Introducción En algunas películas de Alfred Hitchcock, la trama suele girar en torno al hombre equivocado, un hombre común que por estar en el lugar y tiempo errado es confundido con un criminal y perseguido a lo largo del metraje. Finalmente, cuando está a punto de sucumbir, se conoce la verdad, se aclara la confusión y al falso culpable se le restaura su inocencia. En North by Northwest (1959), el publicista Roger Thornhill es tomado por una red de espías como un agente secreto y en The Wrong Man (1956) el músico Manny Balestrero es confundido con un ladrón; en ambos títulos, por citar unos ejemplos del maestro del suspenso, la estructura narrativa se desenvuelve en forma similar: luego de pasar por diversas peripecias y sufrimientos, el orden se restaura y el protagonista queda liberado de toda sospecha. Esta trama, desde ya, no es un invento de Hitchcock, pero ha sido el director de origen inglés quien la refinó y pudo sacarle provecho en su extensa obra de ficción. La lógica del falso culpable excede a los relatos de ficción y el cine documental también ha recurrido a esta para tensionar la representación de la realidad, siendo quizá la más emblemática, la más “hitchcockeana”, The Thin Blue Line (Errol Morris, 1988) o, incluso, la trilogía Paradise Lost (Joe Berlinger y Bruce Sinofsky, 1996, 2000, 2011). Ahora bien, ¿qué sucede si la trama del falso culpable es empleada en un documental sobre el Holocausto? ¿Puede este plot tensionar su representación canónica? El estreno en la plataforma Netflix de la miniserie documental The Devil Next Door (Yossi Bloch y Daniel Sivan, 2019) responde al primer interrogante habilitando, al mismo tiempo, una serie de discusiones si se quiere responder la segunda pregunta. De este modo, al presentar la historia del juicio a John Demjanjuk, un hombre de origen ucraniano que en la década de 1970 fue acusado primero y luego juzgado en Israel en 1987 de ser “Iván, el terrible”, el sádico guardia del campo de exterminio de Treblinka, la miniserie parece poner en cuestión ciertos aspectos de la representación “clásica” del Holocausto. Este texto tiene como objetivo ofrecer una posible discusión en torno a la representación del Holocausto en la era Netflix, meditando en torno a qué narrativa y qué efectos puede esta generar y, en consecuencia, propagar. Como la mayoría de las realizaciones producidas o distribuidas por la N roja, The Devil Next Door también posee un férreo formato que se despliega a lo largo de sus cinco episodios. Asimismo, dicho formato presenta la combinación de dos elementos: el plot ya mencionado del del falso culpable y el género true crime. En lo que sigue, primero repasaré en forma sintética la historia del caso Demjanjuk, luego me adentraré al género true crime poniendo especial atención en su variante serial para las empresas de streaming; a partir de allí, intentaré señalar algunos de los desafíos a la representación canónica del Holocausto como también los posibles problemas que trae esta producción a partir de su narrativa. ¿Iván, el terrible o Ivan Demjanjuk? Iván Demjanjuk nació en Ucrania en 1920, en su país natal vivió la hambruna en el marco de la colectivización forzada emprendida por Josef Stalin entre 1932 y 1934. En el marco de la Segunda Guerra Mundial formó parte del Ejército Rojo, cayendo ante los alemanes y confinado en consecuencia como prisionero de guerra en el campo de Chelm, ubicado en la Polonia ocupada. El sendero biográfico aquí se bifurca: por un lado, según su propio testimonio, pasó toda la guerra en dicho campo para luego integrar el Ejército Ruso de Liberación —conocido también como el “Ejército de Vlásov” debido a su jefe, el desertor y colaborador Andréi Vlásov— que fuera una formación militar rusa colaboracionista con la Alemania Nazi; por el otro, según la documentación hallada, Demjanjuk fue trasladado en 1942 al campo de concentración de Trawniki, un campo que en la Polonia ocupada servía de formación de colaboracionistas como guardias de campos de concentración y de exterminio, de allí fue transferido a Majdanek y posteriormente a Sobibor. Luego de la rebelión en ese último campo y su posterior clausura, fue transferido al campo de Flossenbürg en Alemania hasta, al menos, diciembre de 1944. Los senderos se vuelven a juntar al concluir la guerra. Una vez finalizada la contienda, Demjanjuk pasó por varios campos de refugiados mientras esperaba para emigrar hacia Argentina o Canadá. Sin embargo, la Ley de personas desplazadas (Displaced Persons Act) promulgada en los Estados Unidos en 1948 le permitió viajar en 1952 para radicarse en ese país [1]; al completar, la documentación, Iván señaló —aunque luego dirá que lo obligaron a ello— que trabajó en el pueblo de Sobibór. Ya radicado en el nuevo país, en la ciudad de Cleveland, en 1958 obtuvo la ciudadanía estadounidense pasando a llamarse John. Asimismo, consiguió un trabajo en la automotriz Ford y junto a su esposa formó una familia que era bastante activa en la comunidad ucraniana de aquella ciudad. Con el tiempo, los Demjanjuk pudieron tener una casa propia con jardín, criar a sus hijos y llevar una vida próspera. En otras palabras, habían logrado cumplir el sueño americano. Sin embargo, hacia 1975 el Departamento de Justicia de los Estados Unidos comenzó una serie de investigaciones en torno al arribo de nazis o colaboradores con falsa documentación, entre ellos estaban Feodor Fedorenko, Frank Walus y el propio John Demjanjuk. Estas investigaciones requerían revisar lo actuado por el Servicio de Inmigración a la vez que pesquisas más profundas, y es por eso por lo que en 1979 se creó la Oficina de Investigaciones Especiales (OIE) dependiente de aquel Departamento [2]. La investigación sobre Demjanjuk se inició por su vínculo con el campo de exterminio de Sobibor, y con ese destino singular es que se procedió a reunir información para su proceso. Sin embargo, a medida que se avanzaba con la indagación y se recibía documentación —como una copia del carné de identificación del campo de Trawniki y su destino hacia Sobibor—, algunos sobrevivientes del Holocausto tanto de los Estados Unidos como de Israel lo reconocieron en rueda de fotos como un guardia del campo de Treblinka, más específicamente como “Iván, el terrible”, el sádico guardia que además de golpear y torturar a los prisioneros también operaba el motor de la cámara de gas de aquel campo [3]. A pesar de que la documentación no remitía pista alguna a Treblinka, la recién creada OIE asumió la fiscalía del caso; de este modo, en 1981 la causa se elevó a juicio. Ese mismo año, un tribunal de Cleveland determinó que Demjanjuk había ocultado información al pedir su visa y en consecuencia se le retiró la ciudadanía. En paralelo, mientras que el acusado argüía que todo era una confusión o, incluso, una conspiración de la Unión Soviética en el marco de la Guerra Fría —Demjanjuk nunca quiso volver a ese país por temor a ser juzgado por desertor y traidor a la patria [4]— se debatía qué se iba a hacer luego de su expulsión de los Estados Unidos, ya que dicho país no podía juzgar a criminales nazis. Luego de negociar con Alemania y la propia Unión Soviética, finalmente se llegó a un acuerdo con el Estado de Israel para que sea extraditado y allí juzgado en el marco de la Ley para el castigo de los nazis y sus colaboradores, la