Para el cineasta donostiarra Iván Zulueta (1943 - 2009), el cine supuso la conquista humana del tiempo: frente al tiempo composible, secuencial y bidireccional de las ciencias físicas (t), el cine permitió objetivar la experiencia humana del tiempo como duración. En una entrevista con Virginia López Montenegro y Begoña del Teso realizada en 2002, Zulueta formuló en estos términos la íntima relación entre el tiempo y el cine: “Es importantísimo que una película dure. Es que hay que darse cuenta de lo que eso implica. Hay una duración. El espectador la conoce” (Zulueta y Del Teso, 2002, p. 25). Cobrar conciencia del hecho fundamental de la duración en el cine emplaza al cineasta tanto como al espectador, pues ambos se encuentran inmiscuidos en un horizonte temporal (“tú has de captar una cosa en un tiempo dado”). Pero acaso lo más sorprendente del pasaje es el hecho de que Zulueta conciba esta participación en la duración del cine como el fruto de una ascesis: “El cine exige una disciplina por parte del espectador, que se ha ajustado con esos tiempos, esos movimientos, esos ritmos” (p. 25). ¿En qué consiste esta disciplina? Una primera respuesta tentativa radica en la necesaria familiarización con “la sofisticación del tiempo y el lenguaje” (p. 25) propio del cine moderno; sin embargo, a la postre, la pregunta se revelará mucho más compleja y precisará una incesante reflexión y práctica cinematográfica por parte de Zulueta. El presente artículo propone leer la obra del donostiarra, en particular su incontestable obra maestra, Arrebato (1979), como el producto de una ascesis del tiempo vivido. La ascesis del tiempo vivido constituirá un verdadero “protocolo de experiencia” (Deleuze y Guttari, 1978, p. 17) pues no sólo supone la tematización explícita del problema de la duración, sino la transformación de todos los recursos del lenguaje cinematográfico en un organon capaz de sincronizar la temporalidad del espectador con la duración objetiva del cine. Cine y temporalidad Basta un somero vistazo a la obra cinematográfica de Iván Zulueta para notar que la cuestión del tiempo fue una de sus más constantes preocupaciones. [1] Sus trabajos experimentales de los años 60 y 70 acudieron al amplio repertorio de la experimentación vanguardista para explorar las posibilidades rítmicas del montaje: desde la síntesis acelerada en Kinkón (1971), Frank Stein (1972) o Masaje (1972), al uso del del time lapse en A Ma Gam A o Aquarium (1975); de la aceleración en Babia (1973), a la desincronización en Complementos (1976); para terminar en las complejas exploraciones rítmicas y formales de Leo es pardo (1976), antecedente directo de su obra de culto, Arrebato (1979). [2] En efecto, la panoplia de procedimientos experimentales como el pastiche, el collage, la apropiación de material ajeno o el “desmontaje introspectivo” (Cueto, 2006a, p. 130) que abundan en los cortos de Zulueta están puestos al servicio de una rigurosa reflexión sobre el tiempo. A la luz de la importancia que esta reflexión cobrará en Arrebato (1979), es lícito afirmar que para Zulueta el tiempo es el problema esencial del cine; el problema más estrechamente vinculado a las condiciones de existencia del cine como arte. En este sentido, Zulueta retoma la teoría clásica del cineasta y teórico ruso Sergei Eisenstein en los años 1920 y para quien el montaje marcó el nacimiento del cine como forma artística. Para Eisenstein, la esencia del cine no radica en las imágenes en sí, sino más bien en la relación que el montaje traba entre ellas (Aumont, 1987, p 146). Pero si para el ruso la importancia de este procedimiento radica en los efectos provocados por el choque, yuxtaposición o conflicto entre imágenes, para Zulueta el aspecto fundamental del montaje radica más bien en su aptitud para inscribir el ritmo en el medio audiovisual. En la entrevista antes citada, a propósito de Dancer in the Dark (Dir. Lars Von Trier, 2000), película que Zulueta celebra por su capacidad de plantear el problema del ritmo, Zulueta concluye con una frase que enuncia su personal ética del cine: “puestos a buscar el ritmo, encontrarlo…la felicidad” (p. 22). Para el cine el ritmo lo es todo. En tanto dispositivo rítmico, el montaje permite que el tiempo en el cine sea mucho más que el horizonte de la narración o la sucesión lineal de las imágenes. El cine desconoce el tiempo “natural” o cronológico, pues en la medida de que depende del montaje, el tiempo no figura como un horizonte preexistente en el que las imágenes puedan inscribirse, sino un efecto que se construye a partir de la velocidad, el detenimiento o la repetición. Así, en el cine el tiempo es una función del ritmo, y éste es un efecto del montaje. Zulueta