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Pasiones de la razón, patologías de la religión. Consideraciones sobre el film Agora
Agora | Alejandro Amenábar | 2009
Diego Fonti diegofonti@gmail.com

Dictio πάθεσιν non habet latinam respondentem, sed in
animi affectious, dicimus eius loco perturbationem.
Passio latinum non est, affection uel morbus conueniunt.

Hieronymi Cardani, In Hippoc. Aph. Lib. VII Comm.

El contexto en otro contexto, y la dificultad de la referencia

A menudo se ha considerado que las religiones llegaban a su fin, sobre todo desde la consolidación de lo que se llamó “Ilustración” o “modernidad”. A partir de ellas se produce un “avance de validez cultural de las ciencias” (Lübbe, 1986, p. 19), esto es, una reivindicación de su valor como instancia de legitimación de la validez de las afirmaciones sobre el mundo. Y la fuerza cultural de esta visión yace en la aparente imposibilidad de objeción a sus juicios que no sea mediante un ejercicio de falsación hipotético-deductivo; por lo que toda posición alternativa desde la cual objetar sus resultados aparecería como irracional, premoderna, reaccionaria y, finalmente —y con una comprensión definida y limitada del término— inhumana. Desde la modernidad serán las ciencias las que juzguen sobre la relevancia de un estudio del mundo, y reivindicando al mismo tiempo tanto la curiositas, o sea la negación de toda impertinencia a priori de cualquier pregunta, como la Werturteilsfreiheit, o libertad de juicio de valor de las afirmaciones científicas. Sin embargo, el período histórico que nos toca vivir ha dado por tierra con la creencia en la supuesta neutralidad axiológica del conocimiento científico. Esto no significa que no existan modelos explicativos del mundo e hipótesis imposibles de ser influenciadas política o moralmente, sino que el marco de los contextos de descubrimiento y validación de las mismas, así como el ejercicio de esos conocimientos en la configuración de prácticas sociales legitimadas —el mismo conocimiento incluido— responden a intereses mucho más abarcativos que la mera comprensión del funcionamiento del mundo. Es decir que estamos —en palabras de Lyotard (1989)— en una época donde se evidencia de un modo singular la estructura humana del deseo: de-siderare es el movimiento subjetivo que ocurre cuando los sidera callan, cuando los dioses ya no hablan por medio de los astros, cuando nos encontramos irreductiblemente solos y sin embargo subsiste un movimiento hacia algo otro, una búsqueda insaciable de respuesta, frente al cual toda respuesta —y fundamentalmente la científica— se muestra como insuficiente. Esta experiencia nos permite volver sobre las búsquedas pasadas y presentes por aquello que trasciende la finitud, en lo cual la finitud busca su propio sentido.

Esas búsquedas manifiestan una desazón ante el des-encantamiento del mundo, expuesto por Weber en La ciencia como vocación, pero también el agotamiento de los intentos de reemplazo de los modos pasados de construcción de sentido, especialmente el religioso. Ciencias y religión pudieron proponerse a sí mismas como visiones comprehensivas de mundo, como un universal. Y a menudo ejercieron el prevaricato de injerencias allende sus campos de verdad, tratando de influir mutuamente en los resultados de la otra. Incluso pudo darse en los totalitarismos, en términos de Lübbe, una fusión entre doctrinas de salvación y explicaciones científicas del mundo, ante lo cual ciencias y religión tendrían la función positiva de hacer una demarcación de la legitimidad y límites de las propias afirmaciones.

