El inconsciente a cielo abierto: soy un Cyborg, pero está todo bien
I’m a Cyborg but that’s ok | Park Chan-wook | 2006
Mireille Berton

Université de Lausanne, Suiza

mireille.berton@unil.ch

1. La locura en la pantalla y en el teatro: de Freud a Lacan

Esta película, que presenta una imagen rica y poética de la esquizofrenia, plantea frontalmente la cuestión de la representación fílmica de la enfermedad mental, es decir, la aptitud del lenguaje cinematográfico para objetivar la subjetividad de un personaje. Ya en 1924, Freud expresaba sus reservas sobre la capacidad del cine para ilustrar los mecanismos del inconsciente, considerados abstracciones intangibles e infigurables. Prueba de ello es la correspondencia en torno a la primera «película psicoanalítica», Misterios de un alma (Geheimnisse einer Seele, Georg Wilhelm Pabst, 1926), en la que colaboraron Hanns Sachs y Karl Abraham, que se habían formado con Freud (figura 1). El objetivo de esta producción era demostrar los principios esenciales de la teoría y la terapia psicoanalíticas, todavía poco conocidos por el gran público (Patrick Lacoste, 1990). Con un caso típico de neurosis al que el método freudiano da respuesta y cura, Misterios de un alma cuenta la historia de un químico impotente y fóbico atormentado por una pesadilla en la que mata a su mujer con un cuchillo. Pero justo cuando su sueño estaba a punto de hacerse realidad, su madre le recomendó que se confiara a un psicoanalista, y las sesiones le permitieron poco a poco rastrear un antiguo trauma sepultado en su psique que explicaba sus trastornos neuróticos (figura 2).

Figura 1: Portada de la monografía de Hanns Sachs, archivos Deutsche Kinematek, Berlín. En Lacoste, Patrick (1990), L’étrange cas du Professeur M. Psychanalyse à l’écran, París, Gallimard, p. 176.
Figura 2: Sesión con el psicoanalista, captura de pantalla del DVD Les Mystères d’une âme, publicado por MK2, 2010.

El 9 de junio de 1925, Freud dio a Karl Abraham, quien acababa de presentarle un proyecto de película «para popularizar el psicoanálisis» (con su autorización y bajo su supervisión), la siguiente respuesta: «No me gusta el famoso proyecto» porque «mi principal objeción sigue siendo que no me parece posible dar a nuestras abstracciones una presentación plástica ni remotamente respetuosa» (en Lacoste, 1990, p. 34). En su opinión, el aparato psíquico, su funcionamiento y sus operaciones, no pueden traducirse visualmente, ya que el inconsciente es, por su propia naturaleza, irrepresentable, incluso indecible. La imagen en psicoanálisis funciona como un complemento necesario pero secundario, la figurabilidad no es sino una restricción impuesta a las formaciones del inconsciente. Desde este punto de vista, las imágenes mentales creadas por la psique, al igual que los sueños, son una expresión lejana del inconsciente, y el principal desafío de la interpretación psicoanalítica es hallar el inconsciente en forma de texto a descifrar. De este modo, la primacía de la palabra y el discurso en el campo del análisis explica en parte el rechazo de Freud al cine, por asociarlo al reino de las imágenes y a la degradante cultura de masas. Apegado a las artes tradicionales, al igual que las élites intelectuales y sociales de su época, Freud percibía las proyecciones animadas como un entretenimiento frívolo para un público popular ávido de sensaciones baratas. Heredero de la concepción romántica del arte como creación única y original, vinculó el cine a la modernidad de las industrias culturales dedicadas a la reproducción inartística y a la lógica mercantil. En otro orden de cosas, Freud parece desconfiar de la imagen y de su fácil poder de seducción, tanto más si procede de un medio que considera pueril y fútil. Apuntalada por esta tecnofobia freudiana, la polémica en torno a la película de Pabst reabre esta cuestión nodal: ¿cómo representar las producciones inconscientes, cuando el cine basa su lenguaje en la expresividad visual y el psicoanálisis basa su doctrina en la traducción verbal del inconsciente? (figura 3). Esta es la paradoja del psicoanálisis, que contribuye simultáneamente a emancipar lo imaginario y a desacreditar lo visible, porque el inconsciente no es algo que se vea sino algo que se escuche (Pontalis, 1984, pp. 9-23). Patrick Lacoste, que habla de una «inteligencia freudiana de la imagen» al servicio de una maquinaria interpretativa destinada a desfigurar los productos inconscientes, subraya también una de las singularidades del psicoanálisis, cuyo movimiento parece ir siempre de la imagen a la palabra, de lo figurativo a lo escritural, de lo visible a lo legible (Lacoste, 1993, pp. 479-485). Mientras que el inconsciente se expresa en forma pictórica, su contenido original está constituido por un tejido verbal que solo las palabras pueden restituir tras diversas operaciones de transcodificación. Fue precisamente este aspecto el que motivó la desconfianza de Freud hacia el cine y, más aún, hacia una película «psicoanalítica» tanto en su contenido como en su forma [1].