identificó explícitamente esta experiencia del tiempo en el cine con un término de hondas connotaciones filosóficas: la duración. La duración propia del cine moderno debe distinguirse en todo punto de los cronoregímenes de otros géneros como la pintura, la literatura e incluso de los albores del cine, antes de la eclosión del montaje. La historicidad de estos cronoregímenes no es, sencillamente, un asunto de convenciones o códigos: entre un hipotético espectador decimonónico y el cine moderno se interpondría un obstáculo sutil y formidable, que Zulueta denomina en otra parte de la citada entrevista con un giro afortunado: “la sofisticación del tiempo” (p. 25). Pero ¿en qué consiste esta sofisticación? Zulueta da el ejemplo de L’Arrivée d’un train en gare de La Ciotat (1895), el célebre documental de Auguste y Louis Lumière. El film nos remonta a la prehistoria del cine: el momento anterior a la invención del montaje, cuando el cine no había conseguido desprenderse de su función científica o industrial, ni singularizarse plenamente en esa suerte de lirismo mecánico que caracterizó la eclosión tecnológica finisecular. Como se sabe, fue gracias a la invención del montaje que el cine logró vencer las reticencias de los Gorky o los Bergson, pero también lo que le permitió romper con la temporalidad natural y crear un cronoregimen propio, sin precedentes en la historia del arte. Para Zulueta el montaje es el dispositivo que vacía al tiempo de toda universalidad en favor de múltiples cronoregímenes particulares y heterogéneos. Las minuciosas exploraciones del ritmo y el montaje que Zulueta acometió en sus cortometrajes desembocaron en el largometraje Arrebato (1979). [3] Verdadero ensayo de “vampirización cinéfila” (Bartual, 2008), la obra de culto de Zulueta constituye una síntesis de sus experimentos vanguardistas en los cortometrajes de los años 70 –cifradas acaso en Leo es pardo (1976)– pasados por el tamiz del lenguaje del cine de género, concretamente el cine de horror. El film “vampiriza” en primer término la propia obra de Zulueta, pues incorpora una serie de secuencias y materiales que proceden directamente de los cortometrajes. A esto habría que añadir la experiencia personal y generacional con las drogas (Ceia, 2019). Para Zulueta, hay una relación literalmente consustancial entre cine y droga. El cortometraje Complementos, por ejemplo, recrea minuciosamente el ritual de consumo de heroína, mientras que, como veremos, en Arrebato la droga marca el ingreso a una experiencia distinta de la temporalidad. Si la droga expone al individuo a otras experiencias del tiempo, el montaje cinematográfico expande esta posibilidad, mediante una peculiar ascesis –al orden de la subjetividad en cuanto tal– al establecer, paradójicamente, una objetivación de la duración. A través de una historia de vampirismo, Arrebato piensa cinematográficamente esta objetivación con un rigor y originalidad que ofrecen escasos parangones en la historia del cine mundial. Al mismo tiempo, al aproximarse o, más bien, al digerir el registro del cine de horror, la película logra tematizar el medio mismo del cine sin incurrir en una meta-reflexión de corte irónica o solipsista. Como decíamos antes, Zulueta movilizó un término de enorme relevancia en la teoría cinematográfica del siglo XX: la duración. El tino del cineasta no deja de sorprender, sobre todo considerando lo improbable que resulta postular su conocimiento directo de la obra de Henri Bergson o, incluso, de la obra monumental de Gilles Deleuze. Si bien una familiaridad con estos pensadores es imposible de descartar, resulta más productivo recordar, con el Heidegger lector de Aristóteles (2002), la raíz cotidiana e incluso coloquial de los conceptos filosóficos. Se trata, a la postre, de un camino de ida y vuelta: los conceptos filosóficos tienden a naturalizarse en la lengua común, enriqueciendo las posibilidades expresivas de la lengua y esbozando genealogías intelectuales siempre recobrables. Al mismo tiempo, es posible que Zulueta derivara su concepto de duración de la misma fuente en que abrevó Deleuze: la historia misma del género. Como se sabe Bergson utilizó el término durée para describir el tiempo en tanto categoría absoluta, es decir, como categoría irreductible a otras categorías de la experiencia. Bergson buscaba así romper con la inveterada tradición filosófica y científica que concibe al tiempo o bien como una función del movimiento, o bien mediante perífrasis del tipo “aquello que miden los relojes”. En ambos casos, el tiempo aparece como un fenómeno secundario o derivativo. A diferencia de esta concepción filosófico-científica del tiempo, la duración no es composible: no es la suma de instantes