En este contexto es que se ha de abordar una lectura filosófica del film Agora, cuyo eje es la relación entre la construcción de un corpus religioso y su vínculo con la construcción paralela de una episteme científica; y todo esto a partir de la experiencia histórica de una filósofa, Hipatia, y su marco de comprensión: su filosofía, su vínculo con el poder y sus propios prejuicios, y su vivencia del conflicto entre creencia religiosa y conocimiento científico. Ante esta tarea, los riesgos son notables. Por un lado acecha el siempre posible anacronismo, que erige a los espectadores contemporáneos en jueces de sus antepasados, sobre todo en jueces de unos antepasados mimetizados con otros modelos de comprensión del mundo y cosmovisiones mucho más recientes e influyentes, a los que se toma como representantes o herederos de aquellos otros antecesores. Este riesgo está particularmente presente en la interpretación de este film, ya que la experiencia que ha supuesto el cristianismo en Occidente es inescindible de su “historia efectual” —aún cuando durante el período Helénico en que se ubica el film, y a pesar de todas las influencias externas, el norte de Egipto es un baluarte de la cultura Grecorromana y el Cristianismo aún una intrusión oriental. También está particularmente presente en tanto nuestro contexto observa una nueva vitalidad de ciertas experiencias religiosas, en particular caracterizadas por lo que se puede denominar un emotivismo acrítico y un rigorismo excluyente. Por ello, si se admite metodológicamente la Wirkungsgeschichte, esta debe significar tanto la historia de los efectos que una comprensión ha tenido, como los efectos sobre nuestra propia comprensión en su trabajo de comprenderla e interpretarla. Esta historia de los efectos es ineludible, ya que pertenece al ser mismo de lo que se comprende (Gadamer, 1993). Pero esta afirmación, que participa de un modelo hermenéutico que parte de la precomprensión de un horizonte de comprensión del mundo para profundizarla, no debe hacernos olvidar que también hay algo de ajeno y extraño en el encuentro con lo que se debe interpretar. Y es esa experiencia de lo ajeno y extraño una salvaguarda frente al tentador anacronismo. Pero también subyace un segundo riesgo —que se lee en Mann y en Jünger: “Comprenderlo todo significa perdonarlo todo” (Jünger, 1974, p. 296)— es decir el relativismo, o mejor, la indiferencia [1]. O sea, el peligro de juzgar anacrónicamente no puede conducir al riesgo contrario de la epoché o suspensión de todo juicio. Y por supuesto que la pregunta que inmediatamente se impone es aquella por la medida del juicio. Pero antes de todo juicio es imprescindible comprender lo juzgado. Y la dificultad ante lo que debemos comprender por la vía de un film es que la referencia es compleja, y está atravesada por siglos de historia de las religiones, las ciencias, y las políticas religiosas y científicas, y finalmente por nuestra propia menesterosidad ante la pregunta por el sentido.

Si se toma, entonces, como clave de interrogación de esos dos modos humanos de lidiar con la propia contingencia y la necesidad de respuestas, que son religión y ciencia, y si pretendemos comprender a partir de una reconstrucción contemporánea de un hecho histórico la estructura de lo religioso, su vínculo con el conocimiento científico, y las patologías o posibilidades abiertas de esta relación, es posible organizar las siguientes páginas en tres momentos. En primer lugar, se abordará la cuestión epocal del significado de las pasiones en el período helénico, el rol de la razón y las presumibles consecuencias epistemológicas y prácticas de las mismas. En segundo lugar, se intentará vincular esta comprensión epocal con el otro colectivo que al mismo tiempo confronta y se nutre del helenismo, el cristianismo. El objetivo de esta vinculación no es sólo una confrontación con los datos provenientes del film y un complemento histórico o filosófico, sino indagar la estructura del evento religioso y su vínculo tenso con otras construcciones humanas, como las ciencias. Finalmente, y teniendo en cuenta estos elementos, se intentará formular una respuesta posible —contemporánea y post-moderna— a los retos que la historia de estos efectos nos impone, buscando a partir de la estructura de lo religioso como modo de respuesta a la contingencia sus modos patológicos de expresión y las posibilidades remanentes luego de su crítica.