Figura 3: Pesadilla y deseo de asesinato (captura de pantalla del DVD).

Sin embargo, algunas décadas más tarde, las tesis de Jacques Lacan indicaban la posibilidad de un resultado más positivo, ya que si, como subrayó en su seminario sobre las psicosis [2], la esquizofrenia «abre» literalmente el inconsciente, el cine puede dar cuenta teóricamente de este develamiento de los mecanismos psíquicos inconscientes [3]. Esta apertura del cine a la psicosis opera a dos niveles: en primer lugar, desde el punto de vista del funcionamiento del texto y de la representación fílmicos, como veremos más adelante, y luego en cuanto al funcionamiento de la proyección cinematográfica estándar (un espectador, sentado en una sala a oscuras, se sitúa frente a una pantalla sobre la que se proyecta un haz de luz que da lugar a imágenes y sonidos animados). Parece, como sugiere el teórico del cine Patrick Fuery (2004), que el cine puede ofrecer a la esquizofrenia un lugar de expresión particularmente apropiado, dado que crea un espacio-tiempo que escapa al pensamiento lógico y racional. Más concretamente, se sitúa del lado de lo Real de la psicosis, es decir, de lo Real de una patología que excluye el registro de lo Simbólico (referido al lenguaje y a las reglas de la vida en sociedad), y que permanece encadenado al escenario de lo Imaginario y a la ilusión fundamental del yo (donde la propia identidad se construye en función de la mirada y el deseo del Otro).

La experiencia cinematográfica, según Fuery, requiere que el espectador pase por un estado próximo a la psicosis, ya que el dispositivo es capaz de mantener, codo con codo, los lenguajes de lo Simbólico y lo Real. Siguiendo los pasos de Jean-Louis Baudry, que consideraba que el dispositivo ofrecía una «psicosis artificial» (Baudry, 1978, p. 71), Fuery radicaliza estas hipótesis afirmando la naturaleza fundamentalmente psicótica del dispositivo cinematográfico, que sumerge al espectador en una situación en la cual, si bien la película (y su recepción) forman parte de la misma construcción cultural –a saber, lo Simbólico–, el espectador se resiste a lo Simbólico basándose en una estructura cimentada en el registro de lo Real. El espectador de cine oscila entre dos sistemas de creencias contradictorios, uno que le exige creer en la realidad del mundo representado y otro que se adhiere al juego concertado del ceremonial cinematográfico. Convertirse en espectador sería olvidar que la película se disocia de la realidad común para conferirle sentido, a pesar de sus contradicciones internas. Por lo tanto, sugiere Fuery, el dispositivo cinematográfico no se asemeja al sueño o a la hipnosis, sino más bien al delirio psicótico, porque el espectador está llamado, durante la percepción de una película, a renegociar constantemente el significado del texto fílmico y su postura ante él. Identidad inestable, que exige el abandono de las certezas impuestas por la experiencia cotidiana, la subjetividad cinematográfica debe someterse a una lógica de reformulación constante de su relación con el mundo percibido. Ya sea neurótico (al proyectar su realidad psíquica interna en el mundo de la película), psicótico (al experimentar las imágenes en movimiento en forma de delirio propiamente alucinatorio) o histérico (al experimentar emociones excesivas e incontrolables), el espectador de cine debe elegir un tipo particular de lectura del texto fílmico que tolere la producción de un significado distinto del simbólico, lo que ratifica estrategias de resistencia al texto fílmico. Al pedir al espectador que se comprometa con la locura como una forma de razonamiento de la que carecen los sistemas de pensamiento racional, el cine moviliza una subjetividad que trabaja sobre las ausencias (de causalidad, lógica y sentido). Frente a las instituciones que intentan canalizar y absorber la locura, el cine le otorga un espacio y un público que, a través del ejercicio de la percepción fílmica, es capaz de desafiar en cierta medida el orden establecido. Desde el punto de vista de esta lectura lacaniana del dispositivo cinematográfico propuesta por Fuery, el cine aparece como un territorio de relevancia para el pensamiento psicótico que comparte un cierto número de puntos en común con el flujo fílmico, comenzando por una relativa autonomía en relación a lo real puesto en juego en la experiencia común.

