Bio/política en la ciudad En la Cidade de Deus de Fernando Meirelles (2002) se puede hallar una ilustración vertiginosa y dramática de las reflexiones vertidas por Michel Foucault en relación a la gestión biopolítica de los vivientes. Al menos desde la publicación de La voluntad de saber, primer volumen de la Historia de la sexualidad (1976 [1995]), el autor ofreció una primera exposición de lo que entendía por “biopolítica” [1]. Con ello, instaló en las ciencias sociales y humanas una preocupación, aún vigente, acerca de los diversos modos en que acontece el gobierno de la vida. El biopoder que se va consolidando desde fines del siglo XVIII, en tanto relevo del gobierno soberano, ya no se caracteriza por la capacidad de ejercer el “derecho de vida y de muerte” sobre los súbditos. En todo caso, la novedad del biopoder se condensa en el dictum “hacer vivir y abandonar hacia la muerte” (Foucault, 1976 [1995], p. 167). Ese poder arcaico de “dar la muerte” muta hasta convertirse en “un poder que se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales” (Foucault, 1976 [1995], p. 165). La vida de cada sujeto en particular y del colectivo humano en su conjunto se transforma entonces en una cuestión de Estado; entra de lleno en los cálculos de un poder “cuya más alta función ya no es matar sino invadir la vida enteramente” (Foucault, 1976 [1995], p. 169). Teniendo en mente ese marco más amplio, los autores y autoras que han seguido esta línea de investigación foucaulteana muchas veces han asociado ese gobierno de la vida a la consideración de ciertos lugares específicos donde sucede de modo ejemplar o paradigmático ese particular ejercicio del poder. La disquisiciones de Giorgio Agamben sobre el campo de exterminio (1996 [2010]; 1999 [2010]), las reflexiones de Achille Mbembe sobre la vida en las plantaciones de esclavos norteamericanas o sobre la distribución topográfica en Palestina (2006 [2011]), las de Judith Butler acerca de la prisión de guerra en Guantánamo (2004 [2006]; 2009 [2010]), o incluso las consideraciones de Andrea Cavalletti sobre la ciudad misma como espacio biopolítico (2005 [2010]) hacen explícita una preocupación común: de una u otra forma en esos escenarios no solo se hace patente el modo en que se gestiona la vida de los vivientes; también se exhibe ese modo selectivo en que ocurre “el abandono hacia la muerte” de ciertos sectores de la población. En otros términos, la pretensión crítica del abordaje biopolítico se cifra en comprender los alcances mortíferos de ese gobierno diferencial de la vida. Es decir, en evidenciar cómo el reaseguro de ciertas vidas —el acceso garantizado a ciertos bienes y derechos—, supone la gravosa precarización de otros sectores poblacionales. De tal suerte, el biopoder como modo de gobierno establece las condiciones bajo las cuales se determina qué vidas merecen ser protegidas y alentadas (y cuáles no), y por ello, qué vidas son dignas de duelo (y cuáles no) (Butler, 2004 [2006]). Ese modo de gestionar la suerte de los vivientes delinea y refuerza la matriz de inteligibilidad bajo las cuales ciertos cuerpos son leídos como posibles, como viables, como deseables, y cuáles, por tanto, serán reducidos a la categoría de abyectos (Butler, 1993 [2002]). Ya en las primeras consideraciones de Foucault sobre el biopoder, la apelación a la idea de “racismo” mostraba en qué términos acontecía el poder tanatopolítico —el poder de abandonar hacia la muerte— que como resto necesario habita la gestión misma de la vida. Es decir, con la alusión al racismo, Foucault intentaba explicar cómo es que puede matar una forma de poder que se propone “realzar la vida, prolongar su duración, multiplicar sus oportunidades, apartar de ella los accidentes o bien compensar sus déficits” (Foucault, 1997 [2000], p. 230). En Defender la sociedad, Foucault entiende que el surgimiento del biopoder es lo que permite inscribir el racismo en los mecanismos del Estado. De tal modo, el racismo es el modo mediante el cual se introduce “un corte en el ámbito de la vida que el poder tomó a su cargo: el corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir” (Foucault, 1997 [2000], p. 230). Es el racismo en tanto justificación de la diferenciación, jerarquización y calificación moral de las razas el que fragmenta el campo de lo biológico para convalidar aquella guerra racial que no sólo permite el asesinato directo de aquellas razas concebidas como inferiores o peligrosas, sino también su asesinato indirecto: “el hecho de exponer a la muerte, multiplicar el riesgo de muerte de algunos o, sencillamente, la muerte política, la expulsión, el rechazo, etcétera” (Foucault, 1997 [2000], p. 231). Así, el racismo no sólo introduce la cesura en el continuum biológico; es además la condición que hace aceptable el “dar la muerte” en una sociedad de normalización, indispensable para asegurar la función mortífera