Razones de las pasiones: Un marco histórico-filosófico

Agora se ubica en un período y un lugar notables: fines del siglo IV, en Alejandría, o sea, en la vanguardia de la cultura helénica y en un lugar central de la cultura grecolatina. Es vanguardia tanto en el sentido de motor y promoción cultural de ideas, filosofías y modos de vida, así como también en el sentido de punta de lanza ante otras influencias culturales y religiosas, con la tarea de constituir una Ecumene que garantice institucionalidad y unidad. Y en este marco se da un encuentro con el cristianismo, que aparece en dos de sus facetas más ricas: la vitalidad de un mensaje carismático y popular, una palabra de consuelo y salvación para los oprimidos y esclavos que buscan reconocimiento, y al mismo tiempo en diálogo con la ciencia de su época, tratando de hacer confluir en una única episteme las verdades de fe y las científicas. Ambas facetas no carecen de tensiones internas, que luego tendrán eco en cada período histórico, como tampoco de claras consecuencias políticas. Si bien no se puede hablar de una unidad filosófica en las corrientes de la época, sí se puede expresar la importancia de una noción platónica de racionalidad y el estoicismo como transversales a las diversas escuelas. Racionalidad y estoicismo proponen un particular manejo de las pasiones que condice con la más influyente herencia griega. Este manejo obliga a pensar la relación entre las creencias y afirmaciones sobre el mundo y la influencia que puedan tener sobre ellas nuestras afecciones y pasiones.

En general pathos conlleva el sentido de un afecto, en especial dolor o padecimiento. Ya los presocráticos ubican en el pathos el deseo, el placer, y el dolor. En Aristóteles es un modo de receptividad, que es una categoría del ser ubicada dentro de lo accidental (Aristóteles, 2004). Así, los testimonios filosóficos de la pasión reflejan su sentido original de una modificación o afección sufrida por efecto de la acción de otra cosa. También reflejan el sentido de una pasividad o receptividad habitualmente lesivas para la sustancia que las sufre. La metafísica aristotélica entiende que toda la realidad, con la excepción del primer motor inmóvil, está compuesta de una faceta activa y una pasiva, potencial, pasible de ser afectada por otro agente y a partir de ese ser-movido-por-otro alcanzar una situación nueva. Esta pasividad implica sometimiento a lo otro y al tiempo, finitud y posibilidad de corrupción y deterioro, y por eso significa también una carencia si se ve en el primer motor inmóvil al paradigma de lo activo. En lenguaje aristotélico, esta pasividad es dynamis, y su concepto está particularmente expuesto en el cuarto libro de la Metafísica. Por cierto que el término también contuvo el sentido de fuerza o virtus en tanto capacidad de obrar, pero en general esta capacidad era entendida como capacidad de mutar.

Esta estructura metafísica del mundo, que compone toda sustancia en dos facetas inescindibles, acto y potencia, y mediante esta se explica la posibilidad de mutación, también tiene una consecuencia antropológica y ética, ya que obrar de modo moral es sinónimo de obrar razonablemente, y éste, a su vez, de obrar evitando los extremos, como lo expone en su Etica nicomaquea. A pesar de la influencia aristotélica, la matriz paradigmática en este sentido es el dualismo platónico. Y el lugar filosófico fundamental para comprender la posición occidental más influyente sobre las pasiones es la alegoría del auriga en el Fedro. Allí Platón busca explicar al alma mediante una comparación: “se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga”. En el caso del alma humana, “hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil su manejo”. La bondad o excelencia, la areté del caballo bueno, es su moderación, pundonor, su capacidad de seguir la opinión verdadera, su docilidad a la palabra. En cambio, el otro es contrahecho, y gusta de excesos, desobediente, impetuoso, en síntesis, pasional. Y el auriga debe manejarles, ordenarles. He aquí el origen de la vieja antropología que consideraba como partes del alma a la razón, con su capacidad de verdad pero también con la debilidad de su búsqueda; la voluntad, con la fuerza de su apetito por el bien, pero su ceguera ante los objetos en los que le hallaba; y finalmente la memoria, que al mismo tiempo es pasado y futuro, pues como el deseo porta desde siempre aquello que mueve a buscar, pero como siempre no se tiene y por eso genera la moción. Pero la moción puede ser desmedida, y en ese sentido irracional, excesiva, y contraproducente.