2. La realidad del delirio psicótico

Al escenificar el delirio psicótico de Cha Young-goon, una joven que se cree una máquina, I’m a Cyborg enfrenta al espectador al estatus ambiguo de una representación que mezcla y multiplica constantemente los posibles niveles de realidad, invitándole a experimentar –aunque sea «virtualmente», de manera atenuada e indoloramente– la locura. Así ocurre, por ejemplo, cuando vemos a la heroína volar por los aires, impulsada por un insecto que la libera momentáneamente de su confinamiento forzoso en una celda acolchada donde es alimentada a través de una sonda (figura 4). En ningún momento el estatuto de estas imágenes está referido a un régimen perceptivo particular, la realidad diegética de primer grado se funde completamente con la realidad psíquica de la paciente. Mientras que la historia del cine está acostumbrada a utilizar todo tipo de recursos técnicos y semánticos para transcribir los pensamientos de un personaje sumido en un estado alterado de conciencia, aquí el texto fílmico rara vez diferencia a nivel formal la interioridad psíquica de la paciente y el universo que la rodea. I’m a Cyborg se aparta deliberadamente de toda una tradición de la práctica fílmica, que consiste en significar mediante un régimen visual particular que enmarca las imágenes mentales con signos de puntuación evidentes –desenfoque, parpadeo, cámaras borrosas, vibrato surrealista, percusión violenta, perspectiva exagerada, efectos de iluminación contrastados, decorados desnudos o gigantescos, etc.– el momento en que nos sumergimos en la mente de un personaje presa de un delirio psicótico. Por el contrario, se trata de devolver a la psicosis toda su realidad como realidad imaginaria reconstruida por el paciente a partir de su entorno: el delirio sigue entonces las normas de la representación realista, subvirtiendo al mismo tiempo ciertas reglas propias del pensamiento cartesiano.

Figura 4: Insecto imaginario, captura de pantalla del DVD I’m a Cyborg but that’s ok, publicado por Tartan Video Release, 2008.

