Metro Manila (Ellis, 2013) es una película que puede sorprender cuando se conoce el recorrido de Sean Ellis. Fotógrafo inglés de moda, que dirigió Cashback (Ellis, 2006) y The Broken (Ellis, 2008); dos películas que si no pasaron desapercibidas en el momento de su estreno, no dejaron tampoco ninguna marca por sus guiones simplísimos e iconoclastas. Con Metro Manila —el nombre que se le da a la aglomeración de la megalópolis filipina— Ellis nos sumerge directamente en el infierno actual de las ciudades en las cuales el capitalismo hace convivir a la riqueza más obscena con la miseria más sórdida. La violencia urbana, fenómeno complejo y multiforme, variable en sus causas según las latitudes, aunque algunas sean estructurales, aparece entre otras razones como el síntoma de esta confrontación, que ya no es solamente la de la "lucha de clases", sino la de la lucha por intentar acumular el máximo de capital posible, del modo más rápido y directo. La explotación del hombre por el hombre aparece solamente como un medio en esta carrera a la cual todos los habitantes de la inmensa ciudad parecen alienados. Los planos improvisados de masas de gentes moviéndose en el caos masivo y permanente de Manila nos dan a ver, casi como en un documental, esta versión del director de lo que es hoy la violencia urbana. Ellis sabe conjugar en este film —y es esta seguramente una de sus más grandes virtudes— la veta melodramática con una ligera línea documental, y el género policial hacia el final de la película. Que sea un inglés que filme en el sudeste asiático (aunque no estamos seguros que el director se inscriba en la línea de un Ken Loach) no le quita absolutamente nada a una mirada directa, específicamente oriental quizás, de lo que es la miseria en las grandes ciudades. Ellis filma las grandes masas de gentes que se mueven en el centro urbano y los peligros de las calles de Manila con una tensión a la cual el cine coreano y taiwanés ya nos acostumbraron. En este punto también el film es muy logrado, ya que las escenas y los personajes, todos filipinos, tienen algo de muy auténtico, así como el clima trágico que poco a poco el argumento va creando. Si no es un film que quedará en los anales de la historia del cine contemporáneo —aunque ganó un premio en el festival Sundance y fue candidata para el Oscar como mejor film extranjero por Gran Bretaña— su encanto reside justamente en lo que puede tener de inconsistente: ni enteramente film social, ni enteramente policial, ni completamente buddy film, es un poco todos estos géneros a la vez. Oscar (Jake Macapagal), joven campesino y ex-militar, se ve obligado a abandonar sus campos de arroz por la baja paga y junto a su bella mujer y sus dos niñitas intentar encontrar de qué vivir en la hostil jungla urbana que es Manila. El héroe va a pasar por todas las estaciones del vía crucis que esperan al provinciano inadvertido en la gran ciudad: una primera estafa con un departamento fantasma, un trabajo de esclavo no pagado al día, y los peligros que rondan a quien vive en la calle, donde la familia termina pasando la noche (unos delincuentes secuestran a una jovencita en plena calle, sin que nadie atisbe el menor gesto). La belleza de Mai (Althea Vega), la mujer, y los ojos cándidos de las niñitas no hacen más que resaltar la precariedad de nuestra desventurada familia y hacen presagiar, conforme el film avanza, un desenlace trágico. La familia termina encontrando lugar, casi de manera anunciada, en una de las villas miseria de la megápolis. Como un signo de esperanza, Oscar encuentra un trabajo en una empresa de transporte de fondos, probablemente uno de los oficios más peligrosos en una ciudad donde las diferencias entre las clases sociales son tan acentuadas como en esta y en tantas otras ciudades. La mujer de Oscar cae por imprudencia y cierta inocencia en un "empleo" de cabaret, donde se le paga poco y mal y a donde se ve obligada a llevar a sus dos hijas, que esperan en el vestuario, mientras ella va a tentar a los clientes a beber lo máximo posible. Todo esto es mostrado sin patetismo alguno, incluso la escena en que la jefa del cabaret mirando a la hija de nueve años de Mai, le dice que quizás podría poner a danzar a la niña también, ya que hay clientes "que tienen gustos