o momentos discretos, sino un devenir indivisible. La duración nombra al tiempo en cuanto tal y no su representación. ¿Cómo sostener entonces la aptitud del cine para contener el tiempo en tanto duración? Esta aparente paradoja se resuelve mediante un peculiar desplazamiento. Si la representación nos remite necesariamente a la experiencia y, por tanto, al ámbito de la subjetividad, el cine permite la desubjetivación de la duración en la imagen. En el cine, la duración toma la forma de una temporalidad objetivada, que es necesario distinguir de toda temporalidad natural. Y es precisamente esta objetivación la que da la pauta para que el espectador acceda a la temporalidad de la obra mediante una “disciplina del espectador” (p. 25). El cine de Zulueta parte de la idea de que es sólo gracias a esta duración objetivada que podemos penetrar en el secreto del tiempo en cuanto tal. Pero el problema hasta cierto punto abstracto de la duración se concretiza en el ritmo, la sustancia misma del cine. Para Zulueta, el ritmo no es una categoría puramente formal o estética –por más de que, en su tratamiento, Zulueta tienda a prescindir por completo de elementos narrativos–, sino más bien una función que permite articular el tiempo objetivado por la vivencia subjetiva del espectador. Se esboza así una ecuación de mutua dependencia, en la que el ritmo funge como común denominador: la experiencia subjetiva sólo puede acceder a la duración sincronizándose con el tiempo objetivado por el montaje, pero éste sólo puede tomar forma desubjetivando la imagen. Ahora bien, es necesario que el cineasta sea lo suficientemente sensible como para capturar el ritmo adecuado, pues el ritmo no es arbitrario ni artificial sino que se desprende de una peculiar vibración de las cosas. Nos encontramos ante una de las ideas más originales del Zulueta: los eventos y las cosas en cuanto tales poseen ritmos propios; una vibración o “latido” que debe ser capturado. El guion de Arrebato es explícito a este respecto. Pedro, uno de los personajes principales, formula este principio en los siguientes términos: “Todo es cuestión de ritmo, no hay otra cosa y yo, con mi cámara, puedo reproducirlo… el de esta colcha, este pitillo, el viento, mi prima… lo que sea… Encontrarle el latido, los altos y los bajos, la pausa…” (Zulueta 2002a, p. 53). El arrebato Arrebato narra la historia de dos cineastas atípicos, embarcados en sendos procesos vitales. Por un lado, tenemos a José Sirgado (Eusebio Poncela), quien se encuentra dando los toques finales, con desgano y fastidio, a su segunda película, una Serie B sobre vampiros. Su relación con el cine pasa por un pésimo momento (“algo –o todo– parece estar fuera de su sitio”), quizá por su reciente rompimiento con Ana (Cecilia Roth), quizá porque la heroína le ha dejado “una huella más profunda de lo previsto”. [4] Arrojado a la zozobra por el súbito regreso de Ana –quien se ha vuelto adicta a la heroína, a la que José la iniciara un año antes– José considera retomar el consumo que ha socavado su relación con el cine. Cabe decir que esta relación no es estrictamente profesional o vocacional, sino una profunda relación vital en la que José es más el objeto pasivo que el agente: “en definitiva no es a mí a quien le gusta el cine, sino al cine a quien le gusto yo”. Es en ese punto que José recibe el paquete con una bobina y un casete de Pedro. Pedro es un chico extravagante que vive en una apartada casa de campo en Segovia, a quien José conoce por intermediación de Marta, amiga de José y prima de Pedro. Pedro es una suerte de cineasta experimental salvaje, un verdadero outsider, que ha optado por la reclusión para consagrar su vida al cine, o lo que él entiende por el cine. Su reclusión es radical: Pedro no sólo ha abandonado toda comunicación con la gente o el exterior, sino que ha restringido sus necesidades vitales al mínimo (“no duerme, ni come ni folla”) y se ha instalado en una especie de infancia perpetua. Marta lo describe como una suerte de Peter Pan: “Es un tío que lleva viviendo veintisiete años, pero tiene doce”. En el guion, Pedro dice: “yo me he quedado en los diez, o por ahí… No se puede ser mayor de eso…” (Zulueta 2002a, p. 54). El cine de Pedro consiste en filmaciones en Súper-8 de su entorno inmediato –su casa, su familia, el paisaje, los árboles, el cielo– mediante una suerte de time lapse impresionista y manual. Mediante este procedimiento, Pedro busca el objetivo primordial de capturar lo que él denomina el arrebato: una especie de éxtasis que le permite penetrar en el ritmo secreto de las cosas. Sin embargo, sus películas inevitablemente fracasan, provocándole dolorosos espasmos. La razón de su fracaso es que Pedro no logra