misma ley con la que fuera enjuiciado y condenado a muerte Adolph Eichmann. Al respecto, existen diversas discusiones e interpretaciones en torno a si Israel aceptó voluntariamente la extradición y la realización del juicio o si hubo algún tipo de presión diplomática por parte del Departamento de Justicia de los Estados Unidos —sobre todo para justificar el presupuesto y funcionamiento de la OIE (Douglas, 2016, p. 122)—. Finalmente, luego de varios años, la justicia estadounidense consideró que existía cierta probabilidad de que el acusado fuera “Iván, el terrible” y finalmente falló a favor de su extradición, que se llevaría a cabo recién a inicios de 1986. Un año después, en febrero de 1987 comenzaría en Jerusalén su juicio. La cobertura mediática que tuvo —el juicio se transmitió en directo por la televisión israelí— hizo que muchos encontraran similitudes con el juicio a Eichmann: se reconvirtió el auditorio del centro de convenciones Binyan Haoma para ser utilizado como juzgado y, de hecho, se llegó a considerar usar nuevamente la misma cabina de cristal para ubicar al acusado (Douglas, 2016, p. 68). En ese marco, se pensaba que si el juicio a Eichmann había sido un juicio para que la generación de los hijos tomase conciencia del Holocausto; el de Demjanjuk sería, casi treinta años después, para la generación de los nietos. Todo el despliegue alrededor del juicio llevó a que el excéntrico abogado defensor israelí, Yoram Sheftel, afirmara que lo que se estaba llevando ahí era un “juicio espectáculo” (show trial) (Sheftel, 1996, p. xi) y Demjanjuk la víctima de una conspiración. En su defensa, el acusado afirmó que todo se trató de un error de identificación y que él nunca estuvo en Treblinka y ni siquiera en Sobibor o Trawniki. En cambio, a lo largo de las diversas sesiones, la fiscalía desarmó sus coartadas, presentó los diversos baches que presentaba en su relato y las contradicciones de sus diversos testimonios en las diferentes instancias legales. Expertos probaron que el carné de Trawniki era original —mientras que la defensa intentaba demostrar que era una falsificación— y también se hicieron análisis de identificación facial para demostrar que el de la foto del carné era el acusado. Mientras que la corte y la fiscalía desestimaban la voz de los expertos ofrecidos por la defensa —sobre todo por su falta de reconocimiento profesional, llevando incluso a una de ellas a un intento de suicidio luego de ser desacreditada en el tribunal—, la evidencia más potente para la acusación radicó en el testimonio de los sobrevivientes de Treblinka quienes a su tiempo describieron las características del campo, sus vivencias allí, terminando todos por reconocer a la persona sentada en el banquillo de los acusados como “Iván, el terrible”. Finalmente, en abril de 1988 la corte lo encontró culpable de todos los cargos que se le imputaban siendo sentenciado a la pena de muerte. La defensa apeló y en los años venideros, sobre todo a partir de la caída de la Unión Soviética y la posibilidad de revisar los archivos de aquel (ex) país, se encontró nueva documentación, principalmente aquella proveniente de los juicios que se llevaron adelante contra ucranianos soviéticos que colaboraron con los nazis. Allí se encontró que aquel quien era denominado “Iván, el terrible” no era Iván Demjanjuk sino Iván Marchenko, incluso las fotos encontradas permitían observar una fisonomía muy distinta a la de Demjanjuk. A fines de julio de 1993 la Corte Suprema de Israel dio lugar al pedido de la defensa y revocaron por unanimidad la pena de muerte declarando absuelto a Demjanjuk. Es preciso remarcar que no fue declarado inocente, sino que, a partir de la nueva documentación, aplicaron el beneficio de la duda y en consecuencia fue liberado. Luego de su excarcelación un Tribunal de Apelación de Cincinnati comprobó que la OIE había ocultado documentación que podría haber sido útil para la defensa de Demjanjuk y ordenó permitir su regreso al país; posteriormente, en 1998, dicho Tribunal le restituyó la ciudadanía estadounidense. Si bien Demjanjuk muy pronto volvió a los quehaceres de su vida cotidiana, quedaba una pregunta pendiente: ¿qué había hecho en Sobibor?; es decir, la cuestión que había iniciado todo el proceso había quedado sin respuesta. A pesar del escándalo y repercusión negativa que adquirió el caso, la OIE no desistió, reconoció sus errores y llevó adelante una nueva investigación a partir de las fuentes documentales que fue consiguiendo en el ex bloque soviético. Sin embargo, se le presentaba un pequeño gran problema: ¿dónde juzgarlo? En Israel, el caso alcanzó estatus de incidente diplomático grave y además no se podía volver a juzgar a una persona por un mismo cargo. A pesar de ello, la OIE continuó con su pesquisa, argumentando que esta vez poseían suficiente evidencia para demostrar que Demjanjuk había sido un guardia entrenado en Trawniki y que prestó servicio en Sobibor y Majdanek para luego formar parte de las SS-Totenkopfverbände (las Unidades de las Calaveras) en el campo de Flossenburg. En consecuencia, a Demjanjuk se le volvió a quitar su ciudadanía estadounidense en el 2002, permitiéndole a la OIE iniciar los trámites de su deportación. Quedaba por resolver hacia qué país y dónde juzgarlo: el primer destino, Ucrania, fue apelado por la defensa, y también rechazado por la Corte Suprema; finalmente, Alemania pidió por él para juzgarlo como cómplice —auxiliar fue la figura utilizada— de asesinato en el campo de exterminio de Sobibor. Demjanjuk fue llevado a ese país en el 2009 y a fines de ese año comenzó su juicio, que también tuvo una gran repercusión mediática, tensionada entre el deber de memoria y marchas neonazis y negacionistas. Siguiendo la noción de Sheftel, se podría decir que, a diferencia del juicio en Israel, fue Demjanjuk, a sus 89 años, el que hizo un “show” en el tribunal, entrando en camilla, silla de ruedas, fingiendo demencia o durmiendo en el estrado. La modalidad del juicio resultó radicalmente diferente al de Israel, en esta oportunidad no fueron los testimonios de los sobrevivientes la evidencia principal, no solo porque ya no quedaba vivo ningún sobreviviente de aquel campo sino porque para evitar los problemas que tuvieron lugar en el anterior, la estrategia de la fiscalía se basó en la ideada por el abogado Thomas Walther de la Oficina Central para la Investigación de Delitos Nacionalsocialistas. Si bien se llevaron a cabo algunos juicios a exnazis, en Alemania ello resultó ser una tarea casi imposible; pese a ello, Walther intentó una vez más enjuiciar a Demjanjuk llevando adelante como estrategia la inversión de la carga de la prueba, estrategia que ya se había utilizado, por ejemplo, en el juicio de Dachau en la década de 1940. La acusación sostenía que Demjanjuk fue auxiliar de 28.060 asesinatos en Sobibor y que más que un perpetrador directo, había sido un accesorio del crimen. La documentación hallada sostenía que él había estado en dicho campo y debía demostrar lo contrario: su silencio, sus olvidos, y las incoherencias de sus coartadas imposibilitaron rebatir a la fiscalía. La evidencia presentada volvió a estar fundamentada en documentación y en el testimonio de expertos, sobre todo historiadores, que dieron cuenta del funcionamiento de dicho campo. A su vez, ya no eran sobrevivientes quienes