Homo homini lupus: “el hombre es el lobo del hombre”. Con esta frase de su célebre obra Leviatán, Thomas Hobbes (1651 [2000]) hace referencia a una tendencia violenta inherente a los hombres, que les sirve únicamente para matarse entre ellos. Para evitar esta ley de la selva, la sociedad, por medio de la figura del estado, con sus reglas —“la cultura con sus prohibiciones”, dirá Freud (1930 [2003], p.124) —, hace su aparición como garante regulando las relaciones de los hombres entre sí, habilitando de esta forma la posibilidad de una vida ordenada. Pese a los beneficios que ofrece esta intervención, el costo es carísimo. La administración de las pulsiones ejercida por la cultura, como todo, no es gratis. Mediante este arreglo, el hombre pagará con su libertad, ese será el costo, la seguridad de resguardarse del salvajismo. Es decir, entrega a la sociedad su libertad recibiendo a cambio un marco regulatorio que, entre otras cosas, le permitirá distanciarse del resto de los animales (Freud, 1930 [2003], p. 126). Ahora bien, este contrato —como la mayoría—, también posee su letra chica, excepciones a la regla y vacíos legales. Cabe señalar en este punto, lo cual permitirá pensar luego lo dificultoso que es su cumplimiento, un dato curioso acerca del significado etimológico de la palabra contrato (contractus, en latín). Según la Real Academia Española (2001), la palabra contrato está compuesta por la conjunción del prefijo con, que significa “convergencia-unión”, y tractus, que hace referencia a “arrastrado”. Tal como dirá Freud (1930 [2003], p. 127) en El malestar en la Cultura, pareciera que “las pasiones pulsionales son más poderosas que los intereses racionales”. Así, podría pensarse en lo penoso que resulta esa conjunción, en que una de las partes debiera ser forzada, arrastrada , al cumplimiento de dicho acuerdo. ¿De qué excepciones hablamos al mencionar el costo altísimo que la psiquis paga por encauzar las pulsiones? Si bien Freud (1930 [2003], p.128) asevera que “en el terreno de lo psíquico la conservación de lo primitivo, junto a lo evolucionado a que dio origen, es tan frecuente que sería ocioso demostrarlo mediante ejemplos”, nos serviremos de la literatura universal para graficarlo. Mediante su historia de El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde, Robert L. Stevenson (1886 [1999]) pudo demostrar la libertad absoluta de las pulsiones del hombre y sus terribles consecuencias. Lamentablemente, este ejemplo literario se vio superado reiteradamente por la realidad —una realidad que no cesa— de manera histórica y sistemática. En la actualidad, es sencillo enumerar los genocidios, guerras y atrocidades por parte del hombre contra el hombre, de los que somos testigos: homo homini lupus. En el texto Más allá del principio de placer, Freud (1919-1920 [1973]) menciona la situación de los soldados que, alejados de la civilización, debían luchar por sus vidas cometiendo las más tremendas bajezas. En ese terrible escenario, tal como sentenciaba el militar prusiano Clausewitz (1832 [1984]), “cualquier consideración de humanidad los haría más débiles que el enemigo”, porque en la guerra cuerpo a cuerpo no está permitido contemplar las leyes, acatarlas significa la posibilidad de perder y una derrota se paga con la muerte [1]. Con este panorama, y por la temática a la que el presente texto convoca, les propongo imaginar la excepción a las reglas sociales que mencioné anteriormente, sin necesariamente un contexto de campo de batallas. Mi propuesta sobre reflexionar sobre el corto denominado “El más fuerte”, de la película Relatos Salvajes (Damián Szifrón, 2014), cobra sentido en tanto que ese escenario de soledad donde se desarrolla la historia —un puente que cruza el río Las Conchas, en Salta— hace las veces de un ámbito bélico, propicio para dar rienda suelta a las prohibiciones culturales sin ningún tipo de condicionamiento. La película Relatos Salvajes tuvo una gran repercusión por todo el mundo. Posiblemente su éxito puede explicarse no sólo