reproducir el ritmo y la cadencia de la experiencia extática. En ese punto, la aparición de José supone una ocasión idónea para Pedro: dado su común interés en el cine y el conocimiento técnico José, es posible que éste pueda ayudarle a alcanzar su cometido. Cuando ambos se conocen –José ha ido con Marta a la casa de campo, pensando en usarla como locación–, Pedro consume un poco de droga para “bajar de ritmo” y poder comunicarse con José y plantearle su problema. El descenso de ritmo propiciado por la droga supone una verdadera transformación: su voz deja de ser la de un niño, el frío perpetuo en el que vive se interrumpe y adopta un semblante de adulto. Desde ese momento, se establece entre ambos una compleja relación de complicidad –complicidad que durante buena parte de la película no será evidente para José– y que terminará por trenzar el camino de ambos hacia un extraño desenlace compartido, destino a la vez cinematográfico que vital. Como podemos ver, en Arrebato el problema del registro cinematográfico de una vivencia particular del tiempo yace en el centro de la trama. Al nivel más abstracto, la película toma como punto de partida una tesis, hecha posible por los constantes escarceos genéricos con el cine fantástico o de terror: ¿qué pasaría si la vivencia subjetiva del tiempo y el registro objetivo del tiempo se escindieran completamente? ¿Cómo elaborar, mediante el cine, una nueva síntesis entre ambos? Por otra parte, en rigor, el objetivo primordial de esta tesis radica en explorar otra intuición fundamental de Zulueta: ¿no es acaso el cine un dispositivo que, lejos de ser un simple medio mecánico de representación, posee vida propia? De este modo, la primera tesis, decididamente fantástica, tendría como función hacer explícita y palpable una sospecha que toca al cine en cuanto tal: la agencia del medio mismo. Si el cine posee una duración propia, ajena a la experiencia natural del tiempo, ¿no es lícito suponer, detrás de esa duración, una agencia por completo ajena al hombre? ¿Una volición –inteligente, libre y depredadora– del género mismo? Para abordar estas interrogantes es necesario detenernos a examinar los términos concretos en los que estos problemas se plantean en la película. Pedro, verdadero protagonista de Arrebato, vive el tiempo de forma peculiar. La película enfatiza este punto en múltiples ocasiones. Para empezar, sabemos que para él las unidades temporales tradicionales carecen de sentido. Cuando Pedro muestra a José los cromos de Las minas del rey Salomón, en su esfuerzo de mostrarle en qué consiste el problema del ritmo, le pregunta: “¿Dime cuanto tiempo podías llegar a pasar mirando este cromo? ¿Y éste? ¿Y esta borla? ¿Y este otro? Años, siglos, toda una mañana, imposible saberlo”. Más tarde, tras la escena en la que intenta iniciar a Ana en el mismo misterio, Pedro dice: “Hace un mes que no como y tengo que comer. Un mes para los demás. Para mí un día. ¿Comprendes o no comprendes? Un día”. No es tanto que Pedro confunda el significado de los intervalos y las convenciones, sino que experimenta su duración de un modo distinto al de los demás. La película sugiere por diversos medios que Pedro vive en desfase, a otra velocidad que los demás. Pedro experimenta el paso del tiempo de otra manera. El desfase se revela con toda claridad en las ocasiones en las que Pedro desea comunicarse con los demás. Para conseguirlo, debe bajar de velocidad, sincronizar su temporalidad interna con la del resto de los mortales. Durante buena parte de la película, Pedro recurre a la droga exclusivamente como un instrumento –peligroso y del que es preciso desconfiar– para ralentizar su tempo interior. En la película, la primera vez que Pedro consume droga es cuando decide “jugar limpio” y entablar una conversación con José para pedirle ayuda con su obra. Tras pedirle unos “polvos” a José, Pedro explica la función que para él tiene la droga: “Desde luego, esto es increíble. Una mierda delicada. Si te pasas no vale. Una hija de puta, sí señor. Pero a mí me sirve. Me sirve para los demás, para los que vienen de afuera.” Más adelante, en la conversación añade: “No duermo, ¿sabes? Tan solo cuando no hay más remedio, me meto unos polvos de esos que me rebajan el ritmo, pero a mí no me gustan, me hacen crecer”. Se revela así, de paso, la otra estrategia de ralentización a la que Pedro se somete como a una ascesis: permanecer en un estado infantil, o lo que Peter Sloterdijk llamaría un estado neoténico (Vázquez Rocca, 2007, p. 84). En ambas instancias, el guion es aún más explícito que la película. En el primer diálogo, el guion enfatiza la sincronización con José mediante la droga: “Lo que acabo de hacer es igualar nuestros ritmos. Mi