I’m a Cyborg despliega una visión particular de la enfermedad mental y, en particular, del delirio psicótico, adoptando literalmente el punto de vista de pacientes en los que el mundo de la experiencia real y el mundo del delirio están totalmente entrelazados (de ahí la abundancia de planos subjetivos). El vocabulario formal utilizado para objetivar la interioridad psíquica sigue dos lógicas paralelas cuya complementariedad nunca se utiliza sistemáticamente, lo que tiene como efecto confundir al espectador, que se esfuerza por distinguir los niveles de realidad. Por una parte, se trata de utilizar procedimientos técnicos que ponen de relieve el carácter subjetivo de determinadas visiones o interpretaciones de la realidad por parte de los personajes, subjetividad que contamina el conjunto de la representación: anamorfosis, cambios de escala de los personajes dentro de un mismo plano, montaje corto que yuxtapone imaginación y realidad, etc.; pero también puntos de vista insólitos, movimientos de cámara especialmente sofisticados, filtros de color o iluminación inusuales, contrastes entre la banda sonora y la pista de imagen, etc. (figura 5). Estos efectos visuales y sonoros no solo destacan por su creatividad y originalidad en relación con el repertorio clásico de la representación de la interioridad psicológica en el cine; también funcionan no como marcadores narrativos que guían al espectador en su interpretación de lo percibido, sino como acceso directo al mundo poético de la locura en el que está inmerso todo el universo fílmico. Por otro lado, el producto del pensamiento delirante se muestra en el continuum espacio-temporal de la realidad diegética de primer grado, registrando el momento del delirio sin ponerlo en abismo, sin incrustarlo de tal manera que se marque la disyunción entre las imágenes mentales y el marco narrativo; el desafío consiste entonces en relativizar las desviaciones que presentan en relación con el mundo ficticio de primer grado. A este respecto, observamos que el texto fílmico está organizado de tal forma que produce un efecto de verosimilitud en el espectador, incluso cuando ciertas secuencias adoptan un tono burlesco y paródico. Es el caso de las escenas de violencia explosiva en las que Cha Young-goon, transformada en una ametralladora viviente, imagina en su delirio que podría matar a todo el personal del hospital para vengarse de los «blanchots» (los médicos que llevaron a su abuela a un manicomio) (figura 6). Estas secuencias juegan con el principio carnavalesco de la inversión momentánea de los papeles entre pacientes y médicos, así como con los códigos de los géneros ultraviolentos propios del cine asiático (baños de sangre, planos a cámara lenta que espectacularizan las caídas, decorados pulverizados, música desenfadada para contrarrestar la aparente gravedad de los acontecimientos mostrados, etc.) –como ilustran las películas de Takeshi Miike (Ichi the Killer, 2011; Audition, 1999), Sion Sono (Suicide Club, 2001) y Ryuhei Kitamura (Azumi, 2003) –. La relación entre imagen y sonido, y en particular entre imagen y música, contribuye a poetizar la representación de la crisis psicótica, respetando al mismo tiempo su realidad fundamental. De este modo, el delirio no se hace visual y semánticamente independiente del mundo de la experiencia común, sino que se funde con él, permitiendo expresar la naturaleza real y dolorosa del delirio para la persona en su punto de origen.

Figura 5: Sobreimpresión (captura de pantalla del DVD).
Figura 6: Matanza delirante (captura de pantalla del DVD).

Aunque la película nunca niega el sufrimiento de la joven psicótica, ofrece una visión particularmente inventiva de la esquizofrenia, representando el delirio como un espacio de libertad interior. La calidad fotográfica de los planos y el trabajo realizado sobre la profundidad de campo contribuyen en gran medida a esta visión «luminosa» de la esquizofrenia, dando la sensación de una percepción que contrasta con los clichés iconográficos de la enfermedad como un meandro oscuro, borroso e impenetrable. Esta colorida representación de la enfermedad mental depende de cualidades formales que contrastan con los códigos convencionales para representar el asilo psiquiátrico (One Flew Over the Cuckoo’s Nest–en España, Alguien voló sobre el nido del cuco; en Hispanoamérica, Atrapado sin salida–, Milos Forman, 1975). La clínica psiquiátrica, por ejemplo, aparece como un espacio mágico, de cuento de hadas, poblado por seres coloridos y variopintos (figura 7) cuyos síntomas (mitomanía, complejos de culpa, paranoia, etc.) se vuelven cómicos gracias a una filmación que roza la estética del dibujo animado. A pesar de esta libertad respecto a las imágenes habituales de la enfermedad mental como forma de alienación (es decir, una experiencia oscura, torturante y angustiosa), esta película ofrece una imagen de la esquizofrenia y sus síntomas que puede considerarse que roza el terreno de lo creíble. Hay una serie de manifestaciones típicas de la locura: confusión sobre la identidad, pérdida de la idea de uno mismo, impulsos autodestructivos, fuga de pensamientos, alucinaciones auditivas y visuales, negación de la alteridad y la contradicción, centralidad del pensamiento omnipotente y egocéntrico, etc. Aquí, lo imaginario, lo poético y las realidades de la enfermedad mental coexisten plenamente sin temor a la contradicción. En general, podemos suponer que la presencia de Cha Young-goon en el hospital psiquiátrico contribuye a encantar el lugar y a sus pacientes, como demuestran las sesiones de terapia de grupo bajo la extraña cúpula del jardín. Su locura poética parece entonces contaminar la realidad que la rodea y provocar efectos secundarios de inverosimilitud de cuento de hadas a su alrededor.

Figura 7: Clínica como espacio de cuento de hadas (captura de pantalla del DVD).