del Estado que encarna el ejercicio del biopoder. Con el racismo se hace evidente ese hiato que barra la relación entre bíos y política; es decir, lo que vuelve contingente e inestable el vínculo entre el biopoder como gestión de la vida y el resto tanatopolítico que opera en la administración selectiva de lo viviente. Espacio urbano y reparto de lo sensible Tal como el mismo Foucault sostiene, la emergencia tardomoderna del biopoder supone una “gran tecnología de doble faz —anatómica y biológica, individualizante y especificante, vuelta hacia las realizaciones del cuerpo y atenta a los procesos de la vida—” (Foucault, 1976 [1995], p. 169). Por una parte, opera disciplinando la individualidad del cuerpo-máquina: en tanto anatomopolítica se propone producir cuerpos más dóciles y productivos en lugares tales como la escuela, la fábrica, el presidio, el hospital. Por otra parte, también regula aquello que durante el siglo XIX se configura como un nuevo sujeto de control: “Se trata de un nuevo cuerpo: cuerpo múltiple, cuerpo de muchas cabezas, si no infinito, al menos necesariamente innumerable. Es la idea de población” (Foucault, 1997 [2000], p. 222). La biopolítica se propone administrar los índices de natalidad, morbilidad y mortalidad; la duración de la vida y la longevidad; las condiciones mismas que aseguran la supervivencia del cuerpo-especie. Ahora bien, en razón de la inoperancia del gobierno soberano para regir una sociedad marcada por la explosión demográfica y la creciente industrialización, este ejercicio bifronte del poder sobre la vida halla en la ciudad un teatro de operaciones privilegiado: “la disposición espacial, premeditada, concertada que constituye la ciudad modelo, la ciudad artificial, la ciudad de realidad utópica, tal como no sólo la soñaron sino la construyeron efectivamente en el siglo XIX” (Foucault, 1997 [2000], p. 227) es escenario en el que confluyen mecanismos disciplinarios de control del cuerpo —localizar cada familia en una casa, cada individuo en una habitación— y mecanismos regularizadores de la población —alentar el ahorro, gestionar la higiene, educar al soberano—. Es la ciudad ese horizonte en el que la vida “no sólo penetra en las dinámicas del poder, sino que deviene objeto principal del mismo” (Esposito, 2008 [2009], p. 19). El territorio urbano justamente es el locus donde el biopoder instancia materialmente lo que Jacques Rancière (2000 [2014]) denominó “el reparto de lo sensible” [le partage du sensible]. Con tal noción, se refiere a ese sistema de evidencias sensibles que permite ver al mismo tiempo la existencia de un común y los recortes que definen sus lugares y partes respectivas. Un reparto de lo sensible fija al mismo tiempo algo común repartido y ciertas partes exclusivas (Rancière, 2000 [2014], p. 19). Tal repartición de espacios y tiempos determina el modo preciso en que se accede a lo común: “determina la forma misma en la que un común se presta a la participación y donde unos y otros son parte de ese reparto” (Rancière, 2000 [2014], p. 19). Revela bajo qué condiciones alguien puede tomar parte de lo común, puede ser visible, puede tener voz; instituye bajo que términos alguien cuenta como ciudadano de pleno derecho. Pone entonces en la base de la política, una estética [2] que distribuye lo común según la lógica de lo propio, y que permite el goce de lo propio a quien detenta ciertos privilegios. En palabras de Rancière, [e]s un recorte de los tiempos y de los espacios, de lo visible y de lo invisible, de la palabra y del ruido que define a la vez el lugar y lo que está en juego en la política como forma de experiencia. La política se refiere a lo que vemos y a lo que podemos decir, a quien tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, a las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo (2000 [2014], p. 20). Tal reparto de lo sensible, entonces, se traduce también en un disfrute diferenciado del espacio urbano, en una distribución territorial de lo común que naturaliza el libre acceso para algunos cuerpos —para aquellos que cumplen con ciertos cánones raciales, sexo-genéricos, de clase— y el acceso restringido para otros. Tal como puede verse en Cidade de Deus, la favela funciona como el depósito de un laboratorio social que la excede, como un campo no cercado en el que se desecha aquel resto inasimilable para el todo social que lo contiene, como un exterior constitutivo en el que cada habitante renegocia todo el tiempo su inscripción en la gramática de lo humano. Su formación territorial, la violencia de sus regulaciones, la secuencia de su crecimiento, esbozadas en el filme de Meirelles, son testimonio del lugar conferido a la Cidade de Deus en el reparto de lo sensible. Como en el territorio mapeado por Meirelles, en nuestro propio escenario urbano somos testigos de la expropiación que ciertos sectores desaventajados de la población