ritmo de ahora, el de este instante, es casi igual al tuyo”. Más adelante el guion se explaya sobre la idea de ralentizar el ritmo: “[esos polvos] me rebajan… No me relajan, me re-ba-jan… el ritmo… me ponen en “mi” edad, me sacan del estado de hibernación, digamos…” (Zulueta 2002a, pp. 54-55). Por otra parte, la banda sonora señala la presencia de Pedro, y en particular su interacción con José y Ana, mediante un sonido neutro oscilatorio que, conforme se opera la mutación de Pedro, desciende de frecuencia y ralentiza su oscilación hasta que el sonido termina por segmentarse en unidades cada vez más separadas entre sí. El éxtasis o arrebato, por el contrario, viene acompañado de un sonido inverso, que sube de tono y de velocidad. De este modo, podemos decir que Pedro vive el tiempo de una forma íntima e incomunicable, que es necesario suspender momentáneamente mediante la droga para poder comunicarse con el exterior. La película postula así la existencia de formas mutuamente inaccesibles de experimentar el tiempo: por un lado, la experiencia de Pedro, que se define por establecer una extraña ecuación entre la perpetuación de un estado de infancia y la dilatación del instante (o, visto desde la perspectiva subjetiva, la aceleración de la experiencia); por el otro, lo que podríamos llamar la temporalidad natural, el horizonte temporal social. Josétxo Cerdán y Miguel Fernández Labaye formulan así esta escisión: “La tensión se establece entre un tiempo externo, que se puede medir en términos matemáticos, y un tiempo interno, de experiencia subjetiva” (Cueto 2006d, p. 284). En efecto, la temporalidad natural o exterior se caracteriza por su carácter analítico y composible; el tiempo, como horizonte común, precisa de lapsos estables y unidades racionales. Por otra parte, la vivencia subjetiva –y, hay que recordarlo, extática– del tiempo de Pedro se caracteriza por su inconstancia, por desconocer lapsos y unidades precisas, y por ser personal e incomunicable. Frente a la racionalidad del tiempo natural, Pedro experimenta el tiempo como duración indivisible, que siguiendo a Bergson supone una noción cualitativa del tiempo: el tiempo como entidad que no puede dividirse o fragmentarse sin cambiar de naturaleza. Ahora bien, el problema central de Pedro no radica en cómo “instalarse” en el tiempo subjetivo mediante la “concurrencia” del tiempo exterior –como concluyen Cerdán y Labaye (284)– sino más bien en cómo realizar una síntesis entre dos regímenes incompatibles del tiempo. Y es justo en relación a esta síntesis imposible que Zulueta plantea el tema de la pausa La pausa Pedro describe su arrebato como una experiencia extática en la que el tiempo se revela como duración, es decir, más allá de cualquier experiencia cronológica o sucesiva. Pedro trata de hacer comprender a José su naturaleza mediante un ejercicio: le pregunta cuáles eran sus cromos o estampas preferidos de niño. Tras pensarlo un poco, José contesta: Las minas del Rey Salomón. Pedro le conduce entonces a su habitación y le muestra un ejemplar de ese cómic, que guarda en un baúl. Juntos comienzan a contemplar las imágenes. Pedro lanza entonces su señuelo: “¿Dime, cuánto tiempo te podías pasar mirando este cromo?”. José contempla detenidamente los cromos, visiblemente conmovido, recordando su experiencia infantil contemplando esas mismas imágenes. La pista sonora enfatiza este arrobamiento con una música de tambores que va subiendo de volumen, y que coincide con la imaginería africana del cómic que ambos miran y recorren con el dedo. Pedro continúa: “Estabas en plan fuga, éxtasis, colgado en plena pausa: ¡arrebatado!”. Cuando ve que José finalmente comprende, Pedro cambia de tono de voz y concluye: “Vaya, no estás tan mal. Pues de eso se trata, ¿comprendes? Veo que comprendes.” La referencia a la contemplación infantil de unas imágenes cargadas de exotismo, ante las cuales el tiempo parece detenerse es una forma de presentar ante José la posibilidad de una experiencia distinta (extática) del tiempo. Pero, en rigor, el arrebato consiste en acceder al ritmo secreto de las cosas, ritmos que el rasero del tiempo natural o la experiencia dominante del tiempo vuelve inaccesibles. Esto es evidente, por ejemplo, en el discurso que Pedro pronuncia tras realizar con éxito su película deseada, gracias a la colaboración de José. Pedro anuncia: “Mañana me marcharé de aquí. Me esperan otros sitios, nuevas gentes, lugares famosos que nadie conoce. Miles de ritmos ocultos que yo descubriré”. Una vez concluida la ascesis del tiempo vivido, Pedro se siente capaz, finalmente, de explorar el mundo. Más adelante, José escuchará en una cinta a Pedro describe su viaje por el mundo como una exultante