testimoniaban y acusaban sino descendientes de víctimas —hijos y nietos—. A diferencia del juicio en Israel, con la excepción del acusado, no había testigo de primera mano de aquel momento histórico. Finalmente, en mayo de 2011 Demjanjuk fue declarado culpable y condenado a cinco años de prisión, la defensa apeló la sentencia y hasta que quedara firme se dispuso su libertad. Internado en un asilo, Demjanjuk murió en marzo de 2012 a los 91 años. Como su caso no fue revisado antes de su muerte, su culpabilidad no pudo ser demostrada judicialmente, muriendo como un hombre inocente [5]. El caso Demjanjuk, ¿se trató de un error de identidad, de un falso culpable? ¿Fue Iván Demjanjuk un “simple” campesino ucraniano que cayó prisionero de guerra o fue un colaborador de los nazis? ¿Acaso Demjanjuk decía la verdad o construyó diversas coartadas? Los baches y olvidos en sus diversas declaraciones ¿pueden ser errores de su memoria –los mismos que su primera defensa argüía respecto al reconocimiento por parte de los sobrevivientes–? La documentación que lo ubicaba en Sobibor, ¿fue parte de una conspiración mundial? Lawrence Douglas (2016) señala que el primer juicio se trató de un “falso hombre correcto” (right wrong man): Demjanjuk colaboró con los nazis, pero no fue “Iván, el terrible” de Treblinka; para él, mientras que el primer proceso se trató de un error de identidad a causa de diversos fallos en los procedimientos; su actuación en Sobibor no es puesta en duda. Por otro lado, en la investigación que llevó adelante a lo largo del caso, el periodista Tom Teicholz (2019) señala que los sobrevivientes efectivamente a alguien reconocieron, quizá Demjanjuk no era “Iván, el terrible” pero sí algún otro guardia de Treblinka. El True Crime como estrella del streaming Las diversas plataformas de streaming –Netflix, HBO Max, Disney+, Prime, por mencionar algunas– han revolucionado la visualización de producciones audiovisuales. La lógica del “bajo demanda” no solo modificó la manera de consumir sino también de producir: podemos ver en cualquier momento y lugar –basta con tener buena señal de internet– como también en cualquier dispositivo –celular, televisor, tablet–. Siguiendo la lógica de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, en la era hipermoderna del cine, estas plataformas han posibilitado “el consumo rápido en la pantalla nómada” (Lipovetsky & Serroy, 2009, p. 12). Asimismo, para que dicho consumo sea una constante, se necesitan producciones más breves, que en el marco de la vida multipantalla el espectador pueda dar una mínima cantidad de minutos –unos 45– de atención pero que a la vez permanezca enganchado en bucle. De este modo, ya no son las películas de largometraje las que resultan atractivas sino las series; y en ese contexto, las series documentales se han consagrado como un objeto particular de consumo. En efecto, en la era del streaming, el documental vive en una nueva época de oro (McLane, 2023), nunca fueron producidos y, sobre todo, consumidos, tanto documentales. El documental salió de su lugar “aburrido” para volverse una atracción pasatista y divertida, logrando alcanzar algunos títulos el puesto número 1 en un ranking armado a partir de la manipulación de los algoritmos. Al mismo tiempo, al quitarle el aura solemne que otrora poseía el documental, también se le ha removido el lugar de generador de civilidad y reproducción de conocimiento que le habían otorgado sus padres fundadores (Corner, 2002). En ese panorama, las series documentales conviven con las series de ficción en perfecta armonía, tomando las primeras todas las características en términos de producción y narración de las segundas –como el arco de temporada, el género, el gancho, la estructura, entre tantos otros–(Schrott & Muñiz, 2022). En esa geografía, resalta un género particular: el true crime. Como género literario, el true crime posee una larga historia que tuvo su relanzamiento con In Cold Blood de Truman Capote [6] y en el documental tuvo su punta de lanza con la mencionada The Thin Blue Line. No es mi propósito aquí historizar este género, pero lo cierto es que este es uno a los que más han recurrido los documentales o las series documentales estrenados en las diversas plataformas: Making a murderer (Moira Demos y Laura Ricciardi, 2015-2018), The Staircase (Jean-Xavier de Lestrade, 2004-2018), The Jinx: The Life and Deaths of Robert Durst (Andrew Jarecki, 2015), Conversations with a Killer: The Ted Bundy Tapes (Joe Berlinger, 2019) o Carmel: ¿Quién mató a María Marta? (Alejandro Hartmann, 2020) son tan solo unos pocos ejemplos de este fenómeno. Como señala Stella Bruzzi (2016), las producciones de este género resultan efectivas y atrapantes ya que emplean recursos narrativos tales como los finales en suspenso, las contradicciones y los giros como también el melodrama inherente de las causas judiciales y un relato sensacionalista. Para el espectador de estas series “perderse un episodio no es una opción (…) [ya que] la estructura narrativa abierta que impulsa cada episodio también hace avanzar la serie de una manera intrincada, con resoluciones o resoluciones parciales que sólo llegan al final de la temporada” (Maher & Cake, 2023, p. 100). Quizá el éxito y el interés que han generado estas series se deba a la fascinación por el crimen que, en el marco de las sociedades contemporáneas, produce una “saturación de imágenes sobre crímenes que invitan a (re)vivir experiencias reales que suponen una violación del orden social” (Romero Domínguez, 2020, p. 12). Asimismo, la lógica del género le permite desarrollar al espectador toda su condición de voyeur ya que, ante el halo de verdad que exuda el discurso documental, se está ante las situaciones más traumáticas, escabrosas y violentas que una persona puede enfrentar; de este modo, las series true crime diluyen las fronteras culturales fusionando los tabúes con entretenimiento, haciendo que el espectador se fascine por el/la asesino/a. Uno de los aspectos nodales para remarcar, que lo retomaré al momento de revisar The Devil Next Door, es que esta proliferación de producciones se da en el contexto de lo que Richard Crownshaw ha denominado “el giro al perpetrador” (turn to perpetrator) en las producciones culturales (Crownshaw, 2011). Al presentar las historias, la psicología o biografía de perpetradores la idea canónica del criminal se pone en tensión. En las series, ya no son las instituciones de control y de disciplinamiento clásicas las que llevan adelante el relato sino el propio criminal. Es decir, las fuentes comúnmente autorizadas para hablar de los crímenes fueron la policía, jueces, testigos, víctimas, sobrevivientes o allegados a estos; el true crime da vuelta la voz autorizada para hacer emerger la voz del perpetrador y/o de sus familiares y amigos: la voz del criminal no solo pasa a ser el testimonio relevante y autorizado sino el que produce verdad. Así, el criminal se retrata a sí mismo a través de sus propias palabras, de su historia, sus recuerdos y experiencia vitales, y no a través de “marcos despersonalizados por las estadísticas e informes oficiales” (Romero Domínguez, 2020, p. 16); en consecuencia, el testimonio del perpetrador puede cuestionar tanto el funcionamiento del sistema judicial como la forma de impartir justicia, desautorizar a órganos