Con un concepto particular de naturaleza y atravesado por esta herencia que admite la existencia de las pasiones pero busca limitar su influencia, el estoicismo influye en el período helénico —y a través de él y por medio del cristianismo en la historia occidental. El estoicismo tiene una larga tradición, que a pesar de las diferencias se ve unificada por una idea del cosmos como organismo único, con un principio del devenir que rige y une las diversas manifestaciones individuales. En este sentido, la razón humana que orienta la decisión no es sino una parte de la razón divina inmanente al cosmos, y por ende aquella no debe comportarse de un modo que no sea coherente con esta. Y a diferencia de la ética platónica, no se trata al decidir sobre las cosas de una secuencia in crescendo en la graduación del bien, sino que la sabiduría puede separar lo bueno virtuoso de lo que no es bueno, y esto, a su vez, contiene también una gran cantidad de cosas que carecen de toda valoración, o sea, que son indiferentes. Y finalmente, para el sabio la posesión o pérdida de bienes carece de toda significación. El error está en absolutizar la posesión de esos bienes, mientras que el sabio es libre de esa inclinación —apathes—, y posee el dominio confiado de sí —eupatheia. La denominada “doctrina de la oikeiosis” indica que hay que reconocer impulsos en el ser humano, pero sólo son aceptables aquellos que acaban en el ser racional y la acción racional del ser humano. Esta libertad de las pasiones “desviadas” es también una condición epistemológica, porque le permite ver al sabio el orden, dominio y providencia divina en el mundo (Ritter, 1998).

Jackie Pigeaud expone la concepción estoica de la pasión a partir de la recepción latina de Crisipo y lo que ella llama su “monismo” (Pigeaud, 1989: 269). El epígrafe de Cardano lo muestra también, cuando afirma que la voz griega pathesin no tiene un paralelo latino en la afección sino en el morbo, en un padecimiento finalmente patológico. Esto es así porque la pasión no es una afección que siga a un juicio, sino que es el juicio mismo pero cuyo origen y manifestaciones afectan el orden racional (Pigeaud, 1989). De este modo, la pasión es la contracara del juicio. Por eso no se trata de una propuesta de superar el impulso, como si la razón hubiera de controlar a la pasión, sino de encontrar el recto orden “natural” en el que encauzar las mociones. Como lo expone Pigeaud en tanto idea transversal del estoicismo, el proyecto personal debe tener en cuenta tanto el cálculo como la fuerza propia, el ideal al que llegar y las condiciones elementales. La recta medida está juzgada por la adecuación o inadecuación del acto. Por eso Pigeaud llama “monismo” a la posición de Crisipo, en tanto no habría diferencia entre naturaleza y derecho, naturaleza y razón, entre el juicio y la manifestación fisiológica del mismo.

Si este aparato nocional se aplica a los personajes del film, se muestra en la experiencia de Hipatia una influencia expresa tanto del estoicismo como del neoplatonismo. En primer lugar el dominio de sí, la desconfianza respecto de los impulsos pasionales, la aceptación del estado de cosas del mundo y la experiencia de la libertad como vida interior, se manifiestan en algunos momentos centrales: la admisión de las condiciones sociales imperantes, la sumisión a las perspectivas de la época sobre las características y límites de la mujer, el uso de la sangre como muestra de la imperfección material con el fin de permanecer libre para sus fines intelectuales, y finalmente la expresión postrera de dominio de sí y la aceptación de la muerte. También se muestra desde una perspectiva epistemológica la confluencia de platonismo y estoicismo: hay un orden en el mundo que no es accesible a los sentidos, y la experiencia de los sentidos debe ser analizada desde otra perspectiva para acceder a la verdad del mundo. Este platonismo aparecerá más tarde en el Renacimiento, que también conlleva la negación de la percepción sensible superficial del mundo como acceso a su verdad, con una paralela matematización de la experiencia. Pero Hipatia no formula una posición metafísica dualista, sino que su aceptación del orden del mundo implica al mismo tiempo un uso particular de sus pasiones. Y a su vez este uso rubrica sus razones, pues la pasión por el conocimiento ahoga —por desviadora— toda otra pasión. En todo caso, el dualismo debe verse desde fuera de su sistema, como lo hacemos al analizar la imagen de la menstruación como ruptura de la idealización y como desvalorización de la relación material y corporal con el otro.