exposición a todo tipo de ritmos nuevos: “Ya en el viaje en tren, me invadió una euforia loca. Segovia-Madrid resultó Venus-Plutón. Las velocidades se sumaban, restaban, multiplicaban. Tantos ritmos… Todos distintos, nunca vistos por mí, si presentido […] En todo descubría tesoros, y con cualquier cosa me agarraba un éxtasis…” Nuevamente, el guion es más prolijo en la caracterización de esta experiencia, y en ese punto añade: “al menos a mí no me cabía la menor duda… convencido de estar en contacto… de palpar… de… No hay palabra… Lo más parecido a ese estado, como de gracia, que consigues en ácido, cuando te sientes piedra o agua, o lo que estés tocando… y que en definitiva supone una coincidencia de ritmos… Respiras con todo tu alrededor, te rozas con las texturas más ultramínimas…” (Zulueta 2002, p. 54. Resulta significativo que este pasaje haya quedado fuera de la película. Esto se debe quizá al hecho de que en el guion la diferencia entre el arrebato y la droga tiende a desvanecerse, mientras que la película mantiene enfáticamente distinción: de hecho, la droga hace a Pedro salir del estado que le permite tener acceso al arrebato. En la película, Pedro se muestra siempre desconfiado frente a la droga, a la que sólo acude por necesidad. De hecho, la espiral en la que se abisma conforme prosigue la trama responde a haber traicionado ese uso puramente instrumental en favor de una búsqueda de placer. Por otra parte, es también notable que en este punto Pedro identifique la droga con el ácido, mientras que en el resto de la película la droga es exclusivamente heroína. Es posible que, en la filmación, Zulueta se haya percatado de la necesidad de dejar a los alucinógenos fuera de la economía del relato, pues la experiencia del arrebato es ante todo una suerte de éxtasis de intensidad, no de imágenes. En otro momento de su primera conversación con José, Pedro observa: “…Todo es cuestión de ritmo, no hay otra cosa y yo, con mi cámara, puedo reproducirlo… el de esta colcha, este pitillo, el viento, mi prima… lo que sea… Encontrarle el latido, los altos y los bajos” (Zulueta 2002a, p. 53). En este caso, es probable que esta frase quedara fuera del guion debido a que, de hecho, Pedro es incapaz de reproducir el ritmo de las cosas hasta que recibe la ayuda de José. Sin embargo, juzgo conveniente incluirlo en tanto nos ayuda a entender mejor en qué consiste el ritmo. De todo lo anterior se desprende que el arrebato, en tanto experiencia puramente subjetiva e intimista del tiempo, es insuficiente. De hecho, Pedro recurre a José en busca de ayuda justamente porque es incapaz de preservar la experiencia del arrebato en sus ejercicios cinematográficos. En su primera conversación, Pedro le pide a José: “Sólo quiero que me ayudes. Que me expliques que es lo que tengo que hacer para filmar el ritmo preciso. ¿Tú sabes qué hacer con la pausa?”. En este punto el guion añade una acotación relevante: “para que todo salga como yo lo he filmado, ¿comprendes?”. La pregunta de Pedro no es cómo filmar el arrebato, sino cómo lograr que la cinta reproduzca los ritmos que el arrebato vuelve accesibles. Se impone preguntarse por qué el arrebato no es suficiente; por qué Pedro juzga necesario recurrir al cine cuando su experiencia se haya ya efectivamente asimilada al arrebato. Su arrebato personal es una ascesis, pero su objetivo es otro. La respuesta estriba, en primer lugar, en el hecho de que el abismarse en el éxtasis le incapacita para explorar la gran variedad de ritmos existentes, que Pedro ignora pero sospecha. Esto se debe a que la estrategia que Pedro ha desarrollado para acceder al éxtasis es inflexible y limitada. La crítica generalmente ha denominado este aspecto de Arrebato el “síndrome de Peter Pan”. Por mi parte, en la medida de que tal síndrome es en realidad parte de una estrategia vital, juzgo más conveniente denominarlo el dispositivo de infancia. [5] La diferencia fundamental entre ambas nociones radica en el hecho de que hablar de “síndrome de Peter Pan” naturaliza este estado como un punto de partida de la película. Sin embargo, un examen atento muestra que este presunto “síndrome” es en realidad un recurso estratégico empleado por Pedro. Quizá por esto la crítica de Arrebato, por regla general, se ha limitado a tomar nota o hacer el registro de los guiños a Peter Pan, sin detenerse a examinar su función en la economía del relato y la meditación sobre el ritmo. Lo primero que hay que decir al respecto es que la infancia perpetua de Pedro no es una condición (un “síndrome”) sino el efecto de una rigurosa y meditada práctica sobre sí mismo (ascesis). Pedro describe además esta práctica detalladamente en numerosas instancias de la película. En