por los innumerables premios que cosechó en todos los festivales que se presentó —inclusive, fue la representante por nuestro país en la categoría “mejor película extranjera” en la última edición de los Premios Oscar—, sino, en el efecto que produjo en la sociedad argentina. Hablo de una aceptación prácticamente unánime por parte de los espectadores del cine nacional, al punto de empatizar e identificarse con muchos de los protagonistas de la película. Como anécdota, se puede mencionar una nota que se publicó en un número de la versión online de La Nación (4 de noviembre de 2014), en la que se informa sobre un ciudadano de Buenos Aires que, al encontrarse en reiteradas oportunidades con un vehículo estacionado frente a la puerta de su cochera —impidiéndole la salida de su propio auto—, optó por romperle los cristales y parte de la carrocería con un hacha. Si bien se trataba de una persona con antecedentes agresivos, según los vecinos “no es la primera vez que muestra un comportamiento violento”, la alusión a uno de los personajes de la película es inevitable. Regresando al corto en cuestión, “El más fuerte”, comenzaré por desarrollar brevemente la historia. “¿Sabés que sos un negro resentido?, ¡forro!”. De esta manera, y desconociendo los efectos que podría producir con ese insulto, Diego Iturralde —encarnado por Leonardo Sbaraglia— dará posteriormente inicio a una serie de situaciones de las que nunca hubiera querido ser parte —ni mucho menos, hubiera imaginado—. Desde la comodidad de su auto de alta gama, totalmente hermético y seguro, el protagonista de este relato se ofusca al intentar sobrepasar un destartalado vehículo que se lo impide, cerrándole reiteradas veces el paso. Después de varios intentos, en un recorrido del trayecto consigue ponérsele a la par y adelantarse, no sin antes enunciar la desafortunada frase hacia el otro conductor, sentenciando implacablemente la forma en que se desarrollará el futuro encuentro. La escena toma una nota de color cuando, marcando la diferencia de condición social que Diego cree poseer sobre su oponente conductor, al finalizar la maniobra de sobrepaso dice una y otra vez en voz baja “madre mía de mi coração”, mientras suena en su radio Lady, Lady, Lady [2]. Minutos más tarde, un fragmento de esa canción será la voz en off de una intensa escena. El protagonista continúa su viaje sin inconvenientes hasta que algunos kilómetros más adelante pincha un neumático y se ve obligado a detenerse por completo en la banquina. De elegante sport, vestido con un saco negro y un look de oficina, examina la situación e intenta cambiar sin éxito la rueda de auxilio —desiste por no poder ni siquiera armar el gato hidráulico—. Posteriormente, con su teléfono celular pide ayuda al servicio de emergencia solicitando de inmediato una grúa. Pasa el tiempo, el calor y su impaciencia aumentan al esperar el socorro que no llega. En las escenas siguientes se dispone a dar manos a la obra. Arremangado, ya sin el saco, se lo ve en cuclillas cambiando la rueda. El auto está suspendido en lo alto por el gato hidráulico y sólo le resta terminar de colocar algunas tuercas, ajustarlas y continuar su viaje. En apenas unos segundos la magnífica mano quirúrgica del director, Damián Szifrón, marca el pulso de tres momentos claramente discriminables que nos hace circular por distintos estados: el primero, cuando Diego está por finalizar la penosa tarea mecánica, sopla una ráfaga de viento y tierra que aumenta la tensión de los espectadores. El protagonista todavía no se percata de lo que está por suceder. Gracias a la inquietante música, se transita por una angustia que vaticina que algo importante está por suceder, si bien aún no sabemos con certeza qué; el segundo, el susto que sobresalta a Diego cuando se da cuenta que el auto que se acerca [3], es el de quien insultó hace unos minutos y, finalmente, el tercero; el miedo que invade al protagonista porque, aunque le pese, el encuentro con el otro conductor es inminente. Cabe destacar aquí la diferencia