniente a sortear para los traductores, sino también para los lectores, a tal punto que el psicoanalista y traductor inglés, James Strachey, comenta: “Esperamos que los lectores no se dejen desalentar por este obstáculo inicial, ya que el artículo rebosa de un interesante y significativo contenido, y va mucho más allá de las meras disquisiciones lingüísticas” (Freud, 1992, p. 218).

Un primer punto interesante es el ámbito en el que Freud sitúa el problema. Efectivamente, como remarca Strachey, es mucho más que un problema lingüístico, pero también excede el terreno médico-clínico, para tomar elementos de las discusiones estéticas, de las que, según Freud, los psicoanalistas pocas veces se ocupan (Freud, 1992, p. 219). Lo unheimlich, es, antes que nada, una sensación, por lo tanto, también se relaciona con las apreciaciones que engendran los juegos de la percepción y las creaciones artísticas, y los elementos cualitativos de nuestro sentir en relación con las experiencias y circunstancia que suscitan. Pero las reflexiones filosóficas a este respecto, al menos a comienzos del siglo XX, y siempre según Freud, se orientan por lo general a los placeres y satisfacciones que ofrecen, y pocas veces a, como es el caso de lo unheimlich, a los displaceres que producen: “en general prefiere ocuparse de las variedades del sentimiento ante lo bello, grandioso, atractivo (vale decir, positivo), de sus condiciones y asuntos que lo provocan, y no de lo contrastante, repulsivo, penoso” (p. 219).

Freud propone, entonces, un análisis en forma de pinza. Abordar lo unheimlich, por un lado, desde un análisis lingüístico, analizando la etimología de las palabras y su uso habitual, y, por el otro, desde un punto de vista estético, analizando qué experiencias y circunstancias lo producen. Afirma que por ambas vías se llegará a las mismas conclusiones: “lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo” (Freud, 1992, p. 219). Lo siniestro nos invade sin mediación intelectual, repentinamente, y afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás. Decimos cosas, pero también queremos decir personas, vivencias, impresiones, situaciones en las que, de imprevisto, y sin saber a dónde mirar, algo irrumpe en su sentido habitual para cubrirlas con una pátina que las vuelve extrañas.

Unheimlich, esa voz alemana que refiere a lo siniestro, es el antónimo de heimlich, que significa íntimo, familiar, doméstico. Lo siniestro no es tanto el mero miedo a lo desconocido, como para Freud pensaba Jentsch, sino ese espantoso extrañamiento que sentimos cuando estamos frente a algo que, a pesar de ser íntimo y muy personal, nos deja expuestos a la intemperie abierta y ambigua, a una sensación de desnudez donde deberíamos estar cubierto por el abrigo de lo familiar.

Freud comienza quejándose de la escasa bibliografía que existe sobre lo unheimlich, y reconoce al ensayo de Jentsch como una de las pocas piezas existentes, al que califica como “rico pero no exhaustivo” (Freud, 1992, p. 219).

En general, Jentsch no pasó más allá de este nexo de lo ominoso con lo novedoso. Halla la condición esencial para la ocurrencia del sentimiento ominoso en la incertidumbre intelectual. Lo ominoso sería siempre, en verdad, algo dentro de lo cual uno no se orienta, por así decir. Mientras mejor se oriente un hombre dentro de su medio, más difícilmente recibirá de las cosas o sucesos que hay en él la impresión de lo ominoso. (Freud, 1992, p. 221)

Como hemos sugerido varias veces hasta aquí, Freud difiere de Jentsch en que lo unheimlich encuentra su origen en la incertidumbre intelectual, la desorientación o el desconcierto. Cree que eso reduce lo unheimlich a una suerte de miedo a lo novedoso, a las sensaciones que produce lo desacostumbrado. Para Freud, por el contrario, lo siniestro es una sensación y no se agota en la desorientación intelectual frente a lo insólito: “a lo nuevo y no familiar tiene que agregarse algo que lo vuelva ominoso” (Freud, 1992, p. 220). ¿Qué es ese algo? ¿Qué elemento extra, que no llegó a analizar Jentsch, encuentra Freud? Quizá la clave esté en alguna de las “meras disquisiciones lingüísticas”.