3. La locura como hambre de lo Real

A través del retrato de Cha Young-goon –cuya esquizofrenia se sustenta en una mortificante identificación con una máquina que requiere electricidad– nos encontramos con una versión muy lírica y contemporánea del esquizofrénico como anoréxico de lo Real, es decir, como un ser hambriento y sediento de lo absoluto. Contrariamente a la creencia popular, el anoréxico tiene un hambre constante, busca desesperadamente llenar un vacío que está siendo colmado por la psicosis. Su enfermedad consiste en agotarse en el goce dispensado por un delirio que conduce irremediablemente a la inanición del yo, que fracasa ante la implacabilidad de las leyes biológicas (Kestemberg, 2005 [1972]; Rainbault y Eliachef, 1996). Al codificar la enfermedad mental en términos de confusión entre el ser humano y la máquina, Park Chan-wook hace una observación agridulce sobre la mecanización deshumanizadora del mundo (las trabajadoras de la secuencia inicial quedan reducidas a meros engranajes funcionales de una maquinaria productiva mayor, figura 8), al tiempo que señala la enfermedad mental como el lugar donde se agotan las energías vitales del ser humano que lucha por mantenerse vivo. A través de este tropo del cuerpo como máquina, surge un tema relacionado, el del poder energético utilizado por el esquizofrénico para alimentar su delirio. La película revela el lado «positivo» de un trastorno que exige una energía creativa absolutamente inaudita e impensable para individuos psicológica y socialmente adaptados al mundo. Ya en su tesis doctoral, Lacan señaló hasta qué punto la psicosis tiene la capacidad de producir «virtualidades de creación positiva» (1975 [1932], p. 289), asociando la locura al genio creador. Más tarde, en su seminario sobre las psicosis (Libro III, 1955-1956, p. 128), concibe esta enfermedad como un saber que escapa a la racionalidad del individuo, revelando el psicótico precisamente un discurso interior del que se aparta el sujeto normal. En este sentido, la definición que Lacan da de la psicosis recuerda a la que Michel Foucault daba del loco en la época preclásica: «La locura fascina porque es saber. Es saber porque todas esas figuras absurdas son en realidad elementos de un saber difícil, cerrado, esotérico [...]. Este conocimiento, tan inaccesible y tan formidable, lo posee el Loco, en su inocente ingenuidad. Mientras que el hombre de razón y sabiduría solo percibe de él figuras fragmentarias» (Foucault, 1972, pp. 31-32). El conocimiento del loco se ve facilitado precisamente por su proximidad al discurso del inconsciente, al que el psicótico está directamente conectado, y que le permite desarrollar una sensibilidad creadora particular, como ilustran las Memorias del Presidente Schreber, cuya arborescencia psicótica da testimonio de una formidable efervescencia creadora (Schreber, 2005) [1903]).

Figura 8: Cadena de montaje (captura de pantalla del DVD).

Además de la naturaleza creativa de la psicosis, esta película arroja luz sobre otro aspecto de la locura, a saber, la importancia de los fenómenos del lenguaje en la economía psíquica del sujeto, y en particular la capacidad del loco para estar en contacto directo con su inconsciente, que entonces se expresa en el registro de lo Real (en lugar de poder expresarse en el nivel de lo Simbólico, que le está vedado [4]). Desde este punto de vista, la recurrencia de voces en off y sobrevoces en la película –como la voz femenina en el transistor (una voz mitad humana/mitad robótica) que apoya las alucinaciones auditivas de Cha Young-goon (figura 9)– puede interpretarse como la prevalencia, en el psicótico, del discurso interior del inconsciente que invade sus pensamientos. Si «el psicótico está poseído por el lenguaje» (El Seminario. Libro III [1955-1956], p. 284) del inconsciente, si la psicosis es «una invasión psicológica del significante» (p. 251), escribe Lacan, es porque la locura consiste en rechazar el registro de lo Simbólico, en frustrar la posibilidad de ir más allá del orden imaginario para construirse como sujeto individual y diferenciado. De este modo, el delirio ocupa el lugar del orden simbólico, dando lugar a la expresión del discurso interior del inconsciente, al que, en la película, el espectador tiene «acceso» a través de numerosas ocurrencias. La obsesión de la joven por el lenguaje se manifiesta, por ejemplo, en su constante cuestionamiento de las palabras pronunciadas por su abuela sobre el supuesto sentido de la vida, palabras que nunca es capaz de percibir debido a obstáculos físicos, como en la secuencia que sigue a la sesión de electroshock, en la que, encerrada en una especie de incubadora gigante, no puede oír las palabras de su abuela pronunciadas a través del cristal (figura 10). Más tarde, con la ayuda de otro paciente (que se convierte en su amante), la joven consigue descifrar lo que su abuela le ha dicho sin poder oírlo: comprende entonces que el fin de la existencia «es el fin del mundo», lo que la lleva a identificarse no solo con un cyborg, sino con una bomba nuclear que necesita billones de voltios para hacer estallar la Tierra –este nuevo componente del delirio psicótico acentúa el carácter subversivo y destructor de la locura–.