han sufrido respecto de su derecho al espacio urbano. La construcción de los barrios ciudades en la gestión de José Manuel De la Sota y la consecuente reubicación de los asentamientos urbanos en la periferia de la ciudad no sólo supone una estrategia cosmética evitable; bajo ese doble pretexto que suponen la ideología de la (in)seguridad y el paternalismo asistencialista se consolidó una estrategia de precarización que desplaza hacia el margen de la ciudad aquello que resulta “indeseable” o “peligroso”. De tal suerte, quienes habitan los barrios ciudades son desposeídos del goce de determinados servicios, bienes y derechos y con ello son privados del pleno ejercicio de su condición de ciudadanos. A esto hay que sumar otro mecanismo que delinea todo el tiempo las fronteras de lo humano en la ciudad: la aplicación selectiva del Código de Faltas por parte de la Policía de Córdoba exhibe lo que esa distribución diferencial del derecho al espacio urbano supone: construir una ciudad segura para la “gente de bien”; resguardar los derechos humanos para la “gente que trabaja”; expulsar a los márgenes lo que apenas califica como humano. Del estado de excepción a la agencia resistente Otro aspecto discutido en la tradición biopolítica que merece revisarse a la luz del filme de Meirelles es el modo particular en el que el poder soberano sobrevive en el espacio bio/político de la favela. Desde una concepción biopolítica trágica puede pensarse que la Cidade de Deus es un lugar sin ley; un territorio en el que ninguna norma sobrevive a su excepción; un territorio devastado en el que poder soberano persiste bajo los términos de una gubernamentalidad que reduce toda forma-de-vida a mera vida biológica. Es decir, desde los presupuestos agambenianos, podría afirmarse que la favela de Meirelles —en tanto dispositivo bio/político— no produce más que “vidas desnudas”. Con lo cual, cabe preguntarse: ¿hay salida posible del escenario tanatopolítico que supone la favela?, ¿qué agencia resistente puede pensarse en un espacio librado a los mecanismos expropiadores de la bio/política neoliberal? Desde los primeros volúmenes de Homo sacer, Agamben propuso una interpretación de la biopolítica occidental en la que hay una identidad estructural entre dispositivos biopolíticos y poder soberano. Por definición, el gobierno soberano es intrínsecamente biopolítico: en sus términos, no sólo tiene la capacidad de establecer el dominio de lo legal, sino que puede producir escenarios de excepción —v.g., el campo— en los que cualquier vida puede ser reducida a vida desnuda, es decir, en los que todo viviente puede ser convertido en un homo sacer (Agamben, 1996 [2010], p. 39-40; Taccetta, 2011, p. 59). En el Derecho Romano arcaico, los homines sacri eran aquellas vidas humanas que el pueblo había juzgado por cometer algún delito; se trataba de hombres “malos e impuros” de cuyas vidas se podía disponer sin cometer homicidio y que no era lícito sacrificar (Agamben, 1995 [2010], p. 94). Ahora bien, lo que en el contexto romano resultaba ser una figura jurídica marginal, sostiene Agamben, hoy permite ilustrar algo que se ha vuelto índice de la modernidad política, a saber, la específica capacidad que tiene el soberano no de establecer la ley, sino de suspenderla. El gobierno soberano tiene la potestad de crear “estado de excepción” y en dicho marco despojar a ciertos sujetos de aquellas cualidades que los especifican como una forma-de-vida, como una vida inseparable de su forma (Agamben, 1996 [2010], p. 13); como una vida en contexto que ética y políticamente puede realizar su propia potencia. El poder soberano, entonces, tiene la capacidad de disolver la vinculación —pretendidamente indisoluble— entre los dispositivos jurídicos del Estado, su localización territorial y las vidas que nacían en él. Es decir, el poder soberano es tal porque puede suspender la ley en un determinado espacio y así convertirlo en un campo de exterminio el que ciertas vidas puedan ser reducidas a meros vivientes. En tal caso, si el soberano es aquel que decide acerca del estado de excepción, acerca de la vigencia o de la suspensión de la ley, el carácter violento de todo ordenamiento jurídico no puede ser desconocido. Con lo cual, el único modo de restaurar el vínculo entre el bíos y la forma que supone la vida-en-común es proponer una “existencia que se sitúa por fuera del derecho” (Agamben, 2011 [2013], p. 210). En la Cidade de Deus sus habitantes están sujetos a un poder soberano redivivo en la discrecionalidad policial o en la impunidad de las narcomafias: en ambos se registra cierto rol vicario de “hacer morir” que se funda en la capacidad para crear excepción normativa. Ya no es el poder soberano unificado en el cuerpo de un monarca; es ese poder difuso y arbitrario que circula en aquellos que, por portar un arma, tienen la potestad de hacer de la excepción una