legales, mostrar los fallos en su investigaciones –como la obtención de confesiones por parte de los acusados– e, incluso, la condena a falsos culpables. Ahora bien, el giro al perpetrador en el marco del true crime posee, al menos, un elemento más que debe ser considerado: la respuesta emotiva. Desde una perspectiva cognitiva, algunos autores han señalado que los aspectos audiovisuales de los documentales producen respuestas emocionales, y que los elementos emocionales “también están directamente relacionados con contenidos y temas con vínculos con la vida real, con nuestras decisiones de actuar directa o indirectamente cuando nos enfrentamos a problemas humanos y sociales” (McCabe, 2022, p. 2); de este modo, cuando el true crime se vuelve documental las respuestas afectivas son inevitables. En consecuencia, se vuelve preciso también reparar en las estrategias que emplea cada producción para lograr influir en la experiencia emocional del espectador. Finalmente, otro aspecto importante de señalar del true crime como género serial radica en su estética y recursos audiovisuales empleados. Por un lado, como ya fuera dicho, el testimonio, sobre todo de los perpetradores, resulta ser lo más utilizado; cuando no se puede recurrir a este de forma directa —porque ya ha muerto, por ejemplo— se recurre al archivo ya sea sonoro o visual. Un montaje coral, con intervenciones de diversas personas y con planos de duración relativamente breve, ayudan también a crear una sensación de dinamismo. La música también es un recurso nodal ya que colabora a la creación de atmósferas tensas o de sugerirle en forma implícita sensaciones —piedad, odio, nerviosismo— al espectador. El material de archivo, proveniente de diversas fuentes —noticieros de televisión, filmaciones caseras, fotografías forenses, etc.— es otro de los recursos más empleados y, a la vez, más manipulado por la narrativa de cada serie. Por último, otro de los recursos de importancia —aunque en The Devil Next Door no es empleado— es la recreación; sin embargo, ya no se tratan de recreaciones para aparentar un metraje “real” sino que se tratan de recreaciones más estilizadas, embellecidas –basta con ver las secuencias de títulos cada serie–, tanto para sugerir lo que pasó como también lo que pudo haber pasado: de este modo, el documental se aleja de la evidencia para entrar en la sugerencia y en la especulación. Revisado el true crime de manera esquemática y sin el propósito de estudiarlo de manera detallada, se genera aquí la pregunta nodal de este escrito: ¿qué sucede cuándo se aborda una serie documental sobre el Holocausto desde el true crime? ¿Qué consecuencias en su representación trae? ¿Qué nuevos sentidos se pueden abrir y generar? Esas son algunas de las cuestiones que me interesan indagar de la miniserie The Devil Next Door. Mi buen vecino, el diablo en persona The Devil Next Door se presenta como una serie documental original de Netflix (A Netflix Original Documentary Series) producida por las empresas One Man Show y Submarine Deluxe en asociación con Yes Studios y dirigida por Yossi Bloch y Daniel Sivan —que también oficiaron de productores—. La miniserie de origen estadounidense/israelí, se divide en cinco capítulos de aproximadamente 45 minutos cada uno; respetando así los estándares de formato y producción de la N roja. Ya desde el primer capítulo se plantea que lo que se verá a continuación es una típica historia americana —al parecer no será una obra sobre el Holocausto—, la de un hombre que vino a cumplir el sueño americano, que logró criar a una familia, tener una casa propia, insertarse en la comunidad, trabajar en la Ford, ser buen vecino, un hombre normal en Cleveland… hasta que el gobierno dijo que era “Iván, el terrible”. Ese buen vecino, no es sino una de las personas más crueles de la historia de la humanidad, era quien golpeaba con una espada a los judíos que estaban por ingresar a la cámara de gas, les cortaba los senos a las mujeres y empujaba a los niños… y disfrutaba hacer eso. Mientras en off se caracteriza a Iván, se suceden las imágenes más shockeantes del Holocausto: cadáveres, fosas comunes y cuerpos famélicos; desde lo visual, se construye desde el primer minuto a “Iván, el terrible” como el gran responsable del Holocausto… o quizá todo pudo haber sido un error de identificación, dice alguien en off. De este modo, en los primeros dos minutos del primer capítulo se delinea el plot principal de la miniserie: o bien estamos ante el hombre más cruel y sádico de la historia de la humanidad o bien se trató todo de un error —aparentemente no hay término medio—. Así, el primer capítulo oficia como la presentación del caso, de los crímenes que los Estados Unidos, después de permitir que los responsables ingresaran a su país, investigó tiempo después generando la gran pregunta: ¿es este hombre un abuelo de Cleveland o el sádico “Iván, el terrible”? Todo ello se aclarará, en teoría, en el juicio se le hará en Israel. El capítulo 2 se concentrará en la perspectiva de los sobrevivientes, en sus declaraciones en el juicio que tuvo lugar en Israel y cómo trabajó la fiscalía a partir de estos. Asimismo, se abre la discusión entre la defensa y la acusación sobre la credibilidad de estos testimonios. El tercer capítulo se concentra en el trabajo de la defensa, con su crítica al proceso de reconocimiento llevado adelante y a poner en tela de juicio el testimonio de los sobrevivientes —no su experiencia en Treblinka sino su capacidad de reconocer a Iván—. Asimismo, intentará desafiar la autenticidad de la tarjeta de identidad del campo de Trawniki, la documentación fundamental en el juicio, y también se desplegará cómo la familia de Demjanjuk encontró evidencia desechada por la OIE en un container de basura de un McDonald’s. El cuarto capítulo gira en torno al veredicto del juicio en Israel y la condena a muerte a Demjanjuk, su posterior apelación, las dificultades de la defensa —como el suicidio de un abogado que se iba a sumar al equipo y un atentado al abogado Sheftel— y la búsqueda de documentación en la recién desaparecida Unión Soviética. El quinto capítulo gira en torno a la respuesta de la Corte Suprema de Israel, la liberación de Demjanjuk, el regreso a los Estados Unidos… y cuando ya todo parecía cerrado, como giro final, se presenta, en breves minutos, el nuevo juicio en Alemania. La serie concluye, finalmente, con la muerte de Demjanjuk. Para llevar adelante la producción, los recursos audiovisuales utilizados se asientan en las imágenes de archivo: el metraje original del juicio en Israel, múltiples informes televisivos, rectores de diarios, fotografías, documentación, como también imágenes de los campos. A esto se le suma una extensa cantidad de entrevistas, en tiempo presente, a muchos de los protagonistas del juicio como Michael Shaked y Eli Gabay, por parte de la fiscalía, Yoram Sheftel y Mark O’Connor, por la defensa, los jueces Zvi Tal y Dalia Dorner, Eli Rosenbaum, por parte de la OIE, entre otros. También son entrevistados académicos —Lawrence Douglas y Tamir Hod— en tanto expertos, y periodistas —Tom Teicholz y Ted Henry—que narrarán los marcos generales del caso y sus avances. De igual forma, serán entrevistados Ed Nishnic y Ed Nishnic Jr., yerno y nieto respectivamente de John Demjanjuk, como también Gary Holodnak, quien trabajó junto a él