Figura 9: Diálogo radiofónico (captura de pantalla del DVD).
Figura 10: En torno a la «incubadora» (captura de pantalla del DVD).

4. La psicosis como proliferación imaginaria

Si la psicosis se encuentra en el registro de lo Real porque es incapaz de establecer contacto con lo Simbólico, también tiene la consecuencia de provocar una proliferación de lo Imaginario, designando este último como «la relación con la imagen del semejante y con el propio cuerpo» (Vanier, 2000, p. 41), es decir, el registro del Yo, la doble identificación y el narcisismo, característicos del estadio del espejo. «El sujeto, incapaz en modo alguno de restablecer el pacto entre el sujeto y el otro [...], entra en otro mundo de mediación [...], sustituyendo la mediación simbólica por un enjambre, una proliferación de lo imaginario», escribe Lacan (El Seminario. Libro III [1955-56], pp. 100-101). Esta proliferación de lo imaginario es tangible en la identificación de la niña con máquinas u objetos (cafeteras, luces de neón, relojes, transistores, ratones de ordenador, etc.) vistos como dobles psíquicos, de ahí las comidas «compuestas» de pilas eléctricas (figura 11). Queda también patente en la confusión de identidades que une a las tres mujeres de la familia, la abuela, la madre y la hija: la madre confunde constantemente sus respectivos nombres de pila cuando habla con el psiquiatra encargado del tratamiento de Cha Young-goon. La hija, por su parte, se identifica con su abuela (que cree que es un ratón) a través del ratón del ordenador, visto como una metáfora de su psicosis. Mientras su abuela piensa que es un animal (un ser vivo), ella piensa que es un aparato, brecha que refleja una diferencia generacional, revelando el conflicto entre tradición y modernidad en una sociedad coreana presa de una creciente tecnologización. El motivo del ratón de ordenador, cruce emblemático de sus dos patologías, puede leerse a la vez como un indicio del apego entre las dos mujeres y un signo de solidaridad inquebrantable frente a la enfermedad mental, el loco que escapa al determinismo del Otro (su mirada, su deseo) para construir una realidad propia.

Figura 11: Comidas (captura de pantalla del DVD).

Las madres, omnipresentes en el discurso de los pacientes de los hospitales psiquiátricos, son las más de las veces figuras ausentes, hirientes e indiferentes. Si hay un fracaso de la función paterna (entendida la locura como la imposibilidad de establecer la propia identidad en términos de orden simbólico), entonces, extrapolando un tanto displicentemente a Lacan, podemos hablar de una proliferación de la función materna, cuya consecuencia es alienar al sujeto mediante una serie de fantasías que le dan la ilusión de una identidad completa. Ya desde los créditos iniciales, comprendemos cómo se estructura la relación entre hija, madre y abuela: Cha Young-goon fue criada por su abuela, que a su vez padece esquizofrenia. Los lapsus linguae de la madre (confunde los nombres de pila) revelan una verdadera confusión intergeneracional, agravada por el hecho de que ha renunciado a su papel de madre para dedicarse a su restaurante. Los complejos vínculos entre madre e hija se revelan precisamente por el motivo de la comida, que evoca la red que las une biológicamente, una relación perturbada aquí por una madre desaparecida que se siente incómoda con la enfermedad de su hija, temiendo que empañe la reputación de su establecimiento. De este modo, la película vincula el tema de la enfermedad mental a un contexto familiar y social que desempeña un papel definitivo en el desarrollo de los síntomas de Cha Young-goon.