norma. En ese territorio, cualquier vida, vulnerable per se, ve maximizada su precariedad ya por la acción u omisión del Estado (apenas presente en la figura espectral de una institución policial ineficaz y corrupta), ya por la omnipresente circulación de diversos agentes delictivos que encarnan la excepción legal. Semejante precarización no solo funciona de manera accidental: no solo priva de bienes culturales, económicos o políticos; tiene una connotación necropolítica palmaria: produce y reproduce una economía gubernamental en la que cualquier vida puede ser eliminada sin que nada se pierda. Más aún, las vidas humanas sólo parecen encontrar un lugar en el orden normativo de la Ciudad de Dios bajo alguna de las formas de la excepción. No obstante, y este es un aspecto crítico que debiera subrayarse, en escenarios biopolíticos como la Ciudad de Dios, la excepción normativa no reduce toda vida a su base biológica, no la despoja por completo de su agencia ético-política. Tal como Butler corrige a Agamben, tales poblaciones aunque parezcan abandonadas por el Estado, siguen estando bajo el poder estatal. Aunque carezcan de protección legal, aunque padezcan formas de precarización extremas, no son en absoluto convertidas en vidas desnudas; son vidas “saturadas de poder”: “Nadie es devuelto a la nuda vida, no importa el grado de despojo que pueda alcanzar, porque hay un conjunto de poderes que producen y mantienen esta situación de destitución, desposesión y desplazamiento” (Butler & Spivak, 2007 [2009], p. 50). Con lo cual, tales vidas no pierden necesariamente su capacidad de resistencia. Aun en formas mínimas o imperceptibles se producen ciertos desplazamientos que eluden los efectos tanatopolíticos consolidados en un determinado reparto de lo sensible. El joven narrador, Buscapé (Alexandre Rodrigues), interpelado por su hermano, es “expulsado” del espiral delictivo para terminar trabajando como fotógrafo periodístico; el socio de Zé Pequeño (Leandro Firmino), Bené (Phellipe Haagensen), se enamora de una chica y decide abandonar la vida criminal para retirarse a una granja. En ambos casos se ilustra alguna forma de “salida” (real o fallida —Bené es asesinado antes de lograrlo—) del marco biopolítico de la favela: en un horizonte en que toda vida es reducida o expuesta a los estragos de la delincuencia, no sólo se escapa por la muerte. Aprender a usar una cámara fotográfica, gozar de la amistad, procurar vestirse “con estilo”, enamorarse, son las pequeñas puertas que horadan las fronteras trazadas por los mecanismos necropolíticos, es decir, los límites porosos de un estado de excepción que todo el tiempo reproduce y fragmenta la ubicua (pero imperfecta) soberanía de dios. Referencias Agamben, G. (1995 [2010]) Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos. Agamben, G. (1996 [2010]) Medios sin fin. Notas sobre la política. Valencia: Pre-textos. Agamben, G. (1999 [2010]) Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III. Valencia: Pre-textos. Agamben, G. (2011 [2013]). Altísima pobreza. Reglas monásticas y forma de vida. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Butler, J. (1993 [2002]) Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del ‘sexo’. Buenos Aires: Paidós. Butler, J. (2004 [2006]) Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. Butler, J. (2009 [2010]) Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Buenos Aires: Paidós. Butler, J. & Spivak, G.(2007 [2009]) ¿Quién le canta al Estado-Nación? Lenguaje, política, pertenencia. Buenos Aires: Paidós. Cavalletti, A., (2005 [2010]) Mitología de la seguridad. La ciudad biopolítica. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Esposito, R. (2008 [2009]) Comunidad, inmunidad y biopolítica. Barcelona: Herder. Foucault, M. (1976 [1995]) Historia de la Sexualidad. 1. La voluntad de saber. México DF: Siglo XXI. Foucault, M. (1997 [2000]) “Clase del 17 de marzo de 1976” en Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976). Buenos Aires-México DF: FCE. Mbembe, A. (2006 [2011]) Necropolítica seguido de Sobre el gobierno privado indirecto. Madrid: Melusina. Rancière, J. (2000 [2014]) El reparto de lo sensible. Estética y política. Buenos Aires: Prometeo. Taccetta, N. (2011) Agamben y lo político. Buenos Aires: Prometeo.
NOTAS
[1] La noción había sido ya utilizada en otras pocas conferencias previas, y también había sido desarrollado más particularmente en el Curso en el Collège de France del año 1975-1976: Defender la sociedad (Foucault, 1997 [2000]), publicado tras la muerte del autor.
[2] Al pensar el vínculo entre estética y política, Rancière evita el riesgo de “estetizar la política” en los términos que Benjamin denuncia respecto de la “era de masas”; se apropia de “estética” en un doble sentido kantiano-foucaultiano: “el sistema de formas a priori que determina lo que se ha de sentir” (Rancière, 2000 [2014], p. 20).