raros". Ami llora, angustiada. Y aquí se abre el "thriller”: Oscar se liga de amistad con su compañero de camión de transporte de fondos, quien se supone debe iniciarlo en el oficio, aconsejándolo y mostrándole todos los riesgos que se esconden en los ángulos muertos de la profesión, como los de la verdadera caja fuerte ambulante en que consiste este camión lleno de dinero, paseándose por las calles de la jungla urbana. La escena en la que deben recoger una cantidad de dinero en una de las pequeñas cajas de seguridad que sirven a este fin, a una banda de traficantes de coca es particularmente tensa y lograda. El compañero de Oscar le cuenta un asalto al camión que conducía con su compañero anterior, el que perdió su vida y según es la costumbre en la empresa, porque ya se transformó en costumbre, el que queda en vida de los dos que conducen el camión, debe ir a ver a la familia del compañero difunto para entregarle sus pertenencias. Esta simple tradición tomara en el desenlace de la película un lugar central. Este compañero de Oscar le propondrá un particular arreglo, que precipitará el final de la historia. Asignará a Oscar al lugar propiamente teorizado por Jacques Lacan como "Nombre-del-Padre", en tanto una función (Lacan, 1963 [2007]). Y es este hecho, con el que termina la película, el que nos parece importante resaltar. Allí donde el film nos muestra el contexto de corrupción, manipulación y desarreglo de todos los engranajes simbólicos que permiten dar cuerpo a la cultura y al lazo social, contexto en el cual el hombre es "el lobo del hombre", surge una pequeña lumbre que permite en el final intentar poner las cosas en su lugar al precio, cierto, del sacrificio. Sobre todo, reinstaurar al Padre en su lugar del Padre, no porque no lo estuviera ya, pero reinstaurarlo en su dimensión social: como salida al impasse en que la jungla urbana y su irrisión de todos los semblantes, de todos los mecanismos simbólicos que parecen haberse disueltos frente a la potentísima luz enceguecedora del capital, pone a los sujetos que viven hoy en la monstruosa ciudad y civilización. Uno no puede dejar de pensar, una vez terminado el film, en Un oso rojo (Caetano, 2002) esa película que en nuestra periferia urbana del Gran Buenos Aires, no menos violento que Metro Manila por cierto, confrontaba al padre salido de la cárcel con una elección forzada del mismo tipo, para salvar no solamente a su hija, sino también a su función de Padre. Como si la obscenidad que el empuje al goce en el que vivimos hoy, y la gran ciudad y su violencia —que no es más que la manifestación, el fenómeno de este síntoma estructural— pudiera hacer fundir a la función esencial del Padre, que es la de separar al sujeto del goce. ¿Qué es ser padre en este contexto? ¿Cómo puede operar cuando ningún semblante parece resistir a este empuje del goce lo que la situación de precariedad de esta familia no hace más que poner aún más en evidencia, cuando en el fondo se trata de un hecho de estructura de la civilización actual? El fin de la película parece darnos una clave, o al menos un comienzo de respuesta. Esto si comparamos la situación de Oscar con el de un pirata de avión —un hecho de la crónica filipina— que luego de sacarle el dinero a todos los pasajeros ordenó al piloto descender la máquina a 2000 metros y saltó con un paracaídas que había confeccionado él mismo en seda. "Este tipo soñaba con saltar en paracaídas y quería así realizar su sueño, mientras que el problema para mí es que ya no había sueño", le dice Oscar a su mujer. Lucidez del personaje, empujado en una trama donde, desde el principio de la película, parece no poder volverse ya nunca atrás. La película termina tan sencillamente como comenzó: saludemos esta sencillez, que no es solamente la del bajo presupuesto con la que se hizo el film, ni la rapidez con que se filmó (treinta días), sino la de cierta maestría del director (quien también escribió el guión) de habernos llevado hasta el borde de los inquietantes abismos urbanos, y la de traernos luego a tierra segura… Con algún accidente en el camino. Referencias Lacan, J. (1963 [2007]) “Introducción a los Nombres del Padre” en De los Nombres del Padre. Buenos Aires: Paidós.
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