Esta perspectiva “personal” de Hipatia y su contexto histórico-cultural, no sólo tienen consecuencias a nivel individual y académico. También significa que políticamente lo “racional” y lo “irracional” tienen un rol claro: mantener un orden estable frente a los desordenes provenientes de la subversión irracional, particularmente aquella proveniente del fanatismo y la exaltación religiosa. Paradojalmente, cristianismo y estoicismo tienen un lazo en la doctrina de libertad interior, pero su concepción de la piedad está enfrentada. La piedad cristiana es “escándalo para los judíos, locura para los gentiles” (1 Cor. 1:17). Aparecería así un primer vínculo crítico del cristianismo respecto del dominio racional del mundo y de sí [2]. Frente a este dominio propio, se muestra inadecuada la efervescencia religiosa cristiana. Pero no menos criticable aparece la racionalidad de los estudiosos y sacerdotes del Dios olímpico-egipcio, Serapis, pues su ira desmesurada acabaría atentando contra el orden del mundo, cuando en su celo por la pureza maculada del Dios acaben despertando las iras del populacho crédulo y supersticioso de la nueva religión.

Paradojalmente, una de las consecuencias más relevantes del período en cuestión es el trasvase de nociones ético-religiosas helénicas al cristianismo. El estoicismo porta consigo una idea de libertad interior muy influyente en el cristianismo, pero también las no menos influyentes ideas de una naturaleza ordenadora del mundo, y del juicio moral recto como aquel apegado a esa naturaleza insuperable; la idea de aceptación del orden de cosas —particularmente el social— como muestra del reconocimiento de la providencia divina y su orden para el mundo; y finalmente la idea de que la carencia o despojo de pasiones es lo más conducente al reconocimiento y aceptación de ese orden, pues la misma divinidad es modelo de la carencia de esas mociones. La idea aristotélica del primer motor “inmóvil”, esto es, incapaz de pasar de un estado a otro por ser puro acto y carecer de toda “potencia” o pasividad que activar, subyace en la propuesta de un hombre activamente afirmante de las cosas “como son”. Ser y deber ser confluyen radicalmente, ante lo que se necesita un acto de la voluntad que afirme dicha confluencia y elimine toda moción ulterior. La paradoja es que al mismo tiempo el cristianismo era portador del espíritu profético de la religión de Israel, capaz de enfrentarse a la “naturaleza” y a los poderes fácticos naturalizados, cualquiera fuera su justificación (divina, racional, natural, fáctica).

La calificación de “patológico” vinculado con un uso pasional de la razón llega hasta la modernidad. Por ejemplo, y sin emplear el término, la idea de Spinoza de la irreductibilidad mutua de pasiones y razones, y la advertencia ante un uso en este sentido —por ejemplo, de razones que busquen corregir o administrar pasiones— sería un modo patológico de relación. Pero es en Kant donde el uso patológico de la razón adquiere su más clara significación. “Patológico” es el modo de juzgar ligado a un padecer, en oposición al juicio práctico operado por la razón. “Patológico” es el deseo previo a las leyes dadas por la razón, pero que es condición para que suceda un acto (cf. Eisler, 1979). Pero también se expone cómo se configura una religión patológica, que se basa en cuentos de espíritus y conjeturas sobre seres imaginarios, en cuya “compañía” se produce la exaltación y la irracionalidad (cf. Kant, 2001; 2004). Esta irracionalidad, que para Kant se encarna de modo institucional principalmente en el catolicismo con su afecto por los excesos sensibles, su antropomorfismo, y sus ritos populares (Kant, 2001). En cambio, la religión “erudita” puede eliminar estos excesos patológicos y volver al único modo racionalmente justificado de hablar de la divinidad, que es el moral. La moral, entendida en sentido kantiano, sería la posibilidad de identificar aquellos resultados de la razón pura práctica, en su autonomía y la universalización de sus resultados, con la herencia proveniente del cristianismo. Pero toda otra exacerbación sería inadmisible tanto para la filosofía moral como para la religión.

¿Pasiones de la religión, razones de la ciencia?