que plantea Freud (1919-1920 [1973]) entre angustia, susto y miedo: la angustia compone un estado de expectación y preparación, aunque el peligro sea aún desconocido —primer momento—; el susto es el estado que nos inunda frente a un peligro que no esperamos ni estamos preparados, se acentúa de esta forma el factor sorpresa —segundo momento: “el auto efectivamente es del conductor insultado”—; por último, el miedo, reclama un objeto determinado y específico que lo inspire —tercer momento: “definitivamente, al reconocerme se detendrá”—. El temor de nuestro protagonista finalmente se concreta. Mientras Diego haciéndose el disimulado se sube cobardemente en su vehículo para encerrarse, el otro automovilista, Mario —interpretado por Walter Donado—, al verlo varado en la banquina decide detener el auto delante del suyo. Mario le exige a Diego que le repita aquel insulto que le propinó en la ruta al sobrepasarlo. El guarecido conductor le pide disculpas una y otra vez, pero éstas no son aceptadas. Mario comienza a destrozarle el auto, mientras Diego responde con un tibio: “si me tengo que bajar me voy a bajar, pero no me parece necesario”. Cuando la agresión física parece ya no alcanzarle, Mario va mas allá dando un paso que termina por espantar a Diego. Lejos de aquel hombre que en vez de arrojarle una piedra a su enemigo lo insultó dando inicio a la civilización (Freud & Breuer, 1983 [1978]), cuando ya no queda más que dañar, Mario se sube al capot del lujoso vehículo para defecar y orinar sobre el parabrisas [4]. Realiza esta acción de venganza, despojado de toda dignidad social, a cambio de un placer de venganza que puede satisfacer respaldado en el anonimato y la privacidad de ese escenario. Luego, paradójicamente —o no—, como si con su acto se identificara con la víctima, llama a Diego “cagón”. Después de esto, se dispone a irse. Diego, inundado de ira con esa agresión que es de una violencia tal que ya no puede tolerar, decide embestir con su vehículo desde atrás el auto de Mario con él adentro. Logra desbarrancarlo y dejarlo fuera de combate por unos instantes. Cuando está por irse, Mario consigue salir del vehículo que quedó inservible en el rio e intenta atrapar a Diego, pero éste escapa con su auto. Al alejarse, escucha que Mario le nombra su patente a gritos y arroja una amenaza de “te voy a buscar y te voy a matar”. Diego no puede irse con esa frase retumbando en su cabeza. Pese a que él también se convirtió en agresor habiendo dejado en “tablas” [5] los agravios, resuelve girar para volver y atropellar a quien lo humilló de tal manera. Porque la mejor forma de librarse del mal es ponerlo en el otro, y luego matarlo (Feinmann, 2003). En el intento de arrollarlo con el auto volantea de manera brusca y la rueda, que no había terminado de ajustar correctamente, se sale, dando como resultado que él también termine con su vehículo en el barranco —el cazador fue cazado— donde había caído anteriormente Mario [6]. Éste último baja a buscarlo decidido a terminar con su vida. Consigue entrar al auto y comienzan una violenta lucha cuerpo a cuerpo. Con los movimientos de forcejeo propios de la pelea, encienden sin querer la radio. Es aquí donde la canción Lady, Lady, Lady, hace su aparición a modo de relato en el intercambio de golpes. Como si se tratara de una coreografía, la letra en inglés describe a dos sujetos “…bailando tras las máscaras, sólo una clase de pantomima, pero las imágenes revelan, ningún corazón se puede ocultar…”. Seguramente, no por mero azar, el director de la película escogió para esta escena ese fragmento de la canción. Los dos “enemigos”, tan disímiles en apariencia detrás de sus máscaras, que parecen ya haberse quitado —porque no hay nada más que ocultar—, en el fondo, no son tan distintos. Se encuentran luchando, sin ningún escollo de orden cultural, sin lugar a conciliación por medio de la palabra. Porque ahí no puede mediar palabra alguna, uno de los dos debe acabar con la vida del otro, sino él correrá con la misma suerte. Finalmente, Mario