en la Ford. El único que no es entrevistado en forma directa por los realizadores es el propio Demjanjuk, fallecido años antes que se iniciara la producción de la miniserie; en ese sentido, el gran protagonista de esta historia no está presente sino a través de la palabra de otro. En consecuencia, siguiendo las modalidades de representación de perpetradores en el documental que sugerí en otro lugar, The Devil Next Door apela a la “modalidad evocativa” (Zylberman, 2020), esto es, que el perpetrador es traído a la producción principalmente por medio de la palabra de otros. No es el victimario quien habla por sí mismo, sino que otros –testigos, sobrevivientes, abogados, familiares– se refieren a él, cuentan su historia y también lo caracterizan. Por otro lado, las veces que Demjanjuk habla o es visto en la serie no es sino a través de imágenes de archivo procedente de noticieros de televisión o bien del propio registro audiovisual del juicio; su palabra, en consecuencia, no es directa —es decir no da testimonio para la miniserie— sino indirecta y mediada. Los límites de la representación En los extensos debates históricos sobre la representación de masacres y genocidios, una y otra vez vuelve la pregunta por la “representación adecuada” de los hechos, dicha cuestión se formula y reformula en una doble interrogación: ¿existe una representación adecuada? Y de ser así, ¿cómo debería ser una representación adecuada? Esta interpelación ha atravesado al Holocausto desde el mismo momento en que el exterminio tenía lugar y no ha cesado. Fueron los mismos sobrevivientes quienes, al poco tiempo de finalizar la guerra, sugirieron el carácter de inimaginable del sistema de exterminio nazi: “apenas empezábamos a contar, nos ahogábamos. Lo que teníamos que decir empezaba entonces a parecernos a nosotros mismos inimaginable” (Antelme, 1996, p. 13). Pero también, fueron los propios sobrevivientes los que reclamaban representaciones desafiantes: “Así que efectivamente nos las teníamos que ver con una de esas realidades de las que decimos que superan la imaginación. A partir de ahí estaba claro que sólo mediante la elección, es decir, una vez más mediante la imaginación podríamos intentar decir algo al respecto” (Ídem). No es mi propósito desplegar aquí el extenso y acalorado debate en torno a la representación del Holocausto ya que excede a los objetivos del presente texto. Existen numerosos trabajos que han expuesto y condensado las diversas perspectivas y posiciones, que en el caso de la imagen se puede afirmar que ha quedado compendiado en el debate “Lanzmann vs. Didi-Huberman” (Rose, 2008). [7] Sin embargo, se debe tener en consideración que los debates se dan siempre en contextos históricos precisos y que interpelan un marco temporal determinado; es decir, las representaciones, sus debates, sus “límites” (Baer, 2006), se encuentran atravesados por posiciones generacionales: de este modo, “prohibiciones” que calaron hondo en determinada generación —la de los sobrevivientes— caen en desuso para las generaciones posteriores —nietos, “bisnietos”—. Autores como Marianne Hirsch (2012) o Dora Apel (2002) han problematizado esta cuestión y, en el caso del cine, Lawrence Baron (2005) ha interrogado si el paradigma de Shoah (Claude Lanzmann, 1985) es válido para pensar la interpelación visual ante una generación que ya no tiene vínculo directo con la Segunda Guerra Mundial. A lo largo del tiempo, las discusiones sobre los “límites de representación” del Holocausto, han teorizado sobre “los márgenes y fronteras dentro de los cuales la representación puede ser apropiada para un referente del peso y la singularidad que supone el asesinato industrial de millones de personas” (Baer, 2006, pp. 90-91); por lo tanto, en ese marco, no cualquier forma, género, estilo, pueden ser empleados para representar el Holocausto. En ese sentido, el Premio Nobel de Literatura y sobreviviente Imre Kertész (1999, pp. 89-90) se refirió a los cánones y tabúes existentes alrededor de esta problemática, pero lo cierto es que los límites, el canon y también los tabúes pueden ser pensados en términos generacionales, basta con reparar el caso de Maus de Art Spiegelman, una novela gráfica, una historieta, que en su momento resultó criticada por exceder los límites y que, hoy, en cambio, forma parte del canon. Para el caso del cine, y a partir de la numerosa cantidad de producciones tanto de ficción como documental, numerosos autores han pensado los desafíos que se le impone a este arte para dar cuenta de un evento histórico único y sin precedentes (Avisar, 1988), como las retóricas y estrategias de representación (Kerner, 2011) y, más acá en el tiempo, diversos trabajos se han volcado a pensar los nuevos abordajes ya entrado el siglo XXI (Prager, 2015). En ese contexto, una búsqueda estética y ética que se consolidó sin traspasar los límites fue aquella que se apoyaba en el testimonio del sobreviviente. En efecto, como señala Annette Wieviorka (2006) en su ya clásico trabajo, el advenimiento de la “era del testigo”, era que comienza en forma incipiente con el juicio a Eichmann, ha investido al testimonio del sobreviviente no solo como una forma de autoridad ética sino también como una fuente que instaura verdad histórica “al mismo tiempo que posee el poder evocativo de todo relato personal” (Baer, 2006, p. 109). La proliferación de memorias, biografías, toma de testimonios, etc. como también la presencia de sobrevivientes en actos conmemorativos y en diversas actividades culturales y educativas han posicionado a este como mediador ejemplar de los horrores. Al respecto, Kertész apuntaba sobre la “insistencia” de los sobrevivientes en ser “los únicos propietarios de los derechos intelectuales sobre el holocausto. Como si poseyeran un secreto enorme y singular” (Kertész, 1999, p. 87) notando que, como la vida misma, el tiempo pasa y las generaciones se suceden; por lo tanto, los sobrevivientes deben resignarse ya que “Auschwitz se les escapa de las manos cada vez más débiles. Pero ¿a quién pertenecerá? No cabe la menor duda, a la próxima generación y luego a la siguiente…” (Ídem). Los diferentes programas que se han desarrollado por todo el mundo para el registro de testimonios de sobrevivientes tienen, entre otros objetivos preservar ese lugar ético del testigo, a la vez que funcionar como “testigo”—esto es, “cosas inanimadas que sirven para confirmar o para conservar un dato o noticia que interesa o la verdad de un hecho” (Moliner, 2008)— para las siguientes generaciones. Asimismo, ese lugar del testigo, del sobreviviente, puede ser pensado como una de las “etiquetas [8] del Holocausto” (Holocaust etiquette) que Terrence Des Pres (1988, pp. 217-218) señaló en la década de 1980 para referirse a las diversas prescripciones para llevar adelante tanto un estudio como una representación “respetable” al caso. Ahora bien, como discutiré a continuación, The Devil Next Door, viene a disputar esas prescripciones implícitas de antaño; desde ya que no es la primera producción que las quiebra, pero viene a socavar uno de los pilares de los límites de la representación, esto es, la palabra del sobreviviente. Al volver el caso Demjanjuk en tanto producto de Netflix, la miniserie se hace eco de las fisuras éticas que supuso el juicio: el testimonio del sobreviviente puede ser puesto en