La pregunta por los vínculos entre razón y religión, o entre el conocimiento científico del mundo y la visión teológica, no es ajena a occidente. De hecho, en occidente se da una separación de ambas perspectivas, y la tensa relación —que va desde la mutua negación hasta algún modelo intermedio de compromiso— sólo en casos excepcionales fue pensada como fusión unificadora de ambas comprensiones. Lo que puede constatarse en el mundo griego pre-cristiano es una progresiva “purificación” de la comprensión de Dios, mediante la atribución de características cada vez más espirituales e ilimitadas a su concepto (cf. Enders, 1999, 2000). Esta posición filosófica tuvo al mismo tiempo adherentes y detractores. El joven estudiante de Hipatia, Sinesio de Cirene, luego Obispo, representa claramente la posición que busca una relación entre fe e inteligencia, mientras que el joven esclavo Davo, originalmente formado en la visión científica del mundo, encuentra en el cristianismo la posibilidad de romper con aquella visión —que sostenía y justificaba además el orden social imperante—, y mediante su conversión quiere romper con esa comprensión, incluido su modo de racionalidad.

Estas ideas no son nuevas en ese período. Ya Tertuliano propone a fines del s. II la in-credibilidad del mensaje cristiano como prueba de su veracidad, o por lo menos del tipo de creencia que debe acompañarla, mientras que, por el contrario, las diversas fundamentaciones teóricas del intellectum fidei, de la comprensión intelectual de la fe, significaban un vínculo posible entre ambas. Con su credo quia absurdum, Tertuliano propone un modelo de comprensión performativamente autocontradictorio, que paradojalmente es un modo —“negativo”— de comprender la tarea teológica como fe que quiere entender. En cambio, la vertiente “positiva” en la relación comprende que efectivamente hay un doble origen del conocimiento, la razón y la fe, aunque afirmando también que para las verdades religiosas ésta es condición para el uso de aquella (Gilson, 1956). De hecho, ya algunas de las apologéticas del cristianismo quieren argumentar que el cristianismo no es una irracionalidad, y por ende la religión puede confiar en el uso de la razón para alcanzar un modo de comprensión de lo creído superior a la mera afirmación por una fe ciega.

La búsqueda de afirmación racional de creencias religiosas no sólo fue elaborada con fines apologético-políticos, sino también epistemológicos. Por ejemplo, Orígenes se opone a Celso, pensador anticristiano del platonismo medio, argumentando que sus ataques son errados. No poseemos el texto Alethés logos, Verdadera doctrina, de Celso, pero Horacio Lona ha reconstruido sus tesis a partir de los fragmentos citados especialmente por Orígenes. En realidad, Celso sería un defensor de la antigua doctrina platónica contra la degeneración de la divinidad propuesta por el cristianismo, especialmente en tres puntos (Lona, 2005). Ante todo, la diferencia y trascendencia insuperable de Dios impide una relación de éste con la historia, lo que toda imagen humanizada o mundana de Dios sería una reducción de sus cualidades. Consecuentemente, y en segundo lugar, las nociones cristianas de encarnación y muerte de Dios son inaceptables. Finalmente su comprensión de la realidad increada del mundo se resiste contra la idea de un tiempo lineal, limitado por un origen y un fin. Lo interesante es que la herencia platónica de Orígenes mismo implica que su crítica a Celso no conlleve un rechazo de sus doctrinas sino una respuesta a las mismas, pensando que la explicación cristiana conllevaba un nivel de racionalidad que superaba al de Celso pero no al platonismo. No se trata, como dice Lona, de un platónico, sino de diversos grados de cristianismo platonizante.

Un aspecto central en las disputas que atraviesan las relaciones en Agora es la imagen que se tiene de la divinidad. Los estudios recientes muestran que en realidad los defensores de la “pureza” de la divinidad —su eternidad, inmutabilidad, infinitud, imperturbabilidad, espiritualidad, etc. —eran precisamente aquellos que la tradición cristiana consideró “paganos”. Y paradojalmente aquellos que atribuían características filosóficamente discutibles a Dios, pues iban contra la progresiva depuración de la imagen de Dios de toda multiplicidad, emoción, moción y sentimiento, o sea de toda pasión, eran los monoteístas cristianos. Por eso es interesante la ubicación de la estatua del Dios en el film: el atrio de la biblioteca. El lugar de la búsqueda libre se ve así asociado a la tutela o al menos guía de la sabiduría personificada en la divinidad. Y también es significativo el estrecho vínculo de sacerdotes y hombres de letras, unidos para defender la pureza mancillada del Dios.