el guion encontramos la siguiente formulación: “…Ya te habrán dicho que, normalmente ni como, ni bebo, ni follo, ni fumo, ni duermo… No duermo, ¿sabes? Yo descanso despierto, o al menos eso digo cuando hablo. Sólo hago esas cosas cuando no hay más remedio y me meto unos polvos de esos” (Zulueta 2002a, p. 55). En la película, Pedro sugiere la participación de Marta en el desarrollo de ésta técnica: “Yo quería mucho a Marta. Como sabes, ella me enseñó los trucos indispensables para mantenerme en mis trece y no tener que seguir el ritmo estúpido de los demás”. Esta frase, que juega con el sentido literal de la expresión (persistir en una empresa, pero también permanecer teniendo trece años), alude a la infancia compartida por ambos, a la que se hace referencia en varias ocasiones en la película. Finalmente, cuando Pedro se entera de que José no filmará su próxima película en casa, comenta: “de qué me servía mi tierna edad, tan dificultosamente conservada, si no lograba lo que pretendía y no llegaba a otra cosa que a aquellos espasmos insoportables”. Como podemos ver, la infancia funciona como un dispositivo, una herramienta que si bien le permite acceder al arrebato, implica también una férrea disciplina que limita su aplicación. Es por esto que Pedro introduce una tercera categoría: la pausa. Este recurso abrirá las posibilidades para una nueva aproximación al arrebato, más allá del dispositivo de infancia, dispositivo que se revela a la postre como limitado. Para Pedro, la pausa es la forma de manipular el ritmo en el cine, por lo que su declaración sobre la naturaleza de la pausa puede leerse como la declaración de principios de su visión del cine: “La pausa es el talón de Aquiles, el punto de fuga, nuestra única oportunidad”. La primera comparación remite directamente al sistemático fracaso de Pedro a la hora de manipular la pausa. El problema, al nivel más evidente, radica en que Pedro utiliza una técnica impresionista de la pausa: sin más criterio que su pulso y su sensación interna del ritmo, Pedro trata de producir un ritmo en sus filmaciones en Súper-8 haciendo timelapses manuales. Esto resulta claro en la primera escena en que Pedro entra a cuadro. Esto sucede cuando Marta y José llegan a la casa de campo y encuentran a Pedro filmando al aire libre. La escena nos muestra a Pedro filmando cámara en mano, mientras lleva la cuenta en voz alta y utiliza un disparador de cable: “39, 40, 42”. Sorprende la aparente arbitrariedad de esta serie, que enfatiza la idea de un ritmo puramente subjetivo. Además de esto, el guion explica con gran detalle en qué consiste el proceder de Pedro hasta antes de la aparición de José. La escena que se describe a continuación se refiere al momento en que Pedro muestra por primera vez su película a José: Pedro lo filma todo entrecortadamente, –la mayoría de las veces, imagen por imagen–, o sea, que la proyección consiste en movimientos acelerados de todo lo que su tomavistas en mano capta a lo largo de un rato. Pedro indudablemente (sic), Pedro carece de la paciencia o habilidad requeridas, amén de un trípode… Y no hay un sólo movimiento que se desarrolle fluidamente en la pantalla (Zulueta 2002a, p. 58). Es por esto que el problema de la pausa se resuelve, narrativamente, de una forma no exenta de humor: tras entender finalmente a Pedro, José le regala un temporizador. Este dispositivo permitirá a Pedro salvar finalmente el obstáculo que le impedía producir el cine del arrebato. La aparición del temporizador mecánico es un punto de inflexión en la exploración temporal de Pedro, pero también es un punto de inflexión de la trama, que desde ese momento toma un rumbo insospechado, que comienza con la salida de Pedro del entorno doméstico. En suma, es sólo mediante el uso de la pausa y el temporizador que se logra finalmente la síntesis entre tiempo vivido y temporalidad material. Para Pedro, esto supone la posibilidad de registrar un éxtasis objetivo más allá de la experiencia. El arrebato puede así producir una vivencia del tiempo como duración, pero sólo en la medida en que esta vivencia se desubjetivize en una duración objetiva y material. Una ética de la despersonalización. Conclusión La obra cinematográfica de Iván Zulueta constituye una profunda meditación cinematográfica sobre la experiencia del tiempo. Sus experimentos con el tiempo y el ritmo en sus cortometrajes condujeron a Arrebato (1979), Zulueta articula una práctica cinematográfica capaz de capturar y objetivar la experiencia del tiempo como duración. El arrebato, ese estado extático que Pedro, el protagonista, persigue obsesivamente, representa la posibilidad de acceder a los ritmos secretos de las cosas, a una temporalidad que subyace