duda, su falibilidad es posible. Tema ampliamente trabajado en los estudios sobre la memoria —sobre todo aquellos proveniente del campo de la psicología y la neurociencia (Schacter, 2003)—, la memoria del sobreviviente parecía escapar a esos abordajes [9]; sin embargo, en la miniserie será uno de sus epicentros, cruzando, en consecuencia, uno los límites canónicos. Para desplegar entonces las tensiones en torno a posibles nuevas formas de representación del Holocausto, propongo a continuación revisar tres niveles —que desde ya no son los únicos posibles— que, en el marco de la miniserie, actúan fusionados, retroalimentándose entre sí; estos son: el lugar del testigo —el testimonio—, la presentación del relato histórico —una especie de fast history— y el giro al perpetrador. True Crime y Holocausto Imaginemos que estamos navegando por Netflix y encontramos esta pantalla (Figura 1) o que en noviembre de 2019 la propia plataforma nos señalaba que esa producción estaba en el Top Ten de lo más visto. No hay nada en esa imagen que nos remita a una producción sobre el Holocausto; es más, podemos pensar que se trata de otra serie sobre asesinos seriales como Conversations with a Killer: The John Wayne Gacy Tapes (Joe Berlinger, 2022) (Figura 2); incluso observamos la secuencia de títulos, veremos que los de The Devil Next Door poseen una estética similar a la de la serie True Detective (Nic Pizzolatto, 2014-) (Figuras 3 y 4). Figura 1 Figura 2 Figura 3 Figura 4 Finalmente decidimos ver The Devil Next Door y sus capítulos nos atrapan ya que, efectivamente, posee una trama que rápidamente nos envuelve y entretiene, el caso es expuesto con todos los ingredientes que hacen que un relato sea cautivante. En ese sentido, seamos justos, la miniserie se inserta en la tradición del true crime… y funciona. Pero, aunque en su superficie sea una producción de este género, su núcleo narrativo es sobre el Holocausto: el sistema de campos de exterminio, las colaboraciones, la justicia, la vida del sobreviviente, y también de los perpetradores asilados. Así, en tanto producción cinematográfica sobre el Holocausto también se coloca en la tradición —casi inaugural— de las películas de ficción que trataron este tema; en efecto, en The Stranger (Orson Welles, 1946) la cuestión de la (falsa) identidad de un nazi asilado en Estados Unidos es su tema central, también se revisará en Die Mörder sind unter uns (Wolfgang Staudte, 1946) o incluso en Music Box (Costa-Gavras, 1989) por citar unos casos. Aquí, sin embargo, la historia se nos presenta con el peso de “lo real” que posee el documental. En un contexto de “memoria saturada” (Robin, 2012), la miniserie parece no poseer tiempo para ubicar históricamente al Holocausto, tampoco cree que sea necesario exponerle al espectador qué características tuvo este hecho histórico; de este modo, se da por sobreentendido que el espectador posee un conocimiento amplio y que no se necesita volver a explicarlo. Sin embargo, aquí no se está ante una historia que haya sido contada numerosas veces, se está ante un aspecto del Holocausto relativamente poco tratado en el medio audiovisual. Si bien por las reglas del género Demjanjuk es caracterizado como si fuera el demonio en persona, el hombre más sádico que jamás pisó la Tierra e, incluso, como responsable absoluto del exterminio de los judíos —en una escala que se iniciaría con Hitler y luego vendría Demjanjuk—, el ucraniano fue acusado de colaborador. Ahora bien, ¿qué significa ser un colaborador en el contexto del nazismo? ¿Qué matices hay? ¿Por qué alguien se volvería o aceptaría ser un colaborador? ¿Alguien que colaboró necesariamente comparte los valores y creencias del nazismo? Estas preguntas, cruciales para comprender el caso Demjanjuk, no son traídas al relato de la miniserie, dejando sin clarificar el punto inicial de este hecho. En consecuencia, la narración no expondrá los matices que pueden llegar a ser de utilidad conceptual para comprender al actor principal de The Devil Next Door, sino que tanto este como todos los actores en pugna se encuentran polarizados; así, al no haber zonas grises, el relato trabaja con opuestos “puros”. En términos históricos, la miniserie también decide omitir diversos sucesos que puedan ayudar a la contextualización del caso, como por ejemplo los juicios previos que tuvieron lugar —los de Nuremberg o el de Eichmann— como tampoco el que se estaba llevando adelante ese mismo año —1987—, esto es, el proceso a Klaus Barbie en Francia [10]. En ese sentido, en el marco de la producción y búsquedas estéticas que hace la miniserie, como antes se señalara, el documental abandona su carácter educativo en pos del entretenimiento; es decir, la idea de transmisión de valores y de ciudadanía, pilar del documental clásico (Corner, 2002) queda desplazada. Asimismo, por la característica del género, incluso lo comunicativo, como veremos luego con el giro al perpetrador, se ve desplazado en pos de lo emotivo. En síntesis, podemos decir que la forma en que la miniserie aborda la historia es en términos de fast history, de una historia rápida. Pienso esta noción en el sentido de la comida rápida (fast food), la cual se produce en serie y casi con las mismas características e ingredientes —aquí sería el género— debiendo ser consumida con cierta rapidez —cuarenta minutos en el caso de Netflix— y olvidando al poco tiempo lo que fue consumido. Resulta sugerente que un ciclo de la señal History Channel se denomine de este modo: The Fast History of (2022-). En él, a través de sus temporadas, se presenta “un paseo trepidante (super-charged romp) por las historias de marcas emblemáticas y temas apasionantes como los ovnis y la vida secreta de los multimillonarios”. Así, para estas miniseries, regidas bajo la lógica del cine hipermoderno y de la “imagen-velocidad” (Lipovetsky & Serroy, 2009, p. 78), traer la historia en su complejidad significaría hacer una slow history. [11] El segundo nivel se refiere al lugar del testigo, más específicamente al testimonio del sobreviviente en el marco del juicio. Efectivamente, en el contexto del proceso en Israel, el posterior beneficio de la duda con el que se liberó a Demjanjuk se basó en las fluctuaciones en torno a la identificación y reconocimiento. En ninguna instancia del juicio, como en su apelación, tanto la fiscalía, el Tribunal y la Corte pusieron en duda la capacidad de reconocer a Iván por parte de los sobrevivientes, el error —tanto de la ya añosa memoria de los sobrevivientes como del procedimiento de reconocimiento— no era posible, todo el juicio —y la miniserie lo remarca en forma constante, ya que las intervenciones de los sobrevivientes son traídas en formas continua— pareció sostenerse en la perfectibilidad del testimonio del sobreviviente. En Jerusalén, los sobrevivientes —que pertenecieron a diversos Sonderkommandos— tuvieron que dar cuenta del funcionamiento de Treblinka, de sus características, de los métodos de exterminio. Mientras que Mark O’Connor, primer abogado defensor de Demjanjuk —y que luego fuera despedido por la familia— interrogaba a los sobrevivientes remarcando su colaboración para el exterminio; Sheftel utilizó otra estrategia, cuestionando el uso de los testimonios por parte de la fiscalía y alegando que no se buscaba aquí probar si Treblinka existió sino la identidad del