Exploremos, entonces, un par de acepciones de las muchas que analiza Freud en el diccionario. Desde luego, la base del análisis lingüístico freudiano es el mismo que planteó Jentsch. Heimlich es la palabra para designar lo “perteneciente a la casa, no ajeno, familiar, doméstico, de confianza, íntimo, lo que recuerda al terruño, etc.”(Freud, 1992, p. 222). Unheimlich sería lo que se contrapone a ello. El término en cuestión también suele usarse para el animal doméstico, “que se acerca confiadamente al hombre, por oposición a «salvaje»” (p. 222). En esta última acepción también se incorpora una connotación de control, de poder del sujeto humano por sobre la naturaleza, que recuerda a la cita que Jentsch que hemos colocado como epígrafe de este texto.

Pero Freud incorpora un elemento que no estaba en el ensayo de Jentsch y que atribuye a Schelling: “se llama unheimlich a todo lo que estando destinado a permanecer en el secreto, en lo oculto (...) ha salido a la luz” (p. 224). Freud plantea que esta acepción tiñe de ambigüedad el término heimlich, pues “pertenece a dos círculos de representaciones que, sin ser opuestos, son ajenos entre sí: el de lo familiar y agradable, y el de lo clandestino, que se mantiene oculto” (p. 225). [10] A pesar de que estos dos sentidos no son el mismo, bien podría ser que exista una relación lógica entre entre ellos, como lo indica otra acepción que rescata Freud, y que plantea que “desde la noción de lo entrañable, lo hogareño, se desarrolla el concepto de lo sustraído a los ojos ajenos, lo oculto, lo secreto…” (p. 225). En cierta forma, lo oculto a los demás no es una circunstancia accidental de lo doméstico, sino un elemento intrínseco, un aspecto constitutivo. Si los demás pueden verme, si pueden ver lo que hago y cómo lo hago, no estoy en casa. También esto aplica al propio cuerpo, dado que una de las acepciones también hace referencia a las “partes pudendas” del cuerpo (p. 225). El hogar, es un sitio pudendo. Pero este sentido puede extenderse un poco más, según otra acepción que evalúa Freud, porque lo heimlich es también aquello que se sustrae no solo de la mirada de los demás, sino de nosotros mismos: “lo sustraído del conocimiento, lo inconsciente (...) lo reservado, lo inescrutable” (p. 226). En ese sentido, lo heimlich es también lo “místico, alegórico” (p. 226).

El énfasis puesto en la conexión de lo familiar con lo oculto, con lo que no debería verse, pero, además, con lo que no puede verse, ni pensarse racionalmente a través de la introspección, es propio de Freud y no se encuentra en el análisis de Jentsch. Este es el descubrimiento sutil y potente de Freud, que combina psicoanálisis y etimología. En cierta forma, lo familiar es lo opuesto de lo oculto, y, sin embargo, para ambos aspectos se suele utilizar la misma palabra: “Entonces, heimlich es una palabra que ha desarrollado su significado siguiendo una ambivalencia hasta coincidir al fin con su opuesto, unheimlich. De algún modo, unheimlich es una variedad de heimlich” (Freud, 1992, p. 226). La ambigüedad del sentimiento inquietante, siniestro, ominoso, es tan potente que se filtra en los usos que los seres humanos han hecho de las palabras, provocando extravíos semánticos y choques de significados.

Ahora bien, yendo de las palabras a las cosas, luego de realizar el análisis etimológico, Freud aborda el aspecto del problema que nos interesa en este texto: la relación entre lo unheimlich y los objetos artificiales antropomórficos, como muñecos y autómatas. Para ello, recurrirá al texto de Jentsch, e identificará rápidamente su “hipótesis del error categorial” como el núcleo de su argumento.

E. Jentsch destacó como caso notable la «duda sobre si en verdad es animado un ser en apariencia vivo, y, a la inversa, si no puede tener alma cierta cosa inerte», invocando para ello la impresión que nos causan unas figuras de cera, unas muñecas o autómatas de ingeniosa construcción. Menciona a continuación lo ominoso del ataque epiléptico y de las manifestaciones de la locura, pues despiertan en el espectador sospechas de unos procesos automáticos —mecánicos— que se ocultarían quizá tras la familiar figura de lo animado. Pues bien; aunque esta puntualización de Jentsch no nos convence del todo, la tomaremos como punto de partida de nuestra indagación, porque en lo que sigue nos remite a un hombre de letras que descolló como ninguno en el arte de producir efectos ominosos. (Freud, 1992, p. 226-227).