bajo la superficie de la realidad cotidiana. La relevancia de Zulueta en la historia del cine radica precisamente en haber transformado esta inquietud filosófica sobre el tiempo en una práctica cinematográfica concreta. La ascesis del tiempo vivido a la que se somete Pedro –mantenerse en un estado neoténico, reducir sus necesidades vitales al mínimo– encuentra su paralelo en la propia construcción formal de la película, con su exploración de las posibilidades rítmicas del montaje, los timelapses, las aceleraciones y desaceleraciones de la imagen. La introducción del temporizador mecánico, que permite a Pedro superar la limitación de su técnica impresionista, simboliza el encuentro entre la experiencia subjetiva del tiempo y su objetivación a través del dispositivo cinematográfico. Arrebato no es simplemente una reflexión metafílmica o una experimentación formal, sino una verdadera ontología del cine que reconoce en el medio cinematográfico una agencia propia, una capacidad para capturar la duración que escapa a la temporalidad humana. La película sugiere que el cine no es un mero instrumento de representación, sino un dispositivo con vida propia, capaz de sincronizar –o vampirizar– la experiencia temporal del espectador. La originalidad de Zulueta consiste en haber plasmado estas complejas intuiciones filosóficas a través del lenguaje del cine de género, particularmente el cine de horror. El vampirismo que estructura la trama funciona como metáfora de la relación entre el cine y el tiempo: ambos se alimentan de la vida, la suspenden y la transforman. En este sentido, la obra de Zulueta anticipa las reflexiones de Gilles Deleuze sobre la imagen-tiempo y constituye una contribución fundamental a la comprensión del cine como arte del tiempo. La búsqueda incesante del ritmo de las cosas, la exploración de la pausa, el anhelo de capturar el latido secreto de las cosas; todos estos elementos configuran una poética cinematográfica singular que hace de Zulueta uno de los cineastas más originales de la historia del cine español, y de Arrebato una obra que continúa revelando nuevas capas de significado más de cuatro décadas después de su creación. Referencias Aumont, J., & Hildreth, L. (1987). Montage Eisenstein. Indiana University Press. Bartual, M. (2008, August 15). Vampirización cinéfila. El País. https://elpais.com/diario/2008/08/15/revistaverano/1218817314_850215.html Ceia, V. (2019). Punctures and molecular politics: Topographies of the body in Iván Zulueta’s Arrebato (1979). Bulletin of Spanish Visual Studies, 3(1), 1-19. Cerdán, J., & Fernández Labayen, M. (2005). Ucro-topías: Tiempos transmodernos (acercamiento a las visibilidades de una película superficial). Arrebato, 25, 277-300. Cerdán, J., & Fernández Labayen, M. (2006a). Juguetes en el País de Nunca-Jamás. In R. Cueto (Ed.), Arrebato... 25 años después (pp. 173-194). Ed. de la Filmoteca/Institut Valencià de Cinematografía Ricardo Muñoz Suay. Cerdán, J., & Fernández Labayen, M. (2006b). Residuos experimentales en Arrebato. In R. Cueto (Ed.), Arrebato... 25 años después (pp. 113-139). Ed. de la Filmoteca/Institut Valencià de Cinematografía Ricardo Muñoz Suay. Cerdán, J., & Fernández Labayen, M. (2006c). Ucro-topías: Tiempos transmodernos. In R. Cueto (Ed.), Arrebato... 25 años después (pp. 277-300). 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Zulueta, I., & del Teso, B. (2002). Iván Zulueta: Imagen-enigma. Diputación Foral de Guipúzcoa.
NOTAS
[1] Una detallada filmografía de Iván Zulueta puede encontrarse en Gómez Tarín, 2001, pp. 112-113). Su obra cinematográfica consta de veinticinco cortometrajes en Súper-8 mm y 35 mm; dos largometrajes Un, dos, tres, al escondite inglés (1969) y Arrebato (1979); y dos producciones para Televisión Española: Párpados (1989) y Ritesti (1991).
[2] Alberte Pagán (2008a) ha estudiado detalladamente la relación entre los cortometrajes de Zulueta y las diversas corrientes vanguardistas del cine europeo. Ver también Cueto (2006a).
[3] Dirección y guión: Iván Zulueta. Montaje: José Luis Peláez. Sonido: Miguel Ángel Polo. Reparto: Eusebio Poncela (José Sirgado), Cecilia Roth (Ana Turner), Will More (Pedro), Marta Fernández Muro (Marta), Helena Fernán-Gómez (Gloria), Carmen Giralt (Carmen), Antonio Gasset (Montador), Luis Ciges (Portero). Duración: 105 minutos. Arrebato fue estrenada en el Cine Azul (Madrid) el 9 de junio de 1980.
[4] Retomamos aquí algunas de las formulaciones del propio Zulueta, tomadas de su sinopsis manuscrita para la filmación, un valioso documento publicado en Archivos de la Filmoteca, N.º 6, Generalitat de Valencia, 1990.
[5] Ver, por ejemplo, Cerdán, J., & Fernández Labayen, M. (2005); Gómez Tarín (2001), Herrero (1989).