logra inmovilizar a Diego estrangulándolo con el cinturón de seguridad. Cuando está por huir, se las ingenia para improvisar con la manga de su camisa una mecha que introduce en el tanque de combustible. Su objetivo es no dejar huellas de su participación en todo lo sucedido y pretende carbonizar a Diego junto a su auto. En un momento cree lograrlo, enciende la mecha y emprende el escape, pero es tomado sorpresivamente del tobillo por su contendiente. El auto indefectiblemente explota acabando con la vida de ambos. Cuando llega el auxilio mecánico que había solicitado Diego para su rescate, encuentra el vehículo en llamas. Posteriormente, el conductor de la grúa llama a la policía y se da por finalizada la historia, no sin antes escuchar la pregunta de un curioso: “¿qué hipótesis maneja comisario, crimen pasional?”. Su duda resulta graciosa, ya que nosotros conocemos como fue el desarrollo de la pelea. Pero el hombre se interroga en base a los indicios que le propicia la escena: dos esqueletos completamente calcinados y abrazados. Posiblemente, aquel curioso no esté tan equivocado en su conjetura que involucra a la pasión y el amor. Considerando que poseen la misma carga, el amor y el odio son dos caras de una misma moneda. Intentando darle un giro más a este enunciado, y con el fin de concluir este breve ensayo, podemos agregar que “el impulso de amor llevado hasta el extremo, es un impulso de muerte” (Bataille, 2005, p. 46). Referencias Bataille, G. (2005). El erotismo. Madrid: Tusquets. Clausewitz, K. (1832). De la guerra. Barcelona, Editorial Labor, 1984. Feinmann, J. P. (2003). Filosofía política del poder mediático. Primera edición, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Planeta. Freud, S. (1973). Más allá del principio del placer. Ed. Biblioteca Nueva. Tercera edición, Madrid. Freud, S. (1973). Tres ensayos sobre una teoría sexual. Ed. Biblioteca Nueva. Tercera edición, Madrid. Freud, S. (1930 [2003]). El malestar en la cultura. Alianza, Madrid. Freud, S. y Breuer, J. (1893 [1978]). Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos: comunicación preliminar. En J. Strachey (Ed.), Obras Completas de Sigmund Freud, 3, p. 25-40. Buenos Aires, Argentina: Amorrortu. Hobbes, T. (1651 [2000]). Leviatán o la Materia. Forma y Poder de una República Eclesiástica y Civil. Décima reimpresión Fondo de Cultura Económica, México, D.F. La Nación (2014, 4 de noviembre) “Relato salvaje: estacionaron en la puerta de su garaje y rompió el auto con un hacha” en diario online La Nación. Disponible en: http://www.lanacion.com.ar/1741207-relato-salvaje-estacionaron-en-la-puerta-de-su-garaje-y-rompio-el-auto-con-un-hacha Stevenson, R. L. (1999). El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde. Buenos Aires. Editorial Estrada.
NOTAS
[1] Me es imposible no recordar el hundimiento del Crucero Gral. Manuel Belgrano. Claro y doloroso ejemplo de la falta de leyes en la guerra.
[2] Esposito, J. (1983) Lady, Lady, Lady. En Flashdance (1983), banda sonora [Solitary Man]. Estados Unidos: Oasis Records.
[3] Con el que no hubiese querido toparse nunca en esa situación de vulnerabilidad, ya no está cómodo y seguro arriba de su bólido. Desde esta posición, seguramente, hubiera meditado un poco más en arrojar tan livianamente aquellas palabras.
[4] Con muchas de las personas con quienes conversé sobre este corto, esa escena fue la que les generó mayor incomodidad al punto de quererse levantar de la butaca y retirarse de la sala de cine. Se puede justificar ese impresionante efecto en base al realismo logrado por una excelente dirección. Podemos decir entonces que, con esta acción, Mario consigue dañar —cuando ya no quedaba nada más—, el buen gusto de Diego y algunos espectadores.
[5] Con este término se denomina al empate en el juego de ajedrez.
[6] Es interesante pensar en este punto cómo esos dos sujetos, de aparente diferencias, invadidos de ira y violencia, finalizan de igual manera: cayendo por ese barranco en una lucha interminable por sus vidas.