Obviamente, el hombre de letras es Hoffman. Si bien Jentsch no había mencionado ningún texto en particular de este escritor, Freud sí escoge uno: “El hombre de arena”. La selección no es casual, desde luego. Es un cuento que le permitirá mostrar exactamente lo que quiere mostrar: lo unheimlich no radica en una incertidumbre categorial de corte cognitivo entre lo vivo y lo inanimado, sino entre lo real y lo imaginario. No se trata de una tensión intelectual que se supera con conocimiento científico, sino que está planteada en el terreno de lo imaginario, de lo mítico, y que no es susceptible de ser superada a partir de la experiencia mundana. No obstante, bien haríamos en notar que la caracterización de la posición de Jentsch por parte de Freud es muy pobre y simplista, ya que en el texto de Jentsch aparecen muchos elementos similares a los que plantea Freud, ligados a la imaginación. A pesar de ello, es cierto que, en el fondo, el intelectualismo de Jentsch se impone.

Freud elige “El hombre de Arena” porque le permite señalar mejor la diferencia con Jentsch, ya que ese cuento está estructurado sobre dos personajes de dudosa realidad, aunque difieren en la manera en que no son del todo reales. Por un lado, la muñeca Olimpia, un autómata indistinguible de una mujer humana; por el otro lado, El hombre de Arena, un personaje ficticio, una leyenda folclórica con la que las madres y niñeras asustaban a los niños. Una es un producto de la técnica; el otro de la mitología. Freud contrapone un autómata a un mito, y sugiere que Jentsch asignaría al primero la confusión mental de Nataniel, el personaje principal, aunque Jentsch no se pronuncia en su ensayo al respecto. Por el contrario, Freud asume la posición alternativa, y desarrolla la hipótesis de lectura según la cuál es El hombre de arena el que vuelve ominoso el cuento de Hoffman. El conflicto principal de la historia no se debe a la incertidumbre que provoca en el lector la muñeca Olimpia, pues no está claro si es humana o un artificio. En cambio, lo que realmente es angustiante es no saber si Coppelius, un personaje oscuro, es la reencarnación misma del Hombre de arena, esa leyenda infantil que acecha a Nataniel desde que tiene uso de razón, y que ha marcado su vínculo con los momentos y las personas más importantes de su vida.

Al llegar el visitante, lo reconoce como el abogado Coppelius, una personalidad repelente de quien los niños solían recelar en aquellas ocasiones en que se presentaba como convidado a almorzar; identifica entonces a ese Coppelius con el temido Hombre de Arena. Ya en lo que sigue a esta escena el autor nos hace dudar: ¿estamos frente a un primer delirium del niño poseído por la angustia o a un informe que hubiera de concebirse como real en el universo figurativo del relato? (Freud, 1992, p. 228)

Dado que era la madre la que asustaba a Nataniel con el mito del Hombre de arena, Mark Fisher se queja de que Freud reduce lo unheimlich al complejo de castración: “es tan decepcionante como cualquier desenlace manido de una historia de detectives de pacotilla” (Fisher, 2018, p.11). A pesar de ello, Freud da una pauta importante para abordar el problema, hace ingresar lo ficcional, lo mítico como la fuente de lo unheimlich. En Freud lo ficcional no debe entenderse como el producto de la duda intelectual, como en Jentsch. Más bien, es a la inversa, la duda intelectual tiene su causa en mitologías infantiles que no nos abandonan nunca.