acusado. Para él, la fiscalía usaba los testimonios de los sobrevivientes para lograr efectos emotivos. A lo largo de los episodios, se repiten algunas de las declaraciones de los sobrevivientes en el juicio, como las de Pinchas Epstein, quien afirma que todos los días sueña con “Iván, el Terrible” o las de Eliahu Rosenberg, quien pide que Demjanjuk se saque los anteojos para inmediatamente ver en esos ojos los de “Iván, el terrible”. Pero también se vuelve a las intervenciones de Gustav Boraks, que cuando se le pregunta cómo llegó desde Europa a Florida para el juicio a Fedorenko afirma que lo hizo en tren, y que cuando se le pide que nombre a su hijo asesinado en Treblinka nota que olvidó su nombre. Como en el propio proceso Demjanjuk, la miniserie parece montarse sobre la inefabilidad del testimonio del sobreviviente: al remarcar las “fallas” de Boraks, quien en 1987 tenía 86 años, las mismas parecen extenderse hacia los otros sobrevivientes. Cuando Boraks “falla”, el montaje parece crear un efecto de “hueco de silencio” —por llamarlo de algún modo— a partir de las reacciones de los jueces, abogados y asistentes al juicio —las cuales, desde ya, no sabemos si efectivamente pertenecen a esa línea temporal “real”—. Inmediatamente después, son puestas las entrevistas a O’Connor y Sheftel, quienes confirman sus sospechas respecto a los sobrevivientes. Así, la miniserie contrapone dos posiciones, la que sostiene la fiscalía, a través de las intervenciones de Shaked y Gabay, en torno al lugar ético del sobreviviente; y la de la defensa, en torno a la falibilidad. Lo cierto es que el juicio de Demjanjuk puso en cuestión el lugar del testimonio del sobreviviente como evidencia judicial al discutir que los mismos pueden fallar al momento de llevar adelante pruebas de reconocimiento o al exigirles detalles particulares. Ahora bien, si bien efectivamente la miniserie tensiona esa situación, la manera en que expone el caso parece no dejar dudas sobre la falibilidad del sobreviviente, haciendo que, de manera extensiva, se pueda llegar a dudar de todos los testimonios de los sobrevivientes del Holocausto. Nuevamente, las reglas del género parecen no permitir zonas grises —solo los polos de “error” y “verdad”— ni tiempo para trabajar otros matices. Previo al juicio, en el marco de las primeras indagaciones por parte de la OIE, numerosos sobrevivientes no reconocieron a Demjanjuk como “Iván, el terrible”, la miniserie, en cambio, nos parece decir que todos los sobrevivientes —es decir, los que vemos en pantalla— son todos los consultados. La miniserie tampoco trae la intervención del mencionado psicólogo Wagenaar a fin de clarificar el funcionamiento de la memoria humana ni tampoco entrevista en tiempo presente a algún otro experto que pueda dar cuenta de los errores y fallas “normales” de toda memoria humana [12]. Alumbrar sobre este aspecto no es tarea menor, ya que esto puede conducir a comprender mejor los procesos de recuerdo. En respuesta a ello, se puede aludir que en el marco de la fast history no hay tiempo para esa tarea; sin embargo, a lo largo de los capítulos intervienen historiadores —que no se refieren a este tema—, un colega de Demjanjuk en la fábrica Ford, una dibujante de tribunales, una experta en reconocimiento facial, un amigo de la infancia de Sheftel… todas intervenciones que no hacen al núcleo o al debate histórico pero que aportan emotividad o misterio. Finalmente, el tercer nivel que entra en juego en la construcción del relato es el mencionado giro al perpetrador. En este caso, se conjuga contar la historia del Holocausto desde un victimario con el interés que despierta dar cuenta del mundo interior de los criminales en el marco del true crime. Ahora bien, la historia de Demjanjuk, o, en todo caso, el personaje, se despliega, como ya fuera dicho antes, a partir de la evocación que hacen otros sobre él, sus palabras solo ingresan a partir de imágenes de archivo y nunca por declaraciones hechas específicamente para esta producción. Mientras que, desde la acusación, se lo construye como el Diablo en persona; tanto la defensa como la perspectiva de la serie misma, quita a Demjanjuk de la historia para ofrecernos relatos de un hombre bueno, un padre cariñoso y un ciudadano excelente. Esto se refuerza no solo por las entrevistas de archivo a los hijos de Demjanjuk sino también por las intervenciones en tiempo presente de su yerno y su nieto: a través de él, al habérsele impedido conocer a su abuelo, el espectador puede lograr empatizar y generar cierto vínculo con la familia Demjanjuk; es decir, que el espectador tome partido por el acusado. En consecuencia, lo emotivo cubre y desplaza lo cuestión central: qué hizo Demjanjuk durante el Holocausto. Resulta importante reparar en que ninguna intervención contemporánea ahonda en este aspecto, solo se reproduce las declaraciones y coartadas que Demjanjuk y su familia repitieron hasta el día de hoy. Si bien pareciera que la miniserie pone en tela de juicio todo testimonio en el marco del tribunal, la aproximación emotiva hacia la familia de Demjanjuk pareciera inclinar la balanza hacia su versión: que todo, incluso el juicio posterior en Alemania, se trató de una confusión. Finalmente, cuando la miniserie ya está por concluir, con Demjanjuk ya fallecido en Alemania, sobrevienen las reflexiones finales de los protagonistas de la historia. Para la fiscalía, finalmente se hizo justicia, a pesar de todo lo que se desplegó en el juicio, la ética que conlleva el testimonio del sobreviviente no debe ser puesta en duda; para la defensa, todo se trató de una confusión, se acusó a un hombre equivocado. El fiscal Gabay, cuenta que conversando en Israel con el fiscal del juicio que tuvo lugar en Alemania le preguntó si les cree a los sobrevivientes que estuvieron en Treblinka; el alemán le respondió “en Alemania, tenemos documentos, pero este es el país de los judíos. Sus sobrevivientes son aquellos a quienes creen”. Con esas palabras finaliza la miniserie, y en términos generales podríamos pensar que esta vuelve a desandar el límite que cruzó ya que así parece restituirse el lugar ético del sobreviviente… sin embargo, revisemos la última intervención de Ed Nishnic Jr. (Figura 5) que tiene lugar antes de la de Gabay. Efectivamente, llama la atención que aquí, y solamente en esta última intervención, Ed está junto a su hija, la bisnieta de John Demjanjuk. Sus palabras remarcan lo afectuoso que fue su abuelo y que durante todo este tiempo investigó mucho sobre el tema, ahora nos interroga a nosotros, espectadores, interpelando qué hacer en esa situación: su abuelo tuvo que elegir entre la vida y la muerte… ¿qué hubiéramos hecho nosotros? Para Nishnic, lo que haya hecho o dondequiera que haya estado su abuelo no significa nada para él, Demjanjuk fue también un sobreviviente del nazismo; así, enmascarado en palabras emotivas, el victimario queda en la misma posición que la víctima. Figura 5 Pero no se trata solamente de lo que dice sino también lo que se ve, ¿qué implica la aparición de una niña en cuadro? Más allá de si fue un efecto buscado o no, lo cierto es que esta imagen resulta significativa ya no en el nivel de la historia sino justamente en términos emotivos: ese es el camino que las series true crime transitan. Así, el perpetrador no solo puede ser bienvenido en el