Independientemente de las escuelas filosóficas utilizadas para la comprensión de lo creído, es importante ver la doble vertiente en el seno de las tradiciones religiosas: aquella que niega todo vínculo con la racionalidad, y aquella que —con diversos grados de vinculación— la aceptan y la afirman como necesaria incluso para una experiencia más profunda de lo religioso. Por eso, lo que está en juego en el film no es sólo una cuestión de creencias, sino un modelo epistemológico de comprensión de la divinidad, con consecuencias pragmáticas insoslayables. La protección de las prerrogativas de la divinidad plantea la pregunta por el modelo de conocimiento de la misma, la valoración de sus demandas éticas —entendiendo “ética” no como serie de normas sino como modo de configuración de un ethos social, que a su vez es la matriz de configuración de las subjetividades—, y su vínculo con los poderes fácticos. No es casual que también estas relaciones dieran lugar a estructuras conceptuales que luego sirvieron para definir cuestiones como los límites de las injerencias mutuas de los Estados y las religiones, y los límites de ambas estructuras respecto de las convicciones personales, etc. Al mismo tiempo, esa indagación conceptual sirvió para la autocorrección de estas instituciones. Es difícil, por ejemplo, pensar en los ideales emancipatorios de la Revolución Francesa si se pretende ligar directamente fraternidad o igualdad a la isonomía griega, sin pasar por los ideales universalistas provenientes del monoteísmo. Y a partir de estos ideales, el movimiento vuelve sobre las propias estructuras religiosas para intentar en ellas una transformación.
Esta mutua confrontación, esta crítica mutua, permite comprender mejor la toma de posición del film respecto de la cofradía de los parabolani, como también del rol del Obispo Cirilo de Alejandría en el asesinato de Hipatia. Es poco importante que la posición de los historiadores no sea unívoca respecto de la interpretación de Amenábar. Lo importante es que la experiencia social, la multiplicidad de voces, el respeto y cuidado de las mismas, la limitación de las propias afirmaciones respecto de lo divino, y finalmente la noción de que no hay exigencia divina que justificablemente elimina la responsabilidad por el otro y su vida, son todas ellas nociones que el vínculo de filosofía y religión permiten poner en escena. Hay “patologías” de lo religioso que la razón puede evidenciar, sin desconocer ni que en su trasfondo había también algún tipo de razón “pasional”, ni que la crítica misma está movida por una razón apasionada, pues quiere dar cuenta de algo que la trasciende y la llama. De hecho, la experiencia religiosa puede echar luz sobre un modo de temporalidad que rompe con el anonimato y la secuencia de lo cotidiano, regulada por el mercado y sus ciclos, y poner, como en toda cultura tradicional, hitos en el tiempo para darle sentido (Casper, 2011). Al mismo tiempo, la filosofía puede advertir de los riesgos de una experiencia religiosa acrítica, como por ejemplo escabullirse de la seriedad de la historia, la configuración idolátrica de la creencia, la violencia y el fanatismo, y finalmente el particular uso patológico del lenguaje en la repetición (Casper, 2011). Por eso, la tarea filosófica podría ser una herramienta religiosa de desmitificación y crítica de la idolatría presente y posible en toda experiencia religiosa.

Y a pesar de toda la barbarie surgida de sus filas, la religión tiene aun una capacidad que excede la descubierta por el funcionalismo sociológico, o sea, la de poner en evidencia una experiencia humana particular: la capacidad humana de vincularse con una alteridad que excede todo concepto y cuya estructura vocativa supera las capacidades racionales de darle un sentido acabado, delimitado por la razón y “científicamente” justificable.