Consideraciones finales y horizonte a seguir

Nos interesa tomar este contrapunto entre Jentsch y Freud para pensar, en trabajos futuros, la cuestión del robot en la cultura contemporánea, bajo la hipótesis de que la semejanza entre máquinas (algoritmos, inteligencias artificiales, robots, etc.) y los humanos ha exacerbado un sentimiento de Unheimlich colectivo. En base a eso, queremos abordar algunas preguntas: ¿son los mitos antiguos sobre los seres artificiales que forjaron nuestra cultura, la lente a través de las que vemos a los robots? ¿Esos mitos son creencias irracionales propias de “almas débiles” que hay que eliminar para comprender mejor nuestro mundo artificializado? ¿O, en cambio, son intrínsecos de nuestro vínculo con los seres artificiales y debemos abordarlos como tales? El contrapunto entre Jentsch y Freud nos pone frente a una tensión que excede la teoría psicoanalítica para preguntarnos acerca de las estrategias con las que debemos enfrentar la inserción en la cultura de seres artificiales antropomorfizados. Un punto de coincidencia entre ambos, y que deberíamos tomar como punto de partida, es que efectivamente esta inserción supone un malestar psicológico, e incluso un rechazo emocional, por parte de los grupos de humanos. Sin embargo, Jentsch y Freud difieren en el estatus de tales sentimientos. Mientras que para el primero la causa es un error categorial de corte cognitivo/intelectual, para el segundo se trata de una experiencia producida por los mitos que nos habitan y nos constituyen a nivel individual y colectivo. Si Freud tiene razón, tal vez convenga aceptar la tesis de Eric Davis según la cuál “las fronteras siempre móviles entre los medios y el yo se redefinen en términos tecnomísticos” (Davis, 2023: 25). Si esto es así, a pesar de lo que vociferan muchos discursos tecnológicos, lo mitológico es y será siempre la otra cara de la moneda del conocimiento científico y racional de la artificialidad.

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NOTAS

[1He escrito más extensamente sobre Westworld (Sandrone, 2021)

[2“Zur Psychologie des Unheimlichen” fue publicado en Psychiatrisch-Neurologische Wochenschrift 8.22 (25 de agosto de 1906): 195-98 y 8.23 (1 de septiembre de 1906): 203-05. En 2008 se realizó la primera y única traducción al inglés de la que tengo noticias (Jentsch, 2008) y que utilizaremos como insumo para este ensayo. Todas las traducciones al español del texto en inglés de Jentsch son mías.

[3Una de las entidades que provocarán estas sensaciones, para Jentsch, serán las nuevas máquinas. En su Modo de existencia de los objetos técnicos, el filósofo francés Gilbert Simondon vería en ese extrañamiento un rasgo negativo y misterioso de la cultura humanista: “La cultura se comporta con el objeto técnico como el hombre con el extranjero cuando se deja llevar por la xenofobia primitiva. El misoneísmo orientado contra las máquinas no es tanto odio a lo nuevo como negación de la realidad ajena. Ahora bien, este extranjero todavía es humano, y la cultura completa es lo que permite descubrir al extranjero como humano. Del mismo modo, la máquina es el extranjero; es el extranjero en el cual está encerrado lo humano, desconocido, materializado, vuelto servil, pero mientras sigue siendo, sin embargo, lo humano”. (Simondon, 2007, p. 31)

[4Un caso de estudio interesante se desarrolló en un curso de enfermería en los que usaban muñecos para que los estudiantes realicen sus prácticas, una de ellas manifestó que le temía al muñeco (Macy y Schrader, 2008).

[5Este argumento también ha sido esgrimido por Masahiro Mori en su famoso texto El valle inquietante (Mori, 2012)

[6Freud le dedicará varias reflexiones a la relación con las muñecas de juguete como un elemento infantil:

“Recordemos que el niño, en los juegos de sus primeros años, no distingue de manera nítida entre lo animado y lo inanimado, y muestra particular tendencia a considerar a sus muñecas como seres vivos” (Freud, 1992, p. 233). También en Jentsch aparece la alusión a esa tendencia en los niños “El niño de la naturaleza puebla su entorno de demonios; los niños pequeños hablan con toda seriedad a una silla, a su cuchara, a un trapo viejo, etc” (Jentsch, 2008, p. 225).

[7Es probable que Marx entre en la categoría de soñador, dado que las analogías entre máquinas industriales y organismos vivos es muy recurrente en su obra: “... la maquinaria viva (activa), la cual se presenta frente al obrero, frente a la actividad individual e insignificante de este, como un poderoso organismo” (Marx, 2011, II: 219)

[8“Lo siniestro”, según la traducción de Ludovico Rosenthal de 1943

[9“Lo ominoso”, según la traducción de José Luis Etcheverry en (Freud, 1992)

[10A propósito, una nota al pie interesante que plantea la traducción Amorrortu es “ [Según el Oxford English Dictionary, una ambigüedad similar posee la palabra inglesa «canny», que tanto puede significar «cosy» «confortable» como «endowed with occult or magical powers» «dotado de poderes mágicos u ocultos»; «Unheimlich» es traducido al inglés por «uncanny».](Freud, 1992, p. 225)