corazón del espectador, sino que también parece exclamarnos “como tú, yo también tengo una familia” [13] e, incluso, con la niña en brazos, observamos lo que el proceso dejó trunco: que un bisabuelo pueda conocer a su bisnieta. De este modo, en el mismo procedimiento por el cual se trae al perpetrador al ámbito de la emotividad y de la piedad, se lo expulsa del mundo de sus acciones: no importa lo que hizo, si es que algo hizo, se le ha quitado la posibilidad a esa niña de conocer a su afectuoso bisabuelo. A modo de cierre En su libro basal sobre cine alemán, historia y nazismo, Anton Kaes (1992, p. 198) se preguntó si a medida que Hitler lentamente pasaba del reino de la experiencia y de la memoria personal al reino de las imágenes, se convertiría en un mero mito cinematográfico, The Devil Next Door pareciera responder afirmativamente su inquietud. Como termómetro de las nuevas representaciones del Holocausto, y en la era de la fast history, The Devil Next Door nos indica que los años del nazismo parecen funcionar tan solo como un marco, como un decorado de “años oscuros” que no requieren ser vueltos a explicar. Esta miniserie parece indicar que cualquier género, en este caso el true crime, puede ser empleado para narrar el Holocausto como también historias vinculadas con este suceso. Sin embargo, al revisar críticamente esta producción emerge nuevamente la discusión si efectivamente cualquier género es válido para el Holocausto. No se trata de volver a sus etiquetas sino de señalar las implicancias que pueden acarrear las representaciones audiovisuales. Una de ellas, dijimos, es que a partir de la fragilidad de la memoria se pueda poner en discusión el lugar del testimonio del sobreviviente en la transmisión del Holocausto. Por otro lado, las narrativas que se han volcado hacia el giro al perpetrador traen consigo también nuevas preguntas e interrogaciones, sobre todo cuando se trabaja en el plano emotivo tal como sucedió, por ejemplo, con la adaptación de The Boy in the Striped Pyjamas (Mark Herman, 2008) en la cual, hacia el final, el espectador llora junto a la familia nazi la muerte de su hijo. En The Devil Next Door quizá estamos ante un fenómeno similar, pareciera que todo el caso fue producto de una confusión y estamos ante la persecución de un hombre común y corriente. En Jerusalén, cuando fue interrogado por poner Sobibor en su documentación para el ingreso a los Estados Unidos, Demjanjuk dijo: “Sus Señorías si realmente hubiera estado en aquel terrible lugar, ¿sería tan estúpido como para decirlo?” (Sereny, 2005, p. 350). He aquí lo nodal que la miniserie no alcanza a vislumbrar, que un perpetrador de crímenes de masa es un hombre común, y quizá Demjanjuk era un hombre “estúpido” … es esa “estupidez” lo que hace tan particular y llamativo el estudio de los perpetradores y es, a la vez, tan complejo de responder a la pregunta sobre por qué una persona común y corriente puede involucrarse en un genocidio (Waller, 2007). Finalmente, se puede afirmar que efectivamente el Holocausto ya es parte de la cultura streaming; ahora bien, en ese marco, ¿qué sentidos crean estas nuevas representaciones? ¿Es The Devil Next Door una producción aislada o el inicio de un nuevo paradigma? En la era de la fast history, ¿cómo serán las próximas representaciones del Holocausto? Referencias bibliográficas: Antelme, R. (1996). La especie humana. Trilce. Películas Berlinger J. y Sinofsky, B. Paradise Lost Trilogy. RadicalMedia, 1996-2011.
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NOTAS
[1] Esta ley terminó impidiendo que muchos judíos pudieran emigrar a los Estados Unidos y que numerosos nazis o colaboradores, a través del falseamiento de documentación, pudieran hacerlo sin inconvenientes (Ryan, 1984).
[2] Para una lectura sobre sus orígenes y primeros casos, véase Ryan (1984, pp. 7-28).
[3] A diferencia de Auschwitz, en Treblinka el gas de las cámaras era producido por motores de tanques que eran conducidos por tuberías hacia el interior del recinto.
[4] Eso sucedió con Feodor Fedorenko, quien fue deportado en 1984 a la Unión Soviética, allí fue juzgado y condenado a muerte, siendo ejecutado en 1987 a la edad de 79 años.
[5] La estrategia judicial en Alemania abrió la posibilidad de juzgar a otros exnazis y colaboradores. El caso más renombrado fue el de Oskar Gröning, el “contador de Auschwitz”, quien fuera juzgado a los 93 años. Gröninig fue hallado culpable y sentenciado a cuatro años de prisión, pero falleció en el 2018 antes de iniciar su sentencia. Es importante remarcar una diferencia entre Gröning y Demjanjuk, mientras que Gröning en la década de 1980 comenzó a intervenir contra los negadores del Holocausto, afirmando que este tuvo lugar —quizá sus apariciones en los documentales de Laurence Rees para la BBC sean los más reconocidos—. En cambio, si bien lamentaba lo sucedido en el Holocausto, Demjanjuk siempre negó su colaboración en el exterminio. Por otro lado, ambos juicios iniciaron un acalorado debate en torno al juzgamiento por crímenes de lesa humanidad y genocidio a personas de edad avanzada, al respecto véase, por ejemplo, Dumbl y Fournet (2022).
[6] Es preciso mencionar que Operación Masacre de Rodolfo Walsh también es una obra fundamental para este género y fue editada casi diez años antes que la de Capote.
[7] Si bien nunca hubo una confrontación directa entre ambos, lo cierto es que tiempo después los dos coincidirán en pensar a la película El hijo de Saúl (Saul fia, László Nemes, 2015) como una representación adecuada del Holocausto.
[8] Se entiende por etiqueta al “conjunto de reglas que se deben cuidar y observar en un acto solemne u oficial”.
[9] De hecho, como luego se verá, el testimonio experto propuesto por la defensa del psicólogo experimental Willem Wagenaar fue puesto en duda por el Tribunal ya que sus trabajos se referían a la memoria bajo hechos traumáticos “ordinarios” mientras que el Holocausto, sostenían los jueces, no podía ser pensado en ese sentido. Wagenaar intentaba explicar cómo, en el marco de un reconocimiento fotográfico policial-judicial, la memoria puede ser influenciada y sugestionada. Tiempo después, Wagenaar publicó un libro donde además de trabajar el caso, expuso la experiencia de su campo de estudio en torno a los vínculos de la memoria y los reconocimientos legales, véase Wagenaar (1988).
[10] De hecho, podemos encontrar muchas semejanzas entre los excéntricos abogados defensores Yoram Sheftel y Jacques Vergès ya que la perspectiva de desentrañar el “juicio espectáculo” del primero puede encontrarse en la noción de “proceso de ruptura” puesta en circulación previamente por el segundo
[11] Bajo la lógica de la “velocidad vs. lentitud”, puede resultar interesante oponer la miniserie producida por Netflix con la historia de Auschwitz realizada por Laurence Rees para la BBC en 2005 previamente mencionada.
[12] Willem Wagenaar falleció en 2011, varios años antes de que la miniserie entrara en producción. La psicóloga Elizabeth Loftus, que ofició numerosas veces en diversos juicios como experta, había rechazado por cuestiones éticas servir a la defensa, recomendando en cambio a Wagenaar.
[13] En su autobiografía, la última oración escrita por Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, fue “nunca comprenderán que yo también tenía corazón” (Höss, 2009, p. 179).