5. Solidaridad en el delirio psicótico

Mientras que la marcha de su abuela deja a Cha Young-goon con un vacío difícil de llenar, su encuentro con Park Il-sun, un joven paciente que vive en la institución, permitirá crear un vínculo basado en una solidaridad infalible en la creación de delirios. De hecho, el chico nunca intenta sacar a Cha Young-goon de su universo mental, sino que confirma la base de su trastorno (es, en efecto, un cyborg), al tiempo que trata de salvarla de la muerte (la ayuda a comer un poco) (figura 12). Para ello, enriquece su delirio con nuevos datos que le permitirán integrar la idea de que el arroz, lejos de dañar la maquinaria que la constituye, puede transformarse en energía eléctrica gracias a un dispositivo especial colocado en su cuerpo. El amor verdadero –parece indicar la película– les obliga a respetar la lógica de una locura distinta a la suya, hasta el punto de intercambiar y compartir ciertos síntomas (él lleva la dentadura postiza de su abuela, que le permite «dialogar» con las instalaciones eléctricas de la clínica; al igual que él, ella se lava los dientes compulsiva y regularmente; el dispositivo que salva la vida de Cha Young-goon es construido a partir de la caja de recuerdos que contiene la fotografía de la madre de Park Il-sun). La escena del beso ofrece una muestra reveladora de esta connivencia en el delirio: activando la figura del cuerpo-máquina aquí llevado a su paroxismo –la cabeza pivota sobre el tronco con un ruido maquinal, los pies se levantan del suelo, como un avión que despega–, esta escena aparece como una alegoría del vértigo amoroso traducido en términos visuales y sonoros («despegarse del suelo» o «dejar de tocar el suelo») (figura 13). También hace uso de un procedimiento, empleado a menudo en el transcurso de la película, que consiste en traducir literal y visualmente un determinado estado interior, como en la secuencia en la que Park Il-sun se encoge en la pantalla mientras relata cómo a lo largo de su vida ha sentido que desaparecía, ignorado y menospreciado por los demás: su miedo a volverse invisible –y, por tanto, insignificante– se transcodifica entonces técnicamente mediante un cambio en la escala de los personajes dentro del mismo plano (figura 14). Víctimas de una complicada historia familiar, los dos jóvenes descubren una complicidad en el delirio que actúa como remedio –este final recuerda la película de Frank Perry David y Lisa (1962), en la que dos adolescentes consiguen comunicarse a pesar del obstáculo que suponen sus trastornos mentales, y sin ninguna influencia de la profesión médica.

Figura 12: Solidaridad en el delirio (captura de pantalla del DVD).
Figura 13: Escena del beso (captura de pantalla del DVD).
Figura 14: Juego con la escala de los personajes (captura de pantalla del DVD).

Bajo el disfraz de la ficción y la fantasía, el discurso fílmico construye en última instancia una dura realidad de trastorno mental que se revela tanto en términos de la línea narrativa principal (una joven cree ser un cyborg) como en términos de los temas correlativos a esta historia específica (la perturbación de la filiación materna, la confusión de identidad, el descubrimiento del amor, etc.). Al privilegiar el punto de vista del paciente, I’m a Cyborg revela que la psicosis es a la vez una enfermedad real, real para la persona que la experimenta, y una enfermedad de lo Real provocada por el rechazo del orden simbólico –pero una enfermedad a la que el lenguaje cinematográfico, totalmente versado en este registro de lo simbólico, puede dar acceso, respetando al mismo tiempo la esencia del delirio psicótico.

Traducción del francés: Virginia Horne

Referencias

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Vanier, Alain (2000), Lexique de psychanalyse, París, Armand Colin, coll. Synthèse. [Traducción al español: Léxico de psicoanálisis, Editorial Síntesis, 2001].



NOTAS

[1Véase también Jean-Pierre Kamieniak, en Le Coq Héron, n°211, diciembre de 2012, pp. 9-19.

[2Jacques Lacan, El Seminario. Livre III [1955-1956], texto establecido por Jacques-Alain Miller, París, Seuil, 1981.

[3Sobre la relación entre Lacan y el cine, véase: Jacques-Alain Miller (ed.), 2011.

[4En términos lacanianos, la psicosis surge de la exclusión de la función paterna como función simbólica portadora de la Ley. Esta exclusión del significante paterno da lugar a la reaparición del inconsciente en el registro de lo Real.