El Otro irreductible

Una crítica de la experiencia religiosa, en especial desde una perspectiva filosófica, puede servir para mostrar las consecuencias indeseables de la misma. Pero puede también servir para afirmar las funciones históricamente constituidas con que la religión ha contribuido a experiencias de liberación y emancipación. Más aún, la religión en su diálogo con los modelos de racionalidad puede permitir la preservación de una experiencia de alteridad, de aquello no subordinable por la razón y sus manifestaciones. Quizás sólo un ejemplo de ello es lo que Davo encuentra en esa comunidad desordenada pero carismática: la experiencia del sentido del mundo y de la fraternidad de los despojados. Frente a la enseñanza estoica de la aceptación del orden del mundo “natural”, aparece la idea de la historia, la temporalidad de las estructuras, y por lo tanto de su posible cambio. La visión “racional” del mundo se muestra insuficiente para dar cuenta de otro tipo de deseo. Es que a pesar de todos los intentos de sistematización del logos —teo-lógico, científico, etc.— lo otro persiste. Se muestra al mismo tiempo finito y con una exigencia infinita. Se trata de una exigencia infinita, en tanto ninguna respuesta finita parece estar a la altura de la misma, pero también porque se muestra con una temporalidad extraña, difícilmente ubicable en la secuencia crono-métrica. Y el vínculo con eso-otro, que es siempre particular en cada subjetividad, significa también un modo particular para ella de rehuir las clasificaciones, de dar un sentido propio a la temporalidad que es su estructura esencial, y finalmente de establecer una relación de respuesta —responsabilidad— a los otros. Es decir, el vínculo con lo otro impone la ruptura de todo modelo de fijación, que siempre hace perder al otro (Casper, 2011). Es posible pensar en un modelo de vínculo entre experiencia religiosa y pensamiento filosófico que señalan a toda responsabilidad por lo otro con una estructura de trascendencia, en tanto indican un futuro y una relación que supera toda relación intencional. Toda afirmación objetivamente fijable, sea religiosa, sea científica, se ve “trastornada” por la presencia, aunque sea al modo de una huella, del otro (Casper, 2008).

Utilizando su lenguaje y el sentido particular que aplica a “Mismo” y “Otro”, Levinas escribe: “La religión, en la que la relación subsiste entre el Mismo y el Otro a pesar de la imposibilidad del Todo —la idea de lo Infinito— es la estructura última” (Levinas, 1995, p. 103). El sujeto no puede abarcar conceptualmente el mundo. La estructura intencional de la conciencia revela su propia imposibilidad, ya que el noema que se manifiesta en el otro excede la noesis y la propia capacidad de dar sentido abarcativo. La religión es un modo de ética que permite dar cuenta de esa imposibilidad y de la responsabilidad por ese vínculo. Más aún, preserva la experiencia siempre particular que cada subjetividad establece con esa alteridad y su reclamo (Levinas, 1999). Una comprensión filosófica de la respuesta a ese reclamo, que en Levinas es el movimiento del “deseo” a la “responsabilidad” por el otro (Levinas, 1995), que al mismo tiempo afirma el goce del mundo y lo concibe subordinado a la experiencia de la alteridad.

Finalmente, y así como el helenismo y la vanguardia “occidental” es el motivo central de Agora, cabe preguntarnos desde América Latina por las diversas formas de relación que se ha establecido en nuestra región entre tradiciones religiosas, corrientes científicas y relaciones sociales políticas. Se trata claramente de una relación en que conviven la modernidad y la diferencia (Ortiz, 2013). Por eso es preciso un análisis que excede largamente las propuestas de los funcionalismos, y nos obligan a pensar los vínculos con la estética (Asselborn, 2009), la política y la economía (Löwy, 1999). Un análisis serio de estas relaciones impone la necesidad de pensar estos campos como insubsumibles e insubordinables a otros “saberes”, y pensar al otro y nuestro vínculo con él como irreductible. La pasión del otro, la pasividad subjetiva ante esa alteridad que se impone, y la respuesta a la misma en diversos modos de racionalidad, no serían así posibilidades superables de relación con lo que trasciende al sujeto sino una estructura insoslayable de la subjetividad.

Referencias

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NOTAS

[1Se asocia inmediatamente a este dicho popular francés, hecho propio por ambos autores alemanes, la contundente afirmación de Nietzsche en el Epílogo de su Contra Wagner: “Tout comprendre - c’est tout mépriser”.

[2No obstante, es preciso decir que ya en el texto evangélico la idea del dominio y control